Guillermo se levantó cansado. Aunque estaba acostumbrado a viajar, la primera noche siempre le costaba dormir, y la pasada había sido especialmente mala; no había podido dejar de pensar en cómo convencer a Emma de que fuera a cenar con él. Se duchó, se vistió con un pantalón y un polo y fue a desayunar. Luego regresaría a por sus cosas y aprovecharía para llamar a sus padres; a pesar de que llevaba tiempo viviendo fuera de casa, su madre insistía en que la llamase siempre que estaba de viaje.
Emma tampoco había podido dormir, pero por motivos distintos de los de Guillermo. Había vuelto a tener pesadillas. Poco tiempo después de que Esteban muriera en su mesa de operaciones, había empezado a soñar con él. Los sueños siempre consistían en que aparecía y se burlaba de ella; le decía que iba a morir igual que él. Sola y sin nadie a su lado. Hacía días que Esteban no la había visitado, y supuso que sería culpa del cansancio y del cambio de horario. A las ocho de la mañana se rindió y decidió que lo mejor sería empezar el día. Se metió en el ascensor y se dirigió al comedor. Al ver el bufet se le hizo la boca agua. La noche anterior no había cenado nada y ahora el estómago le estaba pasando factura. Estaba embobada frente a la mesa de los cereales cuando una voz ronca la sacó de su ensimismamiento:
—Es difícil decidirse, ¿a que sí?
Emma no se dio la vuelta pero sabía perfectamente que Guillermo estaba de pie detrás de ella.
—Para nada. Yo tengo claro cuáles me gustan —respondió seleccionando un tazón.
—A ver si lo adivino —dijo él acercándose a la mesa donde estaba la tostadora y mil rebanadas de distintos panes—. Los de arroz de toda la vida.
—Has fallado.
Emma se volvió hacia Guillermo con una sonrisa en los labios y un bol lleno de aros y estrellitas de colores. Aquellos cereales eran su única debilidad; seguro que si los de la escuela de cocina se enteraran, la echarían en un abrir y cerrar de ojos.
—¡No me lo puedo creer! Pensaba que, aparte de mí, a nadie mayor de ocho años le gustaban —dijo él peleándose con la tostadora, que se negaba a darle su tostada.
—¿A ti también te gustan? —preguntó ella, incrédula.
—Claro. —Guillermo logró salvar el panecillo y se dio la vuelta victorioso—. Si no me crees, compruébalo tú misma. —Señaló con la barbilla—. Esa es mi mesa.
Emma miró hacia donde le señalaba, y vio que el desayuno de Guillermo consistía en un zumo de naranja, café, mantequilla para acompañar las tostadas que acababa de quemar y, efectivamente, un tazón de cereales infantiles.
—No te lo esperabas, ¿a que no? —le preguntó al ver su cara de sorpresa.
—No, la verdad es que no. Yo también creía ser la única adulta, por decirlo de alguna manera, a quien le gustaban. —Al ver que él no se movía y que no tenía intención de dejarla pasar, añadió—: Bueno, tengo prisa. Si me permites…
Guillermo se apartó sonriendo.
—Claro, la verdad es que yo también debería darme prisa. —Ella no dijo nada, así que él continuó—: Tengo que ir a trabajar. ¿Puedo sugerirte algo?
Emma levantó una ceja a modo de respuesta.
—Ve primero al Empire State. Por el modo en que vas vestida, deduzco que tienes intención de hacer turismo, y como ahora el cielo está despejado, lo mejor sería empezar por allí. Seguro que desde el mirador podrás ver toda la ciudad.
—Gracias, supongo que tienes razón —respondió ella un poco incómoda. La noche anterior había sido bastante antipática, y él seguía siendo amable—. Tú has venido por trabajo, ¿no?
—Sí, la verdad es que siempre que vengo a Nueva York es por trabajo —le explicó con un gesto extraño y señaló su mesa—. ¿Te quieres sentar conmigo? —No la dejó responder y añadió—: Yo me tomo el café y me voy. Estas tostadas están carbonizadas, y antes de irme tengo que llamar a casa.
A Emma la sorprendió ese último comentario, así que decidió sentarse con él.
—Claro. Así puedo preguntarte un par de cosas más sobre la ciudad. ¿Vale la pena tomar el ferry e ir hasta la Estatua de la Libertad? ¿Y qué me dices de las Naciones Unidas?
Fiel a sus palabras, Guillermo, después de responder con mucha amabilidad a ambas cuestiones, se bebió el café y se levantó para irse.
—Bueno, me ha gustado mucho desayunar contigo —dijo mirando el reloj—. Voy a llegar tarde, seguro que mi madre me tendrá diez minutos al teléfono.
—¿Tu madre? —preguntó Emma—. Creo que la última vez que la mía me tuvo diez minutos al teléfono fue cuando tenía doce años y me rompí la pierna. Ella estaba de viaje, en una conferencia, y me… —Al ver que se iba por las ramas se calló—. Lo siento.
—No, me encantaría saber qué te dijo —suspiró—, pero la verdad es que tengo prisa. ¿Quieres cenar conmigo esta noche?
Emma dudó unos instantes. Realmente había sido agradable desayunar con él, pero no quería complicaciones, y aquel chico llevaba una enorme señal de peligro pegada en la frente.
—No, pero no te lo tomes a mal. Estaré fuera todo el día, haciendo turismo, y seguro que cuando vuelva estaré agotada. Mejor lo dejamos para otra ocasión.
Guillermo se levantó y la miró.
—Claro. —Se pasó la mano por el pelo—. Si necesitas saber algo más, ya sabes dónde encontrarme. Que tengas un buen día.
Ella se dio cuenta de que su negativa le había molestado y estuvo tentada de cambiar de opinión. Pero no lo hizo.
—Igualmente. Ya nos veremos.
Él ya estaba frente al ascensor y no respondió a ese último comentario.
Tal como se temía, su madre lo tuvo diez minutos al teléfono, y tuvo que salir corriendo para no llegar tarde. A él no le gustaba causar mala impresión y la impuntualidad nunca decía nada bueno de quien la practicaba. Mientras esquivaba a la gente y a los taxis, seguía pensando en el error que había cometido al invitar a Emma a cenar. Pero había sido tan agradable desayunar con ella que no había podido evitarlo. Tenía que encontrar el modo de que volvieran a estar un rato juntos y convencerla de que él no era tan malo como ella creía. A Guillermo no solía preocuparle lo que pensara la gente de él, pero por algún extraño motivo no quería que Emma tuviera una mala opinión. Y lo que tampoco entendía era por qué estaba dispuesto a esforzarse por ver a una chica con la que a todas luces no iba a acostarse.
Él no solía perder tiempo. Las pocas relaciones que había tenido en los últimos años, si es que podían llamarse así, habían sido con chicas con el mismo tipo de vida y las mismas prioridades que él. Con ninguna de ellas había tenido una relación afectiva, había sido una cuestión meramente física, y tal vez de compañía, pero ninguna había estado nunca en su piso, ni en su corazón. Solían encontrarse en hoteles alrededor del mundo, siempre que coincidían por trabajo, claro. Nada de vacaciones. Él nunca había visto nada malo en esas relaciones, hasta que meses atrás Gabriel, su mejor amigo y ahora cuñado, le confesó que estaba enamorado de su hermana. Ver a Gabriel de ese modo le había hecho pensar y lo peor de todo fue que sintió envidia. Evidentemente disimuló e incluso ahora se veía incapaz de reconocerlo. Pero en lo más profundo de su corazón, Guillermo envidiaba a Gabriel. Admitir eso había sido liberador y desde entonces toda su vida había empezado a no gustarle tanto.
Tal vez lo de aquella chica fuera una tontería. Tal vez ni siquiera llegaran a ser amigos, pero Guillermo no estaba dispuesto a pasar por alto la oportunidad de intentarlo.
Emma subió al Empire State y, mientras disfrutaba de la maravillosa vista de la ciudad, se dio cuenta de que Guillermo había acertado. Empezar la visita por allí era perfecto. Dio la vuelta al mirador y no pudo evitar pensar en todas las películas que tenían ese edificio como protagonista, desde King Kong hasta Algo para recordar. Hizo unas cuantas fotografías y entró en la tienda para comprar una postal. Le había prometido a su hermana que le mandaría unas cuantas para que pudiera ponerlas en la puerta de la nevera. Mientras escogía la postal, vio unas pequeñas estatuillas de King Kong en las que el enorme gorila estaba encaramado en la punta del edificio, gritando como si fuera el amo del mundo, y en un impulso se quedó con una. Seguro que a Guillermo le encantaría.
Guillermo llegó justo a tiempo. La sede de Biotex en la Gran Manzana ocupaba una planta entera de un edificio de oficinas de la Séptima Avenida. Tan pronto como cruzó el umbral apareció un chico que lo acompañó a una sala de reuniones y le ofreció un vaso de agua. Él aceptó complacido, a lo mejor así se recuperaría antes de la carrera. Se sentó en uno de los sofás y esperó a que aparecieran sus clientes.
—Señor Martí, estamos encantados de conocerle —dijo uno de los ejecutivos de Biotex al entrar.
—Igualmente. Solo Guillermo, por favor —respondió él mientras les daba la mano y se presentaba a todos.
Finalizadas las presentaciones y las preguntas de rigor sobre el viaje y el hotel, lo llevaron al despacho que iba a utilizar mientras estuviera allí. Era pequeño, pero tenía unas vistas impresionantes, y en realidad Guillermo no necesitaba demasiado espacio. Lo único que le hacía falta era el ordenador, una mesa, una silla cómoda y una pizarra. Hacer esquemas y pasearse delante de ellos lo ayudaba. Tras enseñarle cómo funcionaba todo y poner a su disposición los archivos necesarios, el señor que lo acompañó le dijo que iba a buscar a John, uno de los abogados de Biotex que sería su ayudante durante ese mes. Guillermo se quedó a solas un instante, contemplando la ciudad desde los ventanales, y se le pasó por la mente que a Emma le gustaría ver las calles de Nueva York desde allí.
—¿Guillermo? —preguntó un joven desde la puerta—. ¿Puedo pasar? Soy John, John MacDougall. —Le tendió la mano.
John tenía treinta años, pero no aparentaba más de veinte. Era alto, aunque no tanto como Guillermo, rubio y, aunque iba impecablemente vestido, parecía sacado de una playa californiana.
—¿MacDougall? —Guillermo le estrechó la mano—. ¿Eres familia de…?
Antes de que pudiera continuar, John respondió.
—Soy su nieto —dijo con una sonrisa—. Mi abuelo fundó la empresa cuando tenía más o menos mi edad. Y aquí estoy yo, ayudándote a que esta fusión salga adelante.
—¿Estás en contra de la fusión? —preguntó él, invitándole a que se sentara en la silla que había frente a su escritorio.
—No exactamente. —Al ver que Guillermo levantaba una ceja, John continuó—: Seguro que la fusión será buena para la empresa, y para los bolsillos de nuestros accionistas… —suspiró—. Pero no me gustaría que perdiéramos nuestra personalidad. Seguro que crees que es una tontería.
—En absoluto. —Guillermo siempre había valorado mucho las empresas con carácter, y era obvio que Biotex lo tenía—. Mi trabajo consiste en asegurarme de que la fusión es beneficiosa para Biotex y, si no lo es, no tendré ningún reparo en comunicarlo en mi informe. —Vio que John parecía más relajado que cuando había entrado—. Llevo más de media hora saludando a gente, y nos están esperando en la sala de reuniones. —Miró el reloj y añadió—: Pero me gustaría seguir charlando contigo.
—Si no tienes ningún otro compromiso —sugirió John—, podríamos ir a comer al terminar la reunión. Seguro que para entonces los dos estaremos hambrientos.
—Perfecto.
Ambos se levantaron, y John guio a Guillermo hasta la sala en la que ya estaban sentados los directivos de más alto rango y varios miembros de la familia MacDougall. A lo largo de casi dos horas y media le explicaron el estado actual de la empresa y lo que esperaban conseguir con la fusión. Como era habitual en esas situaciones, había diferentes puntos de vista, pero en general, excepto John, todos parecían contentos con la idea, quizá demasiado, y también impacientes. Hubo una ronda de preguntas, casi todas relacionadas con temas económicos, y Guillermo tomó nota y prometió responderlas lo antes posible. Al finalizar, todos se pusieron a su disposición para lo que hiciera falta. Guillermo había descubierto dos cosas; la primera, que aquella fusión no iba a ser tan fácil como había creído en un principio, y la segunda, que John había acertado al decir que al terminar la reunión estaría hambriento.
El joven llevó a Guillermo a un restaurante especializado en comida hindú que había a pocos metros de las oficinas y le sugirió que probara una ensalada. A lo largo del almuerzo, que fue muy relajado, le contó que su abuelo, que aún vivía y era un cascarrabias, no acababa de ver claro lo de la fusión, pero que la apoyaba porque era lo que sus yernos, los tíos de John, querían. Guillermo lo escuchó interesado, no solo porque esa información podía serle muy útil para su trabajo, sino también porque el chico era la primera persona que lo trataba como a un ser humano y no como a un supuesto mago de las finanzas. La conversación siguió por otros derroteros y terminaron hablando de temas más personales. John se iba a casar con su prometida al cabo de seis meses y Guillermo se sorprendió de lo complicado que era organizar una boda en aquel país. Organizar la de su hermana no había sido tan difícil, claro que tal vez sí lo había sido y él no se había enterado. A John le sorprendió que Guillermo no tuviera pareja, y él, sin saber muy bien por qué, le dijo que acababa de conocer a una chica. Por suerte, el joven vio que el tema lo incomodaba y no insistió en ello.
Guillermo se pasó la tarde leyendo la propuesta de fusión y tomando notas. Esa operación se iba complicando por momentos. Podría decirse que la multinacional que quería fusionarse con Biotex pretendía en realidad algo más parecido a una adquisición con absorción. Y aunque Biotex había dejado las cosas claras desde el principio, por desgracia la empresa necesitaba urgentemente una inyección de capital para poder afrontar las inversiones que había hecho en investigación durante los últimos años. Guillermo apenas había leído cincuenta páginas y ya tenía otras tantas llenas de notas. Sí, era mucho más complicado de lo que creía. Con razón Enrique estaba nervioso; si aquella operación no salía bien su jefe perdería un suculento contrato. Eran ya las ocho y, excepto el hombre de mantenimiento, ya no quedaba nadie en la planta. Todos se habían ido a eso de las seis. John esperó hasta las siete, pero al ver que Guillermo no tenía intención de levantarse de la silla, se acercó a él para decirle que también se iba. Aquel día él y Hannah, su novia, tenían que escoger las flores de la boda. Guillermo le dijo que se fuera tranquilo y siguió leyendo hasta que su estómago empezó a gruñir. La ensalada hindú no le había llenado demasiado, así que decidió dar por finalizado el día y regresar al hotel.
Después de visitar el Empire State, Emma abrió la guía de viajes y decidió ir a la estación de trenes de Grand Central y comer en uno de los restaurantes de allí. En la guía se decía que era impresionante, y no exageraba. La joven se paseó por la terminal durante mucho rato, maravillándose tanto por su arquitectura como por la gente que transitaba por ella. Cuando salió optó por caminar hasta el Rockefeller Center; era un paseo bastante largo, pero estaba tan fascinada con las calles de aquella ciudad que no le importó. La visita de ese emblemático edificio también la impresionó, en especial el mural de la entrada, y lamentó que no fuera Navidad y no tuvieran puesto aquel enorme árbol que siempre salía en las películas. Bueno, se consoló Emma, seguro que tendría oportunidad de regresar. Ya era tarde, y como empezaban a dolerle los pies y la espalda retomó el camino de regreso al hotel. En el siguiente semáforo se encontró con Guillermo.
—¿Emma? ¡Vaya casualidad! —Él había decidido no estar enfadado porque ella hubiera rechazado su invitación para cenar, por segunda vez—. Y dicen que es imposible encontrarse con alguien conocido en esta ciudad.
—¡Y que lo digas! —dijo Emma aún sorprendida.
—¿Cómo has pasado el día? ¿Te ha gustado la ciudad? —le preguntó Guillermo cuando ambos echaron a andar de nuevo.
—Mucho, y tenías razón. —Esquivó un carrito de comida ambulante.
—¿Sobre qué? —Él la sujetó por el codo para que no se cayera.
—Sobre el Empire State. La vista es espectacular. —Emma se acordó de la estatuilla de King Kong que había comprado y de repente se sonrojó.
—Me alegro de que te haya gustado. —Guillermo le soltó el codo.
—¿Y tú? ¿Qué tal te ha ido el día? —Emma empezaba a relajarse. Al fin y al cabo, si el destino estaba empeñado en que se encontrara con él cada dos por tres, ¿qué podía hacer?
—Bien. La verdad es que ha sido un primer día muy interesante. Normalmente no suelo aprender nada en las primeras visitas, pero hoy ha sido distinto.
—¿A qué te dedicas? —Emma vio que él levantaba una ceja y añadió sonrojada—: Lo siento. Disculpa, no pretendía ser cotilla.
Guillermo se rio.
—No, si no me molesta. Es que me sorprende que, después de rechazar dos veces mi invitación a cenar, te intereses por mí.
Ella no dijo nada y siguió caminando.
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó él.
—Si no quisiera no te lo habría preguntado —respondió Emma sin mirarlo, y en ese instante decidió que ya le daría la figurita en otro momento.
—Soy asesor financiero. Seguro que ahora te caigo aún peor —bromeó Guillermo.
—¿Crees que no me caes bien?
—Estoy convencido de ello. Pero no importa. Siempre me han gustado los retos. —Al ver que ella miraba a ambos lados, continuó—: El hotel es por aquí.
—Gracias. Y no es cierto que no me caigas bien. —Él la miró incrédulo—. Es solo que no eres mi tipo.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Guillermo, divertido—. Acabamos de conocernos.
—Lo sé.
—¡Vaya! ¿Te importaría decirme qué número de lotería ganará el gordo en el próximo sorteo de Navidad? Me encantaría poder dejar de trabajar.
—Ríete todo lo que quieras, pero créeme, estoy haciendo que los dos nos ahorremos un montón de tiempo.
—¿Y quién te ha dicho que yo quiero ahorrármelo? —Al ver que ella empezaba a enfadarse, Guillermo decidió cambiar de táctica—. Mira, no te preocupes. Lo único que quería era cenar contigo. Tienes todo el derecho del mundo de rechazar mi invitación. Es solo que creí que podríamos ser amigos.
—¿Amigos? —Emma se detuvo y lo miró a los ojos, y en ese instante se acordó de cómo Esteban se había burlado de ella en sueños—. De acuerdo. Dado que estamos en el mismo hotel, y parecemos condenados a encontrarnos, supongo que podría intentarlo.
—Me alegro.
Ambos se pusieron de nuevo en marcha, y justo un par de manzanas antes de llegar a su destino, Guillermo se detuvo delante de una cafetería y le preguntó:
—¿Tienes hambre?
—La verdad es que sí —respondió ella a la vez que su estómago gruñía.
—Si te apetece podemos comprar algo y nos sentamos en el parque pero, dado que no aceptaste mi invitación para cenar, me niego a que consideres que con esto estamos en paz. Y para que veas que decía en serio eso de ser amigos, te propongo un trato: si dentro de un par de horas sigues pensando que soy peor que Hannibal Lecter, te juro que no volveré a dirigirte la palabra. Ni siquiera te sonreiré cuando nos crucemos en el ascensor —dijo él guiñándole el ojo, pero al ver que ella dudaba, le dio más argumentos—: El hotel no está muy lejos, pero no me negarás que es mucho más auténtico comer un sándwich mientras un montón de neoyorquinos corren y pasean a sus perros a tu alrededor que comer una mísera ensalada sola en tu habitación.
—Visto así… De acuerdo, Hannibal.
Guillermo y Emma entraron en la cafetería con una sonrisa en los labios y, mientras ella escogía las bebidas, él encargó dos sándwiches de pastrami con mostaza. Tras pelearse por pagar (pelea que ganó Guillermo argumentando que, si no lo hacía, su madre renegaría de él) caminaron hasta una de las muchas entradas que tenía Central Park y se sentaron en un banco. Comieron más o menos en silencio, relajados. Emma no le dijo que era médico, pero sí le explicó que había ido allí para asistir a un curso de cocina. Guillermo le confesó que una de sus hermanas estaba embarazada y que estaba cansado de su trabajo, pero no le dijo que hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien con nadie como con ella. Cuando llegaron al hotel, dos horas más tarde, se despidieron y él, haciendo uso de su capacidad de estratega que tanto lo había ayudado en el trabajo, optó por no pedirle ninguna cita y darle sencillamente las buenas noches. Por la mirada de sorpresa de Emma se diría que había acertado.