Había cosas peores que quedarse varada en mitad de la nada durante una tormenta.
Por ejemplo, me podría estar persiguiendo un oso enojado. O podrían haberme amarrado a una silla en un sótano oscuro para obligarme a escuchar una y otra vez «Barbie Girl» de Aqua hasta querer arrancarme el brazo de una mordida con tal de no volver a escuchar el estribillo otra vez.
Pero que hubiera cosas peores no significaba que esto no fuera horrible.
Basta. Piensa en positivo.
—Seguro que aparece un taxi... ahora mismo. —Me quedé mirando el teléfono, muerta de desesperación, cuando me saltó otra vez el mensaje en la aplicación que ponía «Buscando conductor», el mismo que llevaba apareciendo media hora.
Normalmente habría tomado la situación con más filosofía, porque, oye, por lo menos el teléfono funcionaba y había conseguido refugiarme del diluvio en una parada de autobús. Pero la fiesta de despedida de Josh empezaba en una hora, y todavía tenía que recoger el pastel sorpresa de la pastelería, y además pronto empezaría a anochecer. Me gusta ver el vaso medio lleno, pero tampoco soy idiota. A nadie (y menos a una universitaria con cero conocimientos de lucha) le agrada estar de noche sola en medio de la nada.
Tendría que haberme inscrito a las clases de defensa personal que me dijo Jules.
Repasé todas mis opciones. El autobús que tenía que tomar en esta parada no pasaba los fines de semana, y la mayor parte de mis amigas no tenían coche. Bridget tenía chofer personal, pero estaba en un evento de la embajada hasta las siete. No me funcionaba la aplicación de taxis, y tampoco había visto pasar ni un solo coche desde que había empezado a llover. De cualquier forma, no pensaba pedir aventón (he visto demasiadas pelis de terror, gracias).
Solo me quedaba una única opción, una que no quería. Pero tampoco estaba para elegir.
Busqué el contacto en el teléfono, recé para mis adentros presioné el botón de llamar.
Un tono. Dos. Tres.
Vamos, contesta. O no. No estaba segura de qué era mejor, si ser asesinada o tener que aguantar a mi hermano. Por supuesto, siempre estaba la opción de que mi hermano me asesinara por haber llegado a esta situación, pero ese era un problema de mi yo del futuro.
—¿Qué pasa?
Arrugué la nariz al escuchar su saludo.
—Hola también a ti, queridísimo hermano. ¿Qué te hace pensar que pasa algo?
Josh resopló.
—A ver, me acabas de llamar. No me llamarías si no estuvieras metida en algún problema.
Era verdad. Preferíamos mandarnos mensajes, y además vivíamos puerta con puerta (cosa que no fue idea mía), así que ni siquiera nos escribíamos.
—No diría que estoy metida en ningún problema —dije—, sino más bien que... me quedé sin transporte público cerca ni puedo tomar un taxi.
—No inventes, Ava. ¿Dónde estás? —Le dije dónde y añadió—: Pero ¿qué carajos haces ahí? ¡Eso está a una hora del campus!
—Tampoco seas dramático. Tenía una sesión de fotos de compromiso en un lugar que estaba a media hora. Tres cuartos de hora con tráfico.
Sonó un trueno que hizo temblar las ramas de unos árboles cercanos. Me dio un escalofrío y me encogí debajo del toldo, aunque no sirvió de mucho. La lluvia se inclinó y las gotas empezaron a clavarse en mi piel como agujas.
Escuché un ruido que venía del lado de Josh, seguido de un gemido suave.
Me quedé paralizada. Estaba segura de que no lo había oído bien, pero volvió a sonar. Otro gemido. Abrí los ojos con horror.
—¿Estás... haciéndolo? —grité en un susurro, aunque no había nadie cerca.
El sándwich que me había comido antes de la sesión de fotos amenazaba con volver a aparecer. No había nada (repito: nada) más asqueroso que escuchar a un familiar en mitad del acto sexual. Tan solo pensarlo me daba arcadas.
—Técnicamente no —dijo Josh con un tono impertinente.
La palabra «técnicamente» no ayudaba mucho.
No hacía falta ser un genio para descifrar la vaga respuesta de Josh. Quizás no estuviera haciéndolo, pero estaba haciendo algo, y no tenía ningún interés en averiguar qué era ese algo.
—Josh Chen.
—Oye, tú eres la que me llamó. —Debió de tapar el auricular con la mano, porque no entendí muy bien lo que me dijo después. Escuché una risita de mujer seguida de un gritito y me dieron ganas de prenderme fuego en los oídos, los ojos, el cerebro—. Un amigo me pidió prestado el coche para ir por hielo —dijo Josh, con la voz recuperada—. Pero no te preocupes, me hago cargo. Mándame la ubicación exacta y ten el teléfono a mano. ¿Tienes el gas pimienta que te regalé en tu cumple el año pasado?
—Sí. Gracias, por cierto.
Yo habría preferido un estuche para la cámara, pero Josh me había comprado un paquete de ocho botes de gas pimienta. No los había usado nunca, lo que significaba que los ocho botes (menos el que llevaba en la bolsa) seguían muertos de risa al fondo de mi clóset.
Mi hermano no entendió el sarcasmo de la respuesta. Para ser un estudiante sobresaliente de Medicina, era un poco lento.
—De nada. Estate atenta, enseguida va para allá. Y ya hablaremos luego de tu absoluta falta de instinto de supervivencia.
—Yo no tengo falta de instinto de supervivencia —protesté. ¿Se decía así?— No es culpa mía que no haya... Un momento, ¿dijiste que «va para allá»? ¿Quién? ¡Josh!
Demasiado tarde. Ya había colgado.
Por una vez que lo necesitaba, me ignoraba por una de sus cogiamigas. Me sorprendía que no se hubiera preocupado más, teniendo en cuenta que Josh inventó el «sobre» de sobreprotector. Desde «el incidente» se había tomado muy enserio el cuidarme como si fuera al mismo tiempo mi hermano y mi guardaespaldas. No podía culparlo (nuestra infancia estaba llena de zonas oscuras, o eso me habían contado) y lo quería muchísimo, pero su preocupación constante era exagerada.
Me senté de lado en la banca y abracé la mochila, dejando que el cuero agrietado me calentara la piel mientras esperaba a que apareciera el amigo misterioso. Podía ser cualquiera. A Josh no le faltaban amigos. Siempre había sido don Popular. En la escuela: jugador de basquetbol, delegado y rey del baile de graduación; en la universidad: miembro de la hermandad Sigma y alumno número uno.
Yo era todo lo contrario. No es que fuera impopular, pero siempre evitaba ser el foco de atención y prefería tener un grupo pequeño de amigos que uno enorme de conocidos. Mientras Josh era el alma de la fiesta, yo me sentaba en una esquina y soñaba con todos los lugares que quería visitar y a los que probablemente no iría nunca. Porque era probable que mi fobia se interpusiera en mi camino.
Mi maldita fobia. Sabía que todo era psicológico, pero parecía físico. Las náuseas, la taquicardia, ese miedo que me paralizaba las extremidades...
Por lo menos la lluvia no me daba miedo. Podía evitar el océano, los lagos y las albercas, pero la lluvia... habría sido difícil.
No sabía cuánto tiempo llevaba acurrucada en la parada del autobús, maldiciendo mi falta de previsión al rechazar la propuesta de los Grayson de llevarme de regreso a la ciudad después de la sesión de fotos. No quería causarles molestias y creí que podría pedir un taxi y volver al campus de Thayer en media hora, pero justo cuando se fueron se abrieron los cielos y, bueno, ahí me quedé.
Ya estaba oscureciendo. Los grises se mezclaban con los azules del crepúsculo, y una parte de mí tenía miedo de que el misterioso amigo no apareciera, pero Josh nunca me había abandonado. Si alguno de sus amigos se atreviera a fracasar en la misión de recogerme, al día siguiente Josh le rompería las piernas. Era estudiante de Medicina, pero no dudaba en usar la violencia si la situación lo requería, especialmente si la situación tenía algo que ver conmigo.
El resplandor de los faros atravesó la cortina de lluvia. Entrecerré los ojos con el corazón desbocado por la incertidumbre y el temor mientras intentaba discernir si el coche era de un amigo de mi hermano o de un psicópata. Esa zona de Maryland era bastante segura, pero nunca se sabe.
Cuando mis ojos se ajustaron a la luz suspiré de alivio, pero unos segundos después volví a entrar en tensión.
La buena noticia era que reconocía el Aston Martin negro y brillante que se había parado delante de mí. Era de uno de los amigos de Josh, lo que significaba que mi nombre no iba a acabar saliendo en el noticiero local.
¿La mala noticia? Que la persona que manejaba el Aston Martin era la última que quería (o esperaba) que fuera a recogerme. No era el típico amigo que dice: «Te hago el favor de ir a rescatar a tu hermana pequeña». Era más bien de los que dicen: «Como me mires mal te destruiré a ti y a toda tu familia», y que además lo dicen con tanta tranquilidad que no te darías cuenta de que el mundo está ardiendo a tu alrededor hasta que solo fueras un montoncito de cenizas delante de sus zapatos Tom Ford.
Me pasé la punta de la lengua por los labios secos mientras el coche se detenía delante de mí y la ventanilla del copiloto descendía.
—Sube.
No levantó la voz (nunca la levantaba), pero aun así podía oírle alto y claro en mitad de la lluvia.
Alex Volkov era una fuerza de la naturaleza, y me daba la impresión de que hasta la meteorología se rendía ante él.
—No estarás esperando que te abra la puerta —dijo al ver que no me movía. Parecía tan encantado como yo con toda aquella situación.
Tremendo caballero.
Apreté los labios y reprimí una respuesta sarcástica mientras me levantaba de la banca y me metía en el coche. Olía bien, como a loción de especias y a cuero fino italiano. Yo no llevaba ninguna toalla ni nada para poner en el asiento, así que solo me quedaba rezar para no arruinar aquella tapicería tan cara.
—Gracias por recogerme. Te lo agradezco —dije en un intento de romper el hielo. Fracasé estrepitosamente.
Alex no me respondió, ni siquiera me miró mientras manejaba por las intrincadas curvas de las carreteras que llevaban de regreso al campus. Manejaba de la misma manera en que caminaba, hablaba y respiraba: pausada y calmadamente, con una amenaza de muerte velada en la mirada hacia cualquier idiota que se atreviera a cruzarse en su camino.
Era todo lo contrario a Josh, y por eso me seguía sorprendiendo que aun así fueran mejores amigos. A mí, personalmente, Alex me parecía un imbécil. Seguro que tenía sus razones para serlo, o algún trauma psicológico que lo había convertido en un robot sin sentimientos. Según lo poco que me había contado Josh, la infancia de Alex debió de ser todavía peor que la nuestra, aunque no había podido sacarle muchos detalles. Lo único que sabía era que los padres de Alex habían muerto cuando él era pequeño y le habían dejado una jugosa herencia cuyo valor se había multiplicado por cuatro cuando la cobró a los dieciocho años. Aunque tampoco es que lo necesitara, porque en la secundaria había inventado un software financiero que lo convirtió en multimillonario antes de poder siquiera votar.
Con un coeficiente intelectual de 160, Alex Volkov era un genio, o casi. Era el único alumno de la historia de Thayer que había terminado en solo tres años una carrera de cinco, seguida de una maestría en Administración de Empresas. A los veintiséis ya era jefe de Operaciones de una de las empresas de desarrollo inmobiliario más importantes del país. Era una leyenda, y lo sabía.
Mientras tanto, yo me conformaba con acordarme de comer mientras hacía malabares con las clases, los extracurriculares y mis dos empleos: recepcionista de la galería McCann y fotógrafa freelance para todo aquel que quisiera contratarme. Graduaciones, fiestas de compromiso, cumpleaños de perros, hacía todo lo que me saliera.
—¿Vas a ir a la fiesta de Josh? —pregunté, por sacar algún tema de conversación. El silencio me estaba matando.
Alex era el mejor amigo de Josh desde que habían compartido habitación en Thayer ocho años antes, y desde entonces todos los años Alex venía a casa en Acción de Gracias y en otras celebraciones, pero aun así sentía que no lo conocía de verdad. No cruzábamos palabra, salvo para decir algo relacionado con Josh o para pasarnos la charola de las papas en la cena o algo así.
—Sí.
Pues nada. Se acabó el tema de conversación.
Mi mente empezó a deambular por las millones de cosas que tenía que hacer ese fin de semana: editar las fotos del compromiso de los Grayson, terminar la memoria para la beca World Youth Photography, ayudar a Josh a hacer la maleta para...
¡Demonios! Se me había olvidado el pastel de Josh.
La había encargado dos semanas antes porque era el plazo mínimo para un lugar como Crumble & Bake. Era el postre favorito de Josh, un pastel de tres capas de chocolate negro glaseado con caramelo y relleno de mousse de chocolate. Solo se daba el gusto el día de su cumpleaños, pero ya que se iba un año al extranjero, me imaginé que no le importaría romper su propia regla.
—Oye... —dije con la mejor sonrisa que pude—. No me mates, pero tenemos que pasar a Crumble & Bake.
—No. Ya vamos tarde. —Alex se detuvo en un semáforo. Ya habíamos vuelto a la civilización, y a través de las ventanillas salpicadas de lluvia se perfilaban los contornos de un Starbucks y un Panera.
Mi sonrisa no funcionó.
—Es un desvío pequeño. Serán quince minutos como mucho. Tengo que recoger el pastel de Josh, ya sabes, la de Muerte por Chocolate que le encanta. Dentro de dos días se va a Centroamérica un año entero, y allí no tendrán Crumble & Bake, así que...
—Basta. —Los dedos de Alex apretaron el volante y mi mente desequilibrada y hormonal de pronto notó lo bonitos que eran. Probablemente parezca una locura, ¿cómo se pueden tener los dedos bonitos? Pues él los tenía. Físicamente, todo en él era bello. Los ojos de color verde jade que resplandecían como pedazos de un glaciar bajo unas cejas oscuras; la mandíbula afilada y elegante, los pómulos esculpidos, la figura esbelta y el cabello grueso castaño claro que parecía peinado y despeinado al mismo tiempo. Era como una estatua viviente salida de un museo renacentista.
Me invadieron unas ganas repentinas de alborotarle el pelo como a un niño, aunque solo fuera para que dejara de ser tan perfecto (algo frustrante para el resto de los mortales), pero no quería morir, así que mantuve las manos sobre el regazo.
—¿Si te llevo a Crumble & Bake, te callarás?
No cabía duda de que se arrepentía de haberme recogido. Sonreí ampliamente.
—Si quieres.
Él hizo una mueca.
—Bueno.
¡Bien!
Ava Chen: Uno.
Alex Volkov: Cero.
Cuando llegamos a la pastelería me desabroché el cinturón, y estaba a punto de salir cuando Alex me agarró del brazo y me volvió a sentar. Al contrario de lo que cabía esperar, su tacto no era frío, sino candente, y me atravesó la piel y los músculos hasta inundar mi estómago de calor.
Tragué saliva. Malditas hormonas.
—¿Qué? Ya vamos tarde, y están a punto de cerrar.
—No puedes salir así. —En la comisura de la boca le brotó un gesto de desaprobación.
—¿Así, cómo? —pregunté, confusa. Llevaba pantalones de mezclilla y una blusa, nada escandaloso.
Alex señaló con la cabeza mi pecho. Bajé la mirada y se me escapó un grito de horror. La blusa. Blanca. Mojada. Transparente. No es que se transparentara un poco y dejara entrever ligeramente el brasier. Es que se me veía todo. El brasier de encaje rojo, los pezones duros (gracias, aire acondicionado), el asunto completo.
Crucé los brazos sobre el pecho y las mejillas se me pusieron del mismo color que el brasier.
—¿Llevo así todo este rato?
—Sí.
—Podrías habérmelo dicho.
—Te lo acabo de decir. Ahora mismo.
A veces me daban ganas de estrangularlo. De verdad. Y eso que yo no era violenta. Seguía siendo la misma chica que dejó de comer muñecos de jengibre durante varios años después de ver Shrek porque le parecía que se estaba comiendo a algún miembro de la familia de Gingy o, lo que es peor, al propio Gingy; pero algo en Alex despertaba mi parte más oscura.
Respiré hondo y dejé caer los brazos por instinto, olvidando las transparencias de mi blusa, hasta que la mirada de Alex se volvió a fijar en mi pecho.
Me volví a sonrojar, pero no me interesaba seguir discutiendo con él. Crumble & Bake cerraba en diez minutos y no había tiempo que perder.
No sé si fue él, la lluvia o la hora y media que me había pasado debajo de la parada del autobús, pero antes de que pudiera contenerme, me dio un arrebato de frustración.
—En vez de quedarte mirándome las chichis como un idiota, ¿podrías prestarme una chamarra? Porque necesito recoger el pastel para despedir por todo lo alto a mi hermano, tu mejor amigo, antes de que se vaya al extranjero.
Mis palabras se quedaron flotando en el aire y entonces me llevé la mano a la boca, horrorizada. ¿Acababa de pronunciar la palabra «chichis» delante de Alex Volkov mientras lo acusaba de ser un baboso? ¿Y le había llamado idiota?
Dios, por favor, haz que me parta un rayo ahora mismo, no me enojaré. Te lo prometo.
Alex entrecerró los ojos ligeramente. Ese gesto estaba entre los cinco más expresivos que le había provocado en ocho años, así que algo era.
—Créeme, no te estaba mirando las chichis —dijo, con una voz tan fría como para transformar las gotas de humedad sobre mi piel en témpanos de hielo—. No eres mi tipo, incluso aunque no fueras la hermana de Josh.
Ay. Yo tampoco estaba interesada en Alex, pero a ninguna chica le gusta ser tratada con ese descaro por alguien del sexo opuesto.
—En fin. Tampoco hace falta ponerse así —murmuré—. Oye, la pastelería cierra en dos minutos. Préstame tu chamarra y vámonos de una vez.
Había pagado por adelantado, así que lo único que quedaba era recoger el pastel.
En la mandíbula se le marcó un músculo.
—Yo voy por ella. No vas a salir así del coche, ni aunque lleves puesta mi chamarra.
Alex sacó un paraguas de debajo del asiento y salió del coche con un movimiento fluido. Se movía como una pantera, ágil pero intensamente. Si hubiera querido, habría podido ganar una pasta como modelo de pasarela, aunque dudo que en ningún momento se le ocurriera hacer algo semejante.
Volvió en menos de cinco minutos con la caja rosa y verde de Crumble & Bake bajo el brazo. Me la tiró sobre las piernas, cerró el paraguas y salió del estacionamiento en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Sabes sonreír? —pregunté, echando un ojo a la caja para asegurarme de que había recogido el pedido correcto. En efecto. Marchando una Muerte por Chocolate. Y añadí—: A lo mejor te ayuda con tu enfermedad.
—¿Qué enfermedad? —preguntó con tono aburrido.
—Palometidoporelculitis. —Ya le había llamado idiota, ¿qué importaba un insulto más?
Puede que me lo imaginara, pero me pareció ver una pequeña curva en sus labios antes de contestar:
—No. Es una enfermedad crónica.
Se me helaron las manos y quedé boquiabierta.
—¿Acabas de hacer... un chiste?
—En primer lugar, explícame qué hacías en ese lugar. —Alex evadió mi pregunta y cambió de tema tan rápido que me dio un tirón en la espalda.
Había hecho un chiste. No me lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos.
—Tenía una sesión de fotos con unos clientes. Hay un lago muy bonito en...
—Ahórrame los detalles. No me importan.
Se me escapó un gruñido.
—¿Para qué veniste tú? No pensaba que te gustara ser chofer.
—Estaba por la zona, y eres la hermana pequeña de Josh. Si te murieras, no habría quien lo aguantara.
Alex detuvo el coche en la puerta de mi casa. Al lado, en casa de Josh, las luces brillaban y por las ventanas se veía a la gente bailando y riendo.
—Qué mal gusto tiene Josh para los amigos —solté—. No sé qué ve en ti. Espero que el palo que tienes metido por el trasero te perfore algún órgano vital. —Y como de pequeña me enseñaron buenos modales, añadí—: Gracias por traerme.
Salí del coche. La lluvia se había convertido en llovizna, y olía a tierra mojada y a las hortensias de la jardinera de la entrada. Me bañé, me cambié y me uní a la segunda mitad de la fiesta. Josh no me echó la bronca por haberme quedado varada o por llegar tarde, y menos mal, porque no estaba de humor.
No suelen durarme mucho los enojos, pero en ese momento me hervía la sangre y me daban ganas de pegarle un puñetazo en la cara a Alex Volkov.
Era tan insensible y creído y... y... todo. Me exasperaba.
Por lo menos no tenía que verlo muy seguido. Josh solía verse con él en el centro, y Alex no iba nunca a Thayer, y eso que era exalumno.
Gracias a Dios. Si tuviera que ver a Alex más de unas pocas veces al año, me volvería loca.