1922
La anciana observaba desde las sombras el n.º 72 de la calle Behaimstraße, a la espera de que se apagaran las luces del interior. El balcón del piso rebosaba de rosas carmesíes y la hiedra trepaba por las barandillas de hierro, pero la joven pareja que vivía allí —el ambicioso Siegfried Jüttner y su distante esposa, Alwine— no se encargaba de las plantas. Eso era tarea de su criada, pues nutrir y dar vida era algo que solo podían hacer aquellos en quienes hubiera cierta bondad.
La anciana llevaba ya un par de años vigilando a los Jüttner y sabía cosas sobre ellos, cosas que resultaban muy importantes en la misión que iba a emprender.
Sabía, por ejemplo, que Herr Jüttner fue uno de los primeros berlineses en unirse al partido nacionalsocialista obrero alemán, un nuevo movimiento político que poco a poco iba ganando terreno en aquel país destrozado por la guerra. Sabía que lo que lo motivó a apuntarse tuvo lugar tres años antes, en unas vacaciones en Múnich, después de ver a un joven airado llamado Adolf Hitler dando un emocionante discurso en el restaurante Hofbräukeller. Sabía que, tras haber escuchado el discurso, Herr Jüttner anduvo veinte minutos de vuelta hasta el elegante hotel Vier Jahreszeiten, despertó a su joven esposa e hicieron el amor, aunque al principio ella se opuso, puesto que acababa de soñar con un muchacho del que estuvo enamorada, un hombre que había muerto en la Gran Guerra.
La anciana sabía, además, que el bebé que concibieron en Baviera aquella noche con aromas de otoño, una niña a la que los Jüttner llamaron Inge, tenía una mancha de nacimiento con forma de paloma en el dorso de la muñeca izquierda.
También sabía que al día siguiente era el segundo cumpleaños de la niña, el seis de julio de 1922. Y sabía, con la misma certeza con que sabía que los capullos en forma de campana de los lirios de los valles y los pétalos violáceos del acónito eran mortales, que a la niña no había que permitirle que permaneciera con los Jüttner.
Por eso estaba ella allí.
La anciana, que se llamaba Jerusza, siempre había sabido cosas que los demás ignoraban. Por ejemplo, supo el momento preciso de 1849 en que murió Frédéric Chopin, pues se despertó de una profunda duermevela y en su cabeza sonaron las notas del «Estudio revolucionario» del compositor en forma de apesadumbrada procesión. Percibió cómo tembló la tierra cuando nacieron Marie Curie en 1867 y Albert Einstein en 1879. Y en un sofocante día de finales de junio de 1914, dos meses después de haber cumplido setenta y cuatro años, notó en las profundidades de la vena yugular, semanas antes de que le llegara la noticia, que al heredero al trono austrohúngaro lo había matado la bala de un asesino, rompiendo así el frágil equilibrio del mundo. Supo que se avecinaba la guerra entonces, igual que lo sabía ahora. Lo veía en las imponentes nubes oscuras que se arremolinaban en el horizonte.
La madre de Jerusza, que se había suicidado con un brebaje en 1860, a menudo le decía que el hecho de que conociera cosas imposibles era un don de Dios, que solo heredaban del linaje materno las mujeres judías más afortunadas. Jerusza, la última de una estirpe que abarcaba varios siglos, a veces estaba convencida de que era una maldición, pero, fuera lo que fuere, había tenido que soportar de por vida la carga de seguir las voces que resonaban entre los bosques. Las hojas susurraban desde los árboles, las flores contaban historias viejas como el mundo, los ríos fluían con noticias de lugares muy lejanos. Si uno escuchaba con suficiente atención, la naturaleza siempre revelaba sus secretos, que eran, por supuesto, los secretos de Dios. Y ahora era Dios quien había llevado a Jerusza allí, a la esquina de una calle berlinesa envuelta en niebla, donde iba a ser la responsable de cambiar el destino de una criatura, y quizá también de una parte del mundo.
Jerusza llevaba ochenta y dos años con vida, casi el doble de lo que solían vivir los alemanes. Cuando alguien la miraba, en caso de que alguien se molestara en hacerlo, se quedaba claramente sorprendido por sus facciones arrugadas, por sus manos retorcidas tras décadas de dura existencia. La mayor parte del tiempo, sin embargo, los desconocidos se limitaban a ignorarla, como habían hecho Siegfried y Alwine Jüttner cada una de los cientos de veces en que se la habían cruzado por la calle. Su edad la volvía especialmente invisible para aquellos a quienes lo que más les importaba eran el aspecto y el poder; suponían que para ellos era inútil, una pérdida de tiempo, una pérdida de espacio. Al fin y al cabo, era evidente que una mujer tan anciana como ella moriría pronto. Pero Jerusza, que se había pasado la vida entera alimentándose con las plantas y las hierbas de los lugares más oscuros de los bosques más profundos, sabía que iba a vivir casi veinte años más, hasta los ciento dos, y que moriría un martes de primavera justo después del último deshielo de 1942.
La criada de los Jüttner, la tímida hija de un marinero fallecido, hacía dos horas que se había marchado a casa, y pasaban unos pocos minutos de las diez de la noche cuando los Jüttner por fin apagaron las luces. Jerusza soltó un suspiro. La oscuridad era su capa protectora, siempre lo había sido. Entornó los ojos delante de las ventanas cerradas y vislumbró la forma de la cuna de la niña en la habitación de la derecha, detrás de unas cortinas de un pálido color crema. Sabía exactamente dónde se encontraba: había entrado muchas veces en el cuarto cuando la familia no estaba en la casa. Había pasado las manos por los barrotes de pino, había notado el poder que se astillaba desde las curvas. La madera tenía memoria, por supuesto, y la primera vez que Jerusza tocó la cama donde dormía la pequeña, casi la había abrumado un cálido y blanco destello de luz.
Fue la misma luz que dos años atrás la había llevado hasta allí desde el bosque. La vio por primera vez en junio de 1920, brillando entre las copas de los árboles como una aurora boreal personal que le indicara el norte. Detestaba la ciudad, odiaba encontrarse en un lugar construido por los hombres y no por Dios, pero supo que no tenía alternativa. Sus pies la guiaron directamente hacia el n.º 72 de Behaimstraße para que fuera testigo de cómo la joven Frau Jüttner, de pelo azabache, daba el pecho a la bebé por vez primera. Jerusza vio brillar a la bebé, ya entonces; una luz en la oscuridad que nadie sabía que se avecinaba.
Ella no quería tener hijos, nunca había querido. Tal vez por eso tardó tanto en actuar. Pero la naturaleza no se equivoca y ahora, con el cielo lleno de una nube de silenciosos mirlos sobre la ciudad resplandeciente, supo que había llegado la hora.
Le resultó fácil subir la moderna escalera de incendios del edificio, más fácil aún abrir la ventana sin pestillo de los Jüttner y colarse sigilosa en el interior. La niña estaba despierta, la miraba en silencio; sus extraordinarios ojos, uno azul crepúsculo y el otro verde bosque, centelleaban en la oscuridad. Su cabello era negro como la noche; sus labios, del sorprendente rojo de las amapolas.
—Ikh bin gekimen dir tzu nemen —susurró Jerusza en yidis, un idioma que la bebé todavía no conocía. He venido a buscarte a ti. La sorprendió darse cuenta de que se le había acelerado el corazón.
No esperaba recibir una respuesta, pero la niña separó los labios y extendió la mano izquierda, con la palma hacia arriba, de modo que la mancha de nacimiento en forma de paloma brillaba en la penumbra. Dijo algo muy bajito, algo que una persona menos avezada habría considerado el balbuceo sin sentido de una niña pequeña, pero a Jerusza le pareció inconfundible.
—Dus zent ir —dijo la niña en yidis. Eres tú.
—Yo, dus bin ikh —asintió Jerusza. Dicho esto, levantó a la bebé, que no se echó a llorar, y, meciéndola contra las frágiles curvas de su cuerpo, salió por la ventana y bajó las escaleras de hierro. Sus pies aterrizaron en la acera sin proferir ni un solo ruido.
Desde los pliegues del abrigo de Jerusza, la pequeña la contemplaba silenciosa, con los ojos oceánicos y dispares abiertos de par en par, conforme Berlín se desvanecía tras ellas y el bosque del norte las engullía por completo.