CAPÍTULO CUATRO

Cuando clareó el año 1942, gélido y vacío, Yona se había acostumbrado a su propia compañía, pues Jerusza, con sus ciento dos años, ya apenas hablaba. La joven tenía casi veintidós y sabía todo lo que había que saber de la tierra que pisaba y de las cosas que brotaban de ella, pero apenas sabía nada de los hombres. Hacía casi tres años que no veía a ningún ser humano, más allá de los ocasionales destellos de los hombres malvados desde las profundidades de los árboles. Mantenía conversaciones con las ardillas rojizas y con las liebres de la montaña. Cocinaba, limpiaba, hablaba con un Dios al que no entendía. Sin embargo, aventurarse fuera del bosque se había vuelto demasiado peligroso, incluso para Jerusza. Cuanto más se adentraban en Nalibocka, más desaparecía el mundo exterior.

Antes de que se diera cuenta, llegó el mes de marzo, y el frío se filtró en la tierra, la nieve se derritió y la escarcha liberó el bosque. Un día en que el sol se asomaba alto por encima de las copas de los árboles en un cielo frío sin nubes, Jerusza, que no se había movido de su cama de juncos, llamó a Yona.

—Hoy —dijo la anciana con voz áspera, sin apenas aliento— es el día en que voy a morir.

Los ojos de Yona se llenaron del lágrimas. Era consciente de que se acercaba el momento, puesto que el cuerpo de Jerusza se detenía y se enfriaba. Los pájaros, que reemergían en busca de indicios de la primavera, se habían mantenido a cierta distancia como nunca antes, y Yona percibió cómo una sombra que se cernía sobre su hogar se hundía en la tierra. Llevaban desde noviembre viviendo allí, el período más largo que habían pasado en un mismo lugar.

—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Yona, arrodillada a su lado.

—Prepárame una tila. —La anciana soltó un tembloroso suspiro.

Parpadeando para contener las lágrimas, Yona se dispuso a hacer lo que le había pedido Jerusza y preparó un fuerte brebaje con las flores secas de los tilos, que las dos habían recopilado durante el verano anterior. El té le bajaría la fiebre y la ayudaría con el dolor, pero no ralentizaría su transición al otro lado. Mientras esperaba a que las flores infusionaran, Yona intentó concentrarse en mantener cómoda a Jerusza, aunque en los confines de su mente no paraban de agolparse pensamientos: ¿qué sería de ella una vez que la anciana se hubiera ido?

Cuando al cabo de unos minutos se puso de nuevo de rodillas junto a Jerusza con una humeante taza en las manos, la respiración de la anciana se había vuelto aún más superficial, pero siguió recitando el vidui, la oración de confesión, antes de aceptar la taza con las manos temblorosas.

—Jerusza, ¿qué voy a…? —empezó a preguntarle Yona, pero la anciana la interrumpió.

—Hay cosas que debo decirte. —Jerusza dio un largo sorbo al té. Pestañeó varias veces y, cuando dirigió los ojos vidriosos hacia Yona, parecía más fuerte y despierta de lo que la chica la había visto en meses.

—Aquí estoy. —Yona se inclinó y puso las manos sobre las de Jerusza en un gesto de compasión, pero la anciana la apartó.

—En primer lugar, jamás debes salir del bosque. No mientras el mundo siga en guerra. Debes prometérmelo, Yona.

Era el pacto al que habían llegado cuando las bombas empezaron a caer, dos años y medio atrás, y Yona había cumplido con su palabra. Pero cuando Jerusza muriera se encontraría a solas en la oscuridad. ¿Y si de tanto en tanto anhelaba el contacto humano?

—Pero si necesito comida…

—¡El bosque proveerá, niña! —A la anciana le sobrevino un fuerte ataque de tos que le sacudió el cuerpo por completo—. El bosque siempre proveerá. Tienes que darme tu palabra.

Le habría resultado muy fácil asentir, pero Jerusza le había enseñado tiempo atrás que nunca debía mentir, a no ser que su vida corriera peligro y una mentira fuera la única manera de salvarse.

—No puedo —susurró.

Con suma dificultad, Jerusza se incorporó para sentarse. Sus ojos ardían, a pesar de que la vida lentamente abandonaba su cuerpo.

—Pues eres tonta y vas a correr un gran peligro.

—Pero tal vez un gran peligro sea la única manera de alcanzar una vida mejor —terció Yona—. ¿No es acaso lo que me has contado sobre nuestra existencia? La vida en un pueblo sería más sencilla, pero nos arriesgamos a vivir en el bosque porque así logramos una vida mejor, aquí, debajo de las estrellas.

El labio superior de Jerusza se curvó.

—Por lo visto, la alumna por fin se ha convertido en profesora. —Su voz sonaba bronca y cada vez más débil—. En ese caso, pues, supongo que hay otra cosa que deberías saber. Obviamente, ya eres consciente de que no soy tu auténtica madre.

—Obviamente. —Una repentina punzada de soledad recorrió a Yona. A lo largo de los años, en varias ocasiones había intentado preguntar quién era su familia, pero Jerusza siempre se ponía hecha un basilisco y la llamaba «desgraciada» y «desagradecida». Con el tiempo, Yona había terminado creyendo que sus desalmados padres debían de haberla abandonado en el bosque, y que la anciana le había salvado la vida.

—Te robé —prosiguió Jerusza con voz firme—. Como ves, no tuve elección.

Yona se sentó sobre los talones. Seguro que la había oído mal.

—¿Me robaste?

—Sí. De un piso de Berlín. De una mujer y de un hombre a quienes no debías pertenecer. —Se lo soltó con la misma calma con que habría hablado del tiempo.

—¿Cómo? —De repente, Yona se levantó, entre temblores, la incredulidad mezclada con el pálpito de que una pequeña parte de ella ya conocía esa historia. Berlín.

—Siéntate, niña. No hay tiempo para tu dramatismo.

Yona aspiró varias bocanadas de aire, con el cuerpo tenso para salir huyendo por el bosque, donde no iba a tener que tragarse el dolor de cuanto fuera a contarle Jerusza. Pero no podía. Sabía que no podía irse, porque la mujer habría muerto antes de que regresara, y entonces jamás oiría lo que necesitaba saber.

—¿Qué hiciste, Jerusza? —susurró mientras se desplomaba de nuevo.

—¿Que qué hice? Te salvé, niña. —El sudor le perlaba la frente y su respiración se volvía más dificultosa, una serie de jadeos y siseos entrecortados—. Debes saber que tus padres eran malas personas.

—¿Cómo es posible que lo supieras?

—Del mismo modo en que lo sé todo. —Las palabras de la anciana la golpearon como un látigo—. El bosque me lo dijo. El bosque y el cielo.

—Pero…

—Se llamaban Siegfried y Alwine Jüttner —continuó Jerusza interrumpiendo la protesta de Yona, embargada por la pena—. Vivían en Berlín, en un piso del n.º 72 de la calle Behaimstraße.

El piso con la cama de madera y las sábanas calientes que la había perseguido en sueños. Yona tragó saliva varias veces; en su interior bullían mil preguntas. Hubo una que se abrió paso a la fuerza hacia la superficie:

—¿Ahora se supone que debo volver con ellos? ¿Por eso me lo estás contando?

—¡No! —Los ojos de la anciana se encendieron, y se incorporó. Su torso se agitaba sin parar, como una brizna de trigo en el viento, y Yona contuvo el impulso de ayudarla. No se lo merecía—. ¡No! —repitió Jerusza con una voz tan fuerte y afilada que la muchacha oyó cómo una bandada de sobresaltados cuervos echaban a volar y graznaban furiosos—. No debes volver.

—Entonces, ¿por qué me lo cuentas? Y ¿por qué ahora?

—Porque… —La voz de Jerusza se apagó y sus palabras se disolvieron en una húmeda tos que le zarandeó el cuerpo—. Puede que saberlo algún día te salve la vida… o salve a otro.

—¿A qué te refieres? —Yona se inclinó hacia delante.

—Todos estamos interconectados, Yona. A estas alturas, ya lo sabes. En cuanto los destinos se entrelazan, quedan hilvanados para siempre. Las vidas son círculos que giran por el mundo, y, cuando están predestinadas a interconectarse, lo hacen. No hay nada que podamos hacer para evitarlo.

—¿Me estás diciendo que voy a ver a mis padres otra vez?

—El universo constantemente brinda oportunidades para la vida y para la muerte. —La anciana apartó la mirada—. Ahora te doy la ocasión de vivir, como hice cuando te fui a buscar.

—No… no lo entiendo. —Yona notaba la desesperación que le cerraba la garganta. Quería sacudir a la anciana, quien, incluso en su lecho de muerte, hablaba con confusos e indescifrables acertijos—. ¿La ocasión de vivir? ¿A qué te refieres, Jerusza?

—Ya lo sabrás. —Jerusza respiró con dificultad antes de toser y tumbarse sobre los juncos—. Vivirás hasta la luna nueva de tu año número cien, Yona, si no olvidas las cosas que te he enseñado. Ya lo sabrás.

Yona se sentó y se la quedó mirando. La predicción de la anciana, tan precisa y tan segura, le habría parecido extravagante si no hubiera sabido que el don de Jerusza era infalible. La tierra le hablaba en un modo que Yona jamás comprendió, pero nunca mentía, y la anciana tampoco. Y por eso Yona supo que debía formularle la pregunta que llevaba años quemándola por dentro.

—¿Me quieres, Jerusza? —preguntó en voz baja, avergonzada de que le importara tanto—. Por favor, necesito saberlo.

Jerusza se la quedó mirando, y su expresión no era de ternura ni tan siquiera de arrepentimiento. Era de repulsa, de repugnancia.

—El amor es una emoción inútil —dijo al fin con voz débil—. Te vuelve débil. ¿Acaso no te he enseñado nada? El amor es para los tontos.

Yona apartó la mirada antes de que Jerusza percibiera el dolor que irradiaban sus ojos.

—Pero ¿y si esos padres de quienes me robaste me querían?

—¿Qué más da que te quisieran? —La voz de la anciana ya no era más que un susurro—. ¿Habrías cambiado la vida que has vivido conmigo por una con padres malvados solo porque en esa había amor?

—No lo sé —respondió—. No me diste la oportunidad de escoger. —En ese momento, Jerusza cerró los ojos y exhaló el último suspiro, y una única lágrima se deslizó por la mejilla de Yona al pensar en todo lo que había perdido y que jamás encontraría.

* * *

Yona no se había recuperado de la revelación de sus orígenes, pero aun así llevó a cabo diligentemente cuanto Jerusza le había pedido hacer, los rituales que la anciana le había enseñado, una combinación de tradiciones judías y brujería eslava tan misteriosa como la propia Jerusza.

Baruch atah Adonai, eloheinu melech ha-olam, dayan ha-emet —murmuró sobre el cuerpo de la mujer que la había criado, una mujer a la que en absoluto había llegado a conocer. «Bendito seas, Dios nuestro Señor, rey del universo, juez de la verdad». Encendió velas elaboradas con cera de abejas y ortigas, y las colocó encima de la cabeza de la anciana. Recitó el salmo 23 y, acto seguido, se sentó junto a Jerusza, la única madre que había tenido, durante un día y una noche.

Cuando el sol se alzó al día siguiente, Yona limpió con suavidad y minuciosidad el cuerpo de la anciana con agua helada de un estrecho riachuelo cercano, escurriendo los paños en los cántaros, antes de verter el agua en una tumba vacía, lo mejor que podía hacer mientras la tierra siguiera tan fría. A continuación, envolvió a Jerusza con un sudario blanco y colocó con cuidado su cuerpo en el hoyo. Después cubrió de tierra la tumba de la anciana y la aplastó con esmero, pues sabía que los fantasmas lograban escaparse de los terrenos que no eran compactos. Esperaba que el alma de Jerusza encontrara el camino hacia su nuevo hogar, fuera el que fuere, pero que volara lejos de allí, ya que, aunque le diera miedo estar sola, más miedo le daba aún la idea de que Jerusza la persiguiera.

Durante siete días guardó shivá y no se bañó, no se cambió la ropa, apenas se movió del sitio sobre la fría tierra y recitó las oraciones de duelo tres veces al día, como Jerusza le había enseñado. Cuando el período de luto prescrito hubo terminado, destrozó el tejado de su escondite, recopiló las pocas cosas que podría acarrear —dos bolsas con harina de bellota, tres camisas, tres pares de pantalones y un abrigo de lana raído que Jerusza había robado para ella en un pueblo años atrás, una taza, un plato, una cacerola, un hacha y el cuchillo que siempre llevaba atado en el tobillo— y se alejó sin mirar atrás, dejando para siempre a Jerusza y a todo lo que había pertenecido a la vida que habían vivido juntas.

* * *

Durante dos meses Yona deambuló sola por el bosque, cambiando de asentamiento cada poco tiempo, como Jerusza le había enseñado, pero poco a poco iba acercándose a la linde del bosque, coqueteando con el peligro de tal manera que le aceleraba el corazón. ¿Y si se aventurase a ir a un pueblo, a una ciudad? ¿Podría elegir una vida distinta de la que Jerusza le había proporcionado? Al fin y al cabo, ¿quién era Jerusza para elegir el destino de Yona, su futuro? Pero el temor la refrenaba, el temor y el recuerdo de las explosiones que habían sacudido el bosque el verano anterior. Las palabras de la anciana seguían retumbándole en los oídos. «Acaba de iniciarse el horror».

A finales de abril, el sol de primavera quemaba las tardes, y Yona, acostumbrada ya al predecible silencio de su propia compañía, se había desplazado a las profundidades del norte del bosque, dejando atrás tanto el misterioso pantano como sus sueños de civilización. En verano y en otoño, uno nunca estaba totalmente solo entre los árboles, pues era en ese momento cuando las criaturas del bosque se volvían más activas. Día tras día, se adentraba más en el bosque, y, cuando se avecinaba un nuevo ocaso, se construía un sencillo campamento bajo las estrellas. Cuando las noches eran templadas, no había ninguna necesidad de disponer de un techo; el cielo era su tejado, y el mundo, sus paredes. Por las mañanas, hablaba con suaves suspiros con los gallinagos de pico largo que se acercaban a beber en los arroyos claros, y a veces, si se quedaba lo suficientemente quieta, podía mirar a los ojos a un elegante lince moteado durante un buen rato antes de que los dos emprendieran caminos separados en silencioso acuerdo.

Por la noche, cuando cerraba los ojos, hurgaba en su mente en busca de las imágenes olvidadas de sus padres hasta que conseguía atisbarlos entre la neblina del tiempo, sus rostros familiares cerniéndose sobre una cuna. Siegfried y Alwine Jüttner. ¿Quiénes serían? ¿Qué creerían que le había ocurrido a la hija a la que habían perdido? ¿Todavía pensarían en ella, en cuál habría sido su destino?

A finales de mes, en una mañana fría tras una lluvia abundante, Yona se disponía a salir del tronco de roble hueco en el que había buscado refugio de la tormenta de la noche cuando oyó un crujido entre los árboles. La tarde anterior había visto una bandada de grullas y pensó que tal vez habrían regresado, así que contuvo la respiración y prestó atención para oír sus distintivos graznidos. Pero el destello de color que se encendió detrás de los árboles no era el blanco sucio de una grulla, y de inmediato el pecho de Yona se tensó por el temor. Era demasiado pequeño para ser un ciervo o un oso. Demasiado pequeño incluso para ser un zorro. Yona tardó varios segundos de asombro en identificar a la criatura que se movía en el claro como una niña delgada, de cabellera oscura, con un vestido hecho jirones, el pelo revuelto, los brazos y las piernas cubiertos de barro y el rostro tan blanco como un cúmulo.

Yona se agachó enseguida detrás de un árbol y observó cómo la pequeña se acercaba entre tambaleos. Hacía años que no veía a un niño; los seres humanos a los que vislumbraba en el bosque siempre eran hombres o chicos mayores que se habían aventurado a abandonar sus pueblos para cazar, o los hombres malvados sobre los cuales la advirtió Jerusza, los que vestían uniformes andrajosos y gorro de piel, y fruncían el ceño. Yona no sabía qué edad tendría la niña —quizá fuera lo bastante mayor para saber hablar, pero claramente no lo bastante para vagar por el bosque a solas—, pero sí que supo al instante que ocurría algo. Los ojos de la niña estaban abiertos como dos lunas llenas, desenfocados, y sus piernas parecían incapaces de sostener su cuerpecito mientras trastabillaba sin parar.

Yona dio un paso adelante, pero luego se quedó paralizada. Seguro que cerca habría una madre protectora. Esperó un minuto, y luego dos, y no vio a ningún progenitor. La niña siguió tambaleándose antes de poner los ojos en blanco y desplomarse con un ruido que fue tanto un suspiro como un jadeo, y se golpeó la cabeza con el abrupto tocón de un árbol.

Yona echó a correr hacia ella antes de poder evitarlo, impulsada por un instinto que no sabía nombrar y que le hizo bajar la guardia. Antes de que se diera cuenta, estaba arrodillada junto a la niña, la incorporaba y buscaba pulso en su minúscula e inerte muñeca; suspiró de alivio al percibir el fuerte traqueteo de la arteria radial de la pequeña. Le puso una mano en la frente y la apartó de inmediato mientras tomaba una bocanada de aire. Estaba ardiendo. Yona la levantó con suavidad y, acto seguido, titubeó. ¿Qué hacer a continuación? La niña necesitaba algo que le bajara la fiebre, pero ¿dónde estaba su familia? Los padres no dejaban que sus hijos pequeños merodearan al aire libre, pues allí desaparecerían para siempre. Esperó solo un segundo antes de exclamar:

—¿Hola? ¿Hay alguien?

Dos pájaros carpinteros de lomo blanco echaron a volar de un árbol cercano y sus sobresaltados trinos perforaron la calma del bosque, pero no se movió nada más. Yona miró de nuevo hacia la niña que sostenía en los brazos. Tenía el pelo recogido con un lazo; el jerseicito azul, aunque deshilachado, lucía una estrella amarilla de tela que habían cosido con esmero. En algún lugar había alguien a quien le importaba la pequeña.

—¡Por favor! —gritó una vez más—. ¡La niña está herida! —Pero la única respuesta que recibió fue el susurro de las ramas y el débil eco de su propia voz.

Allí no había nadie. Finalmente, con la niña en brazos, Yona dio media vuelta y corrió hacia el árbol donde se había cobijado la noche anterior, un roble gigantesco, de varios cientos de años, con un agujero en el tronco lo bastante grande como para tumbarse y permanecer de pie sin tener que agachar la cabeza. Después de haberse asegurado de que el corazón de la niña seguía latiendo con fuerza, Yona la estiró sobre una cama de hojas y salió para arrancar un buen pedazo de corteza de un sauce. Corrió hacia el arroyo que fluía a un kilómetro de su asentamiento, hundió la corteza en el agua fría y corrió hacia el refugio, donde se arrodilló al lado de la niña y le colocó la compresa sobre la cabeza.

—Venga —murmuró—, pronto estarás mejor. —Se sentó sobre los talones y examinó el rostro inmóvil y pálido de la pequeña—. Aguanta, por favor —añadió con un suspiro.

Después de comprobar el pulso de la niña de nuevo, esta vez en un lateral del cuello, Yona volvió a levantarse y salió. Encendió una hoguera como hacía siempre, con una de las tiras de magnesio rusas que atesoraba, arrancó un nuevo trozo de corteza del sauce, llenó el cazo en el río y puso el agua a hervir para preparar un té de sauce. El humo del fuego quizá atrajera a alguien y revelara la ubicación de Yona, pero era un riesgo que debía correr. Además, si había gente en el bosque, tal vez fuera la familia de la niña.

Pero ¿y si la pequeña había escapado de alguien? Aquella posibilidad hizo que a Yona se le entrecortara la respiración. La ropa de la niña estaba raída, tenía el cuerpo magullado y rasguñado, casi macilento. ¿Y si no había sido el bosque quien le había hecho daño? ¿Y si el bosque la protegía de los demonios del exterior de los cuales Jerusza la había avisado siempre, esos en los que Yona no estaba segura de creer?

En cuanto el agua empezó a hervir, Yona se apresuró a verterla en una taza, añadió la corteza de sauce y apagó las llamas. Puede que nadie las hubiera visto. Corrió de nuevo hacia el hueco del árbol y se arrodilló junto a la pequeña, pero ahora con todos los sentidos en alerta. Creía en su capacidad para protegerse a sí misma —a fin de cuentas, buena parte de su infancia se había centrado en aprender el arte de autodefensa letal—, pero nunca había pensado en tener que proteger a otra persona, ni siquiera cuando Jerusza se encontraba ante las puertas de la muerte, pues incluso entonces Yona creyó en la magia protectora de la anciana.

—Despierta —murmuró mientras acariciaba la mejilla de la niña, que notó un poco más fría, señal de que la corteza sobre la frente le estaba ayudando a bajar la fiebre—. Por favor, bonita, despierta.

Y en ese momento, como si Dios la hubiera estado escuchando, la pequeña se despertó, batió las pestañas, abrió los ojos —que eran del intenso color del pelaje de un osezno— y con los labios formó una diminuta «O» de sorpresa al reparar en la presencia de una desconocida a su lado. La niña se incorporó y chilló, pero el sonido apenas llegó a oírse, y el esfuerzo de gritar pareció agotarla por completo.

Yona le puso una mano en el brazo con amabilidad.

—Aquí estás a salvo —le dijo—. No te voy a hacer daño.

Pero la niña se limitó a mirarla confundida, y Yona supo que no la había entendido. Había hablado en bielorruso porque sabía que muchos de los pueblos que circundaban el bosque utilizaba ese idioma, pero quizá la pequeña fuera polaca. Lo intentó de nuevo en esa otra lengua, pero recibió la misma mirada vacía y asustada. Probó con el alemán, con el ruso, pero no hubo manera.

Al final, la pequeña tomó la palabra.

Ver bisti? Vu zenen maane eltern.

Sorprendida, Yona le contestó en yidis.

—Soy amiga tuya. Y no sé dónde están tus padres, pero te prometo que haré todo lo que pueda para encontrarlos. Mientras tanto, te mantendré a salvo.

—¿Tú también eres judía? —La niña se quedó boquiabierta.

Yona dudó. Las enrevesadas palabras que Jerusza le había comentado el verano anterior seguían brillando en su mente. «Eres lo que te aguarda desde el nacimiento». Pero ¿qué era eso? La anciana la había sumido en las tradiciones judías, se aseguró de que conociera la ley judía de cabo a rabo, le había leído fragmentos de la Torá antes incluso de que ella aprendiera a leer. Yona creía en Dios y lo veía en todas partes, y creía en las enseñanzas de los eruditos y sabios judíos, pero aquello no bastaba, sobre todo para alguien que jamás había puesto un pie en una sinagoga, aunque Jerusza insistía en que uno podía venerar a Dios en cualquier lugar.

—No lo sé —confesó, impotente.

—Pero… hablas el idioma de los judíos.

—Hablo muchos idiomas.

La niña la miraba, perpleja.

—Tus… tus ojos son muy curiosos. Son de diferente color.

—Sí. —Yona parpadeó varias veces—. Supongo que sí. —Nadie, aparte de Jerusza, se le había acercado tanto como para fijarse, ni siquiera el chico al que conoció en el bosque años atrás. Le parecía extraño estar cara a cara con otra persona, y de pronto se sintió cohibida, aunque la pequeña no fuera más que una niña—. Me llamo Yona —añadió al cabo de una pausa—. ¿Y tú?

La niña dudó y examinó los ojos de Yona.

—Chana —respondió al fin.

—Muy bien, Chana, te he preparado té de sauce. Si te lo bebes, hará que te sientas mejor.

Chana observó la taza de las manos de Yona, pero no hizo amago de agarrarla.

—¿No me va a hacer daño?

—Te doy mi palabra. —Yona le ofreció la taza y, después de otro segundo de vacilación, la niña la aceptó y la olisqueó, insegura—. Hará que te baje la fiebre y que se te vaya el dolor —le aseguró.

La pequeña dio un pequeño y dudoso sorbo y arrugó un poco la nariz, pero después volvió a beber.

—¿Cómo sabes que tengo dolor?

—Te has caído. —Yona se tocó el centro de su propia frente—. Te has golpeado la cabeza, justo aquí. ¿Notas el chichón? Y tienes muchas heridas y moratones. —Vaciló mientras contemplaba cómo la niña volvía a beber—. ¿Qué te ha pasado, Chana? ¿De qué huías?

El rostro de la pequeña cambió, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Huía de… de la gente que nos quiere matar.

—Pero ¿quién iba a querer matarte?

La niña miró por encima del hombro de Yona y escaneó el bosque en busca de un cazador invisible. Cuando su mirada se centró de nuevo en la cara de Yona, la tristeza que desprendía casi la arrolló.

—Los alemanes —dijo—. Los alemanes que se presentaron en Volozhin.

Yona no lo entendía. Por más que supiera mucho sobre el bosque, casi no sabía nada acerca del ser humano. Aun así, sabía lo suficiente para ser consciente de que, si había gente que pretendía matar a una niña inocente, en el mundo estaban pasando cosas horribles.

—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Por qué iban a intentar matarte, Chana?

—Porque soy judía. —La voz de la pequeña era apagada y triste. Se tocó la estrella amarilla cosida en su jersey—. Intentan matarnos a todos los judíos.