Barcelona, 2007
Vuelo 3645 con destino a Nueva York
Guillermo estaba harto de viajar. Estaba harto de subir y bajar de aviones. Estaba harto de tener reuniones interminables con gente a quien a la mañana siguiente era incapaz de recordar. Estaba harto de dormir en hoteles y de desayunar en salas de espera. Pero de lo que de verdad estaba harto era de no tener un hogar al que regresar.
Hubo una época en la que a Guillermo le encantaba ese tipo de vida. Tiempo atrás, había disfrutado de la sensación de poder que sentía cuando era recibido por los ejecutivos de las empresas a las que iba a asesorar; le había atraído el glamur de visitar tantas ciudades sin reparar en gastos, y había sabido deleitarse con todo lo que estas le ofrecían. Hubo una época, en la que incluso le ilusionó tener tantos puntos en su tarjeta de vuelo y presumir ante sus amigos de todas las conquistas que tenía por el mundo. Pero ya no. Ahora sabía que todo eso no valía para nada.
¿Cuándo había empezado a cambiar de opinión? Si era sincero, hacía ya mucho que no «conquistaba» a nadie, empezaba a tener úlcera de tanto comer en restaurantes y ya no recordaba la última vez que había mostrado interés por saber algo de la ciudad que estaba visitando. Todo eso lo inquietaba, pero lo que lo tenía más preocupado era que no sabía qué había pasado para que se diera cuenta de que todos esos lujos eran en realidad una pobre compensación por lo que estaba perdiendo: su vida. Y ¿por qué la persona que tenía sentada delante llevaba el asiento tan reclinado?
Aquel vuelo era un desastre; todo había ido mal desde el principio. Cuando Guillermo llegó al aeropuerto y vio la cola que había para facturar, se temió que hubiese pasado algo, y por desgracia acertó. La compañía había cometido un error en la venta de billetes y había overbooking. Si no tomaba aquel vuelo no iba a llegar a tiempo para la reunión con los directivos de Biotex. Por suerte, dada la categoría de su billete, tenía plaza asegurada, pero se le había asignado un asiento en clase Turista. Guillermo siempre viajaba en Business porque su empresa se lo pagaba a cambio de que, cuando llegara a la ciudad de turno, empezara a trabajar de inmediato. Guillermo era tan alto que viajar en Turista le suponía llegar con todas las extremidades doloridas y un considerable mal humor. No era que se preocuparan por su espalda o por sus piernas. No, a ellos solo les preocupaba obtener el mayor éxito posible, y si enviaban a Guillermo Martí sabían que lo tenían asegurado.
Guillermo aceptó el cambio de asiento con resignación; entendía perfectamente la situación, y él no era uno de esos energúmenos que se quejan e insultan a las azafatas o al personal del aeropuerto cuando no tienen culpa alguna de los errores que han cometido las compañías para las que trabajan. Así pues, entró en el avión y se sentó en su sitio; por suerte, le había tocado pasillo y podía estirar las piernas. A su lado, había un matrimonio de unos sesenta años que iban a Nueva York porque sus hijos les habían regalado el viaje para celebrar sus bodas de plata. Guillermo no era muy hablador, pero eso no había impedido que Dolores (la mujer se había presentado enseguida) le contara todos los detalles del viaje y le dijera, un millón de veces, lo guapos y maravillosos que eran sus hijos. Por suerte, ahora los dos estaban entretenidos, o al menos eso parecía, comiendo la lasaña que les habían servido de cena. Él era incapaz de comerse eso, así que aprovechó para dormir. Por desgracia, su mente parecía incapaz de desconectarse y, para empeorar las cosas, tenía el maldito asiento de delante encima de las rodillas. Respiró hondo; tal vez si le daba un golpecito suave, su ocupante entendería la indirecta y lo incorporaría un poco. Dio ese golpecito. Nada. Dio otro. Tampoco. Inspiró hondo de nuevo. Volvió a intentar dormir, pero cada vez se ponía más nervioso, así que optó por pedirle a la azafata que le trajera un vaso de agua. Ella se lo trajo enseguida, y eso fue la gota que colmó el vaso, literalmente. Al poner el vaso en la bandeja, quien ocupaba el asiento se echó hacia delante un segundo y luego, de nuevo, hacia atrás a toda velocidad, y el agua se derramó por completo encima de Guillermo. Este se levantó en menos de un segundo.
—¡Esto es el colmo! —exclamó a la vez que intentaba secarse un poco con la servilleta que le había pasado Dolores.
—Lo siento.
Guillermo apartó la vista de sus pantalones, completamente empapados, para ver la cara de la culpable de todo aquel estropicio. Nada más levantar la cabeza, se quedó petrificado.
Delante de él había una chica menuda, con cara de agotamiento, que lo miraba preocupada. Debía de tener más o menos la edad de su hermana Ágata, que pronto iba a hacerlo tío. Pero, a diferencia de ella, que era morena, esa chica era pelirroja y con más pecas de las que él hubiese visto jamás. Parecía un hada.
—Lo siento —repitió ella al ver que él no reaccionaba.
—Ya. —Guillermo no pretendía ser maleducado, la verdad era que no sabía qué decir. Y eso a él no le pasaba nunca.
El hada no se tomó nada bien el tono de su respuesta y frunció el ceño, lo que la hizo parecer aún más cansada.
—Bueno, aparte de disculparme no se me ocurre qué más hacer, así que… —Hizo un gesto hacia su asiento y se dio la vuelta para volver a sentarse.
Guillermo levantó la mano como para detenerla, pero antes de tocarla lo pensó mejor y la apartó. No quería que ella se asustara. Seguro que con su monosilábica respuesta ya estaba convencida de que era un neandertal, y no quería empeorar las cosas. Así que optó por decir:
—Si no le importa, ¿podría incorporar un poco el asiento? Si está tan reclinado hacia atrás no puedo ni respirar.
Aunque pretendía ser educado, su tono de voz fue severo, y se olvidó de añadir un «por favor» al final de la frase.
—Claro. Lo que sea para que el señor esté cómodo —respondió sarcástica el hada sin mirarlo directamente. Incorporó un poco el asiento, se volvió a poner los cascos y cerró los ojos.
Guillermo, que seguía de pie, se dio cuenta de que ella daba la conversación por terminada, aunque no se sentó hasta que oyó cómo una señora que quería pasar por el pasillo carraspeaba a su espalda.
—Lo siento —farfulló antes de sentarse. Ahora, aunque no podía decirse que estuviera cómodo, al menos no tenía la sensación de estar encerrado en una caja de zapatos.
Pasaron un par de horas. Había hecho varias veces aquel trayecto, y nunca le había parecido tan largo. No conseguía dormir, era incapaz de relajarse, y cuando por fin lo lograba, o bien Dolores le hacía algún comentario o el asiento del hada volvía a acercarse a sus rodillas. Al parecer, ella sí conseguía dormir, y se había olvidado completamente de su petición. Ante la imposibilidad de lograr su objetivo, descansar, Guillermo optó por repasar la documentación que tenía sobre su nuevo cliente.
Los laboratorios Biotex eran una empresa especializada en productos antienvejecimiento en general. A principios de los años noventa, tuvieron un gran éxito con una de sus cremas, pero en los últimos tiempos, dada la enorme competencia del sector, habían sufrido importantes pérdidas. Hacía un par de meses, otro laboratorio, el más importante de la industria farmacéutica, les había hecho una oferta para fusionarse con ellos, y fue entonces cuando Biotex decidió llamar a Smithsons, M&A, la multinacional para la que trabajaba. Ellos eran especialistas en gestionar fusiones y adquisiciones, y Guillermo era uno de los mejores. Si había una trampa para su cliente, él la encontraría y si había un modo de ganar más dinero, también lo averiguaría. Estaba repasando el gráfico de la segunda página, cuando casi se traga el respaldo del asiento de delante. Otra vez.
—Esto es increíble —farfulló mientras intentaba apartar el asiento lo suficiente como para poder salir de allí—. Señorita, ¿le importaría dejarme un poco de espacio? Ya sabe, necesito respirar. —Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, Guillermo se dio cuenta de que se había pasado. No era propio de él ser tan brusco, pero el cansancio estaba empezando a hacer mella en su carácter.
—Lo siento —respondió el hada al instante. Parecía muy enfadada—. Pero creo que este asiento está roto; cada vez que le doy al botón, se inclina completamente hacia atrás.
—Creo que es la peor excusa que he oído nunca —dijo Guillermo sin pensar.
Ella lo miraba como si fuera un insecto, como si no pudiera soportarlo, y eso le ponía los nervios de punta. Nunca nadie lo había mirado así. ¿Se podía saber qué le había hecho para que reaccionase de ese modo?
—Mire, me importa un bledo si me cree o no, señor Soy el Amo del Mundo, pero el asiento está roto. Si quiere, puede sentarse usted en él y yo me siento en el suyo. Total, con lo que se mueve detrás de mí, yo tampoco puedo dormir.
Guillermo se quedó boquiabierto. ¿Así que él también la molestaba? Perfecto, se negaba a ser el único que no pudiera descansar. ¿Y cómo lo había llamado?
—Escuche —el hada habló de nuevo—, será mejor que los dos nos tranquilicemos y volvamos a sentarnos. Ya solo falta una hora para aterrizar y seguro que no volveremos a vernos.
Cuando los dos estuvieron acomodados, ella dijo entre dientes:
—La próxima vez, compre un billete en primera clase, señor quisquilloso.
—La he oído —dijo Guillermo enfadado, pero sus labios dibujaron una leve sonrisa.
Ella no contestó, y él oyó cómo rebuscaba en su bolso hasta dar con algo y volvía a reclinarse en su asiento, que ahora ya descansaba sobre sus rodillas sin ningún disimulo. En fin, como había dicho su contrincante pelirroja, ya solo quedaba una hora de vuelo, y más le valía resignarse a pasarla atrapado en aquella butaca.
El avión aterrizó sin problemas y, tras el largo y pesado proceso del control de pasaportes, Guillermo estaba por fin esperando que saliera su maleta. Él sabía que eso podía durar un rato, así que optó por telefonear a Ágata. Estaba embarazada de casi siete meses, y no quería que su primera sobrina hiciera la entrada en este mundo sin estar él presente. Desde el año en que no había pasado las Navidades junto a su familia, se había jurado que nunca más se perdería ningún otro evento importante. Se aseguró de tener suficiente cobertura y la llamó. Contestó Gabriel, su mejor amigo y ahora marido de su hermana. Tenía que reconocer que al principio le había costado imaginarse a Ágata con el «sinvergüenza» de Gabriel, pero si era sincero, él siempre había creído que cuando Gabriel se enamorara sería para siempre. Ojalá pudiera decir lo mismo de sí mismo.
—¿Cómo está Ágata? —preguntó Guillermo.
—Igual que ayer. —Gabriel miró a su mujer embobado—. Guillermo, te juro que si hay alguna novedad te avisaré enseguida. No tienes que llamar cada día.
Ágata se acercó a Gabriel y le dio un beso antes de quitarle el teléfono de las manos.
—¡Guille! ¿Dónde estás?
—En el aeropuerto de Nueva York. Acabo de aterrizar.
—¿Qué tal el vuelo? —preguntó ella mientras Gabriel le compraba un refresco en un quiosco.
—Como siempre, aburrido y cansado. Aunque hoy me he peleado con una chica.
—¿Ah, sí? —Guillermo nunca mencionaba a nadie en sus llamadas, así que Ágata supuso que esa pelea había sido importante.
—Sí, tenía una teoría muy interesante sobre cómo sentarse en un avión. En fin —suspiró Guillermo—, seguro que a ti te caería simpática. Espera un momento. ¡Se está llevando mi maleta!
—¿Quién? —Ágata se dio cuenta de que Guille ya no la estaba escuchando, y que había empezado a gritar.
—¡Eh, señorita! ¡Esa es mi maleta! ¿Por qué me compraría una maleta negra?
«Porque eres un soso», pensó su hermana mientras Guillermo seguía refunfuñando.
—Ágata, te dejo. La impresentable que se ha pasado todo el vuelo con el sillón reclinado se está llevando mi maleta. ¡Llámame cuando vayas a Barcelona!
—Lo haré —respondió ella, pero Guillermo ya había colgado.
Saltó por encima de unas maletas que un japonés estaba amontonando junto a él y corrió detrás de aquella melena pelirroja que se estaba alejando con sus cosas.
—¡Oiga! —¿Por qué no le había preguntado su nombre?, se recriminó— ¡Señorita! ¡La pelirroja, deténgase! —Ante la mención del color de su cabello, la joven se paró en seco.
Guillermo se detuvo delante de ella y se pasó la mano por el pelo, que a esas alturas seguro que estaba completamente alborotado. Tendría que habérselo cortado antes de irse de Barcelona.
—¿Se puede saber qué le pasa ahora? —preguntó la chica, indignada.
—Esa es mi maleta —respondió Guillermo señalando con el dedo su preciosa y común maleta negra.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó sin apartar la mirada de la suya.
—Lo sé. —Guillermo enarcó una ceja a modo de desafío—. Y si la suelta un segundo, se lo demostraré.
—No pienso soltarla. —Si él era terco, ella lo era aún más.
—Entonces, más le vale que le vaya bien mi ropa, porque le aseguro que «su» maleta está dando vueltas en la cinta, si es que alguien no se la ha llevado ya.
Ante ese comentario, la chica dudó un instante y, sin soltar el asa, dijo:
—Está bien, vamos a verlo. —Echó a andar hacia la cinta número cuatro—. Pero cuando vea que no tiene razón, espero que se disculpe.
—Lo mismo digo. —Guillermo la seguía, y estaba fascinado con lo deprisa que caminaba, a pesar de arrastrar «su» pesada maleta y de lo cansada que parecía. Tenía las ojeras mucho más marcadas que horas atrás, cuando la había visto por primera vez, y llevaba el pelo recogido en un desordenado moño que aún evidenciaba más su agotamiento.
Llegaron juntos a la cinta y, cuando la otra maleta negra pasó por su lado, Guillermo tiró de ella y la colocó en el suelo junto a la «suya». Las maletas eran idénticas, a excepción de un golpe que una tenía junto a las ruedas. Guillermo se acordaba perfectamente de ese golpe, porque cuando lo vio por primera vez, el día que la estrenaba, insultó mentalmente a todo el personal de tierra del aeropuerto asiático donde estaba. Reconocería su maleta en cualquier lugar, y era, sin ninguna duda, la que aquella pelirroja se había llevado.
—¿Y bien? —preguntó Guillermo, satisfecho al ver que ella se daba cuenta de su error.
—Está bien, lo reconozco. Tiene usted razón. —Se frotó los ojos—. Me he equivocado de maleta.
—¿Y? —Guillermo sabía que se estaba pasando, pero le encantaba ver cómo se sonrojaba.
—Lo siento —farfulló finalmente, y tiró del asa de la maleta para irse.
—Espere. —Guillermo le tocó el brazo para detenerla.
Ella miró sorprendida la mano que descansaba encima de su antebrazo, y no se movió.
—¿No cree que podríamos tutearnos? —Al ver que la joven no contestaba, añadió—: Al fin y al cabo, te has pasado casi todo el vuelo encima de mis rodillas. —Se dio cuenta de lo que había dicho, y al notar que empezaba a sudar, corrigió esa última frase—: Tu asiento. Quiero decir que tu asiento se ha pasado casi todo el vuelo encima de mis rodillas. Me llamo Guillermo. —Apartó la mano del brazo y se la ofreció.
Ella dudó un instante, pero finalmente se relajó y contestó:
—Emma. —Aceptó la mano que él le tendía.
—Encantado, Emma —dijo Guillermo con una sonrisa.
—Lo dudo. — La chica apartó la mano y se alisó unas inexistentes arrugas de la camisa.
—Siento haberte hablado mal en el avión. —Esperó un instante para ver su reacción, y añadió—: Estaba muy cansado. —Se pasó la mano por el pelo—. Aún lo estoy.
Emma levantó la vista y, al ver que él era sincero, aceptó sus disculpas y siguió su ejemplo:
—Yo también lo siento. —Se miró de arriba abajo—. Es obvio que los dos estamos cansados. —Tiró de su maleta—. En fin, será mejor que me vaya.
—Yo también.
Los dos empezaron a caminar hacia la salida, y cuando estaban a punto de llegar a la cola de los taxis, el móvil de Guillermo empezó a sonar. ¡Vaya mala pata! Contaba con compartir taxi con ella y así averiguar algo más sobre su misteriosa hada. Eso no era nada habitual en él, pero tal como había estado pensando antes, había llegado el momento de cambiar. Se le ocurrió no contestar, pero cuando vio que era su jefe, no tuvo más remedio que hacerlo.
—¿Sí? —Enarcó las cejas ante el abrupto comentario de Enrique, y se detuvo en seco. Enrique siempre se ponía nervioso cuando tenían que intervenir en una adquisición importante—. Perdona un momento —le dijo con la esperanza de convencer a Emma de que esperara a que él terminara con la llamada, pero cuando miró a su lado, ella ya no estaba. Había seguido andando y lo saludaba con la mano para despedirse—. ¿Qué? No, no pasa nada. Puedes continuar.
Guillermo llegó al hotel mucho más tarde, Enrique lo había tenido al teléfono más de media hora, y como no quería perder la señal, esperó en el aeropuerto hasta terminar la conversación. Luego, se metió en un taxi, solo, y se quedó atrapado en un atasco. Lo único bueno fue que, durante ese rato, pudo dormir un poco. A base de tanto viajar, había aprendido a encontrar siempre el lado positivo de los inconvenientes. Una vez instalado en su habitación, se puso cómodo y empezó a trabajar. Tenía una reunión el día siguiente a primera hora y sabía que, para evitar los efectos del jet lag, debía mantenerse despierto hasta la noche, para adaptar así su cuerpo a los horarios de aquel continente. Además, tenía que repasar un montón de documentos. Lo mejor sería que llamara al servicio de habitaciones y pidiera que le subieran algo de cenar. Buscó la carta y escogió un sándwich de pollo con un zumo de naranja. Pasada media hora, llamaron a la puerta y, cuando abrió, tuvo que parpadear dos veces para asegurarse de que el cansancio no le estaba jugando una mala pasada. Detrás del camarero, que lo miraba con cara de pocos amigos porque no se apartaba para dejarlo pasar, vio una melena pelirroja que reconocería en cualquier parte. Guillermo se hizo a un lado y el camarero entró, mientras él seguía mirando a la chica, que intentaba abrir la puerta de la habitación de enfrente.
—¿Emma? —preguntó incrédulo.
A ella se le cayó el bolso, que hizo un ruido seco al impactar contra el suelo, y, despacio, se dio media vuelta.
—¡No me lo puedo creer! —dijo Emma recogiendo las cosas del suelo—. Esto es increíble.
—Tienes toda la razón. Es increíble —repitió Guillermo.