I

Lógica y crítica

La crisis de la civilización griega y la aparición de la lógica como disciplina

Aparición de la lógica

En la historia de la cultura, la lógica apareció relativamente tarde. Surgió en Grecia con Platón,1 cuando ya tenía tras de sí el establecimiento de las matemáticas y la geometría, y la filosofía había recorrido un camino considerable como filosofía de la naturaleza y metafísica presocráticas. En épocas posteriores volvió a plantearse como una disciplina necesaria en Descartes, Kant, Hegel y Marx –entre otros autores–, en momentos en que la reflexión filosófica y la producción científica habían tenido un notable desarrollo.

¿En qué consiste la lógica y cuándo se produjo como disciplina? ¿En qué circunstancias se convirtió en una necesidad? ¿En qué medida puede responder a los problemas que se le plantean en los diferentes momentos de su desarrollo? Estos son algunos de los interrogantes que vamos a abordar en este estudio.

Se dice que la lógica estudia las operaciones formales del pensamiento –la forma del pensamiento–, y en este sentido, más que un comienzo, un punto de partida o un momento originario, es un retorno reflexivo que busca esclarecer lo que de algún modo ya se estaba haciendo. La lógica reflexiona sobre las operaciones presentes en el pensamiento, que se manifiestan de manera implícita o explícita en el lenguaje. Con la lógica estudiamos algo que de algún modo ya conocemos, pues en cierta manera no nos aporta el saber de algo desconocido, sino que, como dice Hegel, nos induce a un reconocimiento consciente de algo que ya conocemos dentro de un saber prerreflexivo, preconsciente o incluso inconsciente. Con ella ocurre algo parecido a lo que pasa con la gramática. Una persona no necesita saber cuál es la diferencia entre un pasado simple y un copretérito para emplear esos tiempos de manera adecuada. Si está narrando un suceso de su vida, por ejemplo, puede diferenciar la conjugación de los verbos, puede decir “viví en tal parte” o mejor aún, “vivía...”, aunque no pueda dar la razón de esa diferencia, o de su significación consciente y explícita.

Por esta razón se llega en algunos casos al extremo de pensar que la lógica es una disciplina inútil, puesto que se ocupa de lo que todo el mundo sabe y hace, como lo dijo Hegel en el Prefacio de la segunda edición de la Ciencia de la Lógica.2 Y en efecto, la lógica no es una alternativa por la que podamos optar; no podemos decidir si vamos a emplearla o no, resulta inevitable y está presente en cada frase que pronunciamos, ya que continuamente estamos enunciando proposiciones lógicas. Cuando decimos por ejemplo que algo es necesario –que una cosa depende de otra, que un evento es la causa de otro–, cuando indicamos una contradicción o una imposibilidad, una implicación o una dependencia, estamos haciendo lógica aunque no seamos conscientes de ello. La lógica siempre se supone de antemano. Podemos discutir si estamos construyendo correctamente un razonamiento; pero no si estamos o no estamos empleando la lógica. Cualquiera que sea el carácter de nuestro discurso, incluso el más extraño al ámbito de la ciencia, no podemos dejar de operar en él de manera lógica.3 La lógica es, pues, un momento reflexivo en el cual el pensamiento vuelve sobre sí mismo y trata de hacer explícitas sus operaciones, del mismo modo como en la gramática el discurso vuelve sobre sí mismo y hace explícitas sus formas y sus reglas.

Así considerada, podemos entonces formular preguntas acerca de cómo y cuándo surge la lógica, y por qué resulta necesaria en determinadas épocas de la vida colectiva o individual. Esas mismas preguntas se formularon y trataron de ser respondidas por parte de los grandes lógicos desde Aristóteles, el primero que estableció la lógica en forma desarrollada, hasta los últimos lógicos, como Husserl, quien volvió a preguntarse por qué, para qué y cómo se hizo necesaria de nuevo.

Quienes tratan de responder a la pregunta por las condiciones del surgimiento de la lógica, parten de la observación de que el pensamiento, en su situación prerreflexiva, está interesado directamente en los resultados: quiere encontrar una solución, despejar una incógnita, sostener una tesis, refutar una posición; para ello emplea la lógica, pero no la toma como objeto de su reflexión.

Formulado el problema en estos términos tenemos la impresión –precisamente la misma que tuvo Aristóteles–, de que la lógica irrumpe cuando el pensamiento logra estar particularmente desinteresado en los resultados, cuando no se encuentra embarcado en el trabajo de encontrar una verdad o la solución a un problema particular, y puede darse el lujo –digámoslo así– de volver sobre sí mismo y considerar sus operaciones con independencia de sus contenidos.

Y este es precisamente un rasgo que muchos han observado en la lógica: la independencia del contenido. Cuando nosotros decimos que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, no nos importa qué tipo de cosas sean; no estamos diciendo nada de la política, de la naturaleza, ni de ningún contenido particular; hemos vuelto sobre una condición general de la reflexión.4

Aristóteles observa que si bien el hombre se puede considerar como un ser por naturaleza interesado, que siempre tiene alguna intención o anda en la búsqueda de algún propósito, en el caso de la lógica parecería como si se tratara de una disciplina que no correspondiera a la naturaleza humana.5 Y después de él se vuelve a encontrar esta versión de la utilidad de la lógica, en un sinnúmero de autores. Algunos –los que enuncian esta tesis de una manera más drástica y más pobre–, llegan incluso a indicar que la lógica es una disciplina que, propiamente hablando, no sirve para nada. Con relación al pensamiento efectivo –el pensamiento científico o político–, tendría la misma relación que la gimnasia tiene con el trabajo productivo: es una preparación, una posibilidad de mejorar las condiciones del sujeto trabajador –en este caso pensador–, pero no es por sí misma un trabajo. En este sentido, Aristóteles la vincula al ocio, y en otro lugar de su obra considera que la existencia de una parte de la sociedad que vive en el ocio es una condición de posibilidad de su desarrollo, como ocurría en la sociedad griega, donde un grupo privilegiado podía descargar en los esclavos todos los trabajos directos, para dedicarse al ocio.

Pero el ocio también se podría considerar como la particularidad de una edad en la que el individuo no se considera comprometido con los resultados de la vida sino, por decirlo así, se encuentra en aplazamiento y en preparación; un momento en que, en cierto modo, puede permanecer ocioso con relación a la intervención concreta y efectiva en las luchas de la vida diaria, particulares o sociales, a la defensa de intereses individuales o políticos, o a la búsqueda de propósitos. Sólo entonces, aquellos que por su situación pueden desinteresarse ampliamente de un empleo comprometido con el pensamiento, serían los que podrían hacer este retorno reflexivo que implica una suspensión de los juicios concretos, interesados, los que se refieren a asuntos que hay que defender o combatir propios de las tesis particulares, y volver la mirada sobre la forma misma del juicio, las operaciones del pensamiento.

Sin embargo, si consideramos esta reflexión de Aristóteles precisamente desde el punto de vista lógico, y comenzamos por aplicarle a ella misma las ideas que vamos a desarrollar en este estudio, nos encontramos con que, en el mejor de los casos, Aristóteles nos ofrece una condición de existencia de la lógica, pero sólo eso. Supongamos que, en efecto, resulte necesaria una cierta suspensión de los juicios interesados, y que se requieran ciertas condiciones de vida para que ello se produzca. Se necesitaría ciertamente el ocio en el sentido que Aristóteles le da: no estar embarcado en ese momento en la defensa o el ataque de una tesis específica.

Pero podríamos contestarle a Aristóteles: una condición de existencia no es una explicación; en términos lógicos, precisamente, no se pueden tomar las condiciones de existencia de un fenómeno por su explicación. Si decimos que la condición de existencia del lenguaje humano, tal como lo conocemos, es una cierta configuración de las cuerdas vocales y de los pulmones, sin duda ofrecemos una condición de existencia del lenguaje, pero no la causa del lenguaje. Una operación lógica errónea sería precisamente tomar una condición de existencia de un determinado fenómeno por su causa.

La lógica apareció en un momento particular de la historia del pensamiento en el cual se produjo un retorno reflexivo sobre las propias operaciones anteriores, y su aparición sólo puede ser explicada, como tal, por las condiciones específicas que hicieron posible su existencia y que constituyeron las fuentes de su necesidad. Una causa muy general, sin la cual no es posible que se produzca un hecho particular, no se puede tomar por la explicación de ese hecho. De la misma manera, si un hombre se suicida lanzándose del décimo piso de un edificio, no podemos decir que murió a causa de la ley de la gravedad, aunque, naturalmente, ésta sea una de las condiciones generales en que está inscrito dicho acontecimiento. En síntesis, un acontecimiento particular no puede ser explicado por una condición tan general, y por lo tanto podríamos decir que esta presentación de la lógica no es, precisamente, muy lógica.

También se puede argumentar empíricamente, por supuesto, diciendo que tal vez sea cierto que se hayan necesitado individuos liberados de formas de trabajo que, en esa época, estaban separadas del pensamiento; pero en muchas otras culturas también encontramos individuos que vivían en esas condiciones, y no se interesaban por una operación reflexiva sobre sus propias operaciones intelectuales, para buscar la lógica. Algunos más bien eran tiranos que vivían ahítos de carnes y de vinos, y no se les ocurría ponerse a producir la lógica, por más que estuviesen separados de toda actividad necesaria y vital, y rodeados de manadas de esclavos.

La crisis social y del pensamiento como condición de aparición de la lógica

Una versión diferente a la de Aristóteles, y cercana a las reflexiones de Husserl, es la siguiente: la lógica resulta necesaria cuando en el orden del pensamiento se produce una crisis; cuando lo que parecía derivarse con seguridad de la reflexión existente, de las categorías y de los principios vigentes, no resulta posible ahora; cuando lo que esperamos que ocurra, según las premisas con las que pensamos, no ocurre efectivamente; cuando prevemos que determinados acontecimientos producirán determinados resultados y no los podemos encontrar por ninguna parte; etc. En esas condiciones entonces nos preguntamos cómo estamos pensando, qué valor tienen nuestras premisas, con qué tipo de categorías logramos deducir ciertos efectos de ciertas causas. Volvemos entonces llenos de sospechas sobre las seguridades que teníamos, y es en ese momento cuando irrumpe la lógica. Su aparición no es pues resultado del ocio, sino de una crisis particular.

Es evidente que una severa crisis en la civilización griega fue la que impulsó la búsqueda de la lógica. El pensamiento platónico irrumpió en el preciso momento en que se desarrolló esa crisis, uno de cuyos síntomas era la difusión de la sofística, una disciplina consistente en enseñar a demostrar cualquier tesis según la conveniencia de cada cual, y que se ofrecía a los jóvenes de la época como una mercancía, a cambio de un pago.

Platón no solamente tuvo graves sospechas sobre las operaciones intelectuales espontáneas, sino también sobre el sentido de su propia civilización. No es por casualidad que la lógica haya irrumpido en el mismo pensador que produjo “La República”. Platón había llegado a la conclusión de que las dos formas políticas de la civilización griega –la dictadura y la democracia– estaban erradas. Así lo explica en una carta muy notable,6 donde resume su pensamiento, su historia personal y la historia de sus ideas, y la forma como se hundieron las ilusiones de su juventud, tanto en el gobierno de los treinta tiranos –al que lo invitaron a participar porque había tíos suyos en él–, como en la democracia, que resultó también incompatible con el orden de un pensamiento riguroso, como se ve en el hecho de la condena de Sócrates.7

Se trata, pues, de una crisis muy vasta de la civilización griega la que condujo a Platón a producir “La República”, independientemente de que consideremos esta obra como una utopía o como un proyecto político realizable y efectivo. Es una reflexión política que se desprende, de una manera asombrosa, de las condiciones efectivas de la civilización griega. Resultaba paradójico para Platón que aquel mismo pueblo que se mostraba tan riguroso en la producción de su geometría, resultara tan torpe en su reflexión política. En el nacimiento de la lógica, pues, no hay solamente ocio y gimnasia mental; hay una extraordinaria sospecha, una desconfianza fundamental que obligó a los griegos a preguntarse cómo se estaba pensando.

No es extraño tampoco que otro gran lógico –Husserl– que comenzó su carrera de lógico con una meditación sobre las implicaciones de la aritmética, extraordinariamente lejana de toda preocupación concreta por las circunstancias históricas de su tiempo –como eran por ejemplo las persecuciones políticas en la Alemania de Hitler, quien le expulsó del país– haya desarrollado luego su investigación lógica en la dirección en que lo hizo. Husserl escribió poco después de su gran texto Lógica formal y lógica trascendental, una reflexión titulada La Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental,8 en la cual plantea su preocupación por el hecho de que en la Europa moderna las ciencias se desarrollaran independientemente las unas de las otras y carecieran además de una reflexión sobre sus principios, sus implicaciones y sus propios resultados. Las ciencias tomaban los resultados prácticos como la única condición de validación, pero eran incapaces de dar cuenta de sí mismas, porque habían olvidado el fundamento de sus categorías y de sus operaciones. Advertía que no deberíamos dejarnos intimidar por los resultados de la ciencia para olvidar su incapacidad de pensar sus condiciones teóricas e históricas.

Desde mediados del siglo pasado, o un poco después, se erradicó progresivamente el estudio de la filosofía en la enseñanza de las disciplinas científicas; primero de la medicina, a finales del siglo pasado, y luego de la física, y finalmente de todas las demás. Es interesante observar, en el desarrollo de sus reflexiones, que Husserl no se limitó a una consideración general sobre la crisis de las ciencias europeas; enseguida produjo un nuevo texto en el cual se planteó el origen de su antigua preocupación por la lógica, que se titula “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”,9 donde extendió su análisis a la crisis de la civilización entera y de las condiciones de vida en general.

Es muy frecuente en la historia del pensamiento encontrar ese retorno sobre los principios, las categorías, las operaciones, las premisas e implicaciones del trabajo del pensamiento, cuando se produce una crisis en la acción que lleva a pensar que la teorización y la explicación efectiva, se habían desarrollado hasta entonces con una lógica deficiente.

Es muy diciente, por ejemplo, el hecho de que Lenin, quien estaba embarcado desde muy temprano en su vida en trabajos políticos, teóricos y económicos directamente relacionados con estudios acerca del desarrollo del capitalismo en Rusia, de las condiciones generales de la lucha de clases, de la teoría del partido, etc., al ser rudamente golpeado y encontrarse asombrado y desconcertado por un acontecimiento como la Primera Guerra Mundial, hubiera reaccionado dedicándose a leer la Ciencia de la Lógica de Hegel. Descubrió que sus premisas estaban siendo invalidadas por la forma que tomó ese acontecimiento como enfrentamiento entre naciones más que entre clases sociales: los obreros alemanes masacrándose con los obreros franceses, en lugar de ir cada cual contra su propia burguesía; las oposiciones ideológicas entre las naciones resultaban más eficaces, en la práctica, que las oposiciones efectivas basadas en la explotación de clase. En ese mismo momento, frente a la crisis personal que esto significaba y a la crisis general que dio al traste con La Segunda Internacional como resultado de la Primera Guerra Mundial, Lenin reaccionó volviendo al estudio de la lógica, y se dedicó a leer a Hegel.

Lenin no estaba ni rodeado de esclavos ni “sobrado de tiempo” como dicen, ni mucho menos desprendido de ciertos intereses particulares y concretos. Más bien, se encontraba en una crisis. Tendremos oportunidad de seguir el desarrollo de una crisis cuando tratemos de ver el nacimiento de la lógica en los textos mismos de Platón.

Lógica y crítica

Antes de entrar en el comentario al “Teeteto”, quisiera presentarles una observación de Hegel sobre los Diálogos de Platón, que nos puede servir de entrada a la problemática que éstos presentan, la cual comienza con una consideración un poco amarga sobre el contraste entre los Diálogos platónicos y lo que él denomina curiosamente como los “diálogos modernos”. Hegel considera como plástica una exposición cuando lleva una idea desde sus premisas más simples hasta sus desarrollos necesarios, pasando por todos sus momentos; es decir, en una exposición plástica asistimos a la formación misma del pensamiento, en lugar de establecernos en pensamientos ya formados. Y afirma que, en un diálogo moderno, difícilmente se encontrarían hombres tan tranquilos y tan pacientes como los que se pueden ver en los Diálogos de Platón, para llevar a cabo éste propósito.10

Observemos la molestia que experimenta Hegel, precisamente en el “Prefacio” a la segunda edición de su Ciencia de la Lógica, respecto de esos “diálogos modernos”. Su queja principal consiste en que nadie quiere saber nada de los supuestos, de las categorías y de las preconcepciones con las cuales se piensa. Todo el mundo quiere tener una opinión, pero no quiere reconocer que sus conclusiones tienen implicaciones que deben ser sometidas a la crítica; nadie quiere reconocer que ha partido de ciertos supuestos, ni que, frente a una conclusión, bien o mal organizada, se puede siempre decir que se llega a ella porque se parte de determinados conceptos, o preconceptos. Y por supuesto, una vez aceptados esos supuestos, que no quieren ser criticados, se llega a ciertas conclusiones. También en Hegel hay, por lo tanto, el sentimiento íntimo de una crisis, de una forma imposible del diálogo, porque se ha convertido en un diálogo de sordos.11

En otro momento histórico Descartes se encontraba también en una crisis, y algunos de los rasgos de la descripción que hizo de ella se asemejan a los expresados en la inquietud de Hegel por los diálogos que denominaba modernos. Descartes decía, refiriéndose a la forma de la argumentación y a los conceptos con que trabajaban los escolásticos, que éstos eran como ciegos que querían arrastrarnos al fondo de una oscura caverna para poder combatir allí con nosotros en igualdad de condiciones; pero que no podíamos aceptarles ese tipo de competencia.

Descartes vivía en una época de crisis, y esa crisis se convirtió en el motivo de una sospecha, como se puede ver en el Discurso del Método, en la tesis que opone a las convicciones de su época: la duda metódica. Allí propone la necesidad de una duda que se sitúe precisamente donde hay convicciones y seguridades, y que se extienda a todo lo que no pueda ser demostrado; y reclama que aprendamos de nuevo a distinguir lo verosímil de lo cierto, aquello que parece verdad –porque se ha considerado así desde muy antiguamente– de lo que es realmente cierto. Se trata de todas formas de un movimiento que no es particular de un individuo, sino que constituye una exigencia general de la lógica.

Por lo tanto, cuando nos proponemos hacer un estudio sobre la lógica, lo primero que encontramos es que no se puede separar la lógica de la crítica. La lógica no es equiparable a una “gimnasia mental”, no es una simple abstracción formal de las operaciones que el pensamiento utiliza, sino un retorno reflexivo que describe explícitamente lo que de todos modos hacemos implícitamente; o mejor aún, un retorno crítico.

Y se requieren condiciones históricas para que la necesidad de la crítica pase a un primer plano. Este es el movimiento que conduce a la lógica; no el ocio. Si en la lógica parece que nos desprendemos de la urgencia de la defensa o del combate de una tesis particular, no es porque nos hayamos desinteresado de todas las tesis particulares, sino porque tenemos la conciencia histórica de que esas tesis se encuentran en crisis.

La lógica no se justifica pues como una conducta resultado de la buena voluntad de reflexionar sobre las condiciones generales del pensamiento; se justifica como la necesidad de reaccionar ante una crisis que toque los linderos del pensamiento; que éste se sienta cuestionado, perplejo, puesto que sólo quien intenta hacer un razonamiento efectivo es quien puede llegar a descubrir que no lo ha hecho correctamente.

Prácticamente en todos los Diálogos de Platón encontramos, a pesar de su extraordinaria diversidad y complejidad, un movimiento permanente de reflexión que presenta la lógica como una necesidad. El método platónico, basado en la ironía socrática, contiene ese movimiento. El fundamento de dicho método es la idea de que nuestros errores proceden de que creemos saber lo que realmente no sabemos, y no de la falta de datos o de información. En “El Sofista” afirma que nuestra ignorancia no consiste en un vacío o en una carencia, sino en un conjunto inmenso de opiniones en las que tenemos una confianza loca. El retorno reflexivo que pregunta por la forma como pensamos y por lo que suponemos cuando pensamos, conduce al establecimiento de la lógica. Y por eso todos los Diálogos de Platón están comprometidos con esa problemática.

El “Teeteto”, el diálogo que inicia nuestro estudio de Platón, se pregunta qué es la ciencia; pero no formula su posibilidad hipotética, sino que vuelve sobre un hecho existente, pues la ciencia ya existe en ese momento; la podemos reconocer y dar ejemplos de ella. Sabemos (o al menos creemos saber) de qué hablamos cuando nos referimos a la ciencia; conocemos la palabra lo suficiente para no tener que buscarla en el diccionario; sin embargo, es necesario –nos dice Platón– que aunque podamos dar ejemplos suyos y la reconozcamos, volvamos a preguntarnos qué es.

La ironía socrática consiste en incitar a alguien a que presente una opinión y, en vez de responder con una polémica, invitarlo a que la exponga con un desarrollo necesario. Cuando Teeteto presenta una definición de la ciencia, Sócrates, con su estilo particular de preguntar, lo obliga a mostrarse consecuente con las implicaciones de su definición hasta que, por fuerza de una necesidad lógica, se encuentra a sí mismo afirmando conclusiones contradictorias con su punto de partida, para así llevarlo a preguntarse de nuevo qué es la ciencia. Este procedimiento lo hace también Platón en otros diálogos, respecto de la virtud, la justicia, la política, etc.

Platón se pregunta por lo que todo el mundo cree saber, como opinión espontánea, por el conocimiento previo, para ponerlo en cuestión a partir de la lógica. No se pregunta, por ejemplo, qué es la justicia, sino que la implica al declarar tal o cual cosa como justa o injusta; no se pregunta, qué es la virtud –como en el “Menón”– sino que considera virtuosas o pecaminosas ciertas cosas, dejando la idea de virtud implícita; ni se pregunta qué es la ciencia, sino por qué la opinión declara esto o lo otro como científico o no científico. Y así procede en uno u otro orden.

Sócrates murió porque sus jueces y sus acusadores –Anito, Melitos y Licón– pensaban que sus preguntas y sus inquisiciones sobre aquello que todo el mundo cree saber, ponían en cuestión el fundamento mismo de la sociedad griega, y por esta causa fue declarado un corruptor de la juventud. En realidad, el asunto es más complejo. Si Sócrates cuestionaba lo que todo el mundo creía saber, era porque estaban en crisis los fundamentos de la civilización griega; y no se puede tomar un síntoma, un efecto de la crisis, por la causa de esa crisis. El peligro mismo no está en el síntoma. Sin duda se puede decir, desde un punto de vista psicológico, que la lógica es un anhelo de seguridad, que es un deseo de protección contra el error, un síntoma de indecisión, y todo lo que se quiera; pero se produce cuando una inseguridad efectiva se ha presentado en la historia. El anhelo de seguridad que generan las protecciones obsesivas contra la duda, y las seguridades reactivas contra la indecisión obsesiva, no son condiciones suficientes para la producción de la lógica.

Ciencia, lógica y verdad. El diálogo de Platón, “Teeteto, o de la ciencia”

Hemos escogido este diálogo de Platón para comenzar estas charlas porque contiene la primera teoría de la ciencia que se haya elaborado en Occidente y probablemente en el mundo. Y también porque aquí se resumen las posiciones fundamentales de este autor en la teoría del conocimiento. Naturalmente lo iremos viendo en relación con otros de sus diálogos, comentando lo que está más desarrollado en otras partes.

Se suelen trazar tres períodos en las obras de Platón.12 “El Sofista” y el “Teeteto” son los diálogos centrales del período de la madurez. Y desde el punto de vista que a nosotros nos interesará, es decir, el de la crítica y la lógica, es precisamente el período más fecundo de su pensamiento.

El “Teeteto, o de la ciencia” es un diálogo que comienza con el recuerdo de una conversación anterior entre Sócrates, Teodoro y Teeteto. Teeteto también aparece en “El Sofista”, donde conversa con el extranjero que tiene allí la voz del filósofo, y aquí se nos presenta como un joven que está a punto de morir y en el que se habían puesto muchas esperanzas porque era un espíritu muy dúctil, dispuesto a conceder las consecuencias de lo que piensa y dice. También se presenta, y este rasgo no es secundario en Platón, como un individuo muy feo, parecido en este aspecto a Sócrates, quien era extraordinariamente feo, de “ojos saltones y nariz chata”. Pero ese rasgo, como muchos otros de los que presenta Platón en los Diálogos, no son consideraciones marginales, como podría parecer a primera vista cuando uno no es aún sensible a su estilo y a sus alusiones; significa que Teeteto, lo mismo que Sócrates, era un individuo que no podía imponerse por medio de la seducción y de la atracción de su apariencia, sino por medio de su discurso.

En otro diálogo Platón se refiere también al lenguaje de Sócrates. Alcibíades, en “El Banquete”,13 observa que el lenguaje de Sócrates es extraordinariamente burdo porque está siempre poniendo ejemplos de zapateros y de carreteros, en lugar de citar a Homero y a Hesíodo. No aprovecha aquellas maravillas de la cultura y de la poesía griegas, y en cambio prefiere hablar de banalidades, del barril de vino y del pescador, como si no conociera la grandeza poética y el extraordinario poder de seducción del arte griego. Pero, precisamente, ese lenguaje tosco no es más que un símbolo: es una reacción a la posición seductora. La definición que Platón presenta del filósofo –por ejemplo, en el “Gorgias”, entre otros diálogos– es en este sentido muy particular, pues lo define como lo contrario de un orador, a la manera como un médico es en cierto modo lo contrario de un cocinero; el cocinero ofrece deliciosos banquetes y exquisitos manjares, que satisfacen el gusto, pero que probablemente resulten indigestos, mientras el médico ofrece a su paciente bebidas amargas pero convenientes.

La lógica es también una pócima amarga en el sentido de que para abordarla tenemos que aceptar que lo cierto no es aquello que preferiríamos que fuera cierto. Naturalmente, el hombre que hace la lógica, por ejemplo, Platón, Aristóteles o Descartes, se consuela diciendo que lo que deseaba sólo era aquello que finalmente resulta cierto. Y la lógica, como es un retorno sobre el pensamiento mismo, no puede dejar de resultar en cierto modo dolorosa y angustiante porque conmociona las opiniones y las seguridades anteriores.

A propósito de la comparación que hace Teodoro entre los rasgos físicos de Sócrates y de Teeteto, Sócrates señala que al escuchar una consideración elogiosa o, por el contrario, crítica, siempre deberíamos preguntarnos cuánto sabe el que la formula o qué tan válido es su testimonio.

Aprovechemos este comentario para anotar desde el principio que Sócrates, lejos de referirse a un criterio de autoridad, se remite siempre a un criterio de demostración. En este sentido, las respuestas que Sócrates da en otros diálogos a Gorgias o a Fedro, por ejemplo, son muy características. Ningún testimonio es garantía de verdad. A Gorgias, por ejemplo, le dice que el hecho de que su tesis sea compartida por los siete sabios de Grecia, o de que incluso todos los griegos vinieran y juraran que las tesis que sostiene son ciertas, no significaría nada. Es necesario que esa tesis se demuestre. A Fedro le dice que es indiferente si las primeras verdades se encontraron en una encina, en una piedra o en cualquier otra fuente, y que no las haría más verdaderas el hecho de haber sido reveladas por algún Dios. La validez proviene de la pertinencia de la argumentación y no de la tradición o del rango divino o social.

Más adelante Sócrates, en una operación muy propia de su estilo de discusión, argumenta en favor de las tesis de Teeteto adjudicándoles precisamente garantías de este tipo, e indicando que, a pesar de que Teeteto no es muy culto, está mucho menos solo de lo que podría creer, ya que lo que dice podría estar reforzado también por la autoridad de Homero o de Protágoras, y los cita a ambos. Es una política muy sana no tratar de aprovecharse de la debilidad particular del discurso que se quiere rebatir, sino más bien tratar de que sus tesis queden expuestas con todas sus galas, con todo lo que pueda respaldarlas, de la mejor forma posible, para entonces sí iniciar la discusión. Sócrates jamás se aprovecha de que una tesis no compartida esté mal expuesta, porque lo que le interesa no es la victoria inmediata sobre el otro, sino el encuentro de la verdad.

Después de la presentación empieza el diálogo propiamente dicho, que se inicia con una serie de reflexiones encaminadas todas al mismo punto. Fijémonos, para comenzar, que frente a la pregunta de Sócrates, ¿qué es la ciencia?, Teeteto responde presentando una serie de ciencias.14 Por ahora no es pertinente la discusión sobre la serie misma; sería inadecuado que Sócrates interviniera para decirle que en su enumeración de las ciencias (geometría, economía, medicina y zapatería) está incluyendo unas que son ciencias y otras que no lo son, porque para hacerlo tendría que saber primero qué es la ciencia. Entonces, por el momento la discusión no se puede dirigir hacia ese punto. Sócrates lo va a alertar sobre el hecho de que una cosa es la definición de lo que es la ciencia, y otra muy distinta presentar ejemplos de ella.15

El camino de la ejemplificación por el que se ha ido Teeteto, no tiene fin, como dice Sócrates. Pueden ser innumerables los objetos que se fabrican con barro, pero su enumeración nunca nos va a enseñar qué es el barro. También pueden ser innumerables los objetos que investiga la ciencia, pero, de nuevo, nada nos ganamos con seguir una enumeración que podría ser interminable. En este caso la cantidad no nos enriquece, porque el multiplicar los casos de ciencias no nos aproxima a la respuesta de la pregunta sobre qué es.

Pero el más importante resultado de este procedimiento de Sócrates, es que denuncia aquí uno de los mecanismos del error, de los cuales tenemos que hacer una larga lista. Creer que se sabe lo que no se sabe nos lleva realmente a confundir el hecho de reconocer el sentido de una palabra y poder dar ejemplos de ella, con entender realmente el concepto al que se refiere. Así, todo el mundo cree saber qué es la mercancía porque, naturalmente, no tiene que buscar la palabra en el diccionario, y puede dar múltiples ejemplos, ya que las vitrinas de los almacenes están llenas de ellas. Pero no por ello sabe en qué consiste, y si de pronto tiene tiempo para leer El Capital, puede descubrir muy claramente que no sabía lo que era. Así mismo, Teeteto no tiene todavía ninguna idea clara sobre qué es la ciencia. Confunde el hecho de que conoce la palabra ciencia y de que tiene la posibilidad de dar ejemplos de ella, con el conocimiento efectivo del concepto de ciencia.

Este tipo de confusión es muy general y se encuentra muy difundida. Todo el mundo cree saber qué son los celos, y puede citar ejemplos de personas celosas, sin tener que ir a buscar la palabra en el diccionario; pero eso es muy diferente a lo que dice por ejemplo el psicoanálisis sobre los celos. El error radica en creer que se sabe lo que no se sabe. Hasta allí pues llega Teeteto en su primer intento por resolver el problema de la ciencia; y con el ejemplo del barro, Sócrates lo refuta rápidamente, con la misma ramplonería que acostumbra emplear siempre.

El saber como reconocimiento del error

La teoría de la ignorancia

A partir de la pregunta de Sócrates: ¿qué es la ciencia? comienza Platón en el “Teeteto” a exponer su teoría del conocimiento. Con la respuesta inicial de Teeteto, ya citada, y a partir de la denuncia de Sócrates de su error de responder con una ejemplificación, evitando una definición conceptual y su desarrollo lógico, surge el problema de la ignorancia. En “El Sofista” Platón define este concepto, que resulta ser uno de los aspectos más notables de su pensamiento, alrededor del cual se articula gran parte de su método. Veamos algunas indicaciones que nos permitan entender las tesis sobre la ignorancia que presenta en dicho diálogo.16

Curiosamente Platón comienza a teorizar sobre el conocimiento con una reflexión sobre el desconocimiento. La ignorancia no la define como un estado de carencia, sino como un estado de llenura. Nos dice, por ejemplo, que si la ignorancia fuera como el hambre, un estado de carencia, la educación sería el trabajo más sencillo del mundo, porque sería como dar de comer a un hambriento. Pero desgraciadamente no es así. La ignorancia no es una ausencia o una falta, sino por el contrario, un estado en el que nos sentimos pletóricos de opiniones y saberes en los cuales, por lo demás, tenemos una confianza desmesurada.

La carencia sólo se produce después de una reflexión, de una vuelta sobre sí mismo a partir de la cual se ponen en cuestión las propias creencias y las formas de pensar que nos han conducido a ellas. La carencia es entonces un resultado del proceso de conocer y no su punto de partida, porque lo que hay inicialmente es un dominio generalizado de la opinión, que es el término que usa Platón.

Esta situación la podemos encontrar en todos los ámbitos. Si consideramos el ejemplo de las llamadas “sociedades primitivas”, donde hay muy poco desarrollo de la ciencia, no encontramos precisamente un estado de carencia o de ausencia de teorías explicativas, sino por el contrario una interpretación mágica para todos los fenómenos: las enfermedades, los eventos astronómicos, los hechos sociales, los fenómenos biológicos y todo los demás. Lo mismo ocurre con las personas que no tienen conocimientos en una determinada rama del saber, pero que no por ello dejan de tener opiniones sobre todos los temas. La opinión nos protege contra la angustia de saber y contra el reconocimiento de nuestra propia ignorancia.

El reconocimiento del no saber es un movimiento reflexivo fundamental dentro de la ciencia misma. De esta reflexión sobre la ignorancia Platón deduce que el proceso de la enseñanza, más que un proceso de alimentación, es equivalente al tratamiento de una indigestión; es una especie de desintoxicación. Muchas veces no nos hacemos ciertas preguntas porque ya las tenemos respondidas, aunque sólo sea con opiniones. Si por ejemplo nos hiciéramos seria y detenidamente la pregunta de por qué Latinoamérica, que fue descubierta y poblada antes que Norteamérica se encuentra menos desarrollada que ésta desde el punto de vista técnico y científico, muy seguramente encontraríamos que estamos habitados por una serie de respuestas vagas que no nos dejan siquiera formular la pregunta: el clima, el temperamento de los españoles y de los indios, las religiones, etc. Hacer la pregunta ya es un trabajo, y plantear una buena pregunta en la ciencia es una de las cosas más importantes y decisivas. Formular una pregunta significa desmontar la respuesta que le había impedido formularse.

En los términos de Platón puede decirse que enseñar a dudar es la tarea principal de la educación. Lo que Sócrates quería indicar con la fórmula, tan repetida, de que “sólo sé que nada sé”, no era por supuesto ninguna manifestación de falsa modestia o algo por el estilo, sino una formulación central de su teoría del conocimiento: el primer saber efectivo es el reconocimiento de que lo que se creía saber no era más que una opinión. Este reconocimiento abre entonces la pregunta: ¿si no era lo que se creía, entonces qué es?

Por ejemplo, Platón vincula íntimamente el fenómeno del amor con el problema del conocimiento. Después de Platón, esa relación cae en desgracia, y queda casi completamente suspendida durante todo el período que va hasta Freud. Por lo demás la reflexión de los dos autores sobre el tema es bastante similar. En “El Banquete” –que, junto con el “Fedro”, es una de sus grandes disertaciones sobre el amor– decía que era curioso que se hicieran tantos estudios sobre diversas cosas como por ejemplo la sal, la construcción de los barcos, la pesca, etc., pero que se reflexionara tan poco sobre el tema que a todo el mundo le interesa más que cualquier otro: el amor. Freud piensa en una dirección muy parecida y casi en los mismos términos que Platón.17

Podemos decir, pues –con una expresión que parecería más freudiana que platónica–, que el conocimiento requiere del deseo de saber, y que este deseo implica el reconocimiento del no saber, que es el primer momento y el más difícil de todo aprendizaje. Platón postula que el aprendizaje se encuentra bloqueado por la opinión, y eso lo lleva a afirmar en “El Sofista”, que la educación debería ser una suerte de refutación de ideas y de opiniones, para que pueda abrirse el espacio donde pueden inscribirse los conocimientos efectivos.

Es muy importante subrayar este enfoque para marcar la diferencia con lo que plantean muchas de las teorías educativas contemporáneas, que imaginan el aprendizaje como una especie de proceso encaminado a lograr la asimilación de una información que se recibe por medios audiovisuales o de cualquier otro tipo, y que el sujeto acumula en una especie de archivo personal que se llama memoria. Platón veía las cosas exactamente al revés: los archivos están llenos y hay que comenzar por vaciarlos. No nos encontramos entonces nunca con una conciencia despejada, ingenua y virgen, que se enfrenta a un mundo desconocido; sino, siempre y en cualquier época de la vida personal o de la historia social, con una interpretación previa.

Freud mostró el mismo fenómeno con relación a los niños, cuando observó que si les resultaba difícil llegar al conocimiento de la diferencia de los sexos y de cómo vienen los niños al mundo, no era por falta de datos o de experiencias, sino porque tenían sus propias teorías sobre el tema. Siempre hay teorías y opiniones que resisten al saber efectivo, en cualquier etapa o nivel de la vida social o personal. Por esta razón el saber sólo se instaura a partir de una ruptura, de un momento crítico. En la historia del pensamiento occidental Platón es uno de los pensadores, aunque no el único, que ha subrayado más firmemente –y por ello fundó la lógica–, la necesidad de un primer momento crítico como primera etapa en el acceso al saber.

El arte de dar a luz

El diálogo que estamos comentando continúa después de que Sócrates le hace ver a Teeteto que su respuesta no responde a la pregunta ¿qué es la ciencia? Entonces, Teeteto recuerda haber visto en geometría que los ejemplos no son los que producen el concepto. En este caso se refiere a las diferencias entre el cuadrado y el rectángulo, y señala que es necesario tener el concepto de sus diferencias, expresado en los términos en que se produce ese concepto, porque si nos ponemos, en cambio, a dibujar series, nos encaminamos hacia una ejemplificación infinita.18

La geometría desempeña un papel muy importante en el pensamiento de Platón. Las matemáticas constituyen el modelo más desarrollado de la ciencia en el momento en que escribió, ya que tenían más de un siglo de desarrollo, con producciones notabilísimas. En gran parte la aspiración de Platón en su época es la misma que vamos a encontrar cuando estudiemos a Descartes: cómo extender el tipo de saber demostrativo y seguro que tenemos cuando hablamos de matemáticas, a otros campos del conocimiento.

Como es frecuente en los Diálogos de Platón, Sócrates en el “Teeteto” compromete a su interlocutor a que le responda todas sus preguntas, y a que se tome todo el tiempo necesario para hacerlo. Y en seguida le hace una exposición de su método, es decir, de la mayéutica, que es como se denomina el método socrático.19 La mayéutica es el arte de dar a luz. Sócrates elabora la metáfora de la comadrona como la clave de su método, a la vez que se define a sí mismo como una de ellas. Tendríamos que ver entonces qué relación puede existir entre la teoría de la ignorancia que les acabo de esbozar, y la enseñanza como arte de ayudar a dar a luz.

Sócrates no concibe la enseñanza como la transmisión de conocimientos de un individuo a otro, sino como el proceso donde se ayuda a otro individuo a despejar lo que bloquea su pensamiento, e inhibe su capacidad de descubrir. En “El Banquete”, Sócrates contesta a Agatón –por bromear sin duda porque esa es su tónica general–, cuando éste le dice que va a hacerse junto a él a ver si se le pega algo de lo que él sabe, que sería bueno que el saber fuera de tal índole, que sólo por ponerse mutuamente en contacto se derramara de lo más lleno a lo más vacío de nosotros, de la misma manera que el agua pasa, a través de un hilo de lana, del recipiente más lleno al más vacío.

Sócrates no creía en la instrucción ni en la enseñanza entendidas como transmisión, ni creía en las ideas que se aprendían de otros. Las ideas deben ser producidas por cada uno, y, por lo tanto, el problema fundamental del aprendizaje es el combate contra lo que impide producirlas. En el “Teeteto” dice que sus discípulos no aprenden nada de él sino que, por el contrario, “encuentran y alumbran en sí mismos esos numerosos y hermosos pensamientos”.20 La versión, pues, que todo el mundo conoce del método de Sócrates, es que se trata de un procedimiento de enseñar por medio de preguntas. Este es, pues, su primer principio.

Un segundo principio del método de Sócrates, supremamente importante, es la ironía. Sócrates pregunta a su interlocutor sobre cualquier tema, como acaba de hacer con Teeteto respecto de qué es la ciencia. Si la respuesta no contesta a la pregunta, le muestra que no era eso lo que le estaba preguntando y vuelve a insistir en su pregunta. Pero si la respuesta contesta a la pregunta, aunque sea en una forma desacertada, es decir, si la respuesta inicial es, como sería de esperar, una opinión, entonces Sócrates acepta esa respuesta como punto de partida. Incluso, como veremos enseguida, trata de reforzar la respuesta y cita a otros autores que también la han dado; pero obliga a su interlocutor, por medio de nuevas preguntas, a que sea consecuente con su respuesta, hasta el punto de obligarlo lógicamente a reconocer consecuencias de su respuesta con las que no está de acuerdo pero que, sin embargo, se desprenden de la respuesta que dio al principio. Entonces, el interlocutor descubre que la respuesta que dio no corresponde efectivamente a lo que se le preguntaba. En otros términos, Sócrates no usa la polémica directa, sino el procedimiento de extraer las consecuencias necesarias de la tesis que ha formulado al principio. Esto es lo que se denomina la ironía socrática.

Verdad y opinión

Sin embargo, antes de pasar a estudiar la primera respuesta efectiva de Teeteto a la pregunta ¿qué es la ciencia?, dos términos en particular deben ser aclarados: verdad y opinión. La teoría de la verdad en Platón –al contrario de otros filósofos– no se refiere a la coincidencia entre nuestros conceptos y la realidad, o a que el predicado coincida con aquello de lo que se predica, sino a que la verdad debe dar razón de sí misma, es decir, tiene que ser demostrada.

Platón distingue la verdad de una opinión verdadera, que es la coincidencia entre lo que una persona dice o piensa, con lo que ocurre, pero sin que sepa por qué, ni lo pueda demostrar. Para las ciencias es muy importante la distinción entre la verdad y la opinión verdadera, porque ésta no se puede considerar un conocimiento científico. La verdad se refiere a un orden de necesidad en cualquier campo de la ciencia; es necesario que algo exista dadas las circunstancias que lo producen; pertenece pues a un orden en el cual la demostración puede operar. Puede decirse que, desde el punto de vista de la ciencia –que precisamente él funda aquí–, la opinión verdadera y la opinión tienen elementos en común, porque lo que se les contrapone es la verdad, definida como una formulación que puede dar cuenta de sí misma y demostrarse. El criterio de la demostración se encuentra, pues, inscrito en la definición misma de la verdad.

La ciencia, la sensación y la apariencia

Hechas estas aclaraciones vamos a ver entonces la definición que nos ofrece Teeteto de la ciencia. Después de demostrarle a Teeteto que la ciencia no se puede definir a partir de enumerar ejemplos, Sócrates insiste en preguntarle qué es, y Teeteto responde que es la sensación.21 Como se puede ver, Teeteto ha comprendido la pregunta en el sentido de una indagación por el criterio de la verdad. Sócrates recibe esta segunda respuesta con un criterio muy sano, porque es necesario dejar que lo que Teeteto piensa sobre la ciencia se explicite, ya que la respuesta anterior lo ocultaba. Cuando antes pensaba que ciencia quería decir geometría, medicina, zapatería, etc., ocultaba lo que pensaba sobre la ciencia. Ahora sí puede comenzar a elaborar su pensamiento.

Siguiendo pues, el método de la ironía, Sócrates acepta la respuesta y acentúa su alcance; incluso, en lugar de tratar de desacreditar rápidamente la respuesta, como haríamos nosotros en nuestras malas polémicas, se propone exactamente lo contrario: acreditarla con muy buenos antecedentes. Primero la extiende, pues la tesis de Protágoras sobre el hombre como medida de todas las cosas, es todavía un poco más amplia que la formulación inicial: lo que es, es lo que nos parece que es, porque no hay otro criterio. Según Teeteto, entonces, el criterio de la verdad es la experiencia. Sólo entonces comienza Sócrates a ponerla en cuestión.22

Observemos la manera como Sócrates elabora el contenido de la respuesta. Todavía no se menciona la lógica, pero como se trata de fundarla, la pregunta de Sócrates es extraordinariamente maliciosa. Si la experiencia es el criterio de la verdad, diversas experiencias pueden conducir a diversas tesis sobre la misma cosa e, incluso, suelen conducir a tesis opuestas sobre la misma cosa. Pero precisamente la lógica se va a fundar con el principio de que una cosa no puede ser algo y lo contrario al mismo tiempo. Sócrates elabora la respuesta en una dirección que ya permite sentir la exigencia de la lógica, la cual todavía no existe como disciplina. Se trata de un fenómeno muy notable y muy conmovedor. Es preciso hacer sentir una necesidad para poder producir un saber. El diálogo, en su conjunto, se organiza de acuerdo con esta tesis, y toda la pedagogía de Platón está montada sobre la reflexión de que lo esencial es hacer sentir la necesidad de saber algo, y no enseñar algo a quien no siente la necesidad de saberlo. Sócrates continúa acentuando el punto de vista que quiere refutar e introduce, pues, un nuevo problema para la discusión de esta tesis: la diferencia entre la apariencia de las cosas y lo que realmente son.23

Naturalmente esta diferencia entre apariencia y realidad constituye una cuestión muy importante, puesto que si desde el comienzo coincide lo que se me aparece con lo que es, ya no hay problema de la verdad, y la verdad coincide directamente con la verosimilitud: lo que parece verdadero, es verdadero. La verdad no es, entonces, un problema. Pero ahí no hay lugar alguno para la ciencia. Como dijo Marx al comienzo de El Capital: “si la apariencia de las cosas coincidiera con su esencia, la ciencia entera sobraría”. Es necesario suponer que apariencia y realidad no coinciden, para que la necesidad de la ciencia se imponga. El problema de la respuesta de Teeteto, y por lo tanto de la teoría de Protágoras de donde procede, es que no deja lugar a la ciencia. Muy maliciosamente Sócrates está indicando en la respuesta de Teeteto que, más que una definición de la ciencia, lo que está afirmando es una negación de la necesidad y de la posibilidad de toda ciencia. Como se puede ver, Sócrates acentúa aún más el prestigio de la tesis de Teeteto citando a Heráclito, a Empédocles y a los grandes poetas de Grecia; pero, de paso, introduce una nueva discusión sobre uno de los temas que Platón más ampliamente desarrolló en el curso de sus escritos.24

Una de las conclusiones a las que puede llevar esta tesis de Protágoras es a la idea de que nada es, todo deviene. Con esta última idea parecería, a primera vista, que nos encontráramos frente a un problema distinto, y Heráclito, por ejemplo, la formula muy frecuentemente, en otros términos. Sin embargo, Sócrates la relaciona con la tesis de Protágoras por una razón: nuestras experiencias son continuamente variables, y si no podemos distinguir lo que las cosas son de la manera como las experimentamos, entonces las cosas son permanentemente variables. El ser no sería nada más que una especie de hipótesis acomodaticia, y, en rigor, no habría ser sino solo devenir; todo se transformaría sin cesar. La consecuencia que de allí se derivaría, según el pensamiento de Platón, sería que no podemos hablar de nada, porque en el momento en que tratamos de hablar de una cosa, esta ya no sería la misma de la que empezamos a hablar. Nosotros aplicamos las mismas palabras, decía Heráclito, a cosas que en realidad están cambiando: “nunca se cruza dos veces el mismo río”. Y precisamente esta es la primera consecuencia que Sócrates quiere hacer derivar de esta tesis; de ser cierta no se podría entonces hablar de nada.

Su argumentación es todavía más aguda si la enfocamos en otra dirección. La idea de que todo se transforma sin cesar parece muy profunda, pero se puede también sostener la tesis inversa de que sólo se puede transformar lo que permanece, es decir, que para que algo se transforme es necesario que en cierto modo permanezca: si un individuo deja de ser un joven y luego se convierte en un hombre maduro, y después en un viejo, es porque se trata del mismo individuo. En cambio, si no hiciera más que transformarse totalmente y de un modo continuo, no habría quién se transformara. Si todo cambiara permanentemente, no habría nada que cambiar. Nos encontraríamos ante un caos, ante una explosión permanente, pero no nos encontraríamos ante transformaciones. Por el contrario, las transformaciones implican la permanencia.

Algunos pensadores actuales, por ejemplo, el psicoanalista Octave Mannoni, dicen que esta antigua discusión se puede referir a la problemática moderna de la lingüística, y que el concepto de la permanencia en Platón, constituye en realidad lo que los lingüistas llaman ahora el significante. Si el significado es mutable y el discurso lo cambia continuamente, sin embargo el significante –por ejemplo, el código lingüístico– es permanente. Y es un juego de lo mutable y lo inmutable lo que produce el sentido en el discurso. Ya veremos que Platón es un pensador muchísimo más moderno de lo que parece.

El problema del error

El reparo de Sócrates consiste en sostener que, si pasamos a un relativismo generalizado, toda afirmación es relativa al que la afirma, y es verdadera con relación a la experiencia del que la afirma. Pero enseguida nos encontramos con otro problema: entonces, ¿cómo es posible el error? Si el criterio de la verdad es la experiencia, la verdad no entra en contraste con nada; ya no habría verdad, puesto que todo el que afirma algo lo afirma con relación a su experiencia, y con relación a su experiencia es cierto. Y no puede haber tampoco relación de una cosa con otra cosa, porque sería remitirse a otra experiencia, desde la cual se puede ver el problema en otra forma, y con relación a ella también sería cierto. Entonces, ¿dónde queda el error? Y, naturalmente, ¿para qué una lógica, para qué una ciencia, si hemos descartado la posibilidad del error? En todo el proceso de desarrollo del diálogo observamos cómo Sócrates procura hacer sentir la necesidad de la ciencia.

Empero, esta argumentación se puede generalizar a toda clase de doctrinas, y no solamente a una polémica con el empirismo antiguo. Si uno sostiene, por ejemplo, que el conocimiento es un reflejo de la realidad en el cerebro, ¿de dónde saca después la idea de que algunos cerebros reflejan errores y otros reflejan verdades? Porque si todos los reflejos son también conocimiento objetivo, el error y la verdad desaparecerían. Si sostenemos que una teoría no es más que el reflejo de la forma como vive el sujeto que la produjo, o de la forma de vida del pueblo en que se produjo, podríamos encontrar dos teorías radicalmente diferentes que pretenden explicar lo mismo, y nada haríamos para resolver esta contradicción arguyendo que cada teoría refleja cierta forma de vida y que por lo tanto las dos son ciertas. ¿Qué sucede con las dos teorías? Son contradictorias, pero ¿son igualmente verdaderas? Un relativismo generalizado en la teoría del conocimiento se queda sin la posibilidad de establecer la teoría inversa: la teoría del desconocimiento, la teoría del error, la teoría de la opinión o la de la ignorancia, que según Platón debería ser el punto de partida.

Esto mismo ocurre con cualquier tipo de relativismo generalizado; por ejemplo, el relativismo histórico en el que cae a veces Hegel. Si una doctrina es cierta para su época porque es la expresión de la manera como existía la totalidad en ese entonces, y sólo es falsa cuando es anacrónica, es decir, cuando es formulada en otra época, no podemos encontrar otra base para el error que la idea de que una formulación no corresponde a la época. Pero resultaría entonces, por ejemplo, que el catolicismo en la Edad Media europea era la verdad y después se vuelve anacrónico; la teoría x es verdad ahora, y será anacrónica y falsa en otra época, etc.; pero de todas maneras nos encontramos frente al mismo problema: dos concepciones del mundo, una que predica ciertas formulaciones y otra las contrarias, no pueden ser ciertas a la vez. No es que el catolicismo sea verdad en la Edad Media y anacrónico y falso después; tampoco es cierto que en la Edad Media la tierra estuviera inmóvil en el centro, con el universo girando a su alrededor, y que sólo en la época de Galileo se hubiera convertido en otra cosa, cierta meramente para esa época, y con la posibilidad de que luego sea otra cosa. El relativismo, aunque es una formulación un poco menos drástica que la tesis de Protágoras, se queda también sin la posibilidad de fundar una teoría del error.

Sócrates, en el diálogo que comentamos, va a continuar un tiempo con su formulación irónica del problema, es decir, acentuando el alcance y todo lo que puede respaldar la teoría de Teeteto; pero, de soslayo, va construyendo preguntas que plantean otros problemas.25

Platón sugiere, también, un tema que ha desarrollado en muchas otras partes, principalmente en el “Gorgias”, de una manera brillantísima: un ejército de personajes importantísimos, y acaudillado nada menos que por Homero, sustenta la tesis de Teeteto. Pero se trata de pura ironía, porque Sócrates precisamente cree que en la ciencia no es válido ningún criterio de autoridad; sólo la demostración es un criterio. La referencia a una autoridad es un indicio inequívoco de la debilidad de una teoría, cualquiera que sea la importancia del personaje. A nadie se le ocurre, en una proposición verdaderamente establecida por sí misma, una referencia a una autoridad como criterio de verdad; si dice que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos, y puede demostrarlo en cualquier momento, no tiene necesidad de respaldar su posición diciendo que así lo dijo Euclides; y si no lo puede probar, tampoco le sirve Euclides.

Igualmente parece seguir sustentando la tesis de que todo se transforma sin cesar, pero el diálogo es supremamente malicioso. Las razones que aduce parecen apoyar la tesis, pero no son pertinentes. El hecho, por ejemplo, de que el movimiento sea conveniente para el cuerpo o para el alma no puede dar lugar, en una forma razonable, a la proposición de que por lo tanto todo se transforma. De la confirmación de que el movimiento es conveniente no se desprende ninguna otra afirmación; de manera que sólo parece apoyar la tesis, pero sin sustentarla lógicamente. Esta argumentación es típica de las discusiones cotidianas; el apoyo lateral con ejemplos que no se refieren a lo que se está discutiendo.

Sócrates continúa defendiendo la tesis y ahora con argumentos astronómicos por lo demás muy finos, porque Platón tenía claro, y esto hace ya dos mil cuatrocientos años, no solamente que la tierra es esférica, y que se mueve, sino que si parara un ratico –mientras Josué acaba con los cananeos por ejemplo–,26 se produciría el cataclismo más terrible. Pero esta afirmación es presentada en el mismo estilo de la argumentación irónica: sin duda el sol se mueve, pero se mueve porque sigue siendo el sol; sin duda la tierra se mueve, pero se mueve porque sigue siendo la tierra. Es decir, si todo se transformara permanentemente no habría nada que se moviera.

En las lecciones que vienen veremos una de las primeras y más notables polémicas contra el empirismo, en las que Platón demuestra la necesidad de la ciencia y de la fundación de la lógica.

El nacimiento de la filosofía y el tiempo del pensamiento

La apariencia y la sensación

Hemos visto, pues, en la lección anterior el primer tratamiento que le da Sócrates a la tesis de que la ciencia es la sensación. Las preguntas con las que comienza a ponerla en cuestión se refieren todas al mismo procedimiento de acentuar su valor como tesis: cómo ser consecuente con ella, a qué conclusiones conduce necesariamente, cuáles son las autoridades que pueden respaldarla, etc.; e invita a Teeteto a ser consecuente y asumir su afirmación hasta las últimas consecuencias. Este procedimiento lleva implícita una exigencia de la lógica.

La primera consecuencia de esta tesis es que, si la sensación se equipara con la realidad, y ésta sólo existe para mí, entonces no tiene sentido la formulación de que la realidad existe en sí misma y por sí misma; y por consiguiente, lo más subjetivo resulta ser reducir el criterio de verdad al de la experiencia inmediata, que parecería ser lo más objetivo: no se podría hacer afirmación alguna sobre la realidad de algo por fuera de una experiencia o de una sensación. Entonces, la primera consecuencia de la tesis de la ciencia como sensación, es la afirmación del idealismo en el sentido de que la verdad existe para mí, no en sí. En el pensamiento de Sócrates esta tesis conduce, pues –como luego ocurrirá en la historia de la filosofía, por ejemplo, en Inglaterra–, a un idealismo absoluto.

Como vimos en la lección anterior, Platón vincula el tema de que todo se transforma sin cesar con el problema de que todo conocimiento depende en su verdad y su realidad de la impresión, sensación y experiencia inmediata. Sin embargo, el asunto está en saber cómo se puede transformar una cosa sin diferir de sí misma, porque si sólo difiere para mí o para otro, no existe la posibilidad muy clara de decir en qué consiste el cambio; si observamos un cambio en el color, por ejemplo, es posible que haya cambiado la luz o mi retina, pero para que cambie el color es necesario que cambie con respecto a sí mismo. Si negamos la existencia en sí, no nos queda muy fácil afirmar luego una transformación. En la argumentación de Sócrates se presiente mucho de lo que va a ser la argumentación posterior en la historia de la filosofía, incluso la de Kant, que naturalmente está muy influenciada por Platón.27

Existe también la posibilidad de deducir otra consecuencia de la tesis sobre la ciencia como sensación. Nos entendemos por medio del lenguaje, pero el resultado de la teoría de la sensación consiste en afirmar que sólo nos entendemos de una manera puramente convencional. En realidad, no sabemos en qué medida lo que llamamos “blanco” lo vemos todos igual. Y nos quedaría muy difícil aprehenderlo, porque de todas maneras es una denominación convencional que se adscribe a las mismas cosas. Si le preguntáramos a alguien qué es el azul, nos hablaría, pues, del cielo o del mar, nos señalaría ciertas flores y otras cosas, pero no nos informaría nada sobre lo que ve, porque nosotros llamamos azul a esas mismas cosas, y no quedamos informados de si las vemos igual; de lo único que quedamos informados es de que las llamamos igual, pero no de que las vemos igual. Es una tesis que en la historia de la filosofía posterior recibirá el nombre de solipsismo, es decir, cada conciencia queda reducida a sí misma sin una comunicación efectiva posible.

Protágoras, a quien Sócrates viene citando, había sostenido que el hombre es la medida de todas las cosas. Y Sócrates comienza a desmentir esta tesis con esta pregunta: si tú reconoces que cambias (puesto que está implícito en la tesis de que todo se transforma sin cesar) y afirmas al mismo tiempo que eres la medida de todas las cosas: ¿cómo puedes tener la noción de una medida variable? Se afirma que el hombre es la medida de todas las cosas, pero la medida cambia; entonces, una medida que cambia: ¿qué mide? Supongamos un metro de caucho que podemos estirar o recortar a voluntad: ¿cómo medimos con él para saber cuántos metros tiene una cosa y compararlos con los que tiene otra? El hombre es la medida de todas las cosas, pero si el hombre es variable: ¿cómo construimos la noción de una medida variable? Una medida es la referencia común de cosas varias, pero ella misma no es variable. En esta afirmación está implícita toda la experiencia de la geometría. Para comparar figuras diversas, para decir con exactitud cuántas veces es mayor un ángulo o un triángulo que otro, tenemos que tener alguna medida y mantenerla invariable, para que nos sirva de punto de comparación de las figuras variables.28

La argumentación de Sócrates es un poco lacónica, pero supremamente firme, y lleva implícita la pregunta de saber si cuando hablamos de alguna cosa, cualquiera que sea (un volumen, una figura, un color, etc.) estamos hablando de esa cosa o de nosotros mismos. Si estoy hablando de esa cosa, yo no puedo afirmar que haya cambiado si no ha llegado a ser distinta de lo que era; si sólo estoy hablando de mí mismo, es decir, de mi impresión, nada puedo decir de ella, y entonces no estoy hablando de cosa alguna. Este es otro camino para llegar al mismo problema al que nos habíamos referido con respecto a la tesis de que todo se transforma sin cesar, es decir, otro camino para llegar a la conclusión de que de esa forma no se puede hablar de algo, y cuando pretendemos hacerlo en realidad estamos hablando de nada.

Sócrates va a iniciar, pues, por medio de sus preguntas, un análisis del concepto de cambio,29 y va a formular una exigencia sobre el tiempo propio del pensamiento, y enseguida va a acentuar una serie de tres proposiciones que quiere establecer de acuerdo con Teeteto,30 las cuales están rigurosamente encadenadas. La primera enuncia un principio lógico, y la segunda es una implicación necesaria de la primera: si sostenemos que un objeto sólo pudo haber aumentado porque algo se le agregó, o disminuido porque algo se le retiró, sacamos la segunda proposición en seguida. La tercera se refiere a que, si algo es y antes no era, surge naturalmente la cuestión de cómo llegó a ser. Esta formulación “objetiva” el problema, es decir, le quita la posibilidad de que un objeto sólo existe para mí ahora, mientras que para ti antes no era, o dicho en otros términos, elimina el problema de explicar cómo una cosa que no era es, sin haber llegado a ser. Naturalmente, puede ocurrir que para mí no se formó, simplemente lo veo y antes no lo veía, no lo conocía, pero, en lógica, tuvo que formarse, porque es necesario hacer este otro postulado: algo que es y antes no era se ha tenido que formar, o antes también era, aunque no era para ti. En ambos casos se trata de refutar la tesis de que lo que es, es lo que es para mí. Existen dos posibilidades: si ahora es, se formó o ya era; es decir, existía independientemente de lo que es para ti, o se formó. La lógica más elemental desmonta la idea de que lo que es, es lo que yo veo, siento y experimento.31

Los Diálogos de Platón surgen de una experiencia histórica supremamente notable, y para comprender sus alusiones debemos situarlos, porque muchas veces Sócrates no muestra con detalle contra qué y contra quién va dirigida su argumentación.

Como vimos al comienzo, la lógica se funda en el momento de una crisis que la hace necesaria. La manifestación de esta crisis en Grecia era el desarrollo de la sofística. Los sofistas, a los que se refieren estos textos que acabamos de leer, habían llegado a conclusiones supremamente curiosas: de cualquier cosa se puede afirmar cualquier tesis, todo depende de la manera como se organice el discurso.

Uno de los procedimientos que los sofistas empleaban era manipular el orden de las relaciones. De cualquier cosa se puede decir que es grande, inmensa o mínima, según aquello con lo que se la compare y, por lo tanto, no se puede decir que sea nada en sí; y por ello las formulaciones más simples de la lógica quedan dislocadas, en apariencia, por los sofistas. Por ejemplo, ante la formulación de que una cosa no puede ser, en el mismo sentido y al mismo tiempo, dos cosas distintas, el sofista contesta que, en efecto, una cosa puede ser, en el mismo y al mismo tiempo, grande y pequeña, o inmensa y mínima, según el orden con el que se la compare. Sócrates aprovecha el momento a que ha llegado la discusión para formular una de sus tesis más famosas, que luego retoma muy ampliamente Aristóteles por su cuenta, y que consiste en que el origen de la filosofía es el asombro, que es lo que quiere decir aquí, la admiración. Teeteto dice que la perplejidad le da vértigo.32

La tesis de que el origen de la filosofía es el asombro se vincula directamente con la tesis anterior de que la ignorancia es la llenura, un conjunto de opiniones en las que tenemos una confianza loca. Desde el punto de vista de la plenitud de la opinión, nada resulta asombroso, puesto que ya todo viene interpretado. Pero para que algo asombre, en el sentido que Sócrates le da aquí al concepto de admiración, es necesario que se mire en la perspectiva de su significación, es decir, que ya se haya dado el paso para que todo lo que parecía sencillo resulte ahora incomprensible. Más adelante Sócrates volverá sobre esta tesis y la acentuará mostrando sus aspectos antropológicos. El filósofo cavila inquieto sobre lo que todo el mundo sabe; se pregunta qué es la muerte, el ser, la naturaleza, la vida, el amor, la verdad; precisamente lo que nadie se pregunta, porque cree ya saberlo. Pero el filósofo no lo sabe y le asombra, y este es el origen de la filosofía.

También la tesis del asombro llevó a los griegos a hablar de la “filosofía”, que quiere decir “amor a la sabiduría”, en lugar de llamarla escuetamente “sofía”. Se trata de acentuar que los filósofos tienen el deseo de lo que saben que no tienen, la sabiduría, mientras que los demás tienen la creencia de que la tienen. Por eso los filósofos no se llaman sabios sino filósofos. Sobre esta tesis, pues, se ha fundado el concepto de filosofía.

Sócrates va a plantear una cuestión inquietante a los partidarios del sensualismo, que lleva más lejos el problema, al que ya aludió, de saber si cuando hablo de una cosa me refiero en efecto a una cosa, o sólo a lo que yo siento.33 La tesis de que la impresión, la sensación o la experiencia inmediata es el único criterio de la verdad conduce a la afirmación de que cuando yo pretendo hablar de algo, en realidad hablo de lo que siento. Entonces, Sócrates va a agudizar los problemas mostrando las parejas que luego la filosofía desarrollará y seguirá desarrollando hasta los últimos tiempos.

Como Teeteto afirmaba que la ciencia es la sensación, Sócrates le hace notar que cada sensación, las innumerables que carecen de nombre y las muchas que tienen nombre, son correlatos de algo de lo que ellas son sensaciones, y que, si nos mantenemos en el orden de éstas, la “raza de lo sensible” opone a la sensación un orden infinito.34 Esta idea es importante particularmente dentro de la elaboración de los modos de desconocimiento, de los cuales habíamos visto uno: el imaginarse que se sabe lo que no se sabe. Y al comienzo habíamos visto aún otro: la particularización, o el creer que porque se conoce una palabra y se pueden dar ejemplos, se conoce el concepto de que se trata. Pero aquí Sócrates denuncia otro modo de desconocimiento, que está tratado en otro diálogo más en detalle. En el “Filebo” dice que desconocer una cosa, tomando como ejemplo el lenguaje, es conocerla como uno y como infinito.

Si lo que yo conozco de un idioma es una serie de sonidos infinitos en su diversidad, lo que ocurre es que no conozco ese idioma, porque lo conozco como uno, lo caracterizo en su sonido, pero como infinito. Conocerlo requeriría saber cuáles sonidos y sentidos se oponen a cuáles, y cuáles son sus reglas internas de composición. Poco sé de la naturaleza si de ella predico que es un todo infinitamente variado, distinto al pensamiento que tengo de ella –lo que probablemente es cierto, pero esa es una manera de desconocerla–. Por lo tanto, si se formulan las parejas de lo sensible y la sensación, es necesario que lleguemos a la conclusión de que si las sensaciones son innumerables en su tipo y en su género, y cualquiera que sea su denominación –las podemos denominar de alguna forma, por ejemplo placer y dolor–, ellas solo nos dan un sensible, un correlato igualmente innumerable o indefinido, y nos quedamos con un río de sensaciones infinitas a las que sólo puede corresponder un río infinito de lo sensible, que es una forma de no conocer lo sensible, y más precisamente, de desconocerlo.

Así, pues, todo el procedimiento de Sócrates nuevamente consiste en aceptar la tesis de Teeteto y obligarlo a que sea coherente, aceptando todas sus consecuencias lógicas. La estrategia del diálogo consiste en hacer sentir la necesidad de la lógica para que su estudio resulte posible.

El tiempo del pensamiento

En las citas anteriores se presenta ya la primera alusión al tema del tiempo propio del pensamiento, que en este diálogo se desarrollará muy ampliamente. La tesis de Sócrates consiste en que el pensamiento, en la medida en que se presenta como un desarrollo necesario, tiene su tiempo propio, que es el tiempo necesario para sacar las consecuencias que van implícitas en las preguntas. Existe pues un tiempo propio de la investigación y del saber.

Sócrates considera esclavo, como más adelante lo veremos, a todo aquel que necesita llegar a una conclusión en un tiempo fijado independientemente del ritmo de la investigación o del examen de un problema, e incluye en esta categoría a los reyes, a los abogados, a los que trabajan en las minas obligados por un capataz, etc. Son esclavos porque tienen una fecha determinada como plazo para producir su verdad, independientemente de lo que cueste, en cuanto a tiempo, llegar a tener una verdad demostrable. Son esclavos porque no pueden someterse al tiempo de la investigación, y están obligados a decidir o a afirmar algo al cabo del tiempo fijado.

El tema del tiempo necesario para llegar a una conclusión o a un resultado es un problema muy inquietante en la filosofía, que no solamente fue formulado por Sócrates y Platón sino por muchos otros. Una de las expresiones más notables en este sentido se encuentra en el Discurso del Método, donde Descartes propone que, mientras no podamos hacer una demostración en el orden de la evidencia, tenemos que mantener una “duda metódica” sobre todo aquello que no haya sido objeto de una demostración necesaria. Sin embargo, Descartes sabe, naturalmente, que hay muchas relaciones, afirmaciones o realizaciones que no podemos mantener en un aplazamiento indefinido. El filósofo no puede dejar al margen todo juicio, afirmación o negación, mientras espera a construir y desarrollar un sistema seguro y demostrado. Por ello Descartes propone las reglas de lo que él llama la “moral provisional”, la cual ilustra con la metáfora de que mientras construimos una casa para habitar (una morada de ideas seguras, basadas en las reglas de la lógica y de la deducción), tenemos que vivir en alguna choza o en algún sitio provisional, pues no podemos permanecer a la intemperie mientras se termina la casa.

Sin embargo, el problema, que para Descartes es candente, es que el hecho de que necesitemos vivir en una choza no nos autoriza a asumirla como el palacio que pensábamos construir, es decir, debemos seguir siendo conscientes de que se trata de una morada provisional. En tal sentido, consideremos algunos aspectos que ayudan a entender por qué insiste tanto Sócrates en el ritmo lento del pensamiento, y qué es lo que llama el ocio.

Descartes dice que la moral provisional consiste en hacer por ahora, mientras se logra llegar a verdades demostradas, lo que hacen las personas que considera más sabias, y observar las costumbres que demuestren basarse en un mejor sentido común en su patria.

Un problema inevitable que está implícito en estas consideraciones es la distinción entre el tiempo propio del saber y del conocimiento, y el tiempo propio de la acción, entre los cuales siempre se producen tensiones y no son de libre elección. El verdadero problema de la posición científica no consiste en evitar las tensiones y mantener la suspensión general del juicio hasta poder llegar a una conclusión demostrable en todos los casos. En medicina, por ejemplo, el médico investigador puede reconocer que no conocemos las causas del cáncer y que, por lo tanto, no hay tratamiento adecuado; pero frente a un caso concreto tiene que obrar con lo que se sabe y sin ilusiones. La premura real que plantea un caso específico no es un argumento para suspender la investigación. Esta tensión frente al tiempo de la acción y de la decisión se puede presentar en todos los órdenes.

Los plazos no necesitan ser convencionales, es decir, no necesitan ser dados por un código, sino que pueden ser dados por la vida misma. En otros campos esto se ve con mucha claridad; no solamente el juez sino también el político, e incluso el político realista, tienen sus plazos.

Un ejemplo lo podemos encontrar en una discusión muy famosa que se desarrolló en la Rusia de 1918, y que condujo a la decisión de firmar la paz de Brest-Litovsk. Se trataba de decidir entre varias posiciones. Ya se había producido la Revolución de Octubre, y había que decidir entre continuar a fondo la guerra contra Alemania, o firmar una paz con anexiones de territorio ruso por parte de Alemania, puesto que las tropas alemanas estaban avanzando en el frente. Había posiciones encontradas. Algunos eran partidarios de la guerra revolucionaria hasta el fin contra Alemania, como Bujarin; otros de firmar la paz inmediatamente, como Lenin, quien en esta discusión sostuvo la tesis –muy notable– de que el problema no era propiamente cuál de las dos posiciones era objetivamente la más correcta, sino que seguir discutiendo en ese momento sobre el tema era un error peor que cualquiera de esas dos posiciones, porque mientras seguía la discusión continuaban avanzando las tropas alemanas. Cuando estamos frente a un problema que se debe decidir en un corto plazo, la continuación de la investigación es un error más grave que cualquiera de las dos tesis contrarias. En una situación de esta índole, como en muchos otros planos de la vida, es más grave seguir en la duda, examinando cuál de las posiciones es la correcta, porque el tiempo para tomar una decisión está impuesto objetivamente y la indecisión puede ser un error mayor que cualquiera de las posiciones que se discuten. El problema del tiempo, pues, no es un simple asunto de temperamento o de que algunos dispongan del ocio para pasearse indefinidamente por una ciudad, como lo hacía Sócrates por Atenas, por ejemplo, sino que se trata de un problema objetivo.

Es importante subrayar, sin embargo, que el hecho real de que no dispongamos del tiempo necesario para llegar a una convicción demostrable no es motivo suficiente para que creamos que aquello que hemos decidido, como no teníamos tiempo para investigarlo más, ya está demostrado. Es preciso seguir reconociendo que aún no se sabe. La suspensión del juicio no debe significar el aplazamiento de la acción; pero la necesidad de actuar no debe ser motivo para la suspensión de la investigación. Con la alusión a Descartes he querido acentuar en qué sentido en este diálogo nos vamos a encontrar con este tema básico del tiempo propio del conocimiento.

En Platón, el conocimiento tiene un tiempo propio. Como habíamos visto en su teoría de la ignorancia, hay un tiempo para crear la necesidad de saber sin la cual nada puede aprenderse. Pero, además, la construcción del saber es un proceso que tiene su propio ritmo y una serie de pasos intermedios necesarios que no nos podemos ahorrar para llegar a una conclusión. En la geometría, para demostrar un teorema complejo y entenderlo efectivamente es necesario haber pasado por la demostración previa de la serie de teoremas que conducen a él, y que son necesarios para su demostración. Si no se agotan estos pasos, ya no estamos frente a un verdadero conocimiento del teorema, sino frente a un informe. Pero como Platón no confunde el saber con la información –como se hace tanto hoy en día, especialmente en la pedagogía–, él sabe que el pensamiento tiene su propio ritmo.

En muchos otros diálogos Sócrates hace la misma exigencia de ceñirse al tiempo propio de la investigación. El arte mismo del diálogo, en el sentido en que Platón lo entiende, no podría funcionar si no se aceptara esa condición. Si se necesita una conclusión inmediata, cualquiera que sea el grado de complejidad del problema de que se trate, el diálogo se convertiría en una polémica de opiniones y no en un desarrollo progresivo, en el sentido que Hegel llamaba “plástico”. Cuando Sócrates propone la conversación con Gorgias sobre la retórica, insiste en este mismo punto: “Sí, conversamos, si tienes tiempo”.

Este tema también es importante en el psicoanálisis,35 donde nos encontramos exactamente con el mismo problema. Para llegar a conocer un conflicto, una estructura psíquica y sus consecuencias, hay un ritmo necesario e inevitable, que tiene muchos momentos o muchos rasgos. Para decirlo en una forma platónica, y no alejarnos mucho del tema, primero que todo hay que reconocer que existe una opinión del analizado. Así como los países tienen su propia leyenda sobre sus orígenes, así también los individuos tienen una idea de su infancia o de su historia que debe ponerse en cuestión en el proceso analítico. En el caso Dora, analizado por Freud, se ve muy bien cómo ésta se presenta como “una bella alma rodeada de un mundo hostil”, maltratada por el padre, por el señor K, por la mamá y por la esposa del señor K. Pero poco a poco va comprendiendo que ella colabora en aquello mismo de que se queja, y se va desmontando esa primera opinión.

En este mismo sentido Lacan observa que de nada sirve dar respuesta a algo con respecto a lo cual todavía no se ha constituido una pregunta. El saber anticipado de un analista sobre un determinado problema no tiene ningún sentido para el paciente hasta que éste no haya desarrollado la cuestión por sí mismo. El analista puede conocer muchos casos parecidos al de su paciente, puede saber –por haber visto algunas huellas en el material–, que existe allí tal o cual fantasma, pero no tiene sentido que se lo comunique al paciente, porque esto sería como rendir un informe, y no propiamente una forma de propiciar el acceso a un saber efectivo. Es necesario que un determinado contenido esté al borde de la conciencia, como suele decirse en la técnica, es decir, que haya transcurrido un tiempo dentro del cual se haya desmontado la leyenda personal, que se hayan creado la urgencia y producido los síntomas que ya anuncian un cuestionamiento, y entonces sí puede venir el tiempo del saber. El tiempo del advenimiento de un saber no se puede anticipar mediante una información.

Uno de los puntos donde resulta más firme la posición platónica es precisamente en la idea de que el conocimiento tiene un tiempo interior y no se puede confundir con un problema de teoría de la comunicación o de la información, multiplicable a voluntad. Para Platón el tiempo del saber es también el tiempo de la transformación de una estructura de opiniones (llenura) que resiste al saber, y la creación de un deseo (carencia) de saber. Este es un fenómeno fundamental en el proceso de producción de un saber real.

En la pedagogía muchas veces se busca la presentación de informes, donde no hay ningún deseo de saber como motivación primordial, y, naturalmente, el estudiante, el paciente o la víctima, o como se quiera llamarlo, elimina o expulsa ese informe. Nietzsche decía, refiriéndose a sus años en el colegio, que era absurdo pretender enseñar física sin haber creado en la persona la necesidad real de pensar en términos exactos, o alguna inquietud sobre la inexactitud y vaguedad de su pensamiento sobre los fenómenos de la naturaleza.

Al final del “Teeteto” se va a acentuar cada vez más una distinción nítida entre el saber efectivo y las opiniones verdaderas, que corresponden al saber que algunos adquieren por un proceso real, pero que quieren comunicar a otros ahorrándoles el proceso. Este es el ahorro más costoso de todos los ahorros, porque lo que se da ya no es un saber sino una opinión, aunque resulte verdadera. Lo dañino y ajeno al orden filosófico es ahorrar el esfuerzo de la imaginación o de la inquietud que necesita el saber efectivo. Para establecer una nueva concepción del sistema solar, para transformar la mirada sobre la tierra como un campo fijo dentro del cual todo se nos aparece en movimiento, y llegar a verla como una figura que también se mueve, con todo el descentramiento y la apatridad que se requiere para dar ese paso, Galileo tuvo que correr una extraordinaria y dramática aventura en el saber. Resumir semejante aventura representando su resultado en un tablero es un ahorro de tiempo inmenso, pero es un ahorro fatal para el saber, pues es la presentación de un nuevo informe, que resulta coincidir con la verdad.

Pero si nosotros afirmamos la distinción entre verdad y opinión verdadera, como lo trata de formular Platón precisamente en este diálogo, es porque la verdad constituye un criterio de la ciencia. Lo que la ciencia afirma puede coincidir con lo que yo opino, y en ese sentido yo tengo una opinión verdadera; pero se trata de una coincidencia externa con respecto a un resultado. Yo no puedo decir que sé algo, aunque mi opinión sea verdadera, porque saber es poder dar cuenta de la cosa, en todos sus pasos, y poderlo demostrar. Cuando no opero por medio de la demostración, lo hago a través de otros mecanismos, como por ejemplo la autoridad. Pero la autoridad no es una demostración, no se puede presentar como una prueba. Una exigencia básica del conocimiento es precisamente desligar la autoridad del proceso del saber.

El tiempo no es, digámoslo todavía en términos más precisos, una medida exterior, una duración variable, indeterminada e indefinida con relación a un conocimiento, que puede costar muchas semanas de un proceso, o reducirse a un momento. Así, el tiempo no sería más que una medida puramente circunstancial, y el saber funcionaría a cualquier ritmo. El empirismo, que confunde el saber con la información, lleva implícita esta idea.

Existen ahora aparatos para acelerar la lectura (que no creo que nos sean muy útiles aquí), que se corren y obligan a acostumbrar los ojos a desplazarse rápidamente. Hay que afirmar una y otra vez, sobre todo en un ambiente empirista, que no es evidente que un conocimiento determinado tiene un tiempo de carácter fortuito. El tiempo no es algo externo, una duración casual que puede acelerarse o demorarse según la duración de la explicación sobre un determinado tema. Lacan incluso hizo un estudio sobre el tiempo lógico en el que muestra que ya en las formulaciones más simples hay un tiempo propio que no es psicológico, es decir, que no consiste en que el sujeto sea lento o rápido para pensar, sino que se deriva de un orden de complejidad dado que requiere un determinado tiempo para engendrar un conocimiento efectivo.36

El debate con la filosofía presocrática

Tanto en el “Teeteto, o de la ciencia”, como en “El Sofista, o del ser” –y con más detenimiento en éste último– se encuentran presentes todas las grandes tesis de la filosofía presocrática. Platón alude a ellas, no tanto para refutarlas –a lo que en el diálogo que estamos comentando no se dedica muy directamente, sino en las páginas anteriores que leímos sobre Heráclito–, como para señalar la necesidad de cambiar de terreno, es decir, de abandonar las hipótesis sobre la naturaleza y la teoría general del ser, para formular la necesidad de fundar la lógica. Vamos a ver algunas de las consideraciones en las cuales se refiere a las formulaciones de la filosofía presocrática. Muchas veces no cita los autores, pero son reconocibles por las tesis que menciona.

Platón se refiere a las dos grandes tesis que se habían presentado en la filosofía presocrática.37 La primera es la tesis que niega el movimiento y la multiplicidad y afirma solamente la unidad del todo, y que había sido sostenida por Parménides y por Zenón y todos los grandes pensadores de la escuela eleática. Es muy importante que en este momento del diálogo Platón recoja esta tesis, porque lo que piensa afirmar como fundamentación de la ciencia no es solamente la necesidad de una oposición al empirismo: al incluir los eleatas en la discusión, evidentemente, ya no se refiere solamente al empirismo, sino que ubica el problema en cierto terreno de la reflexión, que trataremos de precisar.

Los eleatas, entre los pensadores griegos, se oponían de una manera más audaz que cualquier otra escuela a las formulaciones empiristas, al negar la multiplicidad y la diferencia, y sostener que el movimiento era una apariencia. Sus tesis son muy conocidas, por supuesto, y han hecho mucha carrera en la historia de la filosofía. Cada filósofo, desde su punto de vista, se siente obligado a refutarlos de tal manera que casi se podría estudiar la historia de la filosofía como una historia de las refutaciones a las tesis de esta escuela. Son muy conocidas las refutaciones de Platón, Aristóteles, Hegel e incluso Heidegger y Sartre.

Algunos de los eleatas le daban un tratamiento de tipo matemático a su negación del movimiento. Zenón, uno de los más conocidos, para afirmar que el movimiento no es más que una apariencia, sostenía las aporías, muy famosas, de la flecha, y de Aquiles y la tortuga.

La aporía de la flecha consiste en que si lanzamos una flecha dirigida a un blanco, para llegar a él primero tiene que recorrer la mitad, y entonces le queda faltando la otra mitad, y para recorrer esa mitad primero tiene que recorrer la mitad de esa mitad, y entonces le queda faltando un cuarto, y para recorrer el cuarto tiene que recorrer primero su mitad, y le queda faltando un octavo, y luego un dieciseisavo y luego un treintaidosavo, y un sesentaicuatroavo, y podemos seguir la cuenta con millonésimas y millonésimas y por supuesto la flecha no llega ni termina la cuenta. Pero por esa misma razón no pudo haber recorrido la primera mitad, porque primero habría tenido que recorrer un cuarto y luego le quedaba faltando un octavo, y por eso tampoco pudo haber recorrido el cuarto, porque habría tenido que recorrer primero un octavo, etc. Por lo tanto, la flecha no se mueve, sino que está matemáticamente quieta. El mismo Zenón hizo muchas fórmulas, algunas muy elegantes.

Otra aporía muy conocida es la de Aquiles y la tortuga, que apuestan una carrera. Aquiles se confía en que corre diez veces más rápido que la tortuga y le da un metro de ventaja. La carrera se puede expresar matemáticamente así: cuando Aquiles recorre un metro, la tortuga habrá recorrido diez centímetros y así Aquiles todavía no la alcanza; cuando Aquiles recorre un centímetro, la tortuga habrá recorrido un milímetro, y cuando Aquiles recorre un milímetro la tortuga habrá recorrido un diezmilímetro, y luego una millonésima y una diezmillonésima, y Aquiles nunca la alcanza. Por mucho que corra diez veces más nunca la alcanza porque siempre la tortuga mantendrá una “pequeña ventaja”.

A veces los eleatas expresaban esas mismas ideas en términos lógicos, es decir, en la lógica de ellos que es la que quiere modificar Platón para poder producir una lógica general. Parménides fue el que más desarrolló la línea de las formulaciones lógicas. Comienza por una proposición: el ser es, el no ser no es, y la generaliza para mostrar la imposibilidad de afirmar el cambio. Por ejemplo, si algo cambia es porque aquello que era, ya no es, es decir, porque ha llegado a no ser; o porque aquello que no es, va a ser; pero sería afirmar una locura, pues el no ser no es.

Parménides también quería formular la dificultad de expresar el simple concepto de dos. ¿Cómo puede haber dos cosas? Si decimos que la segunda no es lo que es la primera, entonces la segunda no es en absoluto. Si decimos que están separadas la una de la otra, ambas son seres, pero ¿qué las separa? No las puede separar la nada porque la nada no es. Entonces las separa el ser. Si las separa el ser, es decir otra cosa, una tercera entre las dos, ¿cómo sabemos qué es esa tercera, y qué separa a la tercera de la segunda? Debe ser otra cosa, porque no puede ser la nada, pues la nada no es. Y así, nunca terminamos. Sucede lo mismo que en el ejemplo de las flechas en el que no podemos nunca pensar la diferencia.

El esfuerzo de Platón para responder a estos argumentos es muy extenso y constituye el contenido fundamental de “El Sofista”: cómo pensar el ser del no ser. Naturalmente, hay muchos otros caminos, más antiguos que el de Platón, para responder a las tesis de los eleatas en el mismo terreno, así como lo hacen otros más o menos modernos.

Se puede responder a Zenón, por ejemplo, señalando que independientemente de que el espacio se divida en medios, en cuartos, en octavos, en millonésimos o en cualquier tipo de medida, las flechas llegan todas. Lo que ocurre no es que la flecha no termine de llegar, sino que uno no termina de dividir, que es distinto. En cualquier división que se haga la flecha llega, pero si se sigue dividiendo y dividiendo nunca se termina de dividir. Y lo mismo ocurre con la aporía de Aquiles y la tortuga, que está formulada como una división matemática permanente. De todas maneras, el tema es complejo y Platón siente que la complejidad proviene del hecho de que se puede afirmar que el espacio es al mismo tiempo infinito, puesto que es divisible al infinito, y finito porque se lo puede recorrer. Es necesario aprender a afirmar ambas cosas, y es complejo aprenderlo. Zenón, naturalmente, no estaba haciendo una simple trampa matemática, sino mostrando la dificultad de pensar el espacio a la vez como finito y como infinito.

La refutación –anterior a Platón–, que hizo Protágoras en el caso de la negación del movimiento por Parménides, es todavía más elegante: en lugar de introducir el empirismo, como hacían algunos otros –por ejemplo, Diógenes, que cuando Zenón comenzaba con sus flechas y sus tortugas a exponer sus tesis, se ponía a caminar delante de él, sin decir nada, para burlarse de que estuviera negando el movimiento, es decir, hacía una refutación empírica–, tomaba las cosas por otro lado. Afirmaba que cuando Parménides sostenía una primera premisa –como aquella de que el ser es y el no ser no es– y de esa premisa deducía otra consecuencia –como aquella de que no es posible pensar la diferencia, ni el movimiento, ni la desaparición de nada, porque sería el paso del ser al no ser, y el no ser no es, ni la formación de nada porque sería el paso del no ser al ser, y el no ser no es–, su pensamiento se movía de las premisas a las conclusiones. Un discurso que primero sostiene una cosa y de allí deduce otra, concibe en realidad dos cosas: aquellas de la que parte y a la que llega, o que deduce. Y un pensamiento sobre el ser: ¿es distinto del ser o es lo mismo que el ser? Y así Protágoras va mostrando que el movimiento está implícito en todo lo que Parménides dice contra el movimiento, ya que no lo puede decir sino por medio del tiempo propio del discurso y a partir de la distinción entre lo que dice y aquello de lo que habla. Y Protágoras prosigue: si se dice que el movimiento no es, que es una apariencia, entonces: ¿qué es una apariencia? Algo que parece ser la verdad pero que no lo es, pero si el no ser no es, entonces: ¿qué es una apariencia? ¿Cómo puede ser falso algo, no siendo la verdad, si no puede ser, porque el no ser no es? Entonces Protágoras, con gran estilo, le hace la refutación a Parménides en el nivel del discurso mismo.

Esta refutación está muy cerca de la que Platón va a intentar en “El Sofista”. Se trata de poner en cuestión el problema, no de dar una respuesta empirista. Diógenes afirmaba el movimiento caminando. Pero esa es una refutación que, naturalmente, el otro necesitaba, porque Parménides no estaba afirmando que no le pareciera ver caminar a alguien, sino que, precisamente, eso era una apariencia. Por lo tanto, la refutación empirista es siempre débil: “observe, mire”. Así nunca se llega a una refutación. La refutación de Protágoras es mucho más elegante porque se ubica en la necesidad del discurso. Parménides intenta negar el discurso mismo, sin el cual no puede trabajar.

La segunda gran tesis de la filosofía presocrática queda resumida en la cita anterior,38 cuando Platón dice que sus partidarios sostienen lo contrario de la primera tesis: todo es movimiento y nada más que movimiento. Esta tesis se puede resumir diciendo: el ser no es; sólo existe el devenir. En cierto modo podría decirse que esta tesis se establece en el reino del no ser, es decir, en un viaje permanente entre lo que ya no es, y lo que aún no es, en el que nada se puede encontrar en medio.

Estas tesis, pues, son clásicas en la ontología griega, en la teoría del ser y del no ser. Un punto importante para nuestra comprensión del “Teeteto”, como ya lo hemos visto, es que Platón no va a ocuparse de ellas situándose en el mismo terreno. Comprende incluso que había también en Grecia tesis intermedias que parecen resolver todos estos problemas, y en “El Sofista” cita algunas. Vamos a leer la manera como se refiere a estos antecedentes en dicho diálogo.39

En “El Sofista” conversan Teeteto y un extranjero, que es una figura introducida por Platón en muchos de los diálogos principales; cuando no aparece la imagen de Sócrates, aparece la del extranjero. Esta sustitución parecería un detalle secundario, pero alude a una noción muy importante. Platón sugiere, sin decirlo nunca, que el filósofo es, en un sentido esencial, un extranjero, es decir, alguien que se asombra ante lo cotidiano y que considera misterioso lo que parece evidente. En boca de un extranjero pone precisamente la presentación de otras tesis.40

Otros presocráticos, con no menos finura en sus doctrinas que Protágoras o Parménides, afirmaban la culpa del devenir. Los seres y las cosas habían sido castigados por haber cometido una culpa primordial consistente en diferenciarse los unos de los otros; el castigo consiste en haber quedado sometidos al tiempo y a la muerte, porque sólo lo que se diferencia se inscribe en un antes y un después y puede perecer, porque perecer es volverse diferente de lo que se era. Y por haberse diferenciado, por haber “caído” en la diferencia, quedaron condenados al tiempo y a la muerte. Si no existiera la diferencia tampoco habría ni tiempo ni muerte.

Les quiero mostrar con esto que las tesis que se habían multiplicado antes de Sócrates eran muy finas, cada una en su terreno, y que no se trataba solamente de algunas paradojas de Zenón o de un sofisma particular. Los griegos repasaron todas las posibilidades de la ontología. El “Teeteto” se ubica en el momento en que esas posibilidades ya han sido todas ensayadas, y toda la baraja del estudio del ser está extendida sobre la mesa para el pensamiento griego: el tiempo, la diferencia, el ser y el no ser, etc.

La crisis a la que llega el pensamiento griego consiste en una perplejidad creciente en este terreno de la reflexión, que había llegado hasta el punto de que se podía afirmar casi cualquier cosa. Esta crisis es la que produce en la época de Platón el desarrollo y la generalización de la sofística, a la cual nos vamos a referir enseguida, y a la que éste responde con “El Sofista, o del ser”. Platón piensa que en este terreno de reflexión hay muy poco nuevo por hacer, y que este planteamiento ontológico nos puede conducir a una perplejidad completa.

La refutación de la filosofía presocrática

Con estas breves nociones de la filosofía anterior a Platón nos encontramos ante un problema muy inquietante. Sócrates ha sostenido, de una manera muy firme como creo que ya hemos visto, la imposibilidad de afirmar una posición simplemente empirista, que tome las sensaciones y la experiencia como el criterio de la verdad. Pero los que habían ensayado tesis que no tenían nada de empiristas, también nos conducen a la mayor perplejidad.

El problema de Sócrates en este momento –o Platón, pues Sócrates aquí es su vocero–,41 es el siguiente: se puede ciertamente, después de una firme argumentación antiempirista –que no termina allí por supuesto– tener la tentación de pasar al terreno de la filosofía griega no empirista, con aquellos filósofos que desafiaban a los empiristas negando la verdad de las sensaciones. Pero si se repasa la serie de estas posiciones terminamos también en una perplejidad inmensa.

Hay que tener en cuenta, pues, que la crisis del pensamiento en la que se sitúan estos dos diálogos que formulan la exigencia de la lógica, es la crisis de un pensamiento que se ha ensayado a fondo en tres siglos de reflexión teórica sobre el ser y el no ser, sobre la diferencia y el tiempo. Y hay que observar que Sócrates, por la manera como continúa su objeción a la posición de que la verdad coincide con la opinión, expuesta por Teeteto o por Protágoras, tiene en cuenta este hecho. Su refutación toma ahora por el camino de ver qué hacemos cuando tenemos que optar entre sensaciones francamente opuestas.42 Este problema es muy inquietante por sus consecuencias. Podemos tener la impresión de que algo es evidente, pero esa impresión no resulta ser demostrativa. En el sueño podemos tener la impresión de que algo nos está ocurriendo, por ejemplo, que nos está atacando un perro, y sentir el pavor concomitante, pero es sólo una impresión. Si consideramos que esta sensación corresponde inmediata y necesariamente a la verdad, ¿cómo podemos distinguir entre aquello de que tenemos la impresión cuando estamos despiertos, y aquello de que tenemos la impresión en el sueño cuando estamos dormidos, o aquello que percibimos en la locura?

Estos dos mismos problemas, como veremos más adelante, condujeron a Descartes a formular la duda metódica, y a ofrecer los mismos dos ejemplos de Platón, aunque no lo cita. El empirista afirma que es evidente que lo que ve aquí y ahora, existe para él; y Descartes responde que en sueños le ha ocurrido considerar evidente tal y tal cosa y al despertar se ha dado cuenta de que no era cierta. Este problema lo conduce, ya en su propia reflexión, a buscar el orden de la verdad en la fórmula famosa del Cogito, ergo sum (Pienso, luego existo), con la cual pretende afirmar que lo cierto no se da más que en el orden reflexivo. Si digo que veo un rostro en la ventana, digo algo probable, pero no cierto; puede resultar una alucinación, una mala interpretación de una percepción o alguna otra cosa. Y Descartes era tan radical en esas formulaciones que, a pesar de estar escribiendo en la primera mitad del siglo XVII, decía que, al ver venir un hombre por la calle no podía estar seguro por completo de que no fuera un robot muy perfeccionado. Lo único cierto que puede afirmarse es lo que se dice en forma reflexiva: pienso que veo venir un hombre por la calle. Esta afirmación es cierta, esté dormido o despierto, con o sin alucinación.

Un poco más adelante, igual a como lo hace en “El Sofista”, “Filebo”, o “Cratilo”, Sócrates plantea el problema de las relaciones entre la percepción y la lengua,43 el cual es introducido aquí como un modelo para la reflexión sobre aquella. Los elementos de que se compone –fonemas y signos–, son directamente perceptibles, pero la lógica de sus relaciones no. Lo que enseñan los gramáticos no es directamente perceptible. Si no se sabe leer no sirve para nada tratar de poner más atención a las letras; y si no se sabe una lengua es inútil afinar más el oído. El problema no es la cantidad de tiempo que una persona dedique a oír un idioma, porque el sentido no proviene de los elementos directamente perceptibles, sino, por el contrario, de las relaciones, de las oposiciones y de las necesidades lógicas, que no son directamente perceptibles. El orden de la percepción no nos da por sí mismo el orden de la interpretación, sea que nos refiramos a la interpretación de un lenguaje o que tomemos cualquier percepción como algo interpretable; el orden del sentido se da en las relaciones, no se lee inmediatamente en la experiencia. Y en estas condiciones el problema de entender e interpretar no tiene que ver con que podamos considerar completo o no el balance de la experiencia. Puede resultar eventualmente un balance completo, se pueden haber oído todas las palabras y las frases pronunciables en una lengua, pero no por ello la conocemos.

Sócrates, pues, deja esa inquietud por un momento y siguiendo su método le da la palabra a Protágoras para que haga todo lo posible para llevar hasta el fondo la defensa de sus tesis. Este procedimiento resulta muy interesante porque Sócrates saca todas las consecuencias morales en las que Protágoras podría tratar de apoyarse.

Pero antes de leer esta defensa hagamos esta observación: se puede refutar la tesis de que la ciencia es la sensación y, por lo tanto, la consecuencia de que la sensación es un saber efectivo; pero también se puede seguir sosteniendo que no existe realmente el saber efectivo, que no existe lo verdadero sino sólo lo verosímil. Esta fórmula general de la sofística, a la que alude continuamente Platón, es un poco más sutil. Lo que nosotros decimos que es cierto es una manera de decir que es verosímil, que parece cierto. Es necesario, pues, sacar otra consecuencia de la tesis de la experiencia: lo que existe no es la verdad sino la verosimilitud. Sócrates pone a Protágoras a hablar en su defensa.44

El cambio que produce el médico es que el vino que le parecía amargo al enfermo llegue a parecerle otra vez dulce; con ese fin le da la medicina. El sofista, por medio de argumentos, logra que lo que es valioso parezca cierto, y que hay una diferencia de valor en lo que se afirma, aunque no haya una diferencia de verdad absoluta. La sofística es pues una educación que parte de una valoración: lo bueno son tales y tales cosas, lo malo tales y tales otras. La educación debe consistir en hacer creer que son ciertas las buenas, sin hacer creer que son falsas las malas. Lo falso y lo cierto no existe, pero sí existe la creencia de que tales y cuales cosas lo son. La moral de la sofística consiste en imponer por medio de discursos, una valoración que precede a todo orden de verdad, y en procurar una aceptación, por verosimilitud, de lo que previamente se declara bueno; y en un rechazo por inverosímil, pero no por falsedad, de todo aquello que previamente se declaró malo. El arte de la educación consiste en hacer que creamos verdaderamente bueno lo que nos han dicho que es bueno, sacándonos de un estado en el que no lo considerábamos verdaderamente bueno. Producir la verosimilitud sobre lo bueno, que precede como tal, como valoración, a todo discurso, es el efecto que busca la sofística. Podemos observar entonces que, en la vida cotidiana en general, y no solamente en la escolar, estamos muy lejos de haber abandonado o superado la sofística.

La defensa de la formulación empirista tiene así una consecuencia muy notable, que no solamente se produce en esta oportunidad en la historia. Si se comienza por afirmar que la sensación produce la verdad y no se puede sostener que todas las convicciones son equivalentes, es necesario anticipar una moral: hay unas convicciones valiosas y hay otras que no lo son, unas peligrosas y otras benéficas; hay un orden distinto al orden de la verdad, por ejemplo, el orden de lo dañino y lo benéfico, y el asunto consiste en hacer verosímil lo benéfico e inverosímil lo dañino. Y a eso se reduce todo el problema. Por ello encontramos con mucha frecuencia que la formulación de un empirista conduce a la anticipación de una moral o la reducción del asunto a un criterio moral.45

Esto ocurre por ejemplo –para no hablar siempre de los antiguos– al final del ensayo “Sobre la Práctica”, de Mao Tse-Tung, un estudio, por lo demás, muy notable en muchos aspectos.46 El autor propone una formulación de la teoría del conocimiento en la cual vuelve, una vez más, a plantear la sensación y la experiencia como la fuente del conocimiento, y termina –digámoslo en estos términos– enredándose con la moral. Para ilustrar su tesis Mao da un ejemplo que podríamos parafrasear así: ¿cómo llega un individuo a saber que lo que está ocurriendo en Yenán, donde estaba el centro de la revolución china en esa época, es una política correcta? Y podríamos responder: viendo lo que estamos haciendo, asistiendo a los mítines, a las prácticas, es decir, basándose directamente en la experiencia, observando. Pero, naturalmente, al mismo Mao se le ocurre el problema de que no todo el que vaya a Yenán necesariamente va a opinar igual. Puede haber alguien a quien le parezca muy malo todo lo que se está haciendo, a pesar de haber asistido a los mítines y estar viendo las mismas cosas. Entonces se le ocurre como salida decir que, desde que los observadores sean honestos, todos deben llegar a la conclusión de que dicha política es correcta. La idea inicial del autor era producir una fórmula lo más nítidamente determinista y materialista: la experiencia produce el saber, y el saber es objetivo porque es producto de la experiencia. Pero se le atraviesa necesariamente la moral, porque pertenece a la lógica interna del empirismo, y la formulación termina convertida en una tesis moralista: si son honestos, lo verán así. De esta manera su conclusión se parece curiosamente a aquella de “bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán la verdad”... en Yenán.

Ese mismo desenlace ya lo había encontrado Sócrates en su discusión con Protágoras. La moral, lo bueno y lo malo, aparecen, previos a todo discurso, como el criterio de verdad. No es, pues, una aventura cualquiera la que Platón nos narra aquí, ya que tiene efectos largos en la historia. Y de la misma manera que hemos respondido a Protágoras, habría que responder al ejemplo de Mao: el orden comprometido es el de la interpretación y no el de la percepción, si no queremos caer en el terreno moral, en el ámbito de la honestidad o de la deshonestidad.

Y ahora Sócrates va a pasar a otra formulación del problema, que es una reducción de la mayor nitidez lógica.47 La conclusión necesaria, por supuesto, y que está en el plano más evidente, es que entonces todas las opiniones son igualmente falsas, pues todas son equivalentes, y todos deben estar equivocados porque no todos creen que todas las opiniones equivalen; al contrario, casi nadie lo cree. El discurso de Protágoras, que es el más refinado que Sócrates le ha puesto a decir, tiene una contradicción interna, respecto de la cual, de nuevo, nos hace sentir la exigencia de la lógica, que es lo que está buscando Sócrates: porque a la pregunta sobre si sólo existe lo verosímil, y no lo verdadero, habría que contestar que sí. Pero si pregunta: “¿Y crees que lo que estás diciendo es verdadero o verosímil?”, nos enfrenta ya a un problema grave. Si sólo le parece verosímil: ¿para qué lo dice, puesto que es igual de verdadero quien diga lo contrario? ¿Cómo puede ser verdadera la afirmación del que dice que sólo existe lo verosímil?

En el fondo, el discurso de Protágoras lleva implícita la afirmación de la verdad de lo que dice, como todo discurso. Y esto es precisamente lo que Sócrates acaba de captar. Cuando uno dice “no existe lo verdadero sino lo verosímil” se contradice, porque quiere decir “lo verdadero es que no existe sino lo verosímil”, lo cual es ya contradictorio. Esta contradicción conduce a esa conclusión: el emisor no puede negar la verdad de su discurso. Los griegos se encontraron con este problema por otros caminos, como en la famosa paradoja sobre los cretenses: Fulano dice que los cretenses mienten siempre, pero él es cretense; por lo tanto, debe estar diciendo lo contrario de la verdad, entonces la verdad debe ser que los cretenses no mienten nunca; pero si los cretenses no mienten nunca, lo que él está diciendo, que mienten siempre, es falso. Y así se produce un razonamiento que se mueve en un círculo vicioso. El error de esa formulación es que no es pertinente el discurso que afirma que lo que va a decir es falso, porque la afirmación lleva implícita la idea de que la verdad es lo que efectivamente dice, y si después de llevarla implícita sostiene que no hay verdad, entonces se contradice. Es en el discurso donde está el orden de la verdad.

Sócrates hace pues un viaje bastante largo. Se pone a hablarle a Teeteto del tiempo, del frío y del calor, de lo blanco, etc., es decir, lo toma en el orden de la percepción, le exige precisar la diferencia entre el ser en sí y el ser para mí, y lo va llevando hasta mostrarle la contradicción en su discurso: si afirma que sólo existe lo verosímil, debe pensar que es verdad lo que dice, y entonces se contradice.

Al llevar el problema al orden del discurso, Sócrates va a intentar formular una distinción en la que luego va a fundar la teoría entera de la ciencia: la distinción entre la opinión verdadera y la verdad.

De la ciencia a la política

La falsa idea de la educación

En la conferencia anterior vimos que la argumentación de Platón contra Protágoras conduce finalmente a un cambio de terreno con relación a toda la ontología griega presocrática, porque no se trata ya de introducir una nueva tesis dentro de las múltiples tesis que ésta había propuesto. Tomemos, pues, la argumentación contra Protágoras como un caso posible en el marco de una argumentación mucho más vasta.

La última fórmula de la argumentación de Platón con relación a Protágoras –fórmula que parece definitiva– es que, si Protágoras piensa que toda opinión es verdadera, entonces la opinión de los que piensan lo contrario –que hay opiniones falsas y opiniones verdaderas– también es verdadera, porque también es una opinión; o no es verdadera, y entonces no toda opinión es verdadera. Parece, pues, que Sócrates ha encontrado un argumento final, y que ya no se trataría más que de pasar a argumentar en otra forma, lo que en efecto va a hacer. Sin embargo, hay un largo intermedio, que es uno de los puntos más interesantes del diálogo e incluso de la obra entera de Platón.

El intermedio consiste en que Sócrates recoge en este momento el tema de la política, que Protágoras había sugerido cuando había dicho que la educación consistía en hacer verosímil lo que sabemos que es bueno; y que es necesario, además, por medio de ella, de la sofística y de la oratoria, que las gentes crean que es cierto lo que conviene que crean que es cierto, porque es bueno, de acuerdo con el orden al que se refiera: la ciudad, la salud, etc. Es necesario, pues, que resulte verosímil lo bueno.

Ni la moral ni la política pueden representar un refugio para eludir la reflexión, porque si hemos logrado establecer que la idea de lo que parece verdad no es necesariamente verdad, tampoco podemos sostener que lo que parece bueno es necesariamente bueno, ni lo que parece útil o lo que parece conveniente necesariamente lo son. No podemos anticipar que un juicio de valor “es bueno”, o que uno sobre la verdad sea “cierto”, afirmando que el juicio de valor contiene la verdad. Porque de todas maneras estamos diciendo que es cierto, y el único respaldo que le damos a ese juicio es que nos parece, es nuestra opinión. Pero otro puede opinar que es bueno, conveniente o útil lo que nosotros creemos que es malo, inconveniente o inútil. Y nos encontramos con los que sostienen una tesis como conveniente para la ciudad, y los que sostienen la contraria. Entonces, no podemos defender una tesis porque es “conveniente”, sino que debemos probar por qué lo es.

Platón se enfrentó muchas veces con la teoría general de la educación que está implícita aquí, y que consiste en creer que educar es persuadir en el sentido de lo bueno, y mover el ánimo para hacer creer que lo bueno es cierto. Me voy a referir rápidamente a una discusión que aparece en el “Gorgias” sobre este punto. Sócrates había dicho a Gorgias que la oratoria era una manera de persuadir, de arrastrar, de tratar de convencer, pero no de demostrar, pues se relaciona con la filosofía más o menos como la culinaria con la medicina, y que hace parte del arte de los cosméticos y del simulacro, pero en ningún caso de la esfera del saber. Y Gorgias le responde que su apreciación no es justa, porque la oratoria no se puede calificar por sí misma ya que puede ser empleada tanto para defender una tesis justa, como una injusta, y por consiguiente no es una mala cosa por sí misma. Igual sucedería con la gimnasia que hace al hombre más fuerte o más hábil, independientemente de que esa fuerza y esa habilidad se empleen luego para atracar o para defender la patria, que es otro problema. Lo mismo ocurre con la oratoria, que es un poder, ya no sobre el cuerpo, como el que otorga la gimnasia, sino sobre el alma, y que de igual manera no la podemos juzgar por sí misma, sino simplemente por el sentido en que se usa.

La respuesta parece fuerte y hay que recordar que Platón siempre tiene el arte de atribuir al adversario la respuesta más sólida posible. Pero precisamente Sócrates no está de acuerdo con esa idea, ni con esa metáfora, ni en general con esa respuesta, porque lo que él opone a la retórica, a la oratoria y a la persuasión es la demostración. Lo que la oratoria, en el mejor de los casos, puede promover, es que el individuo que se deja arrastrar por ella adopte una posición verdadera, pero no que tenga la verdad. Ahora bien, en el orden del saber, tal como Platón ve las cosas, lo importante no es ciertamente la opinión verdadera o falsa, justa o injusta, sino la demostración. La verdad hay que demostrarla. A la verdad no se puede arrastrar a nadie por medios hipnóticos, pedagógicos, cosméticos, culinarios, ni por ningún otro tipo de seducción. A la verdad se llega porque se conoce el proceso lógico de su demostración.

Sócrates tiene muy presente en este texto, como en tantos otros, el sistema de la geometría como el modelo por excelencia de un sistema de demostración. Si un individuo presenta una opinión verdadera, como por ejemplo que “los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos”, y se pone a hacer discursos para arrastrar al otro a que crea en ella hablándole de la belleza del triángulo y de la línea recta, que vuelta sobre sí misma forma el triángulo al reunir sus dos extremos en una especie de comunión, y se conserva manteniendo los mismos grados que tenía cuando estaba abierta, no le enseña nada, pues eso no demuestra nada. La afirmación inicial es cierta, lo que está diciendo es verdad; pero si no la demuestra, está produciendo simplemente una opinión verdadera. Naturalmente, no se enseña geometría así.

Lo importante es resaltar que Sócrates en este texto sostiene una línea dura. La oratoria esclaviza, porque nos conduce a creer en algo que no podemos demostrar, y a afirmar algo de lo que no podemos dar razón. Lo que importa no es tanto que lo que el otro dijo bella o hermosamente, coincida o no coincida con la verdad; lo que importa es que mientras me atengo a la oratoria, el criterio de verdad se convierte en la referencia a “lo que el otro dijo”, es decir, en un criterio de autoridad que no es una demostración. Una autoridad puede ser la autoridad de la belleza, de la persuasión, de la maravilla de exposición, pero ninguna de ellas puede ser considerada como una demostración. Y por eso Sócrates no cree que pueda caber aquí el ejemplo de la gimnasia. Al orador le interesa que su tesis se comparta, mientras que la posición fundamental de Sócrates es el interés de encontrar lo que es cierto, y no el de anticipar algo que es interesante que se comparta. Así llega a tocar el tema del interés. Por este motivo no es muy abrupto el paso a la política que da en el texto que vamos a considerar.

Como se sabe Platón estudia la política en muchos de sus libros, y fue un gran pensador político directamente en muchos de sus textos, como por ejemplo “La República”, “Las Leyes” y “El Político”, y en este sentido no es, por supuesto, ningún filósofo solitario. Es muy difícil encontrar en la historia de la filosofía un filósofo que no sea un pensador de la política. En este sentido, la política no es una especialidad curiosa de Platón, sino que se encuentra también en Aristóteles, y después de él en todos los que Uds. quieran: Descartes, Spinoza, Hegel, Nietzsche, etc.

El problema que debemos resolver en el “Teeteto” consiste en saber cómo una meditación sobre la ciencia conduce a una meditación sobre la política, es decir, por qué tipo de necesidad se llega hasta este punto. Este mismo problema no se presenta en “El Político”, que se ofrece manifiestamente como una meditación sobre la política; pero, en cambio, en este diálogo, que se presenta como una meditación sobre la ciencia, es interesante averiguar las razones por las que se llega a una meditación sobre la política, que es una de las más profundas que se hayan hecho, aunque también –hay que decirlo– sea contradictoria en algunos sentidos.

Dicha meditación, que se presenta aquí, se puede definir como una meditación sobre el poder, el interés y la utilidad, que se deriva naturalmente del argumento que Protágoras había presentado: hay que volver verosímil lo que es conveniente. Entonces hay que explorar qué se entiende por “lo conveniente”, porque no se puede recibir de Protágoras como una evidencia el concepto de conveniencia, pues ya los hombres no piensan lo mismo al respecto.

El contraste entre el político y el filósofo

Platón no comparte la posición de los que se imaginan que son apolíticos, y en sus textos esto queda extraordinariamente claro, no sólo en los grandes diálogos, sino también en los textos donde hace un resumen de su pensamiento y de su vida, cartas sobre todo, y muy en particular en la “Carta Séptima a los amigos de Dion”. En esta última expone su vida como un trabajo político, y su pensamiento como un pensamiento político. Platón no piensa que el apoliticismo sea posible, ni que haya un orden de valor por encima de la política.

La posición, por ejemplo, de aquel que dice no defender el interés de un grupo, de una clase, ni de un individuo, sino sólo la paz y la cordialidad, es una posición política. La paz y el orden pertenecen a lo político, y aquel que sostiene esa tesis es un político, porque está proponiendo al que sufre la explotación y los abusos que los sufra en paz, por lo cual le estarán muy agradecidos los explotadores y los abusadores, porque esa propuesta es la política de ellos. La posición que presume de no defender ningún interés sino sólo la verdad, defiende la idea de que no hay nadie a quien le interese que la verdad no se conozca, pero de esa clase de hombres también puede haber: alguien que esté profundamente interesado en que no se conozca la verdad. Entonces conocer la verdad puede contradecir un interés; quien defiende solamente la verdad, también defiende un cierto interés y ataca otro. Lo que dicen ahora con tanta frecuencia los pensadores de nuestro tiempo ya lo sabía, pues, Platón. No podemos escapar a la política, estamos condenados a la política. El apolítico hace una política, una cierta política, que es generalmente la política de los poderosos.

Sócrates va a introducir una comparación entre el filósofo, tal como él lo concibe, y el hombre político, tal como se da directamente en las luchas por interés. Para acentuar la diferencia con lo que nos promete el político, dice que el filósofo haría el ridículo, sería digno de lástima, si se presenta ante los tribunales. Porque mientras el político se presentaría ante los tribunales a defender una tesis, por ejemplo, la inocencia de un acusado o su culpabilidad, el filósofo se presentaría para buscar la verdad, y no a defender una tesis. Por allí comienza el contraste.48

Sócrates comienza, pues, para establecer la comparación entre el político y el filósofo, por poner en primer plano el tema del tiempo que ya habíamos comenzado a tratar. Aquellos que no disponen de tiempo porque tienen que convencer rápidamente, deben para ello apelar a cualquier medida. Cuando Sócrates dice que los esclavos tienen que obedecer a su dueño, el “dueño” al que se refiere no es naturalmente el dueño de esclavos; el “dueño” es una tesis que no se puede poner en cuestión, que hay que defender porque se considera conveniente y buena por anticipado. Ahora, Sócrates va a refinar la argumentación con ejemplos en serie sobre la propiedad, la familia y un conjunto de intereses que habría que defender.

Veamos, pues, el desarrollo que le da Platón al problema de la relación entre el político y el filósofo. La política, como afirmábamos hace un momento, es inevitable, pero: ¿se podrá alguna vez fundar la política en la ciencia? Este es un problema que discute la filosofía desde Platón hasta Marx. En el desarrollo del pensamiento de Platón hasta el final de su vida, nos encontramos con el problema de la oposición entre el político y el filósofo. Platón comienza por oponerlos, pero luego en “La República”, producirá una unificación, sobre la base de la idea de que la única política que no es una simple dominación es precisamente la filosofía.

Vamos a leer un texto extraordinariamente fino en que Sócrates expone el problema. La oposición comienza con la presentación del filósofo como alguien ajeno a las luchas de los intereses inmediatos. El filósofo no conoce el camino de la plaza pública, de los tribunales, ni de los consejos. El filósofo busca la verdad. La primera imagen del político es la inversa: quiere que una tesis gane.49

Habíamos visto que el primer movimiento del saber era el reconocimiento de que no se sabe lo que se creía saber. En esta dirección Sócrates afirma que los que defienden el triunfo de una tesis, cualquiera que sea y en cualquier campo (la utilidad, la salud, la constitución de la república, etc.), creen saber cuál es la tesis verdadera. Los filósofos por el contrario funcionan de esa manera ridícula en la que Sócrates pinta a Tales, cuando se cayó al pozo porque estaba pensando en algo muy lejano a la defensa de una conveniencia o un interés, a saber, fundando la astronomía.

Para desarrollar esta tesis, Sócrates se ve obligado a pasar a una crítica de los intereses y de los valores inmediatos. El que defiende los intereses y los valores inmediatos, lo hace en el sentido programático: un logro o una conquista se justifica porque nos da la felicidad, y si no lo alcanzamos seremos desgraciados. El filósofo no tiene las cosas tan claras y más bien está preguntándose qué es la felicidad. El otro sabe, o cree saberlo. Entonces, Sócrates pasa a un análisis en el cual pone en cuestión los valores que parecen evidentes en la sociedad en que él vive, como por ejemplo, la propiedad, la nobleza, la realeza, y, naturalmente, no duda que existan, sino que pone en cuestión su significación.

Vuelve a insistir en el tema de la fealdad que ya habíamos mencionado. La fealdad de Sócrates, como les había dicho, no es una característica cualquiera: quiere decir que no es un seductor. Además, el filósofo cuando es censurado no pasa directamente a responder con la censura al que le censura, sino que se pregunta en qué medida podría ser cierto lo que dicen de él, puesto que él mismo también se ha censurado a sí mismo muchas veces. El que le hace un ataque le plantea el problema de examinar en qué medida ese ataque puede ser verdadero. Y en los términos radicales en que lo dice Platón, ni siquiera conoce ningún mal ajeno que no se haya reprochado en cierto modo a sí mismo.

Fijémonos, también, que se ríe de la valoración inmediata. Cualquier cosa que quede inmediatamente valorada la pone en cuestión, como, por ejemplo, el poder. Y así Sócrates pasa al tema de la propiedad. Al que elogian porque es poderoso, Sócrates lo considera como un esclavo, enmurallado y encerrado en un castillo y emproblemado con una de las especies más difíciles de tratar. Entonces comienza a dudar del elogio del poderoso. ¿Qué significa poseer diez mil hectáreas? ¿El propietario las puede disfrutar? El filósofo, que no posee ninguna hectárea, puede disfrutar de todas aquellas por donde pasea, las mira, las estudia. El propietario tiene que estar cuidando diez mil todo el tiempo, para que nadie se le meta en sus predios. En cambio, el filósofo se considera señor de la tierra entera. Y así como el rey está amarrado a sus murallas, el propietario está amarrado a sus diez mil hectáreas. Sócrates considera esclavos a reyes, tiranos, abogados, jueces y políticos.

El filósofo no puede considerar definitivo ninguno de los valores, ni la nobleza, ni la propiedad, ni el poder. Su manera de actuar produce risa a los que lo acusan, pero a él le producen risa los valores de sus acusadores. La risa cambia, pues, de campo, cuando el defensor de un interés inmediato, que da por seguro, o de cierta condición que hace la felicidad, es llevado a preguntarse sobre la verdad de lo que sostiene, es decir, cuando se pasa a la pregunta por el fundamento del interés o sobre el significado de la felicidad. Cuando le formulan este tipo de preguntas se siente ante un abismo.50 Naturalmente, el contraste entre el filósofo y el político produce la impresión de que Platón considera que la filosofía significa lo contrario de la política. Pero ya hemos dicho que Platón, en su vida, fue en gran parte un político, y la metáfora del rey encerrado en sus propias murallas también la cuenta en términos biográficos: cuando fue donde Dionisio a hacer política en Sicilia y lo dejaron como consejero de la corte. En la “Carta séptima a los amigos de Dion” narra cómo llego a ser él mismo un preso de lujo, porque lo trataban, por otra parte, muy bien, de banquete en banquete. Sólo le hacían caso en lo que conviniera al gobierno de Dionisio y no en lo que él podía demostrar.

Sócrates introduce la teoría de la moral inmanente, que encontramos en muchas obras de Platón.51 Lo que ignoran todos aquellos que se atienen a sus intereses inmediatos, a sus metas, a sus convicciones, es el castigo que les vendrá. Teodoro pregunta por el tipo de castigo y Sócrates responde, que “no es el que ellos se imaginan”. Porque el que ellos se imaginan consiste en los dolores físicos, los fracasos o las derrotas en el orden de lo que buscan. Pero hay un castigo del que no pueden escapar: el triunfo, buscando la felicidad donde no está. Ese es dicho castigo: su propia vida, dice Sócrates. No es algo que les va a pasar en contra, porque puede que no ocurra. El castigo del tirano no es necesariamente que le derroquen su gobierno y que lo metan a alguna cárcel o se empobrezca, o alguna cosa por el estilo. Es el tipo de relaciones que tiene con las gentes que lo rodean, es el vivir en medio de la adulación y la sospecha y fuera del afecto. Ese es el castigo; el castigo está en que triunfe, no necesariamente en que fracase.

Después de hacer esta contraposición entre el filósofo y el político Platón deja abierto el problema de si se puede redefinir la política o no. Ya sabemos que no se puede escapar de la política, pero el problema que queda por saber es si se puede redefinir, es decir, hacer una política fundada en la ciencia o solamente contra la ciencia. La pregunta es vieja y en ella se trabaja y se sigue trabajando.

En el “Teeteto” Platón opera, pues, por medio de la construcción de una oposición radical entre el político y el filósofo, de la misma manera que ya lo había hecho en otros diálogos, especialmente en el “Gorgias”. En síntesis, los criterios de la oposición entre el filósofo y el político, son los siguientes.

En primer lugar, el tiempo. El filósofo busca un conocimiento que tiene su propio tiempo para llevarse a cabo, y no puede anticipar o precipitar una respuesta dentro del límite fijado por ninguna norma externa al proceso del conocimiento mismo, o por ninguna necesidad de otro tipo.

En segundo lugar, el modo. El filósofo opera exclusivamente por la demostración, el político necesita de la oratoria, de la persuasión, de la movilización de las masas o de los reyes o de algún poder, porque tanto las masas como los reyes son un poder. La forma misma es, pues, otra manera de la oposición.

En tercer lugar, las relaciones. Esta oposición la desarrolla Platón principalmente en el “Gorgias” y en las cartas, especialmente en la “Carta séptima a los amigos de Dion”. En la política se oponen intereses, y cuando el uno gana el otro pierde. Es un sistema que en términos actuales podríamos denominar de competencia: la victoria de uno es la otra cara de la derrota de otro. En la filosofía, como lo señala Platón en los textos citados, ocurre, no lo contrario, sino algo completamente diferente. El que pierde una discusión filosófica gana, porque estaba en un error y encuentra una verdad que no tenía. Pero esto no quiere decir que el que gane la discusión pierda, porque mantiene y acentúa la verdad que tenía. Para poder organizar un diálogo filosófico, propiamente dicho, hay que despojarse del criterio de la competencia. Esta exigencia es muy difícil de realizar tanto en su época como en la nuestra, porque las discusiones están contagiadas por el espíritu de la competencia. Es necesario anhelar encontrar la verdad por encima de cualquier posición particular, considerando su hallazgo como el único éxito, y como un éxito que se valora por sí mismo.

En cuarto lugar, la forma de los valores. Los políticos reciben como un dato los valores circulantes en la plaza –como dice él– o en la asamblea, y Platón, como hemos visto en el texto, los enumera: el poder, la propiedad, la nobleza, etc. Recordemos los ejemplos de la posición del rey, que más bien es el pastor de la “más difícil especie de ganado”, y se encuentra prisionero entre sus murallas, y todo lo demás que vimos al respecto en la lección pasada. El filósofo, por el contrario, cuestiona los valores que el político toma por datos.

Un fenómeno curioso del pensamiento de Platón, que debemos tener presente, es que con mucha frecuencia opera por medio de grandes oposiciones y por ello no resulta muy adecuada la cita aislada. Sobre la política, como es muy frecuente en los manuales de filosofía, se ponen de presente muy a menudo ciertas citas; pero no hay que olvidar que existen otras obras en las que piensa lo contrario. En el “Teeteto” o en el “Gorgias” opera por una oposición neta, pero en “La República” opera por una vía que casi podríamos considerar contrapuesta: el filósofo allí es el único político auténtico.

Además, muchas de las tesis que Platón designa como oposición de la política y la filosofía para nosotros pueden sonar muy raro, porque podríamos considerar la posición del filósofo también como una posición política. La crítica de la propiedad o de la nobleza, por ejemplo, nos suena inmediatamente a otra posición política y no a una posición antipolítica, y en realidad a veces Platón las lleva hacia allá. En “La República” los gobernantes no deben tener propiedad ni ser herederos, es decir, no podemos atenernos solamente al ejemplo que daba de la finca de diez mil fanegadas, en el texto que leímos.

El joven Marx decía algo similar, aunque de manera más explícita. En los Manuscritos del año 44, construye la diferencia entre una apropiación efectiva y una propiedad que no es más que un poder y una exclusión; lo que él llamaba, en esa época, la diferencia entre una riqueza concreta y una riqueza abstracta. Para decirlo, pues, con ejemplos nuestros, riqueza abstracta es la que tiene el “sordo” que no entiende nada de música, pero que por intermedio del dinero se puede comprar una gran discoteca, o una gran cantidad de cosas a cuya altura no está; y riqueza concreta es la posibilidad efectiva de estar a la altura de disfrutar de la significación de algo. En los términos del joven Marx, por los antecedentes actuales y por las contraposiciones políticas actuales, a nosotros nos suena, casi inmediatamente, la posición del filósofo a una posición política.

En la época de Platón, naturalmente, en la que no existía la oposición política a la que visiblemente alude, la contraposición sonaba mucho más drástica. Sin embargo, Platón en “Las Leyes”, en “El Político” y en “La República”, buscó la manera de hacer que la república –inevitable, como vimos antes– no resultara al mismo tiempo imposible de justificar. En “El Político” trató de elaborar una teoría de la autoridad diferenciada de la dominación. La idea es que la autoridad no se puede fundar sino en un saber, mientras que la dominación se funda en un poder. El ejemplo de Platón es el del capitán de navío, que es una autoridad, porque es el que mejor conoce los mares, la geometría, los vientos y todo lo demás relacionado con su oficio; y que se distingue de quien no lo es porque se tomó el navío por asalto, y puede, por dominación, llevarlo a donde quiera. En este segundo caso se trata de una dominación, no de una autoridad. También la mayoría es otra dominación; es una fuerza, como las armas; no es una razón. Platón está siempre pensando en la ciencia; no hay ninguna posibilidad de afirmar que la mayoría es un criterio de verdad.

Por esa, y por otras vías busca, pues, Platón, encontrar una solución para este enorme problema. Hay fundamentalmente dos períodos, pero el juvenil es muy escéptico. Él mismo cuenta, en la “Carta séptima a los amigos de Dion”, cuando narra su vida, el escepticismo a que llegó con relación a la política. Tenía objeciones tanto contra el Gobierno de los Treinta Tiranos como contra la democracia ateniense, y como no había más, la política le parecía en conjunto horrible. El “Gorgias”, sobre todo, y los textos de los primeros Diálogos, son el resultado de esa experiencia. Platón abandonó, al parecer, su escepticismo, a raíz del viaje a Sicilia y a Italia, cuando tuvo oportunidad, aunque también con grave decepción, de intentar aplicar algo de su saber al gobierno de Sicilia. Allí volvió a encontrar el carácter inevitable y esencial del pensamiento político. Pero no se puede desprender de la filosofía, y la filosofía incluye la problemática de la pedagogía, dentro de su teoría de la ignorancia. Y la pedagogía es un problema político. Por donde se tome, pues, la obra de Platón, no se puede desprender del problema político.

La poesía y la filosofía

Los grandes temas que en Platón entran en una relación necesaria con la filosofía –en una relación de necesidad interna, diríamos hoy– son temas que él trata con grandes oscilaciones, y por ello hay que verlos con mucho cuidado. Para que tengan una idea de esas oscilaciones, les voy a mostrar la relación que establece Platón entre la poesía y la filosofía. En algunos Diálogos Platón establece una contraposición radical entre ellas, de manera similar a como lo hace con la política. Y en estos casos es tan adverso a la poesía, como aquí a la política. El poeta aparece como una figura ridícula cuando trata de pensar, tanto como es ridículo el filósofo cuando trata de entrar en la asamblea y en el juicio a defender su causa.

En el diálogo “Ion, o sobre la ‘Ilíada’”, por ejemplo, la poesía es tratada en una forma tan peyorativa como la política en el “Teeteto”. Sócrates se encuentra con Ion, quien acaba de ganar un concurso de poesía, y por medio de preguntas inquisitivas e irónicas a su manera, comienza a tratar de desmontar la posición del poeta. Los poetas son aquellos que hablan muy frecuentemente de la guerra (describen campañas militares, sitios a ciudades, como Homero, por ejemplo), de las enfermedades, etc. Y sigue así, con una y otra pregunta, hasta llegar a la conclusión de que los poetas son aquellos que hablan bellamente de las cosas que ellos no saben y que nadie llamaría para que las hicieran. Y la poesía va quedando cada vez más degradada.

Esta es una imagen de la poesía. Pero también ocurre lo contrario, y este es un fenómeno típico en Platón, como parte de su estilo de pensador. Cuando en una discusión filosófica se llega a un impase grave, a una situación sin salida, entonces se produce el extraño fenómeno de que los filósofos, que se habían opuesto al poeta por sus modos –por ejemplo, el poeta tiende a emocionar, el filósofo sólo a probar por su conocimiento del tema– apelan a los poetas. Esta situación se presenta una y otra vez en los Diálogos de Platón. En el “Menón”, por ejemplo, Sócrates y Menón discuten sobre cómo puede buscarse la verdad, y llegan a una cierta dificultad, que se puede exponer así, resumiendo brevemente: si nosotros conocemos una cosa, ya no podemos buscarla, porque la conocemos (nadie se va a poner a buscar lo que ya tiene); pero si no la conocemos tampoco la podemos buscar porque, ¿cómo sabemos qué tenemos que buscar si precisamente no la conocemos? Y si por casualidad la encontramos: ¿cómo podríamos saber qué es lo que buscábamos, puesto que no la conocíamos? De esta manera ni conociéndola ni desconociéndola se puede buscar y, en resumidas cuentas, no se puede buscar nada. En ese momento, como en muchos otros, Sócrates corta y dice: apelemos a los poetas y veamos qué nos dicen.

Y cuando en el “Cratilo” Platón estudia el lenguaje, llega a un impase famoso, que está tan bien planteado que la cultura se demoró cosa de dos mil cuatrocientos años para salir de él. Y también apela a los poetas. El impase que menciono puede resumirse así: se trata de saber cuál es el origen de los nombres, como ellos decían; y entonces hay uno que sostiene que los nombres han sido escogidos porque tienen una relación con aquello a lo cual denominan: existiría una relación necesaria entre el sonido y el sentido o, como dirían ahora, entre el significante y el significado. Pero si observamos la diferencia de idiomas, encontramos que los sonidos más diferentes designan las mismas cosas, y este hecho no parece reforzar en absoluto esa tesis; la impresión que da es la contraria, es decir, que los nombres de las cosas son completamente convencionales: el sonido “mesa”, no tiene nada que ver con el sentido; el idioma es fruto de una convención, a la que hoy en día se hace referencia con la idea de la arbitrariedad del signo. Y así se llega a un impase, pues no se puede saber de dónde procede, ni la afinidad natural de la palabra y la cosa, ni la convención artificial. Y, de nuevo, se apela a los poetas, para ver qué dicen, y esto sucede una y otra vez.

Los poetas también quedan en cierto modo recuperados filosóficamente, cuando Platón dice que los poetas son aquellos que conocen la verdad, aunque no saben que la conocen. No es, pues, muy fácil moverse en el pensamiento de Platón con una serie de citas aisladas. Es necesario ver el juego de los temas y eso ocurre básicamente con los temas esenciales, es decir, aquellos que están en relación necesaria con su filosofía.

La verdad, el saber, el amor y la reminiscencia

La experiencia como criterio de verdad

El rodeo por la política que da Platón en el “Teeteto” es utilizado enseguida para introducir una nueva forma de argumentación en la discusión con Protágoras. Volvamos, entonces, al texto, y veamos qué nos ofrece de nuevo con esta forma de argumentación. La política es una práctica y, como tal, la opinión política, implícita o explícitamente, se remite a un resultado futuro. Como la tesis de Protágoras es que toda opinión es verdadera, Sócrates se interroga entonces sobre qué pasa con esa tesis cuando se trata de una opinión remitida al futuro. Dicha opinión, en este caso: ¿es justa? ¿es verdadera?

Como ya hemos mostrado, la pedagogía para Protágoras es la manera de hacer verosímil lo que es conveniente. Sabemos qué es lo conveniente, lo bueno, lo agradable, lo justo; de lo que se trata es de hacerlo verosímil. El orden de la afirmación de los valores, es decir, de una valoración, se pone por delante del orden de la verdad. Naturalmente, no se trata de un chiste de Platón: la pedagogía realmente tiene mucho de eso.

En el desarrollo de la argumentación se presenta un momento muy curioso, ya que parecería que con la introducción del futuro nos vemos llevados al criterio de la práctica y, en cierto modo, de vuelta al criterio de la experiencia, sólo que esta vez temporalizada. La opinión sobre el futuro parecería quedar resuelta por el resultado del acontecimiento futuro.52

La crítica de la política se llevó a cabo anteriormente, en el “Gorgias”, en gran parte con este criterio. Platón allí es extraordinariamente duro con los políticos griegos, incluso con los más prestigiosos, con los considerados como los mejores gobernantes de Atenas como, por ejemplo, Pericles. Si Pericles se proponía con sus leyes y sus medidas hacer mejores a los atenienses, después de él ¿los atenienses son mejores de lo que eran antes? Sócrates piensa que no. Entonces, queda descartada la obra de Pericles. Y así sucede con muchos otros.

En el momento de la argumentación en que Sócrates introduce la pregunta sobre si nuestra opinión sobre el futuro es necesariamente cierta, el giro es naturalmente muy malicioso, casi una burla. Si la opinión sobre el futuro lo fuera, habría tantos futuros como opiniones. Pero lo interesante de considerar con mucho detenimiento, aunque nos demoremos en estos puntos sobre los que tendremos que volver una y otra vez, es que Platón no toma la vía de la demostración por el resultado, cuando parece que la ha encontrado. Si la práctica, la experiencia, los hechos, el resultado, demuestra que lo que estábamos pensando era cierto o falso, parecería, pues, que nos encontramos ante la perspectiva de una fundación de la ciencia por una vía experimental. Y lo interesante es ver que Platón, como después de él tantos otros, rechaza esa vía.

La opinión o la ideología, y la experiencia

La polémica sobre el empirismo así formulada se inició en la antigüedad y ha vuelto una y otra vez en la historia de la filosofía con nuevas versiones. Una de las formulaciones más decisivas –tal vez la más decisiva– la encontramos en Kant. La crítica del empirismo hecha por Kant marca un momento tan importante en el desarrollo de la filosofía, que después es de suyo una formulación del conocimiento que no tenga en cuenta sus críticas al empirismo, ya no es pensable como inscrita en la historia de la filosofía sino que debe ser considerada como una ingenuidad cualquiera. Las formulaciones lógicas de Marx sobre las condiciones de la demostración de sus tesis, por ejemplo, son impensables sin Kant, radicalmente impensables, como ya veremos.

Si decimos, en términos platónicos, que de una opinión no se sale por ninguna experiencia –o en términos modernos, de una ideología– queremos decir que la opinión es un estado de llenura absoluta, y que la ignorancia es un conjunto de opiniones en que tenemos una confianza loca. Sobre cualquier resultado podemos tener a disposición una interpretación en el terreno de la opinión, y la experiencia no nos hace pasar de éste al terreno de la verdad o, dicho en términos actuales, la ideología contiene las posibilidades de interpretación de cualquier resultado.

Podemos desarrollar algunos ejemplos en términos modernos, pero también seguir algunos de los ejemplos de Platón, que son muy conocidos. Una y otra vez esta discusión se vuelve a plantear (Descartes, Kant, Marx, etc.), de manera que podemos demorarnos en este punto, para que por lo menos queden claras las primeras inquietudes contra una posición empírica.

Se puede decir, por ejemplo, que si en una sociedad rige una ideología mágica, de ella no se va a salir porque ocurran determinados acontecimientos. El chamán organiza la danza para aliviar a un miembro de la tribu que se encuentra enfermo porque está poseído por el espíritu del sapo, y después de la danza es posible que el individuo se alivie o se muera, como siempre ocurre cuando alguien está enfermo. Si el individuo se cura el chamán queda convencido de la eficacia de su danza, y si se muere queda convencido de que el espíritu del sapo era más poderoso que su conjuro. Pero en ninguno de los dos casos queda convencido de que su interpretación fuera falsa. El resultado no le enseña nada sobre el conjunto de su interpretación. Las tribus que no han sufrido una transformación social –por ejemplo en Melanesia– se pueden perfectamente quedar tres mil años experimentando con su magia sin ponerla en cuestión por el fracaso de sus resultados. La ideología tiene muchos caminos para reservarse la interpretación de cualquier resultado.

En África existe una tribu que considera que sus flechas son mortales porque las han consagrado en una ceremonia mágica. Cuando alcanzan con ellas un animal y el animal muere, consideran que la ceremonia fue efectiva, pero si el animal no muere consideran que a esa flecha no se le untó veneno de la culebra adecuada (porque además de la ceremonia, le echan veneno de culebras a las flechas). La ceremonia no queda en cuestión, sino la culebra. Y no hay que remontarse al fondo del África. Cuando una señora tiene un niño enfermo, y le pone una vela a la Virgen para que se lo alivie, no por eso deja de llamar al médico. Si el niño se alivia agradece a la Virgen el milagro, pero si se muere considera que el médico que lo atendió no era bueno. El asunto no es tan africano, como pueden ver.

Y, en efecto, no podemos asumir una interpretación progresista del desarrollo de la ciencia como un conjunto de observaciones o de encuentros afortunados. Algunos acontecimientos se fueron clasificando, algunas ideas equivocadas se fueron descartando porque en la práctica no eran muy eficaces, y así se llegó finalmente, por una escalerita de pequeños progresos, de la magia a la ciencia. Esta es la historia de la ciencia que hace el empirismo. Nosotros nunca nos encontramos ante la realidad como tal, ante lo objetivo en sí; siempre nos encontramos ante interpretaciones de la realidad. Nunca nos encontramos ante “el hecho que demuestra”: “¿cuál hecho? –decía Nietzsche–; no hay tales hechos, no hay más que interpretaciones de los hechos”.

Si dos médicos discuten sobre las posibilidades que el enfermo tiene de pasar de tal día o de aliviarse, y el individuo muere a los ocho días, no queda resuelta por eso la discusión; se pudo haber muerto de otra cosa que no tenía nada que ver con lo que pensaba el médico que creía que se iba a aliviar. Es necesario demostrar que la muerte sí ocurrió a causa del mal que lo aquejaba. Siempre es necesario que haya una hipótesis, sobre la base de un saber existente. Y cualquier opinión no puede ser considerada una hipótesis y esperar a ver qué pasa en la realidad. Si una hipótesis no está fundada en algo no demuestra nada.

Podemos tomar un sinnúmero de ejemplos. Si un individuo dice que está seguro de que en determinado planeta hay hombres porque hay océanos y piedras, y donde hay océanos y piedras hay hombres, esa hipótesis no garantiza nada. Pasado mañana se puede llegar allí y encontrar que hay océanos y piedras y no hay hombres. El resultado no demuestra nada de lo que el tipo dice; lo que él establecía era una relación necesaria y se ha encontrado una relación sin que se demuestre su necesidad, que es lo único que pertenece al orden de la verdad y en el cual puede fundarse la ciencia. Como dirá Platón un poco más adelante, ese individuo no tenía la verdad, tenía una opinión que coincidía con la verdad, que es diferente.

La verdad no se puede desligar de un proceso de demostración. En cualquier caso, es necesario examinar las premisas de la hipótesis, cuya construcción no puede basarse en una imaginación cualquiera, como sostener por ejemplo que en “el centro de la tierra hay una bola de mermelada de mora”. La hipótesis no puede despojarse de su responsabilidad y esperar que el resultado determine si era cierta o falsa. La hipótesis ya puede ser aberrante en sí misma antes de cualquier resultado. Lo que atrae del empirismo es la ausencia de responsabilidad frente a la necesidad de interpretar. Simplemente se afirma que algo es corroborado por la experiencia.

Max Weber cuenta que los hindúes habían descubierto hace dos mil años la vacuna contra la viruela. Como consideraban que las vacas eran animales sagrados –aún ocurre así, la experiencia no los ha sacado de esa idea– las contagiaban exponiendo la ubre a la enfermedad; esperaban a que el animal sanara un poco de la inflamación provocada y, cuando ya estaba mejorando, se untaban alguna secreción. El resultado es que quienes lo hacían no eran víctimas de la enfermedad. Este ritual lo repetían una y otra vez, durante largos períodos, y con él se demostraba en la práctica que las vacas eran sagradas, protectoras contra un mal que afectaba a quien no estaba bajo la protección del animal. Como se ve, la experiencia no era el factor probatorio.

La prueba por la experiencia es dudosa, por la sencilla razón de que no se puede establecer una verdad sino en el orden de la necesidad, en el cual no se puede ahorrar la lógica por medio de acontecimientos y hechos. Por todo lo anterior, Platón no cree haber tocado tierra firme cuando le argumenta a Protágoras con el futuro, porque la ciencia pertenece a un orden que es el orden de la necesidad, y exige una causalidad y premisas –como dirá Kant– que no se pueden encontrar en la experiencia, porque son universales, y en tal sentido son el criterio para el examen de cualquier experiencia. Platón tiene presente, naturalmente, porque le es muy cercano, el problema de la geometría, es decir, la imagen de un tipo de demostración que no se basa en una experiencia y que no puede ser apoyado ni refutado por ningún experimento. Cuando se describe el problema de la relación necesaria entre la hipotenusa y los catetos, en el teorema de Pitágoras, ninguna medida, por muy fina que sea, puede demostrarlo.

Si nosotros no creemos que una proposición debe incluir el sistema de su propia demostración, sino que nos remitimos a un acontecimiento o a la experiencia, damos un paso muy peligroso, como el que da Trotsky –por ejemplo– cuando dice que la teoría de El Capital había quedado demostrada por el desarrollo de las fuerzas productivas en la Unión Soviética en 1936. Lógicamente, habría dicho igualmente que había quedado refutada si hubiera fallado el desarrollo de esa producción. De mantener una coherencia lógica habría tenido que llegar a esta conclusión. De lo contrario se trataría de un empirismo muy curioso, que en cualquier caso gana: si es cara gano yo y si es sello pierde Ud. El empirismo más cómodo propondría entonces examinar la experiencia. Si el asunto fracasa no queda demostrado que la hipótesis es falsa, pero si triunfa queda demostrado que es cierta. El hecho es que si El Capital no logra demostrar en su propio texto las tesis que allí se sostienen, la producción de carbón en la Unión Soviética no puede ayudar para nada, como tampoco el fracaso de la producción de acero en la China podría refutar el texto.

Platón no se precipita, pues, cuando se enfrenta a la argumentación sobre la opinión del futuro, y más bien opta por desarrollar el asunto en una dirección completamente nueva, muy próxima a la posibilidad de fundar la ciencia. En todo el desarrollo de sus tesis, como he dicho, no cree haber encontrado finalmente tierra firme. No se rige por ese empirismo fácil, que se acomoda a las circunstancias, porque entonces no se requeriría la lógica sino, simplemente, esperar a ver qué pasa. Este es un problema que nos encontramos muchas veces y por eso me demoro en plantearlo desde ahora. Galileo, que es el fundador de la teoría de la experimentación como tal, también se encontró con este problema, y también se remitió explícitamente a Platón, por otra parte, con gran aprobación.

Voy a dejar de lado algunas de las nuevas argumentaciones sobre Protágoras que trae Platón, y que en cierto modo desarrollan las anteriores, porque ya están incluidas en los comentarios hechos hasta ahora, pues por lo demás, desde el punto de vista que nos interesa, la posibilidad de fundar una teoría de la ciencia, no aportan algo nuevo.

La verdad como discurso

Hemos visto en las lecciones anteriores que Platón se detiene a hacer un estudio de la oposición entre el político y el filósofo como uno de los elementos de la refutación de Protágoras, quien finalmente había propuesto su teoría como una teoría moralizante: la verdad no es más que la verosimilitud; si sabemos lo que es bueno sólo se trata de hacerlo verosímil. Vimos también los nuevos desarrollos que toma la refutación de Protágoras en el texto. Después de que la refutación está terminada, habíamos quedado en que es necesario aceptar que existen opiniones verdaderas y opiniones falsas.

Platón va a hacer ahora un trabajo diferente. Trata de mostrar que el problema de la verdad no se sitúa en el conocimiento o en la opinión sobre la cosa, en la impresión, en la experiencia o en la sensación, sino en el discurso, en el razonamiento. El elemento de la verdad y del error es el discurso.53 Esta tesis es uno de los puntos más importantes de la doctrina de Platón.

El punto fundamental aquí señalado reside, pues, en que el criterio de verdad de la ciencia no consiste ciertamente en la sensación o en la experiencia, sino en el razonamiento sobre la experiencia.54 Encontramos aquí de nuevo un llamado a la lógica. El razonamiento puede ser falso en sí mismo, contradictorio, incoherente, no necesario, independientemente de que las impresiones sobre las cuales se ejerce sean alucinaciones o percepciones efectivas. Platón sale, pues, del problema de la discusión con Protágoras, de una manera mucho más radical de lo que parece. No opone en este texto el empirismo al idealismo, como lo hace con la teoría de las ideas, que elabora después y que abandona también más adelante en otra época de su pensamiento. Lo que aquí opone al empirismo es la tesis de que la verdad habita en el elemento del concepto, del discurso, del razonamiento o, como dice Hegel en la Fenomenología del Espíritu, “el elemento de la verdad es el concepto”.55

Platón define el pensamiento en el “Teeteto” como un discurso, de manera similar a como lo hace en “El Sofista” en forma un poco más elaborada.56 Es difícil captar al comienzo el alcance de esta tesis. Si el pensamiento es un discurso, eso significa que el pensamiento se da en el lenguaje y no antes del lenguaje, es decir, que no hay ningún pensamiento silencioso, intuitivo, inmediato, místico, callado, que después se traduzca en palabras. El pensamiento se da en el elemento del lenguaje y, por lo tanto, es social, ya que el lenguaje es lo social por excelencia. Esta tesis significa el abandono de toda esperanza en un acceso a la verdad diferente al razonamiento y al discurso, a través de una experiencia privilegiada, mística, amorosa, erótica o de cualquier otro orden por fuera del discurso (hipnótica, narcótica, etc.). Aquí nos encontramos con una tesis esencial de la filosofía de Platón que probablemente señala el núcleo de su pensamiento. Por esta razón me voy a detener un poco en su discusión.

Platón se mueve entre dos tesis, que parecen opuestas, y la tensión interna de su pensamiento podría describirse como la tensión entre ellas. Por una parte, una exigencia racionalista máxima, tal como se presenta aquí, según la cual el pensamiento está en el discurso y no se puede acceder a él sino por el discurso o, si se quiere, por el razonamiento, por la demostración. Por otra parte, la tesis de que la verdad se descubre en una experiencia privilegiada que puede ser el amor –la mayor parte de las veces–, el sueño –como ya veremos– o la locura, a la que Platón da una gran importancia como lo hacen en general los griegos.57 Pero lo más general es que sea el amor donde se encuentre la verdad. Prácticamente toda la obra de Platón se desarrolla en la elaboración de estas dos tesis. Vamos a ver ahora cómo las combina o cómo, a veces, las coloca en la misma dirección. Los Diálogos en los cuales afirma fundamentalmente la primera tesis, son “El Sofista” y “Teeteto”.

Primero vamos a ver algunas de sus implicaciones. Una, que han sacado luego los racionalistas, es que la verdad no puede ser nunca dada por una experiencia, una impresión, una sensación o cualquier vivencia. La noción misma de verdad directa, dada o, como dicen otros, evidencia inmediata, es una noción aberrante. Nietzsche decía, por ejemplo, discutiendo con Descartes (no con Platón), que la evidencia inmediata es una contradicción en los términos. En contraposición se afirma que la verdad tiene que ser lograda por medio de un trabajo; en otras palabras, si algo llega a sernos evidente es por medio de una demostración, en la lógica de un discurso. Esta es pues una consecuencia de esta tesis.

La fuente del error

Platón supone, además, que la verdad se genera en el diálogo y, en último caso, en el diálogo consigo mismo. Esta tesis significa también, entonces –como decía antes– que la verdad es un efecto del discurso; no se puede poner el pensamiento como un estado anterior al lenguaje, como un pensamiento silencioso o íntimo para el cual el lenguaje sirve solamente como vehículo en la comunicación, en la expresión. El lenguaje no se puede considerar como un medio de comunicación o –digámoslo más burdamente– un “medio de transporte”, para “transportar pensamientos”, sino como la fábrica misma del pensamiento, aquello en lo que se produce el pensamiento. Pero después de que Platón hace esta formulación, llega a inquietarse por el problema de que, aunque creamos haber demostrado una tesis, la opinión puede ser falsa o cierta. Y entonces se hace esta otra pregunta: ¿cómo se produce la opinión falsa? Este es un problema bastante complejo. Voy a resumir la idea, no tanto para que veamos todas las dificultades que plantea el texto, sino para presentar la tesis principal.

Podemos decir, para simplificar, que nos encontramos ante una disyuntiva: una cosa se sabe o no se sabe. Platón conoce que hay también otras posibilidades, que una cosa se está aprendiendo u olvidando, pero no va a tenerlas en cuenta por ahora –él mismo lo dice–, sino que va a trabajar con una polarización máxima: se sabe o no se sabe.

Si nosotros trabajamos con esa oposición, nos encontramos en una dificultad grande para ubicar la fuente del error o, como dice él, la solución al interrogante de cómo se genera la opinión falsa. El problema se puede formular así: ¿una opinión falsa se puede producir cuando nosotros confundimos algo que conocemos con algo que no conocemos? Entonces, diría Platón: ¿cómo es posible? Algo que conocemos no lo podemos confundir con algo que no conocemos, porque confundirlo es desconocerlo; entonces no era algo que conocíamos. Pero entonces: ¿cómo se produce la opinión falsa? Por ejemplo: ¿una cosa que no conocemos la confundimos con algo que conocemos? Aquí la dificultad es la misma, porque ¿cómo podemos confundirla con algo que conocemos? Si la conocemos no podemos desconocerla, y confundirla con una desconocida es desconocerla. O también, ¿podemos entonces confundir una cosa que conocemos con otra que también conocemos? Peor, porque sería desconocerlas ambas, y entonces no podemos decir que las conocemos. Entonces, ¿cómo se produce la opinión falsa, de dónde salen las opiniones falsas?

Existe, pues, y esto es lo que quiero que se advierta, el problema de encontrar la fuente del error. Si planteamos el problema en la fórmula más simplista de se sabe o no se sabe, no se ve claramente de dónde resulta el error. La formulación que Platón expone luego sobre este punto, en “El Sofista” sobre todo, es que la fuente del error no está en el objeto. Por ejemplo, Teeteto dice que conoce a Sócrates, y puede ver a un individuo que se le parece y tomarlo por Sócrates si lo ve de lejos. La fuente del error entonces, es que toma lo que no conoce por lo que conoce y estaría en el objeto. Y da muchos otros ejemplos eventuales de ese tipo, pero no para confirmarlos. La fuente del error está en lo que nosotros no sabemos; se refiere a nuestro propio conocer. Como ya lo había dicho en “El Sofista”, la ignorancia consiste básicamente en creer que sabemos lo que no sabemos. La ignorancia no es un estado de desinformación sino un desenfoque sobre nuestro saber. Se refiere, pues, al saber mismo. La ignorancia consiste en tomar por un saber lo que no es un saber, y no tanto, como parece, en tomar una cosa por otra. Y aparece entonces un problema que Platón se había planteado en el “Menón”, y que está en casi toda su obra, especialmente en la de la madurez y en la de la vejez. Vamos a seguir entonces su desarrollo.

El saber, el amor y la reminiscencia

Cuando a partir del “Menón” Platón pone por delante el tema de la verdad, se plantea un problema mayor, en el que nos tendremos que detener muchísimo, como es el de la relación del conocimiento con el pasado. Esta relación se establece allí a partir de la siguiente reflexión, que ya mencioné pero que vuelvo a recordar, y que se puede resumir así: Sócrates le había mostrado a Menón que aquello que creemos saber (siguiendo la pareja de lo que sabemos y lo que no sabemos) es algo que no podemos buscar, porque lo sabemos. ¿Cómo podríamos buscarlo, si partimos de la base de que ya lo sabemos? Sólo se puede buscar lo que no está ahí, lo que no tenemos, lo que está ausente –digámoslo así–, lo que no está a nuestro alcance porque no hemos accedido de antemano a ello. Esta formulación Platón la desarrolla de manera muy inteligente, ya que llega incluso a indicar que el exceso de respuestas que tenemos para los problemas es lo que nos impide plantearnos las preguntas porque creemos saber la respuesta. Y Menón le responde con la tesis contraria. Si hay algo que no sabemos, tampoco podríamos buscarlo; en primer lugar, porque no sabríamos qué buscar si no lo sabemos; en segundo lugar, porque si por casualidad lo encontramos: ¿cómo podríamos saber que era lo que buscábamos, si no lo conocemos? Y ¿cómo podríamos reconocer que lo hemos encontrado, si no lo conocemos?

Estamos pues frente a un problema mayor. Hay dos imposibilidades de buscar: la una es conocer algo (es imposible buscar lo que se conoce); la otra es desconocer algo, y entonces es imposible buscarlo porque si se desconoce tampoco se puede buscar. Entonces, no se puede buscar en ningún caso: si se conoce o si se desconoce. El término nuevo que aparece en este contexto tan curioso es el de reconocer. ¿Cómo podríamos reconocerlo? El reconocimiento parece que sólo se puede ejercer sobre algo que en alguna época se había conocido, por eso se trata de un re-conocer. Algo que, por ejemplo, se había olvidado, dejado de lado, desconocido habiéndolo conocido y que ahora se va a reconocer.

La tesis principal de Platón en muchos de sus Diálogos es que el conocimiento es reconocimiento, recuerdo, dicen a veces, o reminiscencia, dicen más frecuentemente. Es la misma tesis de Freud, como podemos ver en su ensayo La Negación.58 Observemos por el momento que con este tipo de argumentación nos encontramos ante una necesidad que es muy propia de nuestro tiempo. Platón prácticamente no nos resulta legible sin un paralelo con Freud. La teoría de la reminiscencia, que es la que comienza a surgir ya en el “Menón”, no nos es comprensible sino en una lectura en paralelo con Freud. Estos dos pensadores son los que, en la historia del conocimiento, han vinculado de una manera necesaria el amor y el pensamiento. Después de Platón se desvincularon. Aristóteles, por ejemplo, ya no los reúne, ni tampoco Descartes o Kant. Necesitamos esperar algunos siglos –milenios– hasta que el amor y el pensamiento vuelvan a reunirse en un mismo problema: de Platón a Freud.

La teoría de la reminiscencia sólo la podemos abordar restableciendo el paralelo entre Platón y Freud. Algunos comentaristas actuales de Platón como Derrida, Yvon Brès, o Schuhl,59 trabajan con el paralelo Platón-Freud. Incluso los “scholar” del platonismo, quienes no gustan de las “groserías” de Freud, se han visto en la obligación de asumir el paralelo. La teoría de la reminiscencia resulta prácticamente lo más interesante y lo más inquietante de la obra de Platón. Vamos a estudiar, pues, el problema de la reminiscencia, y a tratar de trabajarlo tanto en Platón como en Freud.

La teoría de la reminiscencia

La teoría de la reminiscencia se nos presenta en Platón inicialmente, por ejemplo, en el “Menón”, en una forma más o menos mitológica. Es muy difícil para los platónicos creer que Platón realmente pensara así, y algunos racionalistas modernos platónicos –sobre todo los neokantianos– dicen que es imposible que Platón pensara eso. Sin embargo, cuando se lee un filósofo hay que buscar lo que su texto efectivamente produce y no lo que el lector quiere encontrar.

La reminiscencia es una teoría muy curiosa y muy interesante, dos siglos antes de Platón, tal vez del siglo VI a. de J., seguramente hindú, que probablemente éste había conocido en un viaje a Egipto o a través de los pitagóricos, quienes consideraban que el ejercicio de la memoria era la esencia del pensamiento y, al igual que Platón, creían que la memoria debía llegar hasta una época prehistórica, no rememorada. Freud piensa algo similar, pero refiriéndose a la amnesia infantil; y aquellos pensaban que se trataba de la otra vida. Pero, independientemente de dónde la haya tomado Platón, o de cómo la haya elaborado, lo que sí es seguro es que conocía a los pitagóricos, por ejemplo, a Empédocles, porque lo cita en “El Sofista”, el cual había convertido la teoría de los pitagóricos en la tesis de la repetición. De todas maneras, independientemente de donde la haya tomado, lo interesante para nosotros es cómo funciona en los textos de Platón, cuál es la economía que tiene, qué valor asume allí esa teoría. Vamos a aclarar este aspecto antes de iniciar una comparación con Freud.

La teoría de la reminiscencia se nos presenta, pues, en el “Menón”, después de la discusión en la que se llega a la conclusión de que no se puede buscar la verdad si se la conoce ya, ni se la puede buscar si no se la conoce. A estas fórmulas Sócrates responde con la teoría de la reminiscencia. El problema es, dice Sócrates, que nosotros ya hemos vivido, ya tuvimos otra vida en la cual tuvimos acceso al conocimiento, por lo tanto, lo que ahora creemos descubrir no es más que un recuerdo de lo que ya sabíamos. El conocimiento no es más que un reconocimiento, la experiencia no es más que un recuerdo, porque en otra vida ya habíamos conocido la verdad.

Desde el punto de vista lógico esta es una mala posición, naturalmente, porque se le podría responder que en la otra vida nos pasaba lo mismo: o conocíamos la verdad o no la conocíamos; si la conocíamos, no podíamos buscarla, y si no la conocíamos, tampoco; entonces, en la otra vida estábamos en la misma situación que en ésta. Y si nos dicen que en otra vida también la recordábamos con relación a otra anterior, entonces nos remiten al infinito, pero siempre con la misma problemática. De todas maneras, no se podría haber encontrado la verdad tampoco en la otra vida.

Esta teoría se expresa en muchas partes y en una forma muy curiosa. A veces Platón se refiere a la infancia en términos curiosísimos para nosotros que hemos leído a Freud. Dice, por ejemplo, que lo que hay en nosotros de apetente y de rabioso se manifiesta en la infancia: el niño es colérico desde que nace, y el nacimiento ya es un estallido de cólera; pero además de la cólera, están los apetitos, que son básicamente tres: la sexualidad, la sed y el hambre. En el niño priman los estados de apetencia y de cólera. Menciono esta idea para que no crean que es muy traído de los cabellos el asunto del paralelo con Freud. También Platón se refiere al niño; y Freud dice que el que quiera saber lo que entiende por libido lo puede leer en “El Banquete”, ya que la libido es exactamente lo que allí Platón entiende por Eros.60 La necesidad de este paralelo se impone, pues, en los textos mismos.

La teoría de la reminiscencia reaparece en el “Fedro”, y allí adquiere una significación directamente erótica. Este diálogo es una de la obras más bellas de Platón, sobre la cual los estudiosos han discutido largamente acerca de cuál sería su temática central: la belleza, el amor, la retórica –es un paso adelante con relación al “Gorgias” en este sentido–, o si, como en el resto de las obras, se refiere básicamente al tema de la verdad. No es necesario que entremos en esta discusión porque lo cierto es que trata todos estos temas al mismo tiempo, es decir, de las relaciones necesarias entre ellos. Voy a resumir brevemente los términos argumentales del problema de la reminiscencia, pero los remito a su lectura directa.

Sócrates, quiere defender el amor, pero se encuentra con un individuo que lo está atacando –Licias– y el diálogo comienza por el ataque al amor. Licias, de manera muy pertinente, comienza a hacer una serie de objeciones al amor. Pregunta a Sócrates, por ejemplo, si cree que el enamorado es un buen juez para juzgar acertadamente el objeto de su amor, si es un buen crítico para saber reconocer sus defectos y sus méritos, y hacer un balance racional de ambas cosas; o si por el contrario es un pésimo juez que exagera horriblemente las diferencias entre la persona que ama y las otras personas, que carece de lucidez sobre sus defectos y hasta los toma por méritos. Y Sócrates reconoce que, en efecto, el enamorado es un pésimo juez y un crítico lamentable.

En fin, Licias continúa trabajando en este sentido en contra del amor. Dice que lo que parece esencial o extraordinario al enamorado, muchas veces es algo completamente trivial. Y Sócrates responde diciendo que, en efecto, suele ocurrir así. Y Licias inquiere a Sócrates acerca de si no está de acuerdo en que una persona que en esa forma se aleja de la posibilidad de un juicio racional, que está completamente entusiasmada o deprimida, pero nunca sabe juzgar, no está, pues, en una especie de delirio. Y Sócrates reconoce que sí, que, en efecto, el amor es una especie de delirio.

En estos términos se da pues la discusión sobre el amor en el “Fedro”, hasta llegar a la conclusión de que el amor es un delirio. Y Sócrates, que pretende defender el amor, y probablemente lo logra, dice que efectivamente el amor es un delirio, y que nadie podría negarlo, pero que esa característica no va precisamente en su contra. Se trata de un esguince lógico muy bello. Habría que demostrar que todo tipo de delirio es una mala cosa, y en ese caso sí podríamos estar en contra del amor. Hemos demostrado que el amor es un delirio, pero no que el delirio es una mala cosa.

Esta es la vía que toma la respuesta de Sócrates. Y alude de nuevo a la poesía, porque él cree que el poeta, en el momento en que está inspirado, también es en cierta forma un delirante; pero no se puede decir tampoco que su delirio sea una mala cosa. Y entonces elabora una disquisición sobre el delirio. Platón tenía una opinión acerca de la locura bastante diferente a la que hoy reina, y en general los griegos, no sólo Platón, tenían de la locura una mejor idea que nosotros. Creían que el loco es un individuo del cual hay mucho que aprender. Y por eso decían que los beneficios que Grecia había recibido de la locura no se podían enumerar.

Esta apología de la locura es parecida a la que hace Freud al terminar su estudio sobre Schreber, cuando afirma no tener miedo a confesar –porque el que puede esperar no tiene nada que temer–, que la teoría de Schreber sobre Dios se parece extraordinariamente a la suya sobre la libido: “El porvenir decidirá si la teoría integra más delirio del que yo quisiera o el delirio más verdad de lo que otros creen hoy posible”.61 Entonces también le da la palabra a la locura, y en esto también se parece a Platón.

En el “Fedro” Sócrates propone la idea de que el amor es un delirio, porque es una reminiscencia. Y ahí vuelve a aparecer la teoría de la reminiscencia. Lo que efectivamente ocurre es que en el amor nos encontramos con alguien que nos recuerda otra vida que tuvimos, y que nos hace volver a vivirla. Lo más interesante de esa posición consiste en que introduce una tipología del amor de carácter inequívocamente freudiano, como podemos ver enseguida.

Platón utiliza la reminiscencia no solamente en términos generales o abstractos, sino para hacer una tipología del amor. Nosotros siempre tuvimos una vida anterior, y vivimos en un mundo distinto, en el que pertenecíamos al carro de algún Dios, de Eros o de Ares, o de cualquier otro. Si por ejemplo pertenecíamos a Ares, el Dios de la guerra, entonces nuestros amores serán tormentosos, llenos de violencia, de decisiones trágicas o de momentos decisorios. Si en cambio, pertenecíamos a Venus, la Diosa del amor, nuestros amores serán apacibles, tranquilos, sin discusiones de ninguna clase. El tipo de amor nos está recordando aquel cortejo al que pertenecíamos. Así como fuimos en esa época perdida u olvidada, así somos.

En el momento en el que pasamos del “Menón” al “Fedro”, nos damos cuenta de que la teoría de la reminiscencia no es solamente una teoría del saber sino una teoría del deseo. Lo extraordinariamente propio de Platón es la vinculación del saber y el deseo. Este nexo, perdido por milenios, es recuperado por Freud. Son muchas las obras de Platón, naturalmente, con las que se podría ejemplificar esta posición, que para nosotros es un nódulo del problema en el estudio de su filosofía. Sin embargo, hay obras definitivas, como por ejemplo “El Banquete” y “La República”, en las cuales de manera curiosa no se menciona la reminiscencia, como algunos comentaristas incluso lo han observado. “El Banquete” es un estudio cabal sobre el amor como probablemente no se haya hecho ninguno, y lo vamos a ver precisamente en el paralelo con Freud; sin embargo, hay que observar que allí Platón no habla directamente de la reminiscencia, aunque las teorías sobre el amor que allí se exponen en cierto modo la contienen.

La teoría de Aristófanes, por ejemplo, postula que hubo un estadio en el cual los hombres eran de verdad tan poderosos, y no necesitaban nada, que a los dioses les daba miedo de ellos, porque eran dobles: tenían cuatro piernas, cuatro manos, etc. Y a los dioses les dio miedo de unos seres tan terriblemente completos, y por eso los separaron por medio de un corte del que quedó como huella el ombligo, como dice Platón. Y desde entonces, después de que los separaron, los hombres andan buscándose continuamente para volverse a juntar. El amor es entonces la búsqueda de un retorno; un intento de volver al estadio anterior. Hay pues una etapa que recordar, y recordarla es amar. La reminiscencia está allí presente, aunque no se mencione. De tal manera, aún en los Diálogos en los que Platón no habla de la reminiscencia, también está implícita. Me refiero a los Diálogos posteriores al período de la madurez, es decir, posteriores al “Menón”, porque es claro que en los anteriores a éste no está.

Desde el momento en que Platón encuentra la reminiscencia como problema, vuelve a aparecer continuamente, y lo hace siempre en dos direcciones: en la búsqueda de qué significa saber, y qué significa desear. Estas dos direcciones de su pensamiento a veces se presentan unidas como en “El Banquete”, aunque no lo mencione. El deseo y el deseo de saber vienen juntos y ambos tienen ocultamente algo de transgresión; es volver a establecer algo que prohibieron unos dioses porque era demasiado bueno o peligroso: saber, pensar o desear.

Zeus partió los hombres en dos –dice Aristófanes– porque se dio cuenta de que si estos seguían así entonces ya no habría dioses; serían iguales a ellos. El “Génesis” presenta una versión similar: “si tomáis del árbol del conocimiento del bien y del mal seréis como dioses”.62 También en Platón los dioses son, ante todo y por encima de todo, celosos de que los hombres vayan a ser felices, porque si eso ocurre sobran los dioses. Este problema Platón lo tenía bastante claro. El Zeus de Aristófanes es un individuo que se siente descontinuado en caso de que los hombres puedan ser felices; entonces, para ejercer sus derechos, procura que no lo sean, partiéndolos.

Pero, entonces, el amor es el intento de buscar la complementariedad de algo que alguna vez fue completo, en alguna época, en algún período, y que, desde entonces, por esa injusta y divina división, se volvió incompleto. El ser incompleto que busca complementarse es el amor. Freud, naturalmente, como se sabe, dará versiones mucho más agudas y sutiles del mismo problema. Y ambos se encuentran con el mismo enigma de la memoria.

El problema se presenta en el momento en que nosotros establecemos la idea del reconocimiento. En otras palabras, podría decirse que lo que esencialmente necesitamos conocer no es algo no sabido sino olvidado o, digámoslo así de una vez por todas, algo reprimido. Freud diría que no estamos nunca en el tiempo presente, que siempre estamos en la reproducción, búsqueda, escenificación y dramatización de un texto y de un drama antiguos. Nunca nos encontramos ante tal o cual persona, tal como somos aquí y ahora, sino mediando una interpretación con base en los dramas originarios que tuvimos; no podemos mirar el mundo con ojos desnudos de pasado, como un choque directo de la realidad con la conciencia; siempre lo estamos mirando como la reproducción o reconocimiento de algo, y ese algo no es otra cosa que un drama inicial, un drama originario. Platón diría “otra vida”. Pero el problema, desde el punto de vista lógico, es el mismo: nada se nos da, ni se nos ofrece en la actualidad; todo se nos aparece como una reproducción de un tiempo pasado; todo es reminiscencia, reconstrucción.

El problema de la memoria

Tanto en Platón como en Freud, y en términos muy similares, encontramos un intento por resolver el enigma de la memoria. Es muy curioso, incluso, que Freud no cite estos textos de Platón, porque es muy probable que los conociera. Pero este hecho se explicaría muy seguramente por su manía de no citar filósofos. Sócrates introduce, pues, como pueden ver, para referirse a la memoria, la metáfora de la cera.63 Freud hace algo similar con la metáfora de un block maravilloso, que compara con una cera en la cual se imprimen huellas, se quita la película que la cubre, y se puede volver a imprimir.64 La metáfora sigue siendo, pues, la misma.

Como ha dicho Derrida, Freud tiende una y otra vez a formular la metáfora de la memoria en la forma de la escritura: la memoria es algo en lo que se escribe. Hay algo de lo que hemos vivido que queda impreso, escrito, retenido, que se conserva no modificándose, y ese algo lo llamamos memoria, independientemente de si la pensamos como un papel en el que se escribe, una cera en la que se imprime, o cualquier otra metáfora: neuronas que conservan en forma inmodificable ciertos acontecimientos, por medio de un código y la combinación de un ácido. De todos modos, independientemente de la manera como se formule, y cualquiera que sea la metáfora que utilicemos para dar cuenta de ella, el enigma de la memoria se deriva siempre del mismo problema: ¿cómo es posible que haya algo en lo que guardamos recuerdos, impresiones, etc. sin que se llene? Queda siempre el problema de que mientras más se escribe en un papel menos se puede seguir escribiendo, o mientras más huellas se impriman en una cera, menos huellas nuevas se pueden imprimir. Pero con la memoria no ocurre eso. Mientras uno más aprende cosas, más fácil le queda aprender otras.

Pero el problema de la memoria es que nosotros no podemos encontrarle una metáfora pasiva. Freud no pensaba que la memoria fuera fuerza o repetición de la huella. Lo más impresionante y continuo en nuestros orígenes es, precisamente, lo olvidado, la amnesia infantil. Y se ha olvidado, no porque no haya sido importante, o porque haya sido pasajero y efímero, como un rostro que se ve pasar por la calle, sino al contrario, porque fue constitutivo de lo que somos, y por eso precisamente es por lo que se olvida. Freud produjo una primera teoría de la memoria como actividad, y no como reserva. Olvidamos lo que no es compatible con la estructura de nuestra conciencia; no propiamente lo que se ha desdibujado, cambiado o emborronado. Lo esencial es lo que olvidamos; aquello que no sólo no es secundario sino, por el contrario, constitutivo de lo que somos. La memoria en Freud se vuelve activa; es una actividad y no un residuo, un resto, una huella o una impresión. Entonces nos encontramos ante dos posiciones sobre el problema de la memoria.

El análisis del saber, en Platón, introduce como una necesidad el análisis de la memoria. Pero el de Freud también, en cuyo ensayo “La negación”,65 Freud formula directamente la idea de que conocer es reconocer, como Platón, pero sin citarlo. Por ello el análisis de la posición de Platón sobre la memoria y su relación con el saber, con la búsqueda, con el conocimiento y con el deseo, ya no lo podemos hacer sin extender el paralelo con Freud.

La memoria y la escritura

Hemos visto que Platón introduce una teoría de la memoria, como momento necesario para exponer la posibilidad del error, para poder encontrar la clave de la formación de la opinión falsa, para decirlo en sus propios términos. Hemos visto también la teoría de la reminiscencia en algunos de los Diálogos. La reminiscencia, es decir, la idea de una experiencia anterior olvidada, resulta ser una hipótesis necesaria en una teoría del amor y en una teoría del conocimiento.

En el “Teeteto” Platón nos presenta la famosa metáfora de la cera y la emplea en diversos sentidos, incluso, como veremos enseguida, para intentar una tipología de la memoria, así como había empleado la reminiscencia para elaborar una tipología del amor, según vimos en el caso del “Fedro”. La metáfora de la memoria como “cera del alma”, o “corazón del hombre” –como decía ya, por otra parte, Homero, citado por el mismo Platón– y en la que se introduce una escritura primordial, es una metáfora que perdura en la filosofía occidental y se encuentra una y otra vez desde Platón hasta hoy, hasta su último avatar en Freud con su metáfora de un block maravilloso.

Las consideraciones de Platón sobre los tipos de memoria y de escritura –auténtica, inauténtica– constituyen un problema bastante complejo, que donde está mejor expuesto es en un pasaje del “Fedro” sobre la escritura, uno de los textos más notables de Platón. Se trata del mito, inventado por Sócrates, del descubrimiento de la escritura y de su significación, matizado con una rápida observación socrática sobre su relación con la memoria.66

Así tenemos, pues, planteada la paradoja, a la cual los comentaristas se han referido tantas veces, de que tal vez el más grande escritor de la antigüedad fuera un enemigo de la escritura. El reproche a la escritura procede, en primer lugar, de la distinción entre memoria y rememoración. En los términos de Sócrates la memoria se refiere a la verdadera instrucción; la rememoración, a la erudición, que tanto molesta a algunos filósofos. Platón no está solo en esta posición. Kant también dice que son muy difíciles de soportar los eruditos, porque la erudición es la forma más incómoda de la tontería. En la cita anterior Platón ya daba una muy notable descripción de los eruditos, cuando decía que sería muy difícil “soportar su compañía”, porque se han convertido en “sabios en su propia opinión, en lugar de sabios”.

Platón distingue dos maneras de conocer un texto: el recuerdo externo y la memoria auténtica. Se podría decir, por ejemplo, que uno puede recordar de memoria la Interpretación de los Sueños de Freud, pero no ser capaz de interpretar un sueño o, a la inversa, tener un conocimiento que le permita interpretar muy bien los sueños, pero no recordar de memoria ningún pasaje preciso, en el sentido de poderlo reproducir. El uno ha tomado la letra en el sentido peyorativo que le quiere dar Platón, y el otro ha tomado el espíritu de la cosa. Platón hace luego otras objeciones interesantes. Sigámoslo, porque el texto es muy interesante, y éste es un punto al que nos remite continuamente el pensamiento de Platón.

Fijémonos ahora en la argumentación final contra la escritura. Sócrates, como se sabe, nunca escribió; por eso es muy probable que en esta época y en este texto el argumento sea de Platón, aunque la contradicción siga viva. Por lo demás, se puede demostrar fácilmente que la teoría es directamente de Platón, porque aparece en la “Carta Séptima a los amigos de Dion”, que es escrita a nombre de Platón, como su propia teoría.

En un excelente libro sobre Platón, de Pierre Maxime Schuhl, que es uno de los mejores especialistas contemporáneos en dicho autor, que se llama Platón y el arte de su tiempo,67 el autor demuestra que con relación al arte en general, la actitud de Platón oscila de manera similar a como ocurre con respecto a la poesía o a la relación entre el filósofo y el político, como ya se ha mostrado. En el texto que comentamos, por ejemplo, considera terrible la pintura; pero hay otros, como por ejemplo “La República”, donde, al hablar de la pedagogía, dice que hay que rodear a la juventud de arte, porque así estaría “rodeada de lo bello y lo verdadero”, y se formaría como “si respirara una brisa, procedente de comarcas felices”, que la induciría a buscar la verdad. Allí le da el máximo valor a la pintura. No olvidemos que es frecuentísimo en Platón encontrar opiniones contradictorias sobre un mismo problema, y por eso resulta siempre muy peligrosa una cita unilateral: si tenemos en cuenta el conjunto de la obra, encontramos muchas veces que pudo haber dicho también lo contrario.

La objeción aquí se refiere, pues, a que la escritura en cierto modo, a diferencia del diálogo que produce un mensaje según el que lo escucha, no escoge al receptor o al auditor, y produce un mensaje para que lo interprete el que quiera y como pueda. Es una crítica un poco injusta. Aparentemente Platón tiene toda la razón. Pero se le podría contestar con la fórmula de Lacan: el estilo es el hombre, ciertamente, pero también es el hombre al que uno se dirige; el estilo de una escritura en cierto modo dirige, y a veces incluso forma a sus lectores, los elige o descarta por el código empleado, por los supuestos empleados, etc.

En un comentario excelente sobre el texto que acabamos de leer, Derrida dice que se trata de una “escena de familia”, en el sentido de que lo que molesta a Platón de la escritura es una “falla paterna”: el padre no puede sostener a ese bastardo que anda por todas las calles sin preocuparse con quién se mete, con quién se relaciona. En el texto platónico la escritura es vivida –dice Derrida– como un hijo ilegítimo que no sigue las recomendaciones de su padre ni es tampoco asistido por él. La escritura es, pues, el hijo bastardo, pero hay un hermano gemelo. Vamos a ver entonces quién es ese hermano gemelo en esta escena familiar. Platón opone a la escritura la instrucción verdadera, para la cual no encuentra otra cosa que la metáfora de la escritura.68

El hecho de que Sócrates, en los textos de Platón, represente una figura paterna, se puede establecer sin ninguna audacia psicoanalítica, porque él mismo lo dice. En la “Defensa de Sócrates”, o en el “Fedón” dice que él representa al padre, y en algunas partes habla del hermano mayor para definir la función que él desempeña en Atenas. Se presenta pues, como una figura paterna de una manera muy consciente. Una tesis platónica que hoy se encuentra con frecuencia en los textos modernos, es que la introducción de las normas, del logos, del discurso, de la palabra, es una función paterna, o es vivido como una función paterna.

La memoria y la reflexión sobre la ciencia

Así, pues, el tema de la memoria que Platón introduce en el “Teeteto” debe ser abordado teniendo en cuenta que hay en Platón una tipología de la memoria, es decir, tipos de memoria muy complejos. Allí presenta una, siguiendo la metáfora de la cera y tratando de sacarle el máximo provecho posible para diferenciar el origen de las “opiniones verdaderas y falsas”. Por eso el texto comienza con la palabra “ambas”.69

Esta es una de las versiones más curiosas de la teoría de las ideas –porque hay muchas versiones– y una de las menos metafísicas y ontológicas. Aquí el contraste percepción-recuerdo queda remitido a una teoría de las ideas como huellas en el alma, como formas fijas en la memoria que no solamente no impiden la percepción, sino que la dirigen, producen la opinión verdadera porque permiten la clasificación, y saben, ante la percepción de los seres, por comparación con sus huellas, a qué clase pertenecen. Remiten, pues, todo lo visible, lo actual, lo impresionable, lo consciente, a una clasificación previa: las huellas en el alma. Platón dirá a veces que las huellas son la impresión de otra vida. Pero no debemos olvidar que la teoría de las ideas es presentada por Platón, y no necesariamente por uno u otro intérprete moderno, como una teoría de la memoria, como una relación de lo ya sabido con lo perdido.

Las paradojas de la memoria se van a multiplicar en Platón. Ya hemos visto la primera de ellas, aquella a la que Freud dedica tanto cuidado. Esta paradoja consiste en que con la memoria ocurre todo lo contrario de lo que ocurre con una página en blanco o con una cera, que en lugar de llenarse o saturarse de señas, se abre a más posibilidades. A nadie se le ocurre pensar que quien sabe diez idiomas no puede aprender otro; muy por el contrario, se le facilita muchísimo aprender uno más. A nadie se le ocurre pensar que ya no puede aprender un poema porque ya sabe muchos. Esta es pues una de las paradojas de la memoria.

Tan pronto da el primer paso en el desarrollo de la metáfora de la cera, encuentra un problema extraordinario como es el grado de resistencia de la cera a la huella. Nosotros podemos pensarlo hoy sin metáfora, pero, naturalmente, Platón no podía hacerlo de la misma manera. El problema, dice, es que si la cera es demasiado blanda se marcará todo lo que llegue, pero no durará nada marcado allí, porque no presenta ninguna resistencia, porque no hay tampoco ninguna solidez. Una nueva tipología posible encuentra Platón con una metáfora.70

Tratemos de ver ahora en qué sentido, y por qué, este conjunto de tipologías, de metáforas de la escritura y de la cera, y de reflexiones sobre la memoria, resultan necesarias; cuáles son las razones para que Sócrates pase de manera aparentemente abrupta a hablar de la memoria; qué necesidad hay de introducir la reflexión sobre la memoria en una reflexión sobre la ciencia.

Estábamos viendo que para Sócrates se trata no solamente de demostrar contra Protágoras la diferencia entre la opinión falsa y la verdadera –a lo que dedicó la primera parte del diálogo–, sino que el paso siguiente debe ser encontrar las condiciones de la producción de la opinión falsa, es decir, la teoría del error.

El razonamiento de Platón es circular, pero no es un círculo vicioso: recorre los mismos puntos, pero en un distinto nivel. Una vez que introduce el tema de la memoria va a trabajar con la pareja del saber como huella, y la conciencia como sensación actual. Se refiere, pues, continuamente a la conciencia con el concepto de sensación. Sus textos autorizan a reducir la pareja que aquí usa: sensación-huella, a la pareja más general: saber anterior-conciencia; y así se hacen es más útiles e inteligibles. Establecida esta pareja el problema es, entonces, cómo se puede producir el error.71 Se puede entonces examinar este texto con relación a las aporías del “Menón”, porque contiene ya una sugerencia a la teoría platónica del conocimiento tal como allí la establece. La búsqueda de la verdad, como recordarán, se había hecho imposible en la presentación de este diálogo, porque, o se sabía o no se sabía. Si se sabía no se podía buscar, puesto que ya se sabía; si no se sabía, no había posibilidad alguna de encontrarla, porque ni siquiera se sabía qué buscar, y si se la encontraba por casualidad no se podría reconocer. Ambos casos cierran pues la posibilidad de buscar la verdad. Pero ambos remiten a su vez a la teoría de la reminiscencia.

En la teoría de Platón, la verdad resulta de la coincidencia de la huella perdida y la impresión actual. Es una teoría bastante más curiosa que la que se ha formulado luego, como teoría clásica de la verdad, como coincidencia del enunciado y la cosa. Aquí, más bien, lo que busca Platón es un momento anterior, una coincidencia de la huella y la conciencia. En este contexto el error es una interpretación de la conciencia, que toma su experiencia actual por una antigua huella que no es. Resulta, para Platón, como recordarán del primer ejemplo, que la coincidencia es el territorio mismo del error, porque en el campo de las huellas no hay posibilidad de confusión. El error queda descrito como un desconocimiento, y su opuesto, la verdad, como un reconocimiento. La verdad se da, entonces, cuando la conciencia o, como dice él, la sensación actual, se convierte en el objeto de un buen recuerdo, es decir, se reconoce en el saber anterior perdido.

La más grande paradoja de la memoria, que vamos a enfrentar con Platón y Freud, la que resulta más inquietante en la teoría de la reminiscencia, es que esa cera, ese papel, o como se quiera expresar, ya están siempre escritos. No es nunca cera virgen, porque con una cera virgen no hay posibilidad de establecer una comparación entre una huella y una experiencia actual. Para una cera virgen, entonces, no puede haber ni verdad ni error, porque tampoco puede haber comparación o sobreposición de una huella con una experiencia para establecer su correspondencia. Para una conciencia virgen, inscrita en el presente y en la actualidad, no hay ni errores ni verdades.

Y así entramos en la paradoja número uno de la memoria, sobre la cual ha trabajado muy intensamente el pensamiento contemporáneo, por ejemplo, Derrida. El problema de describir una huella primordial, una huella primitiva, una inscripción que nunca fue inscrita por primera vez.

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1 Sobre el origen platónico de la lógica dice Husserl: «La ciencia, tomada en un sentido nuevo, nace de la fundación platónica de la lógica (resaltado por el autor), concebida como lugar de la investigación de las exigencias esenciales del ‘verdadero’ saber y de la ‘verdadera’ ciencia, y por consiguiente como lugar de la puesta en evidencia de las normas conforme a las cuales puede ser edificada una ciencia que tenga por finalidad consciente una legitimidad normativa universal, una ciencia que justifique conscientemente su método y su teoría». Edmund Husserl, Logique formelle et logique trascendentale. Essais d´une critique de la raison logique, París, PUF, 1984. p. 3. (Nota y traducción de Alberto Valencia, en adelante El Editor).

2 «Pero, mientras los objetos lógicos, así como sus expresiones, son tal vez conocidos por todos en el mundo de la cultura, lo que es conocido, como dije en otro lugar, no es por eso reconocido; y aún puede causar impaciencia el tener que ocuparse de lo conocido; y, ¿hay algo más conocido que los conceptos que empleamos en cualquier oportunidad, que nos salen de la boca en cada frase que pronunciamos?» G. W. F. Hegel, Ciencia de la Lógica, Buenos Aires, Ediciones Solar S. A. y Librería Hachette, 1974. p. 33.

3 Hegel continúa diciendo en el texto citado: «Este prefacio está destinado a exponer los momentos generales del camino del reconocimiento a partir de lo conocido, y las relaciones del pensamiento científico con este pensamiento natural; esto, junto con el contenido de la primera introducción, será suficiente para dar una representación general (la que se requiere, como premisa de una ciencia, antes de entrar en el argumento mismo) del sentido del reconocimiento lógico». Ibid. p. 33.

4 Aristóteles daba esta versión: «La naturaleza del hombre en muchos aspectos es dependiente, pero esta ciencia, a la que no se busca por utilidad alguna, es la única libre en sí y por sí, y por eso no parece ser una propiedad humana. La filosofía en general tiene todavía que ocuparse de objetos concretos –Dios, la naturaleza, el espíritu– en la producción de sus pensamientos, pero la lógica trata de éstos sólo por sí en su total abstracción». Aristóteles, Obra Completa, Madrid, Aguilar, 1964.

5 A partir de lo cual hace algunas observaciones que ya constituyen cierta versión de la lógica, que vamos a considerar: «Esta lógica suele, por eso, pertenecer, ante todo, al estudio propio de la juventud, porque ésta no se ha iniciado todavía en los intereses de la vida concreta, con respecto a los cuales vive en el ocio, y tiene que ocuparse primeramente en su fin subjetivo y, también, sólo teóricamente, en adquirir medios y posibilidades para ejercer su actividad sobre los objetos de aquellos intereses. En la vida se pasa del empleo de las categorías, las hace descender del honor de ser consideradas por sí mismas, a fin de que sirvan en la actividad espiritual del contenido viviente, en la creación, intercambio de las representaciones que a ellas se refiere». Ibid.

6 Platón, “Carta séptima a los amigos de Dion”, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1966. pp. 1569-1588.

7 «¿Hay un Estado que pueda encontrar paz y estabilidad en las leyes, cuando los ciudadanos se imaginan que es preciso prodigar locamente el oro y la plata, y cuando se cree que lo mejor que puede hacerse es saborear los placeres de la mesa y extremar los caprichos del amor? Necesariamente semejantes Estados deben pasar por todas las formas de gobierno, tiranía, oligarquía, democracia, sin reposo ni tregua, no pudiendo los que ejercen el poder soportar ni aun el nombre de un gobierno fundado en la justicia y la igualdad». Ibid. (N. del E.).

Al respecto, Werner Jaeger dice: «En tanto que la política exterior de la democracia, bajo la dirección de sus eminentes hombres de Estado, iba de éxito en éxito, los aristócratas fueron en parte sinceramente leales, y en parte se vieron obligados a manifestar opiniones favorables al pueblo y a hablar con elogio de él (…); pero la guerra del Peloponeso fue una prueba fatal para el creciente e irresistible poder de Atenas. Tras la muerte de Pericles, afectó gravemente a la autoridad del Estado y aún al Estado mismo, y llevó apasionadamente a la lucha por el dominio interior. Ambos partidos usaron la retórica y el arte de disputar de los sofistas. Pero no es posible afirmar que los sofistas por sus concepciones políticas hubieran de pertenecer necesariamente a uno de los bandos. Si para Protágoras resultaba evidente que la democracia existente era “el estado” a que se dirigían todos sus esfuerzos educadores, hallamos también en poder de los enemigos del demos las armas cuyo uso habían aprendido mediante la educación de los sofistas. No habían sido originariamente forjadas para combatir al estado, pero resultaban peligrosas para él. Y no era sólo el arte retórico, sino, ante todo, las ideas de los sofistas sobre la naturaleza y sobre la ley. Así se convirtió de una simple lucha de partidos en una lucha espiritual que roía los principios fundamentales del orden existente». Werner Jaeger, Paideia, México, Fondo de Cultura Económica, 1957. Capítulo: «Culminación y crisis del espíritu ático. Los sofistas». pp. 294-295. (N. del E. de este volumen).

8 El primer libro apareció en 1929; y los primeros apartes del segundo libro en 1936, porque la publicación completa fue póstuma.

9 Conferencia dictada en mayo de 1935. Publicada en español en 1962, en el libro La filosofía como ciencia estricta. Buenos Aires, Editorial Nova, 1962. Traducción: Elsa Tabernig. 144 páginas. Colección: La Vida del Espíritu.

10 «Una exposición plástica requiere también un sentido plástico del percibir y del comprender; pero tales jóvenes y hombres plásticos, tan tranquilos en renunciar por sí mismos a sus propias reflexiones e inspiraciones, con las que el pensamiento personal se impacienta por manifestarse, y sólo dóciles oyentes del argumento, como los imagina Platón, no podrían presentarse en un diálogo moderno, y mucho menos podría contarse con tales lectores». G. W. F., Hegel Ciencia de la Lógica, op. cit. p. 39.

11 «Por lo contrario, muy a menudo se me han presentado violentos adversarios de tal tipo, incapaces de reflexionar simplemente que sus observaciones y objeciones contenían categorías, o sea supuestos, que por sí mismos necesitan ser sometidos a la crítica, antes de ser empleados. La inconsciencia en este respecto va increíblemente lejos, ella constituye la incomprensión fundamental, ese procedimiento malo, es decir inculto, que consiste en que, al considerar una categoría, se piensa en algo diferente y no en esta misma categoría. Esta inconsciencia es tanto menos justificada en cuanto que este algo distinto, consiste en otras determinaciones del pensamiento y otros conceptos; sin embargo, en un sistema de lógica esas categorías deben igualmente haber encontrado su lugar y por eso mismo deben haber sido objeto de consideración por sí». Ibid. p. 39.

12 Sin entrar en la discusión de detalle de los especialistas en el tema, los escritos de Platón se pueden clasificar de la manera siguiente. Primer período: Apología de Sócrates; Protágoras, o los sofistas; Critón, o del deber; Laques, o del valor; Ion, o de la Ilíada; Lisis, o de la amistad; Cármides, o de la sabiduría moral; Eutrifón, o de la piedad; Hipias mayor, o de lo bello; Hipias menor, o de lo falso. Segundo período: Gorgias, o de la retórica; Menón, o de la virtud; Eutidemo, o el discutidor; La República, o de la justicia; El Banquete, o del amor; Fedón, o del alma; Menexeno, o la oración fúnebre; Fedro, o de la belleza. Tercer período: Teeteto, o de la ciencia; Parménides, o de las ideas; Cratilo, o de la exactitud de las palabras; El Sofista, o del ser; Filebo, o del placer; El Político, o de la realeza. Últimos escritos: Timeo, o de la naturaleza; Las Leyes, o de la legislación; Critias, o la Atlántida. Para una breve reseña sobre esta polémica se puede consultar la «Introducción a Platón», de José Antonio Miguez, que aparece en la Obra Completa en la edición de Aguilar, 1964. 2. «La obra», pp. 66-71. Allí se presenta una periodización que difiere en algunos aspectos de la que presentamos aquí.

13 Remitimos al lector al discurso final de “El Banquete, o del amor”, en el cual Alcibíades, que llega cuando la fiesta está a punto de terminar, hace la apología de Sócrates. Platón, op. cit. pp. 592-596.

14 «TEETETO. A mí me parece, en efecto, que con Teodoro puede aprenderse cualquiera de las ciencias que cito: la geometría y todas las que tú mencionabas hace poco. El arte del zapatero y, a la vez, las técnicas de los demás artesanos, tomadas en conjunto o una a una, no son sino ciencias». Ibid. 146 b, p. 895.

15 «SÓCRATES. Sin embargo, Teeteto, no era esto lo que se te preguntaba; no se trataba de saber cuál era el objeto de la ciencia ni cuántas ciencias hay. La pretensión, al interrogarte, no consistía en que nos enumeraras las ciencias, sino en saber lo que ella es. O ¿no es justo lo que te digo? / TEETETO. Muy justo, desde luego». Ibid.

16 Sobre el tema de la teoría de la ignorancia y de la educación regresa Zuleta más adelante en este libro, en las secciones sobre la educación y la ignorancia, en las cuales comenta directamente “El Sofista, o del ser”. (N. del E.).

17 El tema de la relación entre el amor y el conocimiento en la filosofía de Platón es desarrollado ampliamente en las secciones de este libro dedicadas especialmente a comentar “El Banquete, o del amor”. (N. del E.).

18 Ver el razonamiento en “Teeteto, o de la ciencia”. 147 d/149 a, p. 896.

19 «SÓCRATES. Vamos a ver, risible muchacho: ¿no has oído decir que soy hijo de una comadrona llamada Fematera, bien noble e imponente? / TEETETO. Sí, lo he oído. / SÓCRATES. ¿Y te has informado también de que yo ejerzo ese mismo arte? / TEETETO. En modo alguno. / SÓCRATES. Pues quede constancia de ello, aunque no quisiera que me acuses ante los demás. Bien ajenos están, querido, a mi dominio de este arte, y ellos, que realmente no saben nada, no dicen esto mismo de mí, sino que soy un hombre extraño, que deja a los otros en la incertidumbre. O ¿no has oído decir esto? / TEETETO. Sí, desde luego». Platón, op. cit. 149 a/151 a, pp. 896-897.

20 Ibid. 150 d, p. 897.

21 «TEETETO. Vergonzoso sería, querido Sócrates, que no pusiese todo mi empeño en ello, respondiendo así a lo que tú me ordenas. Me parece a mí, desde luego, que la persona que sabe se da cuenta sensiblemente de lo que sabe, y tal como lo entiendo ahora, la ciencia no es otra cosa que la sensación. / SÓCRATES. Realmente, me parece que has encontrado una razón nada despreciable para enjuiciar la ciencia, razón que, desde luego, ya formulaba Protágoras. Él dijo lo mismo que dices tú, aunque con otras palabras, pues afirmaba que ‘el hombre es la medida de todas las cosas; de las que son como medida de su ser y de las que no son como medida de su no-ser’. ¿Sin duda, habrás leído esto? / TEETETO. Sí, lo he leído muchas veces». Ibid. 152 b, p. 898.

22 «SÓCRATES. ¿No dice en verdad que las cosas son para mí tal como se me aparecen y para ti también tal como se te aparecen? Hombres somos, no hay duda, tú y yo. / TEETETO. Desde luego, eso es lo que él afirma». Ibid. 152 b, p. 898.

23 «SÓCRATES. Es natural, sin embargo, que un hombre sabio no lance afirmaciones gratuitas. Sigámosle, por tanto, en su desarrollo. ¿No ocurre a veces que el mismo soplo de viento hace a uno tiritar de frío y a otro no, y que a uno le acaricia ligeramente y a otro de manera violenta? / TEETETO. Efectivamente. / SÓCRATES. ¿Qué será entonces el viento en sí mismo? ¿Diremos que es frío o que no es frío? ¿O daremos la razón a Protágoras, afirmando que es frío para aquél que tirita y que no lo es para el otro? / TEETETO. Parece natural. / SÓCRATES. ¿No se mostrará de este modo a cada uno de ellos? / TEETETO. Lógicamente. / SÓCRATES. ¿Y en esa apariencia consistirá la ciencia? / TEETETO. Claro que sí. / SÓCRATES. Entonces, apariencia y sensación son una misma cosa, tanto para el calor como para los demás estados análogos. Porque las cosas parecen ser tal cual las siente cada uno». Ibid. 152 b, pp. 898-899.

24 «SÓCRATES. Como lo que es en sí y por sí nada es, no existe cosa alguna que pueda ser denominada rectamente. Supón que tú consideras algo como grande; nada impide que aparezca pequeño. Si pesado, que se nos muestre como ligero. Con todo ocurrirá exactamente igual, porque de ningún ser podrás afirmar la unidad ni cualidad individual alguna. Todo lo que nosotros decimos que es, es un resultado de la traslación de la mezcla y del movimiento mutuos; de ahí que nuestra afirmación sea falsa, porque nada es jamás, sino que siempre está en devenir. Todos los sabios, uno tras otro (con la excepción de Parménides), llegaron a esta conclusión; cuenta entre ellos a Protágoras, a Heráclito y a Empédocles; y entre los poetas a los que ocupan la cima en su género, así a Epicarmo en la comedia, y a Homero en la tragedia. Recuerda, por ejemplo, lo que dice Homero: ‘El Océano, generador de los dioses, y su madre Thetis’. Esto nos prueba que todas las cosas son producto de la corriente y del movimiento. ¿O no crees que quiere dar a entender eso mismo?». Ibid. 152 b/153 c, p. 899.

25 «SÓCRATES. ¿Qué réplica, pues, podría oponerse a ese ejército que dirige el caudillo Homero, que no mereciese la burla ajena? / TEETETO. Difícil sería hallarla. / SÓCRATES. Desde luego, Teeteto. Porque hay razones suficientes que abonan esta opinión: esto es, que la semejanza del ser y el devenir resulta posible gracias al movimiento, en tanto la del no ser y el morir viene dada por la calma. El calor y el fuego que, por su parte, son generadores y tutores de todo, aparecen también como producto de la traslación y del frote, y ambos son movimiento. ¿O no consideras así la generación del fuego? / TEETETO. Claro que sí. / SÓCRATES. Ciertamente, el linaje de los seres vivos se origina por estas causas. / TEETETO. ¿Qué otras podrían ser? / SÓCRATES. Bien, veamos ahora: ¿no se destruye la normal constitución del cuerpo por la calma y la pereza, en tanto la gimnasia y el movimiento procuran su salvación? / TEETETO. Sí. / SÓCRATES. ¿Y qué otra cosa ocurre con el alma? ¿No son el estudio y el ejercicio, verdaderos movimientos, los que le proporcionan las ciencias, la conservan en su estado y la vuelven mejor? Y, al contrario, ¿no es la calma, o ausencia de ejercicio y de estudio, la que le impide aprender, o incluso le hace olvidar lo aprendido? / TEETETO. Sin duda alguna. / SÓCRATES. El movimiento, por tanto, es un bien, tanto para el alma como para el cuerpo; y lo otro, todo lo contrario. / TEETETO. Así parece. / SÓCRATES. ¿Tendría que decirte todavía que la calma y la bonanza en el mar, y todos los estados semejantes, y aún que las diversas formas de reposo ocasionan descomposición y muerte, mientras que las demás cosas favorecen la conservación? ¿Y, habría de poner como remate a todo esto el que te obligase a admitir que Homero no se refiere más que al sol cuando habla de la cadena de oro, mostrando con ello que en tanto se mueve la esfera terrestre y el sol, todo es y todo conserva su ser entre los dioses y entre los hombres, y que si, al contrario, todo quedase como sujeto e inmóvil se produciría la destrucción y, como ya se ha dicho, el trastocamiento de todas las cosas?». Ibid. 153 c, pp. 899-900.

26 «Entonces habló Josué al Señor en aquel día en que entregó al amorreo a merced de los hijos de Israel, y dijo en presencia de ellos: Sol, no te muevas de encima de Gabaón; ni tu, luna, de encima del Valle de Ayalón. Y paráronse el sol y la luna hasta que el pueblo del Señor se hubo vengado de sus enemigos». Biblia, «Libro de Josué», 10, 12-13.

27 «SÓCRATES. Así, en efecto, hay que considerar las cosas, querido amigo. Eso que, con referencia a los ojos, llamas tú color blanco, ni es color blanco en sí, ni lo es fuera ni delante de tus ojos, ni siquiera en lugar alguno. Si fuese de este modo, tendría realmente su puesto y se mantendría en él, en vez de variar continuamente. / TEETETO. ¿Cómo lo explicas? / SÓCRATES. Sigamos con la razón expuesta hace poco, y admitiendo por consiguiente que no hay nada en sí ni por sí, comprobaremos que tanto el color blanco, como el negro, como cualquier otro color, es el resultado del acercamiento de los ojos a esa traslación propia que les origina, y habremos de afirmar entonces que todo color existente no es ni lo que se aplica ni lo que es aplicado, sino algo intermedio, adecuado a cada uno. Porque ¿podrías aseverar que tal como se te aparece a ti el color se aparece también a un perro o a cualquier otro animal? / TEETETO. ¡Por Zeus!, no es esa mi opinión». Platón, op. cit. 153 c, p. 900.

28 «SÓCRATES. ¿Diremos, pues, que no hay semejanza alguna entre lo que percibe otro y lo que percibes tú? ¿Podrías mantenerlo con fuerza o, si acaso, aún tendrías que afirmar que nada es idéntico para ti, ya que ni tú lo eres contigo mismo? / TEETETO. Me inclino más por esto último. / SÓCRATES. Si, por tanto, aquello con lo que nosotros nos medimos o a lo que tocamos era grande, blanco o cálido, así permanecerá en cualquier otra circunstancia, de no experimentar un determinado cambio...». Ibid.

29 Remitimos al lector a la lectura del texto, en particular el aparte que comienza así: «SÓCRATES. Y si algunas de estas cosas que medimos y tocamos sufriese las determinaciones mencionadas, no habría que atribuirlo al hecho de que algo se le aproximase o experimentase modificación, sino al hecho de que ella misma sufriese alguna. Bien se ve, querido, que resultan extrañas y risibles estas afirmaciones a que somos llevados tan a la ligera; Protágoras, y todos los que le siguen, las juzgarían de esta manera». Ibid.

30 «SÓCRATES. Respecto a la primera, sentaremos la afirmación, según creo, de que nada puede ser mayor ni menor, ya en volumen, ya en número, si permanece igual a sí mismo. O, ¿no es así? / TEETETO. Sí. / SÓCRATES. Y en relación con la segunda, diremos que es aquello a lo que no se añade ni se quita cosa alguna, ni aumenta ni disminuye, sino que permanece siempre igual. / TEETETO. Desde luego. / SÓCRATES. En tercer lugar, habremos de afirmar: lo que antes no era, es imposible que sea en lo sucesivo, caso de que no llegue a ser. / TEETETO. Así parece». Ibid. 155 a, p. 900.

31 «SÓCRATES. Estas tres condiciones, pienso yo, libran combate en nuestra alma, bien cuando tratamos del asunto de las tablas, bien cuando decimos que yo, a esta edad que tengo, no sufro aumento o disminución, en el plazo de un año, con respecto a ti, que eres joven; pero que soy mayor ahora y seré menor en adelante, y que mi peso en nada ha disminuido, en tanto es el tuyo el que ha aumentado. Será, pues, en el futuro, lo que antes no he sido, y eso sin que el devenir me afecte en nada. Pero, en este caso, llegar a ser es imposible y, si no he perdido nada de mi peso, no podré convertirme en un ser menor. Sobran ya otros mil argumentos de esta clase, una vez admitidos los que digo. Mas continúa, Teeteto, ya que no me pareces hombre sin experiencia en estos temas». Ibid. 155 a, p. 901.

32 «TEETETO. Por los dioses, Sócrates, que mi admiración aumenta sobremanera al plantearme estas cosas; y sube hasta el punto que a veces aliento vértigo sólo con mirarlas. / SÓCRATES. ¡Ah, querido Teeteto! no has lanzado vanas sospechas en la crítica de ti mismo. Muy propio del filósofo es el estado de tu alma: la admiración. Porque la filosofía no conoce otro origen que éste, y bien dijo (pues era un entendido en genealogía) el que habló de Iris como hija de Taumante. ¿Adviertes ya, por tanto, qué relación pueden tener estas cosas con la doctrina que enseña Protágoras? / TEETETO. Todavía no me doy cuenta». Ibid.

33 «SÓCRATES. Sin embargo, creo que sabrás prestarme un servicio: el de permitir que te ayude a penetrar en el pensamiento de un hombre y, sobre todo, de hombres famosos, hasta lograr incluso descubrir la verdad que ellos guardan. / TEETETO. ¿Cómo no iba a verlo con simpatía, y aún de buen grado? / SÓCRATES. Observa, pues, con atención qué es lo que los profanos no acaban de entendernos. Se trata en este caso de gentes que otorgan el ser tan sólo a lo que pueden aprehender entre sus manos; así, por ejemplo, se niegan a comprender en el ser a las acciones, a las generaciones y a todo lo que no se ve». Ibid. 156 c, p. 901.

34 «SÓCRATES. El principio del cual dependen todas las teorías de que hacíamos mención es, para ellos, el siguiente: el Todo es movimiento y nada más que movimiento. Este movimiento se aparece bajo dos formas, una y otra en número ilimitado, con poder de actuar en un caso y de sufrir en otro. Del contacto y del frote de ambas surgen vástagos en número ilimitado, hermanos gemelos como son lo sensible y la sensación, pues esta última surge y se engendra al mismo tiempo que lo sensible. Hay muchas sensaciones a las que puede aplicarse un nombre: así, las visiones, las audiciones, las sensaciones olfativas, las de frío y de calor, los placeres, las penas, los deseos y temores, por no nombrar más que unas cuantas. No tienen fin, sin embargo, las que carecen de nombre, en contraste con las que reciben una determinada denominación. La raza de lo sensible opone a cada una de las sensaciones un vástago gemelo: a las visiones, los colores, y a la variedad, una nueva variedad; a las audiciones, sonidos que se corresponden con ellas, y a las demás sensaciones, los otros sensibles que con ellas tienen relación. ¿Qué nos dice, por tanto, este mito, Teeteto, con referencia a lo que antes afirmábamos? ¿Tienes algo que contestar?». Ibid.

35 Lacan tiene unas observaciones sobre este punto en su ensayo «La direction de la cure et les principes de son pouvoir», en Jacques Lacan, Écrits, París, Éditions du Seuil, 1966. pp. 585-645. (N. del E.).

36 Lacan, «Le temps logique et l´assertion de certitude anticipée. Un nouveau sophisme», en op. cit. pp. 197-213. (N. del E.).

37 Remitimos al lector a la lectura del texto, en particular al aparte que comienza así: «SÓCRATES. Se trata en este caso de gentes que otorgan el ser tan sólo a lo que pueden aprehender entre sus manos: así, por ejemplo, se niegan a comprender en el ser a las acciones, a las generaciones y a todo lo que no se ve. / TEETETO. Ciertamente, Sócrates, los hombres de que tú hablas son bien duros y obstinados. / SÓCRATES. Son, en efecto, hijo mío, hombres sin finura alguna. Pero hay, en cambio, otros muchos más ingeniosos, cuyos misterios quiero darte a conocer. El principio del cual dependen todas las teorías de que hacíamos mención es, para ellos, el siguiente: Todo es movimiento y nada más que movimiento...». Platón, “Teeteto, o de la ciencia”, en op. cit. 156 c, p. 901.

38 Ver nota anterior.

39 Para el desarrollo de este punto el autor recomienda el estudio de Nietzsche que se llama La Filosofía griega en la época trágica (Madrid, Valdemar, 2003). Es un bellísimo estudio sobre todas las tesis anteriores a Sócrates. (N. del E.).

40 «EXTRANJERO. Me produce la impresión de que ellos nos cuentan mitos, cada uno el suyo, igual que se haría a unos niños. Según uno de ellos, hay tres seres, que unas veces se hacen mutuamente la guerra los unos a los otros de alguna manera, y que otras veces, volviéndose amigos, nos hacen asistir a sus desposorios, a sus alumbramientos y a la nutrición de sus retoños. Hay otro que se detiene en dos seres: lo húmedo y lo seco, o bien lo caliente y lo frío, seres que él hace cohabiten y a los que casa debidamente. Entre nosotros, el linaje de los eleatas, nacido de Jenófanes y de más arriba aún, no ve más que unidad en lo que se designa como el Todo, y prosigue en este sentido la exposición de sus mitos. Posteriormente, ciertas musas de Jonia y de Sicilia han reflexionado que lo más seguro sería entrelazar las dos tesis y decir: el ser es a la vez uno y muchos, y tanto la discordia como la amistad establecen la cohesión entre ellos. Su mismo desacuerdo es un acuerdo eterno: así hablan, entre estas musas, las voces más constantes. Las voces más blandas han relajado el rigor eterno de esta ley: en la alternancia que ellas predican, unas veces el Todo es uno gracias a una amistad que conserva y mantiene en él Afrodita, otras veces es múltiple y es hostil a sí mismo, bajo la influencia de no sé qué discordia. ¿Quiénes en todo esto dijeron la verdad, y quiénes dijeron la falsedad? Es difícil pronunciarse, y resultaría disonante aplicar tan graves críticas a hombres que son defendidos por su gloria y su antigüedad. Pero he ahí lo que sí podemos declarar sin caer en la insolencia». Platón, “El Sofista, o del ser”, en op. cit. 242-a, 243-b, p. 1022.

41 Al escribir este diálogo Platón debía tener algo más de cincuenta años, y Sócrates murió cuando aquel tenía veinticuatro.

42 «SÓCRATES. Pues, bien, no dejemos en el aire lo que todavía nos resta. Falta por considerar aún el extravío que suponen los sueños y las enfermedades, y entre otras las que afectan el oído, a la vista o a cualquier otra sensación. Tú sabes, sin embargo, que en todas estas situaciones cabe encontrar una unánime refutación a la tesis que exponíamos. En nosotros mismos, más que en ningún otro, las sensaciones experimentadas son falsas y mucho me temo que pueda ser en efecto real lo que a cada uno así se aparece; porque, muy al contrario, nada es tal como se presenta». Platón, “Teeteto, o de la ciencia”, en op. cit. 158 a, p. 902. Remitimos al lector a la lectura del texto completo, a partir de la referencia dada. (N. del E.).

43 «SÓCRATES. ¿Convendremos, por tanto, que todas las cosas que percibimos por la vista o por el oído constituyen nuestro conocimiento? Y así, antes de llegar a aprender la lengua de los bárbaros, ¿negaremos que escuchamos sus ruidos o diremos, por el contrario, que no sólo los escuchamos sino que incluso los entendemos? O, en el caso de que no supiésemos leer, ¿diríamos que no vemos las letras si las tenemos ante los ojos, o sostendríamos con fuerza que no sólo las vemos, sino que también las desciframos? / TEETETO. Diremos, Sócrates, que sabemos, en efecto, todo eso que vemos y escuchamos. De la forma y el color, afirmaremos que con verlos los distinguimos; de la agudeza y la gravedad, sostendremos que con oírlas las damos ya por conocidas. En cuanto a lo que enseñan los gramáticos y los intérpretes de estas cosas, sentaremos una sola afirmación, y es que no tenemos sensación de ellas, ni por la vista, ni por el oído, por lo cual no alcanzamos su conocimiento». Ibid. 163 d, p. 906.

44 «SÓCRATES. Porque para mí la Verdad (dice hablando a nombre de Protágoras) es tal como la he escrito: cada uno de nosotros es medida tanto de lo que es como de lo que no es. De ahí que haya una diferencia infinita de uno a otro, por la razón misma de que para uno es y aparece una determinada cosa y para otro, otra. En poco tengo yo, pues, a la sabiduría y el hombre sabio. Yo llamo sabio, por el contrario, a aquél que puede hacer cambiar el sentido de las cosas, de manera que se le aparezcan como buenas, siendo o pareciendo que son malas para nosotros. Con todo, no será necesario proseguir este razonamiento al pie de la letra y quizás obtengas más provecho si consigues aprender lo que ahora voy a decir. Para ello, no tendrás más que recordar lo que anteriormente afirmábamos: que a un hombre enfermo parece y es amargo lo que come, en tanto eso mismo parece y es todo lo contrario para un hombre en perfecto estado de salud. A ninguno de los dos convendrá considerar como sabio (y ni siquiera es posible), como tampoco deberá acusarse de ignorante al hombre enfermo por la calidad de sus opiniones, o de sabio al hombre sano, en atención a las que él sustenta. Habrá que modificar por completo las cosas, pues ciertamente una de estas disposiciones es de más valor que la otra. No de otro modo ocurre con la educación, en la que pasamos de una disposición a la disposición mejor; ahora bien: el médico efectúa este cambio por medio de las medicinas, mientras el sofista lo verifica usando de los razonamientos». Ibid. 166 b, p. 909.

45 «SÓCRATES. Sin embargo, de una opinión falsa no se pudo hacer pasar nunca a nadie a una opinión verdadera, ya que la opinión no se refiere jamás a lo que no es, sino justamente a lo que en la actualidad se experimenta, lo cual es siempre verdad. Y debo manifestar que, a mi juicio, una mala opinión del alma es capaz de originar opiniones afines, lo mismo que una disposición provechosa las hace nacer de acuerdo con su condición. A estas representaciones, que algunos sin experiencia llaman verdadero, puedo yo atribuirles más valor, pero no, desde luego, más verdad. Por lo demás, querido Sócrates, me guardo muy mucho de ir a buscar a los sabios entre las ranas, porque fácil me resulta encontrarlos: para el cuerpo, entre los médicos; para las plantas, entre los agricultores. Digo, pues, que estos producen en las plantas, en lugar de esas sensaciones malignas que originan la enfermedad, otras sensaciones y disposiciones que podemos considerar como beneficiosas. De la misma forma, los oradores que son sabios y buenos alcanzan para sus ciudades cosas plenas de utilidad, en lugar de otras indeseables y que parecen justas. Así acontece que todo cuanto a cada ciudad parece justo y bello, lo es en realidad por el hecho de que ella lo legisle en ese sentido; en cambio el sabio, prescindiendo del perjuicio que pueden causar a las ciudades, hace que las cosas sean y parezcan beneficiosas. Por la misma razón, el sofista que es capaz de educar a sus alumnos de tal manera merece el nombre de sabio e, igualmente, el sueldo que le otorgan todos aquellos a los que él ha enseñado. Esto es lo que explica que haya una persona más sabia que otras, sin que por ello pueda decirse que mantengan opiniones falsas. Y en cuanto a ti, quieras o no, deberás considerarte como medida, pues la tesis queda bien a salvo con lo ya dicho...». Ibid. 167 d, pp. 909-910.

46 Ver Mao Tse-Tung, Cinco tesis filosóficas, Pekín, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1974.

47 «SÓCRATES. Yo creo que la tesis de Protágoras es esta: que lo que a cada uno parece, así es realmente tal como se lo parece. / TEODORO. Sí, eso es lo que dice. / SÓCRATES. Pero hemos de admitir, Protágoras (sigue hablando imaginariamente con Protágoras), que las opiniones expresadas por nosotros son también opiniones del hombre o, aún mejor, de todos los hombres. Y afirmamos que no hay ninguno de ellos que no se crea más sabio que los demás en alguna cosa, así como inferior en otras. Ello ocurre tanto en los grandes peligros como en la guerra, o en la enfermedad, o en las tempestades marinas, caso de que no consideremos como dioses a todos estos que son maestros en tales circunstancias y que aparecen como verdaderos salvadores, con una sola diferencia sobre los demás: su propio saber». Ibid. 170 c, p. 911.

48 «SÓCRATES. Cuantos anduvieron rodando desde jóvenes por las cosas del foro y otras parecidas, corren el riesgo de ser, en relación con los que fueron educados en la filosofía y estudios de este tipo, cual hombres instruidos para la esclavitud con respecto a los educados para la libertad. / TEODORO. ¿En qué aprecias la diferencia? / SÓCRATES. Pues mira, como tú decías hace un momento, estos últimos disfrutan siempre de ocio, y es en paz y sobre el ocio como edifican sus razones. Verás precisamente que ahora mismo, y por tercera vez, hilvanamos nuestro discurso. Y no otra cosa hacen ellos cuando surge algo más grato que lo que están tratando: prescinden por completo de la amplitud o brevedad del asunto y sólo aspiran a conquistar la verdad. En cambio, quienes hablan en todo momento con gentes privadas de ocio –recordemos que la corriente de agua nunca se detiene–, no encuentran posibilidad de alargar a su antojo el asunto del discurso, ya que necesariamente surgirá la parte contraria que, desmenuzando el acta de acusación, pondrá un obstáculo infranqueable, representado por lo que llaman el juramento recíproco al comienzo de la causa. Podremos compararlos con los esclavos que hacen lo que le place a su dueño, y de éste diremos que preside el juicio teniendo en sus manos una causa cualquiera. Y sus pleitos nunca tienen otro objetivo que asuntos propiamente personales, hasta el punto de que muchas veces la misma vida constituye la prueba suprema. No es difícil que de todas estas cosas provenga el aguzamiento de sus energías, una vez sabedores de las palabras que halagan a su dueño y de las acciones que le seducen. Sus almas, con ello, se hacen pequeñas y retorcidas. Fue la esclavitud la que, ya de jóvenes, les privó de perfección, de rectitud y de libertad; y esa misma esclavitud les obligó a prácticas desleales, arrojando a tan grandes peligros y temores a sus almas todavía tiernas que, al no poder soportar lo justo y lo verdadero, se volvieron de pronto hacia la mentira y hacia la injusticia recíproca, con el consiguiente encorvamiento y quebrantamiento de sí...». Ibid. 173 a, pp. 913-914.

49 «SÓCRATES. Tendremos que hablar, pues, según parece, y ya que eres de esa opinión, de los llamados corifeos. Porque ¿a qué vendría el referirnos a quienes nada ofrecen en la práctica de la filosofía? De aquellos puedo decir que, desde jóvenes, desconocen la ruta hacia la plaza pública, el lugar donde se administra justicia, la sala de consejos y cualquier otra que tenga el carácter de común en la ciudad. Nada saben ni oyen acerca de las leyes, de los decretos, de los debates o de las resoluciones por escrito. Ni siquiera sueñan con las intrigas de las cortesanas para hacerse con los magistrados, ni con la formación de partidos, ni con los festines o banquetes acompañados de tocadoras de flauta. Puedes afirmar que de lo que de bueno o de malo acontece en la ciudad, o de la carga que les han legado sus antepasados, tanto hombres como mujeres, esos jóvenes tienen tanto conocimiento, al decir del proverbio, como del número de toneles que llenaría el mar. Y, si acaso, ni se dan cuenta de su propia ignorancia, porque no se apartan de esas cosas, en gracia a su reputación, sino por el hecho de que es su cuerpo solo el que permanece y se halla presente en la ciudad, ya que su pensamiento, por todo aquello que es pequeño y vano, no siente la menor atracción, llevando en cambio su vuelo por todas partes, como dice Píndaro, “en la búsqueda de los abismos de la tierra”, y tratando de medir su dilatado campo “más allá de los cielos”. Se fijan para ello en los astros del firmamento e investigan la naturaleza toda hasta en sus mínimos detalles, sin que esto les permita percatarse de lo que realmente está cerca. / TEODORO. ¿Qué es lo que quieres decir, Sócrates? / SÓCRATES. Ahí tienes, Teodoro, el ejemplo de Tales, que también observaba los astros y, al mirar al cielo, dio con sus huesos en un pozo. Y se dice que una joven tracia, con ironía de buen tono, se burlaba de su preocupación por conocer las cosas del cielo, cuando ni siquiera se daba cuenta de lo que tenía ante sus pies. Esta burla viene muy bien a todos aquellos que dedican su vida a la filosofía. En realidad, estos hombres desconocen lo próximo y lo vecino, y no sólo en el campo de la acción, sino casi en la mera distinción de su humanidad o de su bestialidad. Qué es, pues, el hombre y en qué se diferencia su naturaleza de las demás en cuanto a su acción y su pasividad, esto es, precisamente, lo que inquieren y lo que examinan con atención. ¿Lo comprendes o no, Teodoro? / TEODORO. Yo, al menos, lo comprendo, y creo que es verdad lo que dices». Ibid. 173 a / 174 c, p. 914.

50 «SÓCRATES. Así es, por consiguiente, este hombre en sus relaciones particulares; en cuanto a sus relaciones públicas, me parece haber hablado ya al principio. Cuando, en el tribunal de justicia o en cualquier otra parte, se ve forzado, contra su voluntad, a tratar de cosas que ocurren a sus pies o delante de sus ojos, no sólo mueve a risa a las mujeres tracias, sino al resto del pueblo, que le ve caer en la sima de un pozo por su indecisión e inexperiencia, a lo que su terrible fealdad añade apariencia de necio. Porque realmente, cuando se ve en la necesidad de responder a una censura con otra, él nada tiene que hacer, ni sabe de ningún mal ajeno, que no ha sido objeto de preocupación por su parte. Y en esta situación es claro que aparece ridículo a los ojos de los demás. Pero, ¿qué decir de los elogios y de las jactancias de que otros se enorgullecen y que a él no le afectan? En verdad, ríe entonces de manera tan manifiesta que podría tomársele por un hombre sin juicio. Si es de un tirano o de un rey de quien se hace alabanza, a él le parece que oye hablar de la felicidad de un pastor, de un porquero, de un vaquero o de un boyero cualquiera, por las amplias referencias que escucha hacia el ordeño. Y así, piensa que los tiranos y los reyes tienen que habérselas con unas bestias más difíciles y más insidiosas, por lo cual les alcanza la misma rusticidad e ineducación que a los pastores, privados como están de todo ocio en ese aprisco montañoso y rodeado de murallas que a ellos toca cuidar. Cuando se le dice que alguien dispone de diez mil fanegas de tierra o aún más, cosa que se considera como una extraordinaria propiedad, apenas sí le da a esto la mínima importancia, habituado ya por naturaleza a abarcar toda la tierra con su mirada. Y si le ponderan la genealogía de alguno, a quien se le atribuye la herencia de siete abuelos ricos, cree más bien que padece de embotamiento y miopía, el que formula estas alabanzas, el cual, justamente por su falta de instrucción, no es capaz de dirigir su mirada al conjunto y de calcular esas innúmeras miríadas que corresponden a sus antepasados, y en las que ricos y pobres, reyes y esclavos, bárbaros y helenos, pusieron mil y mil veces su planta. E incluso le parece de poca importancia el que se cataloguen encomiásticamente hasta veinticinco antepasados, que se hacen remontar hasta Hércules, el hijo de Anfitrión; porque es bien cierto que el antepasado número veinticinco de Anfitrión será el que la suerte haya querido, y no digamos ya el que haga el número cincuenta a partir de este último. En ese momento surge su mofa, convencido de que no podrán hacer ese cálculo, ni menos liberarse de la vanidad e insensatez de su alma. Pero, a despecho de ella, el hombre de que aquí se habla será motivo de risa para la mayoría, unas veces, al parecer, porque eleve demasiado su mirada, y otras porque desconozca lo que ocurre delante de sí, y siempre, desde luego, porque la incertidumbre le domine. / TEODORO. En efecto, Sócrates, todo acontece como tú dices. / SÓCRATES. Ahora supón, por el contrario, querido amigo, que alguien se deja llevar por ese hombre hasta las alturas y se aparta del acostumbrado ‘en qué te agravio yo o me agravias tú a mí’ para considerar la justicia y la injusticia en sí mismas, qué es lo propio de cada una y la diferencia que entre ellas o respecto a todo lo demás puede establecerse. Y añade que olvidando la cuestión de ‘si el rey es feliz con su riqueza de oro’, se lanza a investigar sobre la realeza, o sobre la felicidad y la infelicidad humanas tomadas absolutamente, tratando de inquirir no sólo su esencia sino incluso lo que conviene a la naturaleza humana para alcanzar el primer estado y huir del segundo; es claro que cuando tenga que dar razón de todo esto, el hombre de alma pequeña, aguda y quisquillosa, sufrirá a su vez el mismo castigo que el otro. Se sentirá turbado de verse llevado a tal altura y, falto de costumbre, mirará desde ella hacia abajo con verdadera angustia, sin encontrar ya qué decir o, si acaso, hablando atropelladamente. / SÓCRATES. Entonces no sólo merecerá la rechifla de las mujeres tracias o de cualquier otro indocumentado, que no huelen más allá de sus narices, sino también la de todos aquellos cuya educación es muy otra que la de los esclavos. Así procederán uno y otro, Teodoro. Ese, que fue educado en la libertad y que disfruta del ocio, y al que tú, precisamente, das el nombre de filósofo, parecerá un hombre inofensivo y que de nada sirve cuando haya de enfrentarse con menesteres serviles; y no sabrá ni siquiera cómo se prepara una funda de viaje y cómo se adereza un manjar e incluso un discurso lisonjero. El otro, en cambio, se aplicará a todas estas cosas de manera sagaz y penetrante, aunque no sepa llevar debidamente su ropa como los hombres libres, ni usar armónicamente las palabras para entonar los himnos adecuados a esa vida verdadera, patrimonio de los dioses y de los hombres felices». Ibid. 174 c / 176 c, pp. 914-915.

51 «SÓCRATES. En cuanto a todos esos que parecen dotados de rara habilidad y sabiduría, resultan verdaderamente cargantes en el ejercicio del poder político y hombres de mal gusto si profesan un oficio. A los que son injustos o impíos tanto en sus palabras como en sus actos, más valdrá no concederles que deban triunfar por sus artes, pues realmente se enorgullecen con ese reproche y llegan a creer que no son unos meros charlatanes, o una pesada carga de tierra, sino hombres a los que conviene tener a salvo en la ciudad. Habrá, pues, que decirles la verdad y esta no es otra que la de hacerles ver que cuanto menos creen serlo, son precisamente tanto más lo que ellos no piensan ni por asomo. Desconocen el castigo que corresponde a la injusticia, y ya es esto lo que menos deberían ignorar. Porque no es en realidad lo que a ellos les parece, a saber, males físicos y muertes, que a veces suelen eludir, sino una pena a la que de ningún modo se puede escapar. / TEODORO. ¿A qué pena deseas referirte? / SÓCRATES. Ten en cuenta, querido amigo, que existen realmente dos ejemplares de seres: uno, divino y bienaventurado; otro, en cambio, despreocupado de Dios y digno de lástima. Ambos no ven las cosas tal como son; es su insensatez y su extrema necedad lo que les oculta su semejanza con el segundo tipo, por sus acciones injustas, y lo que les hace diferentes al primero. Pero ya tienen bastante castigo con su vida, de conformidad con el ejemplar que representan; porque, si no se liberan de su propia habilidad, una vez muertos no serán recibidos en el lugar puro de todo mal que les corresponde; y ni siquiera aquí, en este mundo, contarán con otra compañía que su misma semejanza, la de los malos que se unen a ellos. Cual hombres hábiles y experimentados, creerán que todas estas cosas son solamente consejos ilógicos». Ibid. 177 c, p. 916.

52 «SÓCRATES. Y yo creo que todos nos pondríamos mejor de acuerdo respecto a estas cuestiones si nuestra pregunta abarcase la forma entera de eso que consideramos ventajoso. Pero esa forma refiérese también al tiempo futuro. Porque, cuando nos proponemos dar leyes, lo hacemos pensando en su beneficio para el porvenir. Decimos bien, por ello, al afirmar que se trata de algo ‘futuro’. / TEODORO. Sin duda alguna. / SÓCRATES. Ya sabes, pues, qué es lo que deberíamos inquirir de Protágoras y de todos aquellos que le siguen: ‘El hombre es medida de todas las cosas’, según tú dices, Protágoras; lo será de lo blanco, de lo pesado, de lo ligero y, sin excepción, de todo lo que con esto tenga parecido. Porque, en efecto, tiene en sí mismo el criterio de todas estas cosas y, tal como las experimenta, así las da por ciertas y, naturalmente, las estima para sí verdaderas y reales. ¿O no es eso? / TEODORO. Así es. / SÓCRATES. ¿Y qué diremos de la cosas futuras, Protágoras? ¿Tendrá también el hombre el criterio de ellas y habrán de ocurrir tal cual las piensa él mismo?...». Ibid. 177 c / 179 a, p. 917.

53 La palabra elemento es usada en el sentido que le da Hegel en la Fenomenología del Espíritu: «La filosofía existe esencialmente en el elemento de la universalidad...». Ver G. W. F. Hegel, La phénoménologie de l´esprit, París, Aubier, 1977. Traduction de Jean Hyppolite.

54 «SÓCRATES. ¿Crees tú capaz de llegar a la verdad al que no acierta a vislumbrar el ser? / TEETETO. De ningún modo. / SÓCRATES. ¿Diremos además del que no alcanza la verdad que tampoco posee la ciencia? / TEETETO. ¿Y cómo podría poseerla, Sócrates? / SÓCRATES. Ciertamente, la ciencia no descansa en las impresiones sino en el razonamiento efectivo sobre ellas. Usando este razonamiento, según parece, pueden alcanzarse el ser y la verdad, pero resultaría imposible por cualquier otro medio». Platón, “Teeteto, o de la ciencia”, en op. cit. 186 a /187 b. p. 923.

55 G. W. F. Hegel, op. cit. Prólogo.

56 «SÓCRATES. Para mí el pensar es una especie de discurso que desarrolla el alma en sí misma acerca de las cosas que examina. Te doy a conocer esta opinión mía como si fueses un hombre ignorante. Así se me aparece el alma en el acto de pensar; esto y no otra cosa es el diálogo o las preguntas y respuestas que el alma se dirige a sí misma, unas veces afirmando y otras negando. Mas cuando ha encontrado una explicación precisa, bien porque haya usado un razonamiento lento, bien porque haya procedido con toda rapidez, entonces mantiene tajante su afirmación y aleja de sí la incertidumbre, alcanzando así eso que nosotros llamamos opinión. Entiéndase, pues, que el acto de opinar es para mí como un discurso, y la opinión, ese mismo discurso que se expresa, no ante otro y de manera oral, sino en silencio y ante sí mismo. ¿Coincides conmigo?». Platón, “Teeteto, o de la ciencia”, en op. cit. 189 d, p. 926.

57 «Sería imposible –dice Platón– enumerar todo lo que los griegos debemos a la locura, la deuda que tenemos con la locura y todas las ventajas que la locura nos ha dado». (N. del E.).

58 Ver Sigmund Freud, Obra Completa, Tomo III, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1973. pp. 2884-2886.

59 Los textos a que Zuleta hace referencia son los siguientes. Jacques Derrida, «La pharmacie de Platon», aparecido originalmente en Tel Quel, Nos. 32 y 33. 1968, y reproducido luego en La dissémination, París, Editions du Seuil; Yvon Brès, La psychologie de Platon, París, PUF, 1968, e Yvon Brès, Platon et l´oeuvre d´art, PUF, París, 1952 (existe edición en español, Platón y la obra de arte, Buenos Aires, Paidós, 1968); Pierre-Maxime Schuhl, L´oeuvre de Platon, París, Hachette, 1954 (existe edición en español, Platón, Buenos Aires, Hachette, 1956).

60 Sobre este tema se volverá más adelante.

61 Sigmund Freud, «Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (‘Dementia paranoides’) autobiográficamente descrito», en Sigmund Freud, Obras Completas, Tomo II, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1973, p. 1526.

62 Biblia, «Génesis», 2, 16-17 y 3, 5-6.

63 «SÓCRATES. Concédeme, para seguir mejor el razonamiento, que exista en nuestras almas una cera apta para recibir impresiones, en unos más abundantes y en otros en cantidad menor; concédeme que esta cera sea en unos más pura, en otros más impura, y en algunos todavía más dura o más blanda, o moderadamente partícipe de estos estados. / TEETETO. Por mi parte, concedido. / SÓCRATES. Afirmaremos, naturalmente, que este es un don de la madre de las Musas, Mnemosine, ya que para esto, cuanto deseamos recordar de todo lo que hemos visto, escuchado o pensado, viene a modelarse en nosotros, como señal de anillo que imprimiésemos en nuestro ser, en esa cera que ofrecemos a las sensaciones y a los pensamientos. Lo que se imprima en nosotros, eso sí podrá ser recordado y conocido mientras persista su imagen; en cambio, lo que se borre o no logre una buena impresión, eso será olvidado y ya desconocido en adelante. / TEETETO. Lo damos por bueno». Platón, “Teeteto, o de la ciencia”, op. cit. 191 a /192 b, p. 927.

64 Ver Sigmund Freud, «El ‘block’ maravilloso», en Obras Completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1973. pp. 2808-2811. Sobre este tema también puede consultarse el capítulo VII de La Interpretación de los Sueños, del mismo autor.

65 Sigmund Freud, «La negación», en Obras Completas, op. cit.

66 «SÓCRATES. He oído contar, pues, que en Naucratis de Egipto vivió uno de los antiguos dioses de allá, aquél cuya ave sagrada es la que llaman Ibis, y que el nombre del dios mismo era Theuth. Éste fue el primero que inventó los números y el cálculo, la geometría y la astronomía, a más del juego de damas y de los dados, y también los caracteres de la escritura. Era entonces rey en todo el Egipto Thamus, cuya corte está en la gran ciudad de la región alta que los griegos llaman Tebas de Egipto, y cuyo nombre es Ammón, y Theuth vino al rey y le mostró sus artes, afirmando que debían comunicarse a los demás egipcios. Thamus entonces le preguntó qué utilidad tenía cada una, y a medida que su inventor las explicaba, según le parecía que lo que decía estaba bien o mal, lo censuraba o lo elogiaba. Así fueron muchas, según se dice, las observaciones que, en ambos sentidos, hizo Thamus a Theuth sobre cada una de las artes, y sería muy largo exponerlas. Pero cuando llegó a los caracteres de la escritura: ‘Este conocimiento, ¡oh, rey! –dijo Theuth–, hará más sabios a los egipcios y vigorizará su memoria: es el elixir de la memoria y de la sabiduría lo que con él se ha descubierto’. Pero el rey respondió: ‘¡Oh, ingeniosísimo Theuth! Una cosa es ser capaz de engendrar un arte, y otra ser capaz de comprender qué daño o provecho encierra para los que de ella han de servirse, y así tú, que eres el padre de los caracteres de la escritura, por benevolencia hacia ellos les has atribuido facultades contrarias a las que poseen. Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo aprenden el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no desde su propio interior y de por sí. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos; porque, una vez que hayas hecho de ellos eruditos sin verdadera instrucción, parecerán jueces entendidos en muchas cosas, no entendiendo nada en la mayoría de los casos, y su compañía será difícil de soportar, porque se habrán convertido en sabios en su propia opinión, en lugar de sabios’. / FEDRO. ¡Qué fácilmente, Sócrates, compones fábulas egipcias o de cualquier país que se te antoje! / SÓCRATES. Era una tradición, querido, del santuario de Zeus en Dodona, que de una encina salieron las primeras revelaciones proféticas. En efecto, a los hombres de aquellos tiempos, que no eran sabios como nosotros los modernos, les bastaba, debido a su ingenuidad, con oír a una encina o una roca, a condición de que dijeran la verdad. Para ti, en cambio, probablemente hace una diferencia quién es el que lo dice, y de qué país, porque no examinas únicamente si es así o de otra manera. / FEDRO. Tienes razón al reprenderme, y me parece que, por lo que se refiere a los caracteres de la escritura, el tebano estaba en lo cierto. / SÓCRATES. Por consiguiente, el que cree que deja establecido un arte en caracteres de escritura y el que, recíprocamente, lo acoge pensando que será algo claro y firme porque está en caracteres escritos, es un perfecto ingenuo, y en realidad desconoce la predicción de Ammón, creyendo que los decires escritos son algo más que un medio para recordar aquello sobre lo que versa lo escrito. / FEDRO. Muy exacto. / SÓCRATES. Lo terrible, en cierto modo, de la escritura, Fedro, es el verdadero parecido que tiene con la pintura; en efecto, las producciones de ésta se presentan como seres vivos, pero si les preguntas algo mantienen el más solemne silencio. Y lo mismo ocurre con los escritos: podrías pensar que hablan como si pensaran, pero si les interrogas sobre algo de lo que dicen, con la intención de aprender, dan a entender siempre una sola cosa y siempre la misma. Por otra parte, una vez que han sido escritos, los discursos circulan todos por todas partes, e igualmente entre los entendidos que entre aquellos a quienes nada interesan, y no saben a quiénes deben dirigirse y a quiénes no. Y cuando los maltratan o los insultan injustamente tienen siempre necesidad del auxilio de su padre, porque ellos solos no son capaces de defenderse ni de asistirse a sí mismos. / FEDRO. También en eso tienes muchísima razón». Platón, “Fedro, o de la belleza”. op. cit. 273 c / 276 a, pp. 881-882.

67 París, Félix Alcan, Presses Universitaires de France, 1933, segunda edición, 1952, probablemente la leída por Estanislao Zuleta (N. del E.).

68 «SÓCRATES. ¿Qué, pues? ¿Deberemos considerar otro discurso, hermano gemelo de éste, y ver cómo se produce, y cuánto mejor que él es por naturaleza? / FEDRO. ¿A qué discurso te refieres, y cómo se produce? / SÓCRATES. A aquél que se describe con ciencia en el alma del que aprende, discurso que es capaz de defenderse a sí mismo, y que sabe hablar y guardar silencio ante quien debe hacerlo». Ibid. 276 c, p. 882.

69 «SÓCRATES. Ambas, según dicen, tienen el siguiente origen. Cuando la cera que existe en un alma es profunda, abundante, lisa y en medida adecuada, todo aquello que llega procedente de las sensaciones se fija en este ‘corazón’ del alma, denominado así por Homero para mostrar su semejanza con la cera, y produce en ellas señales puras y suficientemente profundas, que alcanzan larga duración. Los que reciben tales huellas tienen, en primer lugar, más facilidad para aprender, y, en segundo lugar, más capacidad de retención; por otra parte, no alejan las huellas de las sensaciones sino que, por el contrario, procuran una opinión verdadera. Por la claridad y amplitud que ofrecen estas huellas, las refieren inmediatamente a las impresiones que le son propias y que reciben el nombre de seres; y no es extraño, pues, que también ellos reciban el nombre de sabios. ¿O no es de tu parecer?». Platón, “Teeteto, o de la ciencia”, op. cit. 195 a, p. 929.

70 «SÓCRATES. Algunos, sin embargo, poseerán un corazón velludo, como cantó nuestro gran poeta, y otros un corazón lleno de suciedad y de cera impura, o acaso demasiado húmedo o demasiado seco. Los que tengan el corazón húmedo, dispondrán de facilidad para aprender, aunque también olviden fácilmente; los que alimenten un corazón seco, reunirán cualidades inversas». Ibid. 195 a, p. 929.

71 «SÓCRATES. Comprueba, pues, si puedes seguir ahora con más facilidad el razonamiento. Supón que Sócrates conoce a Teodoro y a Teeteto, aunque no ve ni a uno ni a otro, ni tiene de ellos sensación alguna actual, ¿va por eso a creer en su interior que Teeteto es Teodoro? ¿Digo algo o no digo nada? / TEETETO. Sí, dices la verdad. / SÓCRATES. Ten en cuenta, ciertamente, que este era el primero de los dos casos a que yo me refería. / TEETETO. Lo era, no cabe duda. / SÓCRATES. Pues aquí tienes el segundo: si conozco a uno de vosotros, pero no conozco al otro, ni tengo sensación alguna de ambos, es claro que no podré confundir nunca al que conozco con el que no conozco. / TEETETO. Naturalmente. / SÓCRATES. Y a continuación expondré el tercero: si no conozco ni tengo sensación alguna de ninguno de los dos, no podré confundir en ningún momento al que me es conocido con aquel otro que me resulta desconocido. Pues bien: piensa que llegan de nuevo a tus oídos los casos precedentes, ya en conjunto, ya de manera sucesiva; piensa que en ellos no habré de formular opinión alguna falsa, tanto sobre ti como sobre Teodoro, y ya os conozca o desconozca a ambos, o conozca tan solo a uno y al otro no. Considera, según esto, las sensaciones, si tienes capacidad para seguirme. / SÓCRATES. Quedaba, pues, por resolver ese caso que mentábamos y en el que, según decíamos, la opinión falsa viene originada por el hecho de que se conoce a ambos y se ve también a ambos, o se tiene de uno y de otro sensación distinta, sin que, por otra parte, las huellas correspondientes se hallen acordes en cada sensación. Es como si se actuase con un mal arquero que tirase fuera del blanco y, naturalmente, fallase; porque lo que llamamos error no constituye en realidad otra cosa. / TEETETO. Al menos, es verosímil. / SÓCRATES. Porque supongámonos en la coyuntura de que a una de las huellas se aplica la sensación actual, pero a la otra no, y añadamos que la huella que carece de sensación se hace adaptar a la sensación actual. No hay duda de que el pensamiento que entonces se forme será totalmente falso. Y queda dicho con ello que en relación con lo que nunca se conoció ni percibió, no es posible, al parecer, que se produzca error u opinión falsa, cuando menos si decimos ahora algo en nuestros cabales. Nuestra opinión se extravía y da vueltas innecesarias, haciéndose falsa y verdadera, en todo aquello que conocemos y percibimos, y así, si adapta entera y abiertamente la huella con la impresión actual, será sin duda verdadera; pero si lo hace de manera oblicua y torcida, surgirá pronto el error». Ibid. 192 b / 193 d, p. 928.