4

Cuando, a la mañana siguiente, Guillermo bajó a desayunar se llevó una gran desilusión: Emma no estaba por ningún lado. Se sirvió café, zumo de naranja y volvió a intentar hacerse unas tostadas. Desayunó en menos de quince minutos y tomó el ascensor para regresar a su habitación. Iba tan concentrado pensando en todo lo que tenía que hacer ese día en Biotex que no se dio cuenta de que no estaba solo en el pasillo. Emma, que iba igual de despistada leyendo una guía turística, chocó con él.

—Perdón —dijo ella al instante.

—¡Emma! ¿Te has hecho daño? —preguntó Guillermo preocupado. Supuso que chocar contra noventa kilos de peso no debía de ser demasiado agradable. Y ella apenas le llegaba al hombro.

—No, tranquilo.

Los dos se quedaron en silencio, pero ninguno se movió.

—¿Ya has desayunado?

—¿Qué vas a visitar hoy?

Preguntaron al mismo tiempo.

—Tú primero —ofreció Guillermo.

—Hoy voy a ir al Metropolitan, y si no estoy muy cansada, tal vez luego pasee un poco por la Quinta Avenida.

—¡Qué envidia me das! Yo tengo un montón de trabajo. Ahora iba a la habitación a por mis cosas —respondió balanceándose sobre los talones—. Seguro que ya me están esperando.

—¿Así que ya has desayunado? Es una lástima; esperaba poder preguntarte un par de cosas sobre el recorrido de hoy.

Si a Guillermo le sorprendió ese comentario, no lo exteriorizó.

—Espera un momento. ¿Tienes algo para apuntar? —le preguntó él. Y cuando Emma le ofreció el bolígrafo, lo agarró junto con la guía que ella sujetaba—. Este es mi móvil—. Se lo anotó en la primera página—. Llámame si necesitas cualquier cosa. Lo siento, pero me tengo que ir.

—Claro, no te preocupes. Ya nos veremos —añadió dirigiéndose ya al ascensor.

Guillermo corrió hacia su habitación, pero antes de desaparecer, a Emma le pareció oír que él farfullaba algo parecido a: «De eso puedes estar segura».

Guillermo se instaló en el despacho que le habían asignado en Biotex y continuó con la lectura del borrador del contrato. Llevaba dos páginas, y un montón de anotaciones más, cuando recibió una llamada:

—¿Sí? —respondió intrigado. Hasta ese momento el teléfono fijo que había encima del escritorio no había sonado para nada.

—Señor Martí —dijo la recepcionista—, le paso a la señorita Blanchet.

¿La señorita Blanchet?

—Buenos días, señor Martí. Permítame que me presente. Me llamo Ellen Blanchet y mi bufete representa a Lab Industry. Lamento llamarle así, pero me gustaría mucho que pudiéramos vernos.

—No se preocupe, señorita Blanchet, yo también tenía pensado llamarla. —O lo habría hecho si hubiera sabido de su existencia, pensó para sí mismo—. Si le parece bien, le telefoneo en unos días y organizamos una reunión.

—Perfecto. Espero su llamada. Adiós. —La abogada se despidió con eficiencia.

—Adiós.

Aún desconcertado, Guillermo colgó y trató de concentrarse de nuevo, pero cuando lo consiguió, John lo interrumpió:

—Te traigo los informes que me pediste ayer. Aquí están detalladas todas las inversiones en investigación y desarrollo que hemos hecho en los últimos años. Aunque no entiendo para qué quieres verlas. —Dejó encima de su mesa un montón de carpetas—. También te he mandado un e-mail con todos los datos sobre las patentes.

—Gracias —dijo Guillermo acercándose la enorme pila—. Acaba de llamarme Ellen Blanchet. ¿La conoces?

John asintió con la cabeza y respondió:

—Es la abogada que representa a Lab Industry y, según dicen, de las mejores del país. ¿Qué quería?

—Reunirse conmigo. Supongo que querrá discutir algunos aspectos de la fusión —le explicó Guillermo.

—¡Vaya! Pues si me permites que te dé un consejo —señaló todos los papeles que acababa de darle—, yo que tú iría bien preparado; me han dicho que es implacable.

—No te preocupes. —Sonrió y cambió de tema—: ¿Qué flores escogisteis?

—Petunias. —John sonrió—. Pero no me pidas que te las describa. Sería incapaz.

Ambos se rieron y John salió del despacho para que Guillermo pudiera continuar con su trabajo.

Unas horas más tarde Guillermo estaba de pie frente a la pizarra que aún tenía en blanco. Empezó a escribir los puntos más problemáticos del contrato, y junto a cada uno de ellos, los interrogantes que le suscitaban. Ese día se había puesto camisa (si todos la llevaban, él no podía ser menos), pero se remangó las mangas hasta los codos. Por muy estirado que fuera su trabajo, Guillermo nunca se había acostumbrado a los trajes. Los llevaba porque eran prácticos, así no tenía que pensar demasiado qué se ponía y siempre causaba buena impresión, aunque tenía problemas para encontrar camisas que no lo agobiaran, algo bastante habitual en los hombres de la familia Martí. Tanto él como Álex y Marc, los gemelos, eran muy altos, mientras que sus tres hermanas eran más bien bajitas. Guillermo medía metro noventa, y gracias al boxeo, que había practicado durante muchos años junto con Gabriel, tenía la espalda ancha y unos brazos enormes. A diferencia de su amigo, que al irse a vivir a Inglaterra abandonó ese deporte para pasarse al remo, Guillermo siguió practicándolo hasta salir de la facultad. Al entrar en el mundo laboral, dejó de hacerlo, pues no causaba muy buena impresión aparecer en una reunión con un ojo morado. De todos modos, siguió corriendo y entrenando. Cuando estaba en España, acudía regularmente a un gimnasio especializado, y salía a correr a diario.

Si bien debía agradecerle al boxeo su excelente forma física, también era «mérito» de ese deporte que tuviera la nariz rota. Todos sus hermanos tenían la «interesante» nariz de los Martí, pero él era el único que, además, tenía el hueso desviado. Sus hermanas le decían que le daba un aspecto romántico, muy sexi, y que así le resaltaban más los ojos, pero él no acababa de creérselo. Para Guillermo, lo único que eso significaba era que cuando se resfriaba le costaba muchísimo respirar, y que si por casualidad roncaba resultaba ensordecedor.

Emma se pasó la mañana entera y parte de la tarde en el museo, pero se fue convencida de que no había visto ni siquiera una décima parte. Le dolían los pies y la espalda; tenía la sensación de haber visitado Atenas, Roma y Egipto a la vez. Finalizado el trayecto, se dirigió hacia la cafetería del propio museo y aprovechó ese rato para descansar y leer la guía. Vio el número de teléfono de Guillermo y estuvo tentada de llamarlo, pero no lo hizo. Después del rato que pasaron juntos en el parque la noche anterior, tenía que reconocer que no era como se lo había imaginado; era considerado, simpático, y era obvio que quería con locura a su familia. Pero a pesar de eso, Emma seguía convencida de que, aunque dijera lo contrario, era ambicioso, competitivo y que solo vivía para su trabajo. Él mismo había reconocido que jamás había visitado la ciudad por vacaciones, que todas las veces que había estado allí había sido por temas laborales. Pero si eso era cierto, ¿cómo sabía lo de la vista del Empire State? Emma sacudió la cabeza para despejarse, se terminó el café que había pedido, que no sabía a nada, y se levantó. Antes de continuar con su ruta hacia la Quinta Avenida, quería detenerse unos segundos en la tienda que había visto en la entrada; su hermana la mataría si no le mandaba una postal de allí.

Guillermo comió de nuevo con John y este le contó que su abuelo estaba muy intrigado con su trabajo y que deseaba conocerlo. Él no rechazó la invitación, pero dijo que lo mejor sería dejarlo para más adelante. Lo cierto era que, antes de conocer al famoso señor MacDougall, quería absorber el máximo de información posible. En aquellos pocos días había averiguado que el «viejo MacDougall», que era como lo llamaban en la empresa, era a la vez temido y admirado, y sabía que si quería hablar con él, no era solo porque creyera que era simpático, sino porque quería decirle en persona lo que pensaba de la fusión.

Guillermo regresó a su despacho y dejó el móvil encima de la mesa. Emma no lo había llamado, y seguro que no iba a hacerlo, pero aun así lo dejó allí. Siguió repasando el contrato y cada vez veía más problemas. La empresa que quería fusionarse con Biotex, Lab Industry, se tomaba muy en serio la teoría de que el pez grande se come al pequeño, y Guillermo estaba convencido de que solo habían escogido la fórmula de la «fusión», y no de la «adquisición», por motivos legales, y con una abogada como Ellen Blanchet representándolos, seguro que estaban bien asesorados.

Después de su llamada, Guillermo se había informado, y la señorita Blanchet era famosa por su ambición, su buen hacer y su inagotable tenacidad. El trato para Biotex no era malo, pero necesitaba estudiar toda la documentación mucho más a fondo antes de poder llegar a una conclusión. Y si no dejaba de mirar el teléfono cada dos segundos, no lo lograría jamás. Respiró hondo y volvió a concentrarse en su trabajo.

—¿Va a quedarse mucho más rato? —preguntó el hombre de mantenimiento.

Guillermo levantó la vista de los papeles, y durante unos instantes, no entendió nada. ¿Por qué le hablaba en inglés? Miró a su alrededor, y entonces recordó dónde estaba: Nueva York. Había logrado concentrarse tanto que se había olvidado de que no estaba en su despacho de Barcelona. Eran más de las nueve, habían pasado ya cuatro horas desde la última vez que miró el reloj y en la oficina no quedaba nadie. Se había vuelto a quedar solo. John se había despedido de él antes de irse, pero Guillermo optó por quedarse un rato más y, absorto como estaba en la lectura, no se dio cuenta de que se había hecho tan tarde. No era de extrañar que le doliera la cabeza; se masajeó las sienes para ver si así mejoraba un poco.

—No, ahora mismo me voy —respondió Guillermo, también en inglés, al ver que el señor seguía allí de pie esperando su respuesta.

Este le dio las buenas noches y siguió con su trabajo.

Guillermo apagó el ordenador y, después de ordenar un poco la mesa, salió del despacho. Iba andando por el pasillo cuando se dio cuenta de que se había olvidado el móvil encima de una de las carpetas y dio media vuelta para ir a buscarlo. Estaba a unos diez metros de la puerta cuando oyó que estaba sonando y, sin saber muy bien por qué, echó a correr.

No contestaba. No debería haberle llamado. Seguro que era demasiado tarde y que estaba ocupado. Empezaba a arrepentirse de haberlo hecho. Emma se había pasado toda la tarde paseando por la Quinta Avenida, entusiasmada por recorrer aquella calle que salía en tantas películas. Cuando iba camino del hotel, pasó por delante de una cafetería muy similar a la que entraron la noche anterior ella y Guillermo, se le ocurrió que podrían repetir la experiencia y lo llamó. Iba a colgar cuando:

—¿Sí? —dijo Guillermo intrigado. Puesto que Emma no le había dado su número, era imposible que él supiera que era ella quien lo llamaba.

—¿Guillermo? —preguntó, enredándose un dedo en un mechón de pelo.

—¡Emma! —Superada la sorpresa inicial continuó—: ¿Cómo estás?

—Eh... Bien. —Se quedó callada y él tampoco dijo nada—. Es que… pasaba por delante de un sitio parecido al de ayer por la noche y he pensado…

—¿Qué has pensado? —Ante la sorprendida mirada del hombre de mantenimiento, Guillermo volvió a sentarse en su silla.

—Nada. —Respiró hondo—. Es una tontería.

—Dímelo de todos modos. —Después de lo que había esperado esa llamada, no iba a dejar que colgara tan fácilmente.

—Que podríamos repetirlo.

—Emma —dijo él al instante.

—¿Sí?

—No es ninguna tontería. —Antes de que ella se echara atrás, Guillermo preguntó—: ¿Dónde estás?

—Estoy delante de una enorme tienda de juguetes —explicó Emma mirando el rótulo de la entrada.

—FAO. Sé dónde está. A solo dos manzanas de mi oficina. No te muevas, llego en cinco minutos.

—De acuerdo.

Ambos colgaron el teléfono, y mientras Emma se quedaba embobada mirando las muñecas del escaparate, Guillermo corría de nuevo por el pasillo, pero esta vez con una sonrisa en los labios.

Por mucho que intentara engañarse y convencerse de lo contrario, Emma tenía ganas de ver a Guillermo. Tenía ganas de contarle lo fascinante que le había parecido el museo y de charlar con él sobre las carísimas tiendas que poblaban aquella avenida. No era que le gustase, en absoluto, al fin y al cabo, solo hacía unos días que lo conocía y, a partir del domingo, cuando ella se fuera del hotel, ya no volvería a verlo. Pero tenía que reconocer que la noche anterior se lo había pasado muy bien y, si de verdad se atrevía a ser sincera, eso no le pasaba desde hacía mucho tiempo. Desde que había dejado su trabajo en el hospital solo salía con su hermana y con los compañeros de las clases de cocina. Le gustaba estar sola, y si por casualidad alguno de sus amigos le tiraba los tejos, aunque su ego agradecía el cumplido, no la hacía titubear. Entonces, si lo tenía tan claro, ¿por qué le habían sudado las manos al marcar su número de teléfono? ¿Y por qué ahora no podía dejar de mirar el reloj? Por suerte, alguien le dio un golpecito en la espalda y le evitó tener que responder a esas preguntas.

—Ya estoy aquí. Siento haberte hecho esperar —dijo Guillermo sonriendo.

—No pasa nada; estaba mirando el escaparate. —Al ver que él no decía nada más le preguntó—: ¿Seguro que no tenías otros planes?

—Seguro. —Se desabrochó los dos botones superiores de la camisa—. Mi gran plan para esta noche era ducharme y pedir cualquier cosa al servicio de habitaciones. Me he pasado todo el día leyendo contratos y revisando gráficos; me irá bien desconectar un poco.

—Tal vez deberíamos dejarlo para otro día. —Emma empezaba a sonrojarse, y en una pelirroja como ella eso era más que evidente.

—Ni hablar, al fin y al cabo los dos tenemos que cenar, ¿no? —Guillermo se pasó la mano por el pelo—. ¿Qué te apetece comer? —preguntó, mirando a su alrededor. Por aquella zona había un par de italianos buenísimos, y una cafetería con una excelente reputación.

—Me da igual. —Al oír la palabra «comer» su estómago dejó claro lo mucho que lo necesitaba—. Elige tú. Ayer acertaste.

Guillermo dedujo que, como la noche anterior había pagado él, Emma tendría intención de invitarlo, así que optó por la cafetería.

—Vamos, si la memoria no me falla es por aquí.

Los dos echaron a andar y, pasados unos segundos, él dijo:

—¿Has estado fuera todo el día? —Emma asintió y él miró su reloj—. No deberías andar sola tan tarde. —Y antes de que ella le dijera que era un exagerado, añadió—: Ya es de noche, y esta es una ciudad peligrosa.

—Sé cuidarme —respondió Emma un poco a la defensiva.

—Estoy seguro de ello. Pero aun así… no todo lo que sale en las series de policías es mentira.

Ella no dijo nada; se limitó a encogerse de hombros dando por zanjado el tema.

—El museo me ha gustado mucho. Me he pasado un montón de horas recorriéndolo, pero tengo la sensación de que apenas he visto una décima parte.

—Una vez leí un artículo que decía que una persona podía visitar Nueva York cada cinco años y ver una ciudad completamente distinta a la de su anterior visita. —La guio hacia el local—. Supongo que lo que tienes que hacer es regresar dentro de cinco años y volver a ir al Metropolitan. Así sabremos si es cierto.

Se detuvieron delante de la puerta, que él abrió caballeroso.

—¿Dentro de cinco años? —rio Emma—. ¿Qué sabes tú lo que estaré haciendo yo dentro de cinco años?

Guillermo no respondió, sino que se sentó a una mesa y empezó a leer la carta. Sabía que Emma no había hecho esa pregunta con mala intención, pero tuvo que morderse la lengua para no decirle que era obvio que, si por él fuera, dentro de cinco años sabría perfectamente lo que ella estaría haciendo o dejando de hacer. Era absurdo pensar así, una locura, pero eso era lo que hubiera querido decirle. En vez de eso, se limitó a sugerirle un par de platos.

—Yo comeré una hamburguesa. ¿Y tú?

—Creo que también. Al fin y al cabo, llevo aquí tres días y aún no las he probado.

Pidieron la cena y charlaron amigablemente.

—Me he perdido con lo de tus hermanos. ¿Cuántos tienes?

—Cinco; dos chicos y tres chicas. Pero supongo que ahora podría decirse que seis. Una de mis hermanas se ha casado con mi mejor amigo, Gabriel, que siempre ha sido como un hermano para mí.

—La que está casada con él es Ágata —recapituló ella para aclararse—, y el resto seguís todos solteros.

—Así es. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?

—Una. Raquel. —Emma bebió un poco y siguió comiendo.

—¿Y no vas a contarme nada más? Mis hermanos me matarían si supieran todo lo que te he explicado —preguntó él sonriendo.

—No sé. Mi familia no es como la tuya. —Emma no quería contarle que sus padres eran médicos. Si lo hacía y le decía sus apellidos, era más que probable que lo hubiera oído por la ciudad, y tampoco quería contarle lo de su cambio de vida—. Mi hermana y yo estuvimos, ¿cómo lo diría?, distanciadas durante un tiempo. —Él la miraba sin decir nada—. Pero ahora ya no; de hecho, se ha quedado con mi piso mientras yo estoy aquí.

Guillermo había crecido con tres hermanas y algo entendía sobre mujeres. Era obvio que ella quería cambiar de tema, y decidió complacerla.

—Cuéntame algo del curso de cocina al que vas a asistir. —Vio que a Emma se le iluminaban los ojos y supo que había tomado la decisión acertada.

—Dura tres meses, y el primero consiste en clases más o menos prácticas que van a impartir algunos de los mejores chefs del mundo. Los dos siguientes, los alumnos que superen el examen trabajarán en los restaurantes más reputados de la ciudad. Solo diez alumnos pasarán.

—Seguro que lo consigues —dijo él, y sin saber cómo vio que su mano había cobrado vida propia y se había colocado encima de la que Emma tenía sobre la mesa. Ella no se apartó.

—No sé. Al menos voy a intentarlo. —Entonces siguió la mirada de él, y al darse cuenta de lo que le llamaba la atención, apartó la mano de debajo la suya.

Guillermo hizo como que no se había dado cuenta.

—¿Vas a quedarte en el hotel todo este tiempo?

—No. El domingo es mi último día. La escuela me ha ayudado a alquilar un pequeño estudio.

Él tomó nota mental de la fecha. Le quedaban apenas cuatro días para convencerla de que podían ser al menos amigos. Aunque si todo su cuerpo reaccionaba igual que su mano, que ahora estaba ardiendo, lo de la amistad iba a ser un problema. Al menos para uno de ellos.

Emma pidió la cuenta y, a pesar de que él insistió en pagar, fue ella quien se hizo cargo. Guillermo se resignó, y pensó que la noche siguiente ya encontraría el modo de devolvérselo. Él tenía todos los gastos pagados por la empresa y ella iba a pasarse tres meses allí estudiando. De ningún modo iba a permitir que lo invitara.

Puesto que ninguno de los dos hizo el gesto de parar un taxi, regresaron al hotel paseando. Guillermo le contó lo de la boda de John, y también que su abuelo quería conocerlo, y Emma lo escuchó y coincidió con él en que lo mejor sería posponer esa visita hasta que tuviera más información sobre la empresa. Guillermo estaba tan enfrascado en la conversación que no se dio cuenta de que ya habían llegado a su destino hasta que ella se detuvo. Caminaron juntos hacia el ascensor, parecían haber olvidado que cuando este volviera a abrir sus puertas irían a habitaciones distintas y tendrían que separarse, así que cuando llegó el momento del adiós, ambos se quedaron en silencio durante unos segundos.

—Me ha gustado mucho cenar contigo, Emma —dijo Guillermo en voz baja, acercándose un poco—. Gracias por llamarme.

—De nada. —Ella bajó la vista y empezó a buscar la llave de la habitación. Esa tarea ya era de por sí difícil, pero con él tan cerca, se había convertido en imposible—. Te lo debía.

—¿Qué vas a hacer mañana? —preguntó Guillermo, que ahora estaba apoyado junto a la puerta.

—¿Mañana? —El bolso parecía ser un pozo sin fondo—. Creo que iré al Museo de Historia Natural, y por la tarde a pasear por Central Park. —El asa se le deslizó por el hombro y, para variar, el bolso acabó en el suelo, con todo su contenido esparcido alrededor. Ambos se agacharon al mismo tiempo.

—Conozco un restaurante precioso allí —sugirió él recogiendo las gafas de sol y un pequeño neceser—. Podríamos… —Ella levantó la cabeza para aceptar los objetos que él le entregaba, y Guillermo se quedó sin habla. Estaban en cuclillas, y apenas los separaban cuatro centímetros.

Emma se mordió nerviosa el labio inferior y él perdió el autocontrol que lo había hecho tan famoso en su trabajo.