CAPÍTULO TRES

Fue dos años más tarde, y 150 kilómetros al sur, cuando Yona finalmente se atrevió a desobedecer las órdenes de Jerusza.

En ese momento, la anciana y ella se encontraban en las profundidades del bosque de Białowieża, el Bosque de la Torre Blanca, y, aunque el otoño se tambaleaba ante la llegada del invierno, el suelo seguía repleto de setas, los martilleos de los pájaros carpinteros y los balidos de los ciervos lentos y pesados interrumpían el día, y los aullidos de las manadas de lobos nómadas rompían la quietud de la noche. Era un lugar mágico, y a Yona, a quien ya le encantaban los pájaros, le costaba concentrarse con tantas cigüeñas blancas y avetoros manchados planeando por encima de ella. Se imaginaba elevándose hacia el cielo, abarcando kilómetros con la mirada, teniendo la capacidad de volar desde allí hasta cualquier lugar al que quisiera ir. Pero no era más que un sueño.

Era un día de finales de octubre, el aire era frío y cortante, y Yona había salido a recoger bellotas con una cesta enorme. Jerusza y ella las almacenarían durante el largo invierno que les esperaba; las secarían y las molerían casi todas para disponer de harina, pero también asarían algunas con miel de las colmenas que la anciana tenía suma facilidad para encontrar en árboles desmoronados. La distrajo tanto el repentino carcajeo de un carricerín cejudo, un ave que casi nunca se dejaba ver, que bajó la guardia. El hombre estaba a tan solo cien metros de ella cuando lo vio, y con un grito de sorpresa se adentró entre los sauces.

No la había visto, no la había oído. Yona se había acostumbrado a moverse con los árboles, tan en calma sincronía con ellos que sus pasos fluían con el viento. En un acto reflejo, se llevó una mano al cuchillo que siempre portaba atado en el tobillo, el que Jerusza le insistía en afilar cada semana, por si acaso, y se le aceleró el corazón al observarlo.

El hombre no era tan viejo como le había parecido en un principio. De hecho, a duras penas era un muchacho, quizá uno o dos años mayor que ella. Su cabello era de un rubio tan blanco como de ébano era el de Yona, su piel estaba bronceada como el cuero. Tenía los hombros anchos y caminaba con una seguridad que dejaba claro que conocía el bosque.

Pero ¿de dónde había salido? La anciana y ella llevaban semanas acampadas allí y no habían visto señales de que hubiera otra gente. ¿También viviría entre los árboles? El corazón le golpeaba la caja torácica cuando se permitió valorar la posibilidad de que fuera un alma gemela, solo durante un segundo. El dolor que sintió en el pecho al pensarlo era una sinfonía de deseo y de soledad y de miedo, y la volvió imprudente. Poco a poco, antes de que tuviera tiempo de pensárselo bien, alejó la mano de la empuñadura del cuchillo, se irguió y emergió de su escondite entre los árboles.

—Hola —dijo, pero el hombre no se giró, y Yona se dio cuenta de que, en realidad, no lo había dicho en voz alta, aunque sus labios hubieran formado la palabra en el aire. La segunda vez, respiró hondo y, al repetir el saludo, lo soltó con brusquedad, y el joven se giró para mirarla.

—Hola —le respondió al cabo de unos segundos. Tenía la voz grave, los ojos abiertos por la curiosidad. Yona se preguntó qué vería. Era consciente, tras haber visto de vez en cuando su reflejo en los arroyos burbujeantes, que sus ojos —uno de cada color— eran enormes para su rostro, que tenía la nariz alargada, los pómulos altos y unos labios de rosa. Su piel era de un blanco imposible, aunque se pasara la vida al aire libre, y su cabellera era una cortina de humo negro, que le llegaba hasta la cintura. Desde que había cumplido dieciséis años en julio, había germinado como un hierbajo, y sus piernas ya eran tan largas y desgarbadas como las de un cervatillo. Era la primera vez que tomaba conciencia de su cuerpo, que hasta el momento no había sido más que funcional.

Al parecer, el chico esperaba a que añadiera algo, así que Yona tosió para aclararse la cerrada garganta y se obligó a pronunciar las primeras palabras que se le ocurrieron.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

El joven enarcó las cejas, que de tan rubias eran casi invisibles, y se echó a reír.

—Supongo que lo mismo que tú. Recolectar comida para el invierno.

Un millón de preguntas cruzaron la cabeza de Yona. ¿De dónde era? ¿A dónde iba? ¿Cómo era el mundo fuera del bosque? Pero todos los interrogantes peleaban entre sí para ocupar un espacio en su mente, y lo único que dijo fue:

—No te había visto nunca.

El chico se rio de nuevo, y ella se dio cuenta de que le gustaba aquel sonido. Era diferente a la risa de Jerusza, que era abrupta, áspera y estaba empapada de omnisciencia. No había nada que hiciera Yona que pudiera sorprender a la anciana, y ahora comprendía que había poder, quizá incluso alegría, en el hecho de sorprender a alguien.

—Yo tampoco te había visto nunca —contestó el muchacho. Dio un paso adelante e, instintivamente, ella se echó hacia atrás. El chico se detuvo de inmediato y levantó las manos—. Lo siento. No pretendía asustarte.

—Ah. No me has asustado. —Se obligó a sonreír. La mentira que acababa de decir le dejó un regusto salado en la boca.

Hubo unos instantes de silencio mientras él la observaba.

—¿Vives por aquí?

—Sí. —Al instante, corrigió la respuesta—. Eh… No. —Notaba cómo se le calentaban las mejillas.

—Muy bien. —El joven vaciló al contemplarla—. Bueno, pues yo vivo en Hajnówka.

—Ya veo. —Yona no tenía ni idea de lo que significaba.

—En la linde del bosque —le aclaró—. A un día a pie desde aquí.

—Claro. —Fingir saber algo que desconocía le supo a otra mentira. Jerusza le había hecho aprender todos los países del mundo; era capaz de situar Brasil, Nepal y Tripura en un mapa, y a veces soñaba con echar a volar como un pájaro y planear lejos, muy lejos, hacia otra tierra. Pero sabía poca cosa de los pueblos que circundaban el bosque, y sospechó que era la intención de Jerusza. El conocimiento era una tentación, y la negativa de la anciana a mostrarle mapas de la región en que vivían era una manera de asegurarse de que no había ningún lugar tangible al que Yona pudiera ir.

—¿Y tú? —le preguntó el muchacho—. ¿Dónde vives?

—Pues… —De pronto, se detuvo. Había estado a punto de soltar que vivía en el bosque, pero ¿acaso Jerusza no le había repetido que no se lo dijera a nadie? ¿Que quizá acudieran hombres a hacerles daño? No creía que el joven que tenía delante fuera a hacerle nada, pero debía ser precavida—. Soy de Berlín.

No sabía por qué había respondido eso. La anciana jamás había mencionado que Yona fuera de otro lugar que del bosque. Pero de noche, cuando dormía, la chica soñaba con una ciudad, una cama de madera, sábanas mullidas, padres que la querían y leche que sabía distinto a lo que Jerusza conseguía extraerles a veces a cabras extraviadas. La palabra «Berlín» no le supo a sal, sin embargo, y Yona se preguntó si en cierto modo sería verdad.

—¿De Berlín? —Las cejas del joven dieron un brinco—. Pero eso está a seiscientos o setecientos kilómetros al este de aquí.

Avergonzada, Yona se encogió de hombros. Por supuesto que lo sabía gracias a los mapas que había estudiado, pero ¿por qué había hablado de Berlín? Era otro mundo, un lugar que solo veía en su imaginación, un lugar al que Jerusza no la llevaría jamás. Menuda estupidez había cometido al comentarlo.

—Lo sé —murmuró.

El joven frunció el ceño, con la frente arrugada por las dudas.

—Bueno, quizá te vuelva a ver.

Yona sabía que iba a perderlo, que pretendía marcharse, y de repente la desesperaba la necesidad de que se quedara allí.

—¿Quién eres? Cómo te llamas, quiero decir.

El chico sonrió, pero esta vez solo levemente. Seguía mostrando arrugas en la frente que indicaban la falta de confianza que sentía hacia ella.

—Marcin. ¿Y tú?

—Yona.

—Yona. —Era como si enrollara el nombre con la lengua. A ella le gustó cómo sonaba—. Bueno, Yona, pues volveré mañana, si estás por aquí. Mi padre y yo hemos acampado cerca.

—Muy bien. —Y, como no sabía qué más decir, se retiró lentamente y se fundió con el bosque, hasta que dejó de ver al joven por completo. A continuación, dio media vuelta y echó a correr. Tardó una hora en volver sobre sus pasos y dirigirse hacia la choza que compartía con Jerusza; aunque Marcin la intrigara, quería estar segura de que no la hubiera seguido.

Aquella noche, mientras cenaban setas dulces con miel y ajo de oso, Yona tuvo que morderse la lengua. Sabía que, si mencionaba al chico, se irían de allí de inmediato.

—Esta noche estás muy callada —dijo Jerusza mientras se encaminaban hacia el arroyo para lavar los platos, que habían robado tiempo atrás de una granja de las afueras del bosque. La mayoría de las cosas las habían acumulado de la misma forma: la ropa, las botas, las cacerolas, el hacha, los cuchillos.

—No, no es verdad —saltó Yona enseguida, lo cual hizo que la anciana entornara los ojos con suspicacia, claro. A la joven le entraron ganas de pegarse una patada por ser tan descuidada y transparente.

—Normalmente me cuentas cómo te ha ido el día: los animales a los que has visto, las cosas que has recopilado. Normalmente hablas sin parar; de hecho, todavía no eres lo bastante lista como para saber que las mejores historias se cuentan en silencio.

Yona se obligó a sonreír, aunque le escocían las palabras.

—¡Un carricerín cejudo! —exclamó demasiado rápido y demasiado alegre—. He visto un carricerín cejudo.

—Ah. —Los ojos de Jerusza eran oscuras grietas de escepticismo—. Igual que tú, es un pájaro que no puede encerrarse en una jaula. Señal, quizá, de que te has acercado demasiado a la civilización, y, si no tienes cuidado, te arrebatarán la libertad.

—Yo… —Yona levantó la mirada con un sobresalto—. No me he acercado a la civilización. —De nuevo notaba el regusto salado.

La expresión de Jerusza se tornó cómplice cuando la forma de sus ojos por fin volvió a la normalidad.

—Por supuesto que no. Estamos en medio del bosque. No conseguirías llegar a un pueblo y regresar sin…

—¡Berlín! —gritó, desesperada por cambiar de tema.

—¿Perdón? —De pronto, la anciana estaba muy rígida.

—Berlín —repitió con menos confianza que antes—. ¿Vivimos allí cuando era pequeña, Jerusza? ¿En una casa con camas y sábanas y leche fresca?

Yona hizo un mohín con los labios, el gesto que le provocaba una baya ácida.

—Qué tonta eres, niña. ¿Me imaginas a mí viviendo en Berlín?

A la joven se le cayó el alma a los pies. A veces los sueños no eran más que sueños.

—No.

—Pues no me hagas esas preguntas.

Aquella noche, Yona no soñó con Berlín. Soñó con un chico llamado Marcin que se le acercaba y le tocaba la mejilla. Pero entonces, antes de que pudiera decirle nada, el muchacho se convertía en un carricerín y echaba a volar, planeando por encima de las copas de los árboles, mientras que ella se quedaba plantada en el suelo.

* * *

Fue tres días antes de que Yona viera a Marcin de nuevo. Cuando el chico levantó la mirada y la vio aproximarse entre una arboleda de robles, el alivio le transformó la expresión.

—Vaya, pensaba que habías desaparecido para siempre —le dijo cuando se acercó.

—No desaparecí para siempre. —Era una respuesta estúpida, y Yona lo supo en cuanto la pronunció. Se llevó una alegría cuando lo oyó reír.

—Sí, ya lo veo. ¿Dónde has estado, pues? ¿Has regresado a Berlín, alemana?

Yona vio diversión en los ojos del muchacho, así que se permitió esbozar una sonrisilla mientras lo observaba. Llevaba ropas raídas, una camisa demasiado pequeña y desgarrada en los codos. A Yona la sorprendió el impulso que la atravesó, la necesidad de remendarle las mangas. También sintió otra cosa, algo que la inquietó todavía más: el deseo de tocar su piel, de comprobar si le ardía tanto como a ella.

—No, no he regresado a Berlín —le respondió secamente.

—Era una broma. —La sonrisa del joven menguó un poco.

—Claro. Es que… Yo no he… —Sin que pudiera hacer nada, se le fue apagando la voz. ¿Cómo iba a explicarle que jamás había hablado con nadie que no fuera Jerusza? ¿Que no comprendía del todo las bromas porque la anciana nunca las hacía? ¿Que las únicas ocasiones en que había atisbado el mundo al otro lado del bosque había sido la vez al año en que Jerusza le permitía seguirla hasta un pueblo en plena noche?

—No pasa nada. —El tono de Marcin ahora era más amable—. De todos modos, ha sido una broma muy mala. Berlín no sería un buen sitio en el que estar.

—¿Por qué no?

—Seguro que has oído las cosas que están sucediendo allí. —El joven parpadeó varias veces en su dirección.

—¿Qué cosas? —De repente, tenía un mal presentimiento, un destello de nubes de tormenta que se acercaban, la sensación de que lo que le fuera a decir el muchacho era algo que ella ya sabía en el fondo de su ser.

—No tendría que haberlo supuesto. —Había dejado de sonreír, pero sus ojos seguían irradiando amabilidad—. Ha salido en los periódicos. ¿Sabes leer, Yona? —No era una pregunta cruel. Creía que era una chica sencilla y analfabeta del bosque que había mentido anunciando la única ciudad lejana de la que había oído el nombre.

Pero se equivocaba. El problema era que los libros que Jerusza robaba de las bibliotecas de los pueblos y de las ciudades más allá del bosque, o de las iglesias y de las sinagogas, estaban seleccionados según un plan que Yona no comprendía. Su educación se había limitado a historias del mundo y a textos científicos sobre plantas, hierbas y biología, así como a numerosas lecturas de textos de varias religiones. En palabras de Jerusza, la vida era una búsqueda interminable del verdadero significado de Dios.

—Sí, sé leer.

—Lo siento. Claro que sabes… Es que he pensado que… —La voz de Marcin se fue apagando, y el joven compuso una mueca triste.

—No pasa nada. Me… me gustan mucho casi todos los libros. Son… —Dudó con las palabras adecuadas bailándole sobre la punta de la lengua—. Los libros son mágicos, ¿verdad?

—Bueno, ahora mismo, en Alemania, los que están al mando disentirían. Dirían que los libros son peligrosos.

—Pero ¿cómo iba a ser peligroso un libro?

—No lo sé. —Marcin se encogió de hombros—. Los están quemando, en tu Berlín, ¿sabes? Es lo que intentaba decirte.

—¿Están quemando libros? —Yona parpadeó varias veces—. Pero ¿por qué iba alguien a hacer tal cosa?

—Supongo que no creen que la gente deba leer libros con los que ellos no están de acuerdo, escritos por personas con las que ellos no están de acuerdo.

Se parecía un poco a la forma de pensar de Jerusza, el recto sentido de merecer el control sobre los pensamientos de los demás, pero Yona dudaba de que la anciana fuera a llegar tan lejos como para incinerar el conocimiento.

—Es horrible.

Una voz queda se alzó en algún punto de la lejanía, la llamada de la voz grave de un hombre; Yona se puso tensa y, de inmediato, se llevó una mano al cuchillo del tobillo. Marcin también lo oyó, pues ladeó la cabeza en dirección a la voz y suspiró.

—Mi padre —dijo—. ¿Quieres…?

—Me tengo que ir —lo interrumpió Yona. Y aunque quería quedarse, aunque quería preguntarle a Marcin qué más estaba ocurriendo en el mundo y cómo era su vida y qué había leído en los libros y en los periódicos, de repente estaba aterrorizada. Marcin parecía un amigo. Pero ¿y si su padre era una de las personas contra las cuales la advertía Jerusza? Había pasado demasiado tiempo con él—. Vo-volveré mañana.

—Yona, por favor, no salgas corriendo otra vez —le pidió Marcin mientras daba un paso adelante.

Pero ella ya se había marchado, esfumándose entre los árboles como una ráfaga de viento, hasta que fue como si en realidad nunca hubiera estado allí.

* * *

Cuando aquella tarde regresó al lugar donde estaban instaladas, el corazón de Yona latía con arrepentimiento. ¿Por qué no se había quedado más tiempo con él? ¿Por qué no había tenido la valentía de preguntar más cosas?

Estaba tan sumida en sus propios pensamientos que tardó varios segundos en darse cuenta de que Jerusza estaba desmontando el refugio que había sido su hogar durante las tres últimas semanas, rompiendo la corteza del techo y arrancando las estacas de madera con furiosos tirones. Yona se detuvo y se la quedó mirando.

—¿Por qué…? —empezó a decir.

—¿Creías que no me enteraría de lo del chico? —La anciana se giró hacia ella—. ¿Cómo te atreves a desobedecerme? No sabes nada del mundo y no eres lo bastante sabia para tomar tus propias decisiones. Eres una incauta y una tonta. ¿Y si te hubiera seguido?

—Yo no…

—¡Basta! —la interrumpió Jerusza, su voz afilada como un cuchillo de decepción—. ¿Qué has hecho?

Callada y avergonzada, Yona recogió sus casas y procuró no llorar, pero no lo consiguió. Mientras recorrían el bosque y se alejaban del lugar donde Marcin la esperaría al día siguiente, las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y cayeron al suelo, humedeciéndolo sin hacer ruido alguno.

—Era amable, Jerusza —le aseguró luego de que pasaran una hora en silencio—. No quería hacerme ningún daño.

—No sabes nada —le espetó la anciana—. Los hombres pueden ser crueles y desalmados y fríos. Y los errores que cometemos nos persiguen de por vida.

—Era mi amigo —susurró Yona.

—¿Seguro? ¿O quería conseguir algo de ti?

La joven estaba confundida. No le pareció que Marcin quisiera más que conversación.

—¿El qué?

—En este mundo, mantienes el poder siempre y cuando mantengas las piernas cerradas —le escupió Jerusza.

Yona se la quedó mirando, totalmente perdida.

—No… no entiendo.

—Venga, niña. —Jerusza la contempló, incrédula—. Los chicos quieren cosas de las chicas. Es la historia más antigua del mundo.

Y entonces, de golpe, lo comprendió, y el calor le subió hasta las mejillas.

—Pero ¡no ha sido para nada eso! —Estaba al corriente de la mecánica del sexo («una desafortunada necesidad para perpetuar la raza humana», lo describía la anciana), pero en su cabeza no estaba relacionado con sentir que alguien tenía intereses comunes con otra persona. Solo habían hablado, y eso no tuvo nada que ver con sus cuerpos.

Aunque sí que había deseado acercarse a él, ¿verdad que sí? ¿Era obra de la naturaleza? ¿O acaso era la simple desesperación por que alguien viera que estaba viva y que era un todo?

Más tarde, pasados los años, cuando la anciana y ella se dirigieron primero al norte y luego al este, Yona a veces recordaba a Marcin y deseaba haber sido lo bastante valiente como para tocarle la piel del brazo para saber, por lo menos durante unos segundos, qué se sentía al conectar con otro ser humano.

Pero donde se hallaban no había más seres humanos a su alcance, y durante cierto tiempo la vida transcurrió en una predecible monotonía. Día tras día, buscaban comida y hierbas. Noche tras noche, en una pequeña hoguera cocinaban cuanto hubieran encontrado. Se movían por lo menos una vez al mes, así que apenas dejaban rastro en caso de que alguien fuera a buscarlas. A finales del verano y durante el otoño, recopilaban y ahumaban comida para el invierno; cuando las hojas comenzaban a caer, empezaban a construirse un cobijo, bien hundido en la tierra arenosa y apoyado sobre mástiles tallados de los troncos. En invierno, se apiñaban junto a un fuego dentro de su escondrijo, y tan solo salían para llenar su escasa despensa con lochas, larvas y bayas congeladas en cuanto se les acababan las provisiones, y para guardar la nieve recién caída en botes, para disponer de agua. En primavera, Jerusza se atrevía a ir a los pueblos a robar ropa, zapatos, sábanas, cuchillos y hachas, y ahora dejaba atrás a Yona con la férrea indicación de que no se moviera, o de lo contrario habría graves consecuencias; de cada expedición regresaba con libros, que Yona olía con voracidad mientras deseaba imaginarse cómo sería la vida fuera del bosque. En verano, se acercaban a los campamentos vacíos que habían abandonado los rusos después de la Gran Guerra y removían la tierra hasta encontrar tesoros como tiras de magnesio y varas de hierro, que les facilitaban la tarea de encender un fuego. Con el tiempo acumularon una buena cantidad, que llevaban consigo allá donde fueran, pues les proporcionarían luz y calor fácil durante años.

Pero algo estaba sucediendo y, cuando Yona cumplió los veinte, el mundo alrededor del bosque se había vuelto furioso. La tierra rugía y los aviones cruzaban el cielo cada vez con mayor frecuencia, rompiendo así la tranquilidad del firmamento. En ocasiones oían explosiones a lo lejos, y ruidos que Jerusza le explicó que eran disparos de las pistolas de los soldados; y, por más que Yona le rogara que le contara qué pasaba, las respuestas de la anciana eran enrevesadas.

—Dios está enfadado —respondía con un brillo de temor en los ojos.

O quizá:

—Nos está poniendo a prueba.

Siempre que la chica insistía, la anciana la agarraba por los hombros y le siseaba advertencias como:

—Siempre que permanezcas aquí, Yona, estarás a salvo. No lo olvides.

Y también:

—El bosque te protegerá. —Pero ¿cómo iba a encontrar protección frente a algo que no conocía, que no comprendía?

Asimismo, había más gente en el bosque, y eso parecía asustar a Jerusza, que por lo general era imperturbable.

—Esos hombres nos harán daño si nos encuentran —susurró una noche en que se ocultaron en la oscuridad de un sombrío roble de trescientos años, cada una aferrada a un cuchillo y atenta a los pesados pasos que sonaban cerca.

—¿Quiénes son? —preguntó Yona.

—Hombres malvados. Acaba de iniciarse el horror. —Pero Jerusza no le explicó nada más. Esa misma noche, después de que los pasos hubieran dejado de oírse, volvieron a cambiar de lugar, ahora hacia el este.

—¿A dónde vamos? —preguntó Yona en voz baja mientras intentaba por todos los medios seguirle el ritmo a la anciana, que caminaba en la negrura con un propósito.

—Al este, por supuesto —contestó sin disminuir el paso, sin girarse para mirar a Yona—. Cuando hay problemas, siempre debes avanzar en dirección al comienzo del día, no hacia el final. Ya lo sabes, niña. ¿Es que no te he enseñado nada?

Una radiante mañana del verano de 1941, del cielo cayeron unos leños negros hinchados que sacudieron el suelo firme, espantaron a los pájaros de los árboles y asustaron a los conejos en las madrigueras cuando la tierra se zarandeó y crujió.

—Bombas —dijo Jerusza con tono tan hueco como un roble muerto—. Están bombardeando Polonia.

Yona sabía qué eran las bombas, claro, pues también habían caído dos años antes. Pero nunca las había visto así, cubriendo de nubes un radiante cielo azul.

—¿Quién? —Tenía frío, a pesar del calor del sol. A lo lejos, se oyeron más explosiones—. ¿Quién está bombardeando Polonia?

—Los alemanes. —La anciana no miró a Yona al responder—. Ven. No hay tiempo que perder, o de lo contrario acabaremos en medio del camino de los guerrilleros rusos.

—¿Cómo? —se extrañó Yona, totalmente confundida, pero Jerusza no contestó. Se limitó a recoger sus cosas, lanzó varias mochilas a los brazos de la muchacha y se apresuró a recorrer el bosque más rápido de lo que Yona la había visto moverse nunca.

Les llevó dos días y dos noches de caminata, durante los cuales se detuvieron solo para dormir unas cuantas horas cuando los pies ya no las sostenían, llegar a la linde de un pantano que parecía interminable, ubicado justo al oeste del corazón del bosque.

—¿Dónde estamos? —preguntó Yona.

—En un lugar seguro. Ahora quítate los zurrones y prepárate para ponértelos encima de la cabeza. Tu cuchillo también.

Callada por la sorpresa, Yona escrutó el horizonte. El pantano se extendía más allá de lo que percibían sus ojos, y le dio la impresión de que era una ilusión óptica; estaba salpicado de islas, pero desde el exterior resultaba imposible saber qué zonas eran de tierra firme y qué zonas estaban formadas por agua profunda y turbia. ¿Fue imaginación de Yona o había oído al agua sisear la palabra que acababa de pronunciar Jerusza? Seguro, parecía decir. Seguuuuuro.

—Pero ¿no caerás enferma? —le preguntó la chica cuando la anciana comenzó a avanzar hacia las profundidades del pantano, ya con el agua a la altura de la cintura. Al fin y al cabo, Jerusza tenía cien años, y la semana anterior había empezado a toser y a sacudirse por la noche.

Jerusza soltó una carcajada sin alegría.

—¿Acaso no te he enseñado ya que el bosque cuida de su gente?

—Pero ¿por qué estamos haciendo esto, Jerusza? —le preguntó Yona al cabo de una hora, cuando el agua les llegaba por el cuello. A su alrededor, el pantano seguía siseando. Transportaban los zurrones sobre la cabeza para que el agua turbia no empapara sus pertenencias.

—Porque debes conocer el bosque por dentro y por fuera, su corazón, su alma. Ahora estás en su barriga, y su barriga te mantendrá a salvo.

Tardaron dos días en llegar a la isla que se alzaba en el centro del pantano, donde encontraron setas, arándanos y sorprendidos erizos que eran fáciles de cazar. Pasaron un mes viviendo allí, hasta que arrasaron con el sustento de toda la isla, y hasta que dejaron de oír las explosiones ni el traqueteo de los disparos en la lejanía.

Cuando a principios de agosto regresaron a una zona del bosque que le resultaba más familiar, Yona reunió la valentía de formular una pregunta que llevaba muchísimo tiempo pesándole.

—¿Cuáles son tus creencias, Jerusza? —le preguntó mientras caminaban, la anciana varios pasos por delante de ella, abriéndole el camino—. Dices que eres judía y celebramos las fiestas judías, pero también te burlas de ellas.

La anciana no se giró para mirar hacia Yona ni disminuyó el ritmo.

—Creo en todo y en nada. Yo busco la verdad, busco a Dios. —No era una respuesta. Al final, Jerusza suspiró—. Como bien sabes, mi madre era judía, así que según la ley judía yo también lo soy. Esas cosas ya las sabes, niña. ¿Por qué me obligas a quedarme sin aliento?

—Yo… supongo que me lo preguntaba por mí.

—¿El qué te preguntabas por ti?

—Bueno… ¿Qué soy yo? No eres mi madre, pero me has criado tú. ¿Eso me convierte en judía también?

Entre ambas se instaló un intenso silencio mientras seguían avanzando.

—Eres lo que te aguarda desde el nacimiento —respondió Jerusza al fin.

Yona apretó los puños con frustración. Debería haber sido una pregunta sencilla, pero en cierto modo, incluso después de tantos años, no lo era.

—Pero ¿a qué te refieres? —insistió—. ¿Por qué nunca me das una respuesta clara? ¿Qué me aguarda desde el nacimiento?

—Ojalá lo supiera —le soltó Jerusza—. Ojalá entendiera por qué el bosque me llevó hasta ti. Ojalá pudiera entender por qué he pasado los últimos años de mi vida con una niña desagradecida. Supongo que estás destinada para algo grande, pero al ritmo que llevas habré muerto muchos años antes de que alcances ese destino que te aguarda.

—Pero si me contaras algo del lugar donde nací… —A Yona le palpitaba la cabeza con confusión y dolor.

—¡Por el amor de Dios, basta! —La anciana finalmente se giró para fulminar a Yona con la mirada. Se mordió el labio hundido durante un buen rato antes de añadir—: Haces las preguntas equivocadas, niña. Nunca olvides que la verdad siempre reside en tu interior. Si no eres capaz de encontrarla, quizá el bosque se haya equivocado contigo. Quizá, después de todo, no seas más que una chica normal y corriente.