A MANECE EN #TERRITORIOFELICIDAD. Aún no han dado las siete de la mañana cuando Samila empuja la puerta que da acceso al café de la plaza. Le encanta ese lugar, allí todo parece dispuesto para hacerle feliz. Busca una mesa que le permita apreciar la actividad que se desarrolla en la calle. A diferencia de otras ciudades, que a esta hora comienzan a desperezarse, esta ya está en plena ebullición. Decenas de transeúntes llegan intermitentemente a la orilla de la acera, simulando las olas un mar de asfalto cuyas mareas se rigen por el verde de los semáforos.
Mientras prueba el café, se hace una promesa: hoy tomará una decisión, ya está bien de ese estado de parálisis por el análisis. Lleva días pensando en el viaje que le trajo hasta aquí, sin duda uno de los más importantes de su vida, pero aún le quedan algunas cosas por comprender, necesita más respuestas y, en estos últimos días, además, se ha dado cuenta de que, en esto de ser feliz, como en casi todo en la vida, lo más difícil no es empezar de nuevo, si no ponerle punto final a lo de siempre.
Está decidida, empleará el tiempo que sea necesario en aclarar sus dudas, en encontrar a quien pueda ponerle en el camino de las respuestas que necesita. Alguien que pueda ayudarla a completar su aprendizaje. Termina el café y, al abandonar el local, camina en dirección al acantilado. A su llegada a #TerritorioFelicidad le hablaron de un viajero, un hombre que llegó hace tiempo y al que algunos llaman maestro. Un tipo sencillo que, al contrario de lo que cabría esperar, no ofrece su conocimiento en las aulas del campus, pues acostumbra a recibir a sus alumnos en el viejo faro. Quizá él podría ayudarla.
Al alcanzar la mitad de la escalera de piedra que serpenteaba por la ladera, se detuvo a descansar. Levantó la vista y pudo ver, por primera vez, la enorme lámpara que giraba bajo la cúpula del faro. Recordó que un intenso haz de luz le había servido de guía cuando alguna de las etapas que la condujeron hasta allí se alargaba más allá de la puesta de sol.
Encontró al viajero sentado sobre la estructura de hormigón que servía de base al faro. Al acercarse a él, el hombre levantó la mano y, llamándola por su nombre, le dijo:
—La esperaba.
Samila, que no salía de su asombro, devolvió el saludo y contestó:
—Busco respuestas.
Él asintió, la invitó a tomar asiento a su lado y, tras una pausa, le dijo:
—Las encontraremos juntos. —Al instante, añadió—: ¿Qué le ha traído hasta aquí?
—Busco mi felicidad —respondió Samila—. En algún momento de mi vida, me desconecté de ella, dejé de sentirla y lo peor es que ni siquiera soy consciente del momento exacto en el que sucedió.
—Puede estar tranquila —le dijo el viajero—, es bastante común: vivimos tan ocupados que con frecuencia nos dejamos en el camino cosas importantes, pero no se preocupe en exceso, no está demasiado lejos de aquí. Voy a mostrarle dónde. —Samila no salía de asombro. — Para eso necesito que realicemos un sencillo ejercicio juntos. Es fácil, permanezcamos en silencio unos segundos.
El viajero invitó a Samila a iniciar el ejercicio inclinando suavemente la cabeza. Ambos permanecieron en silencio unos siete u ocho segundos. Transcurrido ese tiempo sin que ninguno de los dos hubiera emitido sonido alguno, el viajero miró a Samila y le preguntó:
—¿Cree que hemos logrado crear un silencio? No hace falta que responda —le dijo el viajero—. La respuesta es no. No lo hemos creado, el silencio siempre ha estado aquí. Lo único que hemos hecho ha sido eliminar el ruido. Con su felicidad pasa algo parecido. Siempre ha estado ahí, en su interior. En el mismo lugar en el que la dejó. La felicidad es una corriente de enorme fuerza transformadora que inunda, sin que podamos impedirlo, todas las facetas de la vida, lo que sucede es que con el paso del tiempo vamos construyendo un muro, una especie de presa que termina por embalsarla. El tamaño y la altura de este muro depende de los años, pero, sobre todo, de los daños que cada uno lleve acumulados en el transcurso de su vida. La cuestión es que, con la construcción de ese muro vamos recortando, ladrillo a ladrillo, nuestro caudal de felicidad hasta que un día, sin darnos cuenta, termina secándose casi por completo y ese día uno se levanta de la cama y se pregunta por qué ya no se ríe tanto como antes, qué ha pasado con aquella persona alegre y divertida que tanto disfrutaba de la vida, por qué a pesar de tenerlo casi todo no encuentro la satisfacción y el bienestar que pensaba obtener en mi vida... Lo que sucede, Samila, es que la mayoría de nosotros, sin apenas darnos cuenta, iniciamos la carrera del «tener» y el precio de esa carrera en muchos casos es sacrificar el «ser». Olvidamos que el verbo importante es el segundo, que somos «seres humanos» y no «teneres humanos». Es curioso ver que deben pasar varios años y debemos sufrir demasiados daños para darnos cuenta de que la felicidad está en todas esas cosas a las que un día dejamos de prestar atención. Cuando esto sucede, la felicidad se vuelve algo casi imperceptible, se convierte en un deseo aspiracional y todas las personas que la disfrutaron se pasan el resto de su vida tratando de encontrar fuera algo que, desde aquel día, permanece retenido en su interior. Lo más curioso es que durante todo el tiempo que dura el proceso solo vuelven a sentirse felices aquellos pequeños instantes en los que la alegría o la emoción agitan el agua retenida tras el muro y, fruto de esas sacudidas algunas gotas, logran, no sin esfuerzo, sobrepasar el muro que la retiene. Por eso escuchará a muchas personas que la felicidad son únicamente momentos en la vida, pequeñas gotas de agua en un gran cubo. Ignoran que tras cada muro existe un enorme caudal de felicidad contenida, una gran corriente que lucha cada día por romper ese muro, pero que lamentablemente desde el otro lado no encuentra el apoyo necesario para debilitarlo.
El viajero se tomó un respiro, permitió que el horizonte le arrebatara la mirada, y permaneció unos instantes con ella perdida en esa frontera entre el cielo y el agua. Samila no quiso interrumpir aquel momento y se limitó a observar cómo el viajero asentía lenta y levemente como si aquella visión, aquellas palabras, le acercaran fragmentos pasados de su propia vida.
—Hay un momento en la infancia, un instante que no soy capaz de situar cronológicamente con exactitud, pero que se parece mucho a ese día en el que dejamos de ver un charco como una oportunidad para jugar y se convierte en un obstáculo. Ese día se instala en nosotros el sentido de la responsabilidad y también el de la consecuencia. Ese día adquieres consciencia de que hacer lo que quieres en lugar de lo que debes puede acarrear consecuencias negativas. Probablemente este sea el inicio de una serie de decisiones que tomaremos posteriormente y que, con el paso del tiempo, irán limitando nuestra capacidad natural de ser felices con cosas simples. Lo bueno de esta historia, Samila, es que todos, sin excepción, hemos conocido la felicidad y, aunque ahora se nos dé un poco peor que entonces, toda aquella felicidad sigue estando ahí. Exactamente en el mismo lugar en el que estuvo siempre, solo que ahora no fluye con la fuerza de entonces y no lo hará a menos que comiences a debilitar ese muro, a trabajar tu felicidad. A golpearlo con insistencia, un golpe tras otro, hasta que el tiempo y la constancia logren romper un ladrillo por el que comience a brotar un poco de agua. Después de eso, deberá romper otro y, luego, otro más. Hasta que, pasado algún tiempo, reúna el caudal suficiente para recuperar su felicidad y volver a sentir de nuevo la mayor satisfacción imaginable con su vida. Pero antes de que comience a trabajar en el muro, debe conocer su composición, saber de qué está hecho, cuáles son los materiales con los que fue construido, por lo que es muy importante que antes de acercarse al muro comprenda los motivos que la llevaron a construirlo. Como la lista es extensa, le sugiero que centre tu atención en las más comunes. Una vez haya asimilado las seis razones principales, vuelva a buscarme y la ayudaré a derribar ese muro.
El viajero entregó a Samila un diario azul con sus notas escritas a mano.
—Debe leerlo con calma y reflexionar, no tenga prisa. Cada una de estas hojas recoge un importante aprendizaje. Entre las páginas, encontrará muchas de las respuestas que está buscando, otras las descubrirá en el campus y, para el resto, tendrá que formular sus propias preguntas. ¿Está lista para empezar?
—Sí —contestó—, pero, antes de iniciar este nuevo viaje, me gustaría hacerle una pregunta: ¿por qué aquí?, ¿por qué en el faro?
—La respuesta es bien sencilla —le dijo el viajero—: muchas personas vienen a mí buscando un nuevo camino y este lugar me ayuda a mantener clara mi misión, me recuerda que ser faro no va de brillar, va de iluminar caminos.
Samila sonrió complacida, un nuevo viaje acababa de empezar. Se despidió del viajero con un largo abrazo, debía leer aquellas notas, entender las seis razones de las que hablaba el viajero. Necesitaba derribar ese muro. Necesitaba seguir encontrando respuestas.