1928
La chica de Berlín tenía ocho años cuando Jerusza le enseñó a matar a un hombre.
Seis años antes, en cuanto alcanzaron el extremo definido del bosque, la anciana había descartado el nombre que le habían puesto a la niña, por supuesto. Inge significaba «la hija de un padre heroico», y eso era mentira. La niña ahora no tenía más padre que el mismo bosque.
Asimismo, Jerusza supo, en el instante en que vio la luz sobre Berlín, que la niña debía llamarse Yona, que significa «paloma» en hebreo. Lo supo antes incluso de ver la mancha de nacimiento de la pequeña, que con el tiempo no solo no había desaparecido, sino que se había agrandado y oscurecido, una señal de que era especial, de que estaba destinada a hacer algo muy grande.
Tener el nombre adecuado era vital, y la anciana solo podía llamar a Yona lo que era. Esperaba lo mismo a cambio, claro, que respetaran su verdadera identidad. Jerusza significaba «en posesión de una herencia», una referencia a la magia que había recibido por parte de su madre, además de un homenaje al bosque, del que se sentía una posesión; y era la única forma que le permitía a Yona llamarla. «Madre» significaba otra cosa, una cosa que Jerusza nunca sería, que nunca quiso ser.
—Hay cientos de maneras de arrebatar una vida —le dijo Jerusza a la chica a última hora de una tarde de julio poco después de su octavo cumpleaños—. Y debes conocerlas todas.
Yona levantó la mirada de la diminuta figura que estaba tallando en madera. Se había acostumbrado a esculpir animales para que la acompañaran, algo que la anciana no comprendía, ya que ella valoraba la soledad por encima de todo, pero le parecía un propósito bastante inofensivo. El pelo de Yona, del color de la noche sin estrellas más oscura, le caía sobre la espalda y le cubría esos hombros como de pájaro. Sus ojos, interminables e inquietantes, se nublaron con la confusión. El sol estaba bajo en el cielo, y su sombra se alargaba hasta el borde del claro, como si intentara huir hacia los árboles.
—Pero siempre me has dicho que la vida es preciosa, que es el don que le da Dios a un ser humano, que debemos protegerla —comentó la muchacha.
—Sí. Pero la vida más importante que hay que proteger es la propia. —Jerusza abrió la mano y se la colocó encima de la tráquea—. Si alguien viene a por ti, un golpe fuerte dado aquí, si lo das correctamente, puede ser mortífero.
Yona parpadeó varias veces; las largas pestañas le limpiaban las mejillas, que eran preternaturalmente pálidas, siempre pálidas, aunque el sol incidiera en ellas, inexorable. Al dejar la talla de madera en el suelo a su lado, le temblaron las manos.
—Pero ¿quién iba a venir a por mí?
Jerusza se quedó mirando a la niña con repugnancia. Su cabeza estaba en las nubes, a pesar de las lecciones que le impartía.
—¡Niña tonta! —le espetó. La chica se encogió para apartarse de ella. Era positivo que estuviera asustada; se avecinaban cosas horribles—. Haces preguntas inadecuadas, como siempre. Llegará el día en que darás gracias por que te haya enseñado lo que sé.
No le había respondido, pero la chica no quería enfadarla. Jerusza era fuerte como una gamuza montesa, lista como una corneja cenicienta, rencorosa como una urraca. Había habitado el planeta durante ya casi nueve décadas, y sabía que la niña estaba asustada por su edad y por su sabiduría. A la anciana le gustaba así: la pequeña debía saber que Jerusza no era su madre. Era su profesora, nada más.
—Pero, Jerusza, no sé si podría quitarle la vida a alguien —dijo Yona al fin en voz baja—. ¿Cómo lo superaría?
Jerusza resopló. Le costaba creer que la chica fuera todavía tan ingenua.
—Yo he matado a cuatro hombres y a una mujer, niña. Y lo he superado sin problemas.
Yona abrió los ojos como platos, pero no volvió a tomar la palabra hasta que la luz desapareció del cielo y las lecciones del día llegaron a su fin.
—¿A quién mataste, Jerusza? —susurró en la oscuridad cuando se tumbaron de espaldas en el suelo del bosque bajo un techo de corteza de pícea que se habían construido hacía apenas una semana. Se movían cada uno o dos meses y erigían un nuevo refugio con los regalos que el bosque les daba, dejando siempre una grieta en el techo de corteza de pícea para ver las estrellas cuando no amenazaba lluvia. Esa noche, los cielos estaban despejados, y Jerusza veía la Osa Menor, la Osa Mayor y Draco, el dragón, arrastrarse por el firmamento.
—A un granjero, a dos soldados, a un herrero y a la mujer que asesinó a mi padre —respondió la anciana sin mirar a Yona—. Todos ellos me habrían matado si les hubiera dado la ocasión. Nunca le des a nadie la oportunidad de matarte, Yona. Si olvidas esta lección, morirás. Y, ahora, descansa.
Cuando llegó la siguiente luna llena, Yona había aprendido que una patada a la derecha de la base de la columna podía perforar un riñón. Un golpe horizontal con la mano de lado en el puente de la nariz podía romper huesos faciales y hundirlos en el cráneo para provocar una hemorragia cerebral. Una fuerte patada en la sien de un hombre, una vez que estuviera en el suelo, podía poner fin rápidamente a su vida. Una llave de cabeza detrás de un hombre sentado, combinada con un potente tirón hacia atrás, podía partirle el cuello. Deslizar un cuchillo desde la muñeca hasta el codo siguiendo la arteria radial podía hacer que un hombre se desangrara en cuestión de minutos.
Pero el universo se basaba en el equilibrio, y de ahí que, con cada método para dar muerte, Jerusza le enseñara a la chica también una forma de sanar. Los arándanos podían restablecer la circulación de un corazón en paro o resucitar un riñón moribundo. La menta gatuna, en forma de cataplasma, podía detener un sangrado. La raíz de bardana podía eliminar el veneno del riego sanguíneo. Las bayas de saúco machacadas podían bajar una fiebre letal.
Vida y muerte. Muerte y vida. Dos cosas que importaban poco, pues al final las almas sobrevivían a los cuerpos y se fundían con un Dios infinito. Pero Yona no lo comprendía, todavía no. No sabía que estaba predestinada a reparar el mundo, a llevar a cabo el tikkun olam, y que cada mitzvah que le pidieran hacer provocaría el ascenso de divinas chispas de luz.
* * *
Ojalá el bosque bastara por sí mismo para sustentarlas, pero la chica, al crecer, necesitaba ropa, leche para fortalecer los huesos, zapatos para que el suelo del bosque no le despedazara los pies en verano ni se los congelara en invierno. Cuando Yona era pequeña, Jerusza a veces la dejaba a solas en el bosque durante un día y una noche, asustándola para que prestara atención a las historias de hombres lobo que devoraban a niñas pequeñas, mientras ella se acercaba a algún pueblo para conseguir cuanto necesitaban. Pero cuando la muchacha empezó a formular más preguntas, no le quedó alternativa y le permitió que la acompañara para mostrarle los peligros del mundo exterior, para recordarle que no debía fiarse de nadie.
Era una fría noche de invierno de 1931, y la nieve caía de un cielo negro, cuando Jerusza guio a la joven con expresión anonadada hacia un pueblo llamado Grajewo, al noreste de Polonia. Y aunque la anciana le había dicho explícitamente que permaneciera en silencio, Yona parecía incapaz de guardarse las palabras. A medida que avanzaban en la penumbra hacia una granja, la chica la avasalló con preguntas: «¿De qué está hecho ese tejado? ¿Por qué los caballos duermen en un establo y no en el campo? ¿Cómo han construido estos caminos? ¿Qué aparece en esa bandera?».
Al final, Jerusza se giró hacia ella.
—¡Ya basta, niña! ¡Aquí no hay nada para ti, nada que no sea desesperación y peligro! Anhelar una vida que no comprendes es como mirar fijamente al sol; tu estupidez te va a destruir.
Sorprendida, Yona se quedó en silencio un rato, pero, después de que Jerusza se hubiera colado por la puerta trasera de la casa y hubiese regresado con un par de botas, pantalones y un abrigo de lana que a Yona le duraría por lo menos varios inviernos, la muchacha se negó a seguirla cuando la anciana se lo indicó.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó esta, irritada.
—¿Qué están haciendo? —Yona señalaba hacia la ventana de la granja, hacia la mesa alrededor de la cual se reunía la familia. Era la primera noche del Janucá, y esa familia era judía; por eso Jerusza había escogido esa casa, porque sabía que estarían ocupados mientras se llevaba sus cosas. En ese momento, el padre de la familia se alzó, su rostro iluminado por la vela que ardía en la menorá de la familia, y, aunque no les llegaba su voz, era obvio que estaba cantando, con los ojos cerrados. A Jerusza no le gustó la expresión de Yona al contemplar la escena; era una expresión de deseo y de ilusión, y esa clase de sentimientos tan solo conducían a pésimas ideas para huir.
—La práctica de los bobos —le aseguró al fin—. Allí no hay nada para ti. Vamos.
—Pero se les ve felices. —Yona no se movía del sitio—. ¿Están celebrando el Janucá?
Por supuesto que la chica sabía quiénes eran. Año tras año, la anciana tallaba una menorá en madera, simplemente porque su madre se lo había ordenado años atrás. El Janucá no era una de las festividades judías más importantes, pero celebraba la supervivencia, y era algo respetable para alguien que vivía en el bosque. Aun así, Yona estaba diciendo tonterías. Jerusza entornó los ojos.
—Están repitiendo palabras que seguramente para ellos han perdido todo significado, Yona. Repetir es para la gente que no quiere pensar por sí misma, para la gente que no tiene imaginación. ¿Cómo vas a encontrar a Dios en momentos que suceden de memoria?
Ninguna de las dos dijo nada durante unos instantes, mientras siguieron observando a la familia.
—Pero ¿y si en la repetición encuentran consuelo? —preguntó Yona al cabo de poco en voz baja—. ¿Y si encuentran magia?
—¿Cómo diantres va a haber magia en la repetición? —Todavía debían procurarse varias jarras de leche del establo, y Jerusza estaba perdiendo la paciencia.
—Bueno, Dios bien que da vida todos los años a los mismos árboles, ¿verdad? —terció Yona suavemente—. Hace que las mismas estaciones lleguen y se marchen, que las mismas flores florezcan, que los mismos pájaros canten. Y en todo eso hay magia, ¿no?
Perpleja, Jerusza se quedó en silencio. La chica nunca le había ganado en su propio juego.
—Nunca cuestiones lo que te digo —le espetó—. Ahora cierra la boca, y vámonos.
Era inevitable que Yona empezara a preguntarse acerca del mundo que existía fuera del bosque. Jerusza siempre supo que llegaría ese momento, y ahora de ella dependía asegurarse de que, cuando la muchacha pensara en la civilización, se la imaginara con el debido miedo.
Desde que se la llevó, la anciana le había enseñado a Yona todos los idiomas que conocía, y la niña hablaba con soltura yidis, polaco, bielorruso, ruso y alemán, y tenía nociones de francés y de inglés. «Hay que conocer las palabras del enemigo», le decía siempre Jerusza, y le agradaba el miedo que veía en los ojos de la muchacha.
Pero debía enseñarle mucho más, así que en sus incursiones en los pueblos comenzó a robar libros también. Le enseñó a leer, a entender la ciencia, a operar con los números. Le insistió para que conociera la Torá y el Talmud, pero también la introdujo en la Biblia cristiana y hasta en el Corán musulmán, pues Dios estaba en todas partes, y la tarea de buscarlo era infinita. Una tarea que había obsesionado a Jerusza a lo largo de toda su vida, y que la había llevado a la esquina de la oscura calle berlinesa en el verano de 1922, cuando vio necesario robar a la pequeña, que había acabado convirtiéndose en un fastidio.
Y aunque Yona la irritaba las más de las veces, hasta ella debía admitir que era una chica inteligente, sensible e intuitiva. Bebía de los libros como si fueran agua fría y escuchaba con suma atención cuando la anciana se dignaba a revelarle sus secretos. Cuando cumplió catorce años, Yona sabía más del mundo que la mayoría de los hombres que se habían formado en la universidad. Y lo más importante era que conocía los misterios del bosque, todas las formas de sobrevivir.
A medida que la chica abría los ojos al mundo, la anciana le insistió en tan solo dos cosas: primero, que Yona siempre debía obedecerle; y segundo, que siempre debía permanecer escondida en el bosque, lejos de aquellos que tal vez quisieran hacerle daño.
En ocasiones, Yona le preguntaba por qué. ¿Quién iba a querer hacerle daño? ¿Qué iban a intentar hacerle?
Pero Jerusza nunca respondía, pues lo cierto era que no estaba segura. Solamente sabía que la madrugada del seis de julio de 1922, mientras corría con una niña de dos años rumbo al bosque, oyó una voz desde el cielo, alta y clara. «Un día», dijo la voz, «su pasado regresará… y alterará el curso de muchas vidas, quizá incluso se llevará la suya. El único lugar seguro es el bosque».
Era la misma voz que la impulsó a llevarse a la pequeña, la voz que siempre le había suspirado desde los árboles. La anciana se había pasado buena parte de su vida pensando que aquella voz pertenecía a Dios. Pero ahora, en el ocaso de su existencia, ya no estaba segura. ¿Y si la voz de su cabeza solo le pertenecía a ella? ¿Y si era el legado de la locura de su madre, un destello de demencia, en lugar de una voz divina?
Cuando aquellas preguntas emergían hasta la superficie, sin embargo, Jerusza las apartaba de su mente. La voz de las alturas había hablado, y ¿quién sabía qué destino la aguardaba si se negaba a hacerle caso?