—¿Qué haces aquí? —le preguntó, antipática. Ella no solía ser así, pero llevaba casi dos días sin dormir y el señor Soy el Amo del Mundo le había amargado el vuelo. Aunque, si era sincera, tenía que reconocer que era increíblemente atractivo y que, bueno, al final se había disculpado. Pero no, estaba demasiado cansada y no le apetecía ser sociable.
—Me alojo en el hotel —contestó él esbozando una sonrisa. Estuvo tentado de añadir que era obvio, pero se mordió la lengua—. ¿Y tú? ¿También te alojas aquí?
—Es obvio, ¿no? —respondió Emma, quisquillosa, mientras buscaba la llave en el enorme bolso.
Guillermo se arrepintió de no haber hecho él ese comentario.
—No encuentro mi llave. ¿Por qué insisten en hacer estas tarjetas tan delgadas? ¿Qué tenían de malo las llaves de toda la vida?
—No tengo ni idea. —Guillermo sonrió. Se dio cuenta de que hacía años que ninguna mujer lo había ignorado tanto, y si eso le hacía gracia, dedujo que era porque ya se había vuelto completamente loco—. ¿Quieres que te ayude?
—No hace falta. —Ella seguía sin mirarlo—. ¡Eureka! —Sacó triunfal la tarjeta y abrió la puerta—. Buenas noches.
Iba a cerrar cuando Guillermo volvió a hablar.
—¿Emma?
—¿Sí?
—¿Vas a quedarte muchos días en Nueva York? —Como pregunta no era muy original, pero no se le ocurrió nada más.
—Sí. —Ella se mantuvo fiel a sus pocas ganas de confraternizar, a pesar de que él estaba siendo encantador.
—¿Podríamos salir a cenar algún día? —Hacía años que no le pedía una cita así a nadie. En el mundo en el que se movía todo era mucho más frío y mecánico—. Conozco bien la ciudad y…
—No, gracias —lo interrumpió—. Mira, Guillermo. ¿Te llamabas así, no? —Emma sabía perfectamente cómo se llamaba, pero no pudo resistir la tentación. Esperó a que él asintiera y continuó—: La verdad es que voy a estar muy liada.
Guillermo se quedó unos segundos sin saber qué contestar; ella ni siquiera había intentado disimular que le estaba mintiendo. Él solo pretendía ir a cenar y charlar un rato con aquella chica. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer lo atraía de ese modo tan repentino, pero al parecer eso solo le estaba pasando a él.
—De acuerdo. —Dio un paso hacia atrás y entró en su habitación—. Espero que te guste la ciudad. Buenas noches.
—Buenas noches. —Ella cerró la puerta sin añadir nada más.
Emma tiró el bolso encima de la mesa que había delante del televisor y se frotó la cara con las manos. Había sido muy antipática con Guillermo. Eso de fingir no acordarse de su nombre cuando él solo intentaba ser amable había sido muy ruin. Pero conocía demasiado bien a los hombres como él como para sentirse culpable. Seguro que el tal Guillermo era uno de esos ejecutivos agresivos con un sueldo demasiado alto, una agenda demasiado apretada, demasiadas mujeres repartidas por el mundo y ningún amigo ni hogar al que regresar. De hecho, ella casi se había convertido en uno de ellos.
Emma tenía veintitrés años y había ido a Nueva York a hacer realidad su sueño. Se había apuntado a un curso de cocina internacional que iban a impartir en la Gran Manzana los cocineros más famosos del mundo, incluidos los españoles. Pero Emma no era cocinera, aún no, ella era médico, especializada en cirugía. Sus padres, el doctor Sotomayor y la doctora Pérez-Prado, eran unas eminencias en sus profesiones; él, Ricardo, era neurocirujano, y ella, Manuela, oncóloga. Ambos eran unos pésimos padres. Los doctores Sotomayor y Pérez-Prado, nunca nadie los mencionaba por separado, habían tenido dos hijas, Emma y Raquel, que se habían criado con niñeras de casi todo el mundo y en los mejores colegios que el dinero podía pagar. Raquel, la pequeña, siempre había sido rebelde, y ahora mismo estaba empezando su tercera carrera; lo único constante en ella era su inconstancia. Por el contrario, Emma siempre había sido una hija «ejemplar» y su momento culminante llegó cuando les comunicó a los doctores (Emma había decidido llamar así a sus padres) que ella también iba a estudiar Medicina. A Emma le gustaba la Medicina, pero ser médico le daba miedo. En cambio, en una cocina todo era mucho más sencillo, más creativo; allí podía dar rienda suelta a su imaginación sin que nadie saliera perjudicado. Pero cuando los doctores oían algún comentario al respecto, le decían que se equivocaba, que no podía echarse a perder de ese modo y, en resumen, que no dijera tonterías. Hasta hacía un año, Emma estaba convencida de que tenían razón.
Había estudiado Medicina y había hecho el MIR con notas excelentes. En cambio, no tenía ningún recuerdo de su vida universitaria. Cuando empezó a trabajar en el hospital, todos la temían y la ignoraban. La temían porque era la hija de dos eminencias nacionales y porque se decía que ella iba a seguir el mismo camino, y la ignoraban porque era un muermo. Nunca salía, nunca iba a tomar un café, nunca sonreía. Nunca hacía nada con nadie. No era que no tuviera amigos. En la facultad había conocido a gente tan dedicada, por no decir tan obsesionada, como ella, y tenía un par o tres de amigas de las que sabía poco sobre su vida personal y mucho sobre sus trabajos. Incluso había tenido un par de novios, si se puede llamar «novio» a un hombre con el que te acuestas muy de vez en cuando y que está tan pendiente del busca como tú. A pesar de todo, Emma era feliz. Hasta el día en que aquel chico, Esteban, murió durante su turno.
Ella no conocía a Esteban, no le había visto nunca, pero jamás olvidaría su cara. Tenía treinta y dos años, y llegó a urgencias con un infarto. Emma y el resto del personal de urgencias hicieron todo lo que estuvo en sus manos para salvarlo, pero no lo consiguieron. Esteban murió pocos minutos después. No era el primer paciente que moría delante de Emma, pero había algo en la mirada de aquel chico que la atrapó. Nunca había visto unos ojos tan llenos de remordimiento. Salió a la sala de urgencias para buscar a los parientes de Esteban, pero no había nadie. Esperó un rato. Nadie. ¿Cómo era posible? Seguro que había pasado algo. Emma fue a preguntar a información, y le dijeron que habían llamado a los padres del chico, pero que como eran de Galicia no llegarían a Barcelona hasta el día siguiente.
—¿Y sus amigos? —preguntó, cada vez más intrigada. ¿Cómo podía ser que alguien de aquella edad muriera y que nadie estuviera allí con él?
—He llamado al trabajo —contestó una de las recepcionistas—. Y me han dicho que más tarde ya pasaría alguien.
¿Más tarde?
Emma esperó allí sentada. ¿Aquel chico no tenía a nadie que le quisiera lo suficiente como para dejar todo lo que estuviera haciendo e ir allí para despedirse de él? Le parecía horrible pensar que alguien pudiera desvanecerse sin causar ningún sobresalto, pero…
¿Qué pasaría si fuera ella la de aquella camilla? Sus padres irían, por supuesto, siempre y cuando no estuvieran haciendo nada importante en ese momento. ¿Sus amigas? Quizá, pero seguro que sus vidas no se alterarían demasiado por el hecho de que Emma ya no estuviera con ellas. ¿Sus compañeros de trabajo? Lo único que les preocuparía sería quién iba a cubrir su turno. Si era sincera, la única persona que estaría triste sería su hermana Raquel. Y entonces se dio cuenta de que no quería que eso sucediera. No quería morir y causar solo indiferencia. Bueno, la verdad era que no quería morir. Punto. Pero ya que todos teníamos que hacerlo, le gustaría creer que su muerte le dolería a alguien, aparte de a su hermana pequeña. Oyó cómo una chica preguntaba por Esteban en el mostrador, y salió de su ensimismamiento. ¡Por fin!
—¿Es usted amiga de Esteban? —preguntó Emma, y al ver que la joven no contestaba, añadió—: Soy la doctora Sotomayor. ¿Puedo ayudarla en algo?
—¿Usted es la doctora que ha atendido a Esteban? —La chica no parecía nada afectada—. Yo soy Alicia, trabajo en la misma consultoría que él. Hoy teníamos una cita con un cliente y, cuando he llegado, me han dicho que una ambulancia se lo había llevado. ¿Está bien?
Emma se quedó en blanco. Era obvio que Alicia aún no sabía lo que había pasado.
—No, lo siento. Esteban ha fallecido. Un infarto. No hemos podido hacer nada.
—¿Un infarto? —Alicia se pasó la mano por la frente—. ¿Cuántos años tenía? —Sin darle tiempo a contestar, añadió—: Claro que con la vida que llevaba no me extraña.
Era obvio que entre ella y Esteban no había ninguna relación de amistad.
—¿Qué vida? —Emma no pudo resistir la tentación de preguntarlo.
—Ya sabe, solo pensaba en el trabajo. Quería convertirse en socio antes de los treinta y cinco y estaba dispuesto a todo para conseguirlo.
—¿Eran amigos?
—¿Esteban y yo? ¡No! Que yo sepa, Esteban no tenía amigos, no tenía tiempo. Y no era demasiado simpático que digamos.
—Se miró el reloj—. En fin, será mejor que me vaya. Aún me quedan muchas cosas que hacer.
—¿Va a regresar al trabajo? —Emma no salía de su asombro.
—Claro que sí. Y no me mire así, Esteban habría hecho exactamente lo mismo. —Empezó a darse la vuelta—. Bueno, quizá no. No creo que él se hubiera acercado al hospital a preguntar por mí.
Emma se quedó allí petrificada hasta que la espalda de Alicia, con su traje chaqueta, desapareció por la puerta principal.
Cuando esa noche llegó a su piso, no pudo dormir, a pesar de que había trabajado más de doce horas seguidas. Si Raquel hubiera estado en la ciudad la habría llamado, pero su hermana estaba en Canadá, y con la diferencia horaria no quería asustarla. Se pasó horas dando vueltas en la cama y pensando si ella y el pobre Esteban no tenían más cosas en común de las que creía. Y decidió que no quería ver reflejados en sus ojos todos los remordimientos que sintió ese chico antes de morir. Iba a cambiar. Por suerte, ella aún estaba a tiempo. Se levantó y fue a la cocina, que era la única habitación del piso completamente decorada, para buscar una libreta y un bolígrafo. Con letras mayúsculas, escribió «MI VIDA», y debajo empezó a hacer una lista de lo que quería que esta contuviera.
Un año más tarde, Emma aún llevaba la lista en la cartera. Después de pedir una excedencia en el hospital, se apuntó a unos cursos de cocina en una prestigiosa escuela de restauración de Barcelona. Gracias a lo que había aprendido allí, y a la recomendación de una de sus profesoras, había conseguido que la aceptaran en el exclusivo curso que se iba a impartir durante tres meses en Nueva York. Emma convenció a Raquel, que para entonces ya había regresado de Canadá, para que se mudara a su piso y así entre las dos mantener el alquiler. Raquel estaba entusiasmada con los cambios de su hermana mayor y aceptó enseguida, pero le dio mucha pena tener que separarse de ella durante tres meses. En cuanto a sus padres, para ellos todo aquello era un especie de crisis y la miraban con indolencia y le decían que, cuando se le pasara, se arrepentiría de haber hecho tantas tonterías y de haber echado por la borda una carrera tan prometedora. No fueron a despedirse de ella.
Como Emma siempre había soñado con visitar Nueva York, decidió llegar una semana antes de que empezaran las clases para hacer turismo. Reservó una habitación en un hotel céntrico para esos días y buscó en Internet todas las rutas imprescindibles y sitios de interés. Para los tres meses que duraba el curso, la propia escuela le había recomendado que alquilara un estudio en uno de los edificios cercanos, pero durante esa semana iba a ser una turista más.
Guillermo tenía más hambre de la que creía y se comió el sándwich de pollo en dos minutos. Intentó repasar la documentación que se había llevado consigo, pero no lograba concentrarse; no dejaba de pensar en lo mal que lo había mirado aquella chica. En el avión, ninguno de los dos había sido demasiado amable, y el lío de las maletas tampoco había ayudado, pero Guillermo se había disculpado y creía que en cierto modo habían hecho las paces. Sin embargo, al parecer, Emma no lo creía así. Era una lástima, a él le hubiera encantado salir a cenar con ella y charlar un poco más. Tal vez incluso podrían haber ido a visitar algún museo, o hacer de turistas juntos, y quizá se habrían hecho amigos. Era la primera vez en mucho tiempo que Guillermo invitaba a cenar a una chica solo para hablar. Cuando la miró a los ojos en el avión, tuvo la sensación de que podrían estar bien juntos, de que podrían ser amigos. Y por culpa de su reciente cambio de chip, ahora a Guillermo no le apetecía en absoluto estar solo en la ciudad, y tampoco tenía ganas de pasarse todo el día trabajando. En fin, tendría que cenar solo, como siempre. O podía intentar invitarla de nuevo.