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1937-1940

«Para despedirnos, no para llorar»

Para la princesa Isabel, la mayor sorpresa fue el tamaño de su nueva casa, el Palacio de Buckingham, y el tiempo que tardaba en ir de un sitio a otro. «Necesitamos bicicletas», dijo un día.1El nuevo rey conocía a la perfección el palacio; sin embargo, todavía estaba haciéndose a la grandeza del nuevo trabajo. Haber nacido en la monarquía era una cosa, pero que te encomendaran el trono tan rápida y atropelladamente no habiendo recibido la preparación necesaria era otra. «Jamás he visto un documento de Estado. Solo soy un oficial naval; es de lo único que entiendo», le había dicho Jorge VI a su primo, Luis Mountbatten,2la primera noche de su reinado.3

Teniendo en cuenta la preocupación de Jorge V al final de su vida por el futuro del trono, es de extrañar que apenas instruyera a sus hijos sobre lo que se esperaba de un monarca constitucional. David tenía poca idea, y Bertie todavía menos. Sin embargo, el nuevo rey estaba siguiendo una estrategia que le funcionaría: la continuidad. Había escogido «Jorge» de nombre en homenaje a su padre.

Celebraría la coronación el mismo día que se había fijado para la de su hermano y, además, descartaría muchos de los planes más radicales que Eduardo VIII tenía para el Estado. Sandringham y Balmoral revivirían los días y maneras de Jorge V. Pero sus primeras semanas al mando las pasó preocupado por uno de los temas que marcarían su reinado: su hermano.

Tal como reconoce el biógrafo oficial de Eduardo VIII, el emérito «bombardeaba» a llamadas telefónicas a Jorge VI. No dejaba de darle consejos que él no había pedido sobre cómo tratar con ministros o, más a menudo, sobre cómo administrar el dinero y el estatus.4En enero de 1937, el duque de Windsor se quedó atónito cuando le comunicaron que el rey no estaba disponible. El caballerizo y amigo del duque, Edward Fruity Metcalfe, relató más tarde la cara «patética» que se le quedó con el desplante. «Está muy acostumbrado a tenerlo todo.»5Cuando Jorge VI se negó a enviar a nadie de la familia real a la boda del duque con la señora Simpson seis meses después, se abrió una brecha en la relación que jamás terminaría de cerrarse.

A toda la familia le estaba costando acostumbrarse a este repentino cambio pos-York. La nueva reina nunca había mostrado demasiado entusiasmo por entrar en la familia real. Cuando Bertie empezó a cortejar a la vivaracha Elizabeth Bowes-Lyon, esta lo había rechazado por completo, primero en febrero de 1921 y, más tarde, en marzo de 1922. Finalmente, tras un fin de semana en enero de 1923, durante el cual «no dejó de declararse», ella aceptó casarse con él.6Aun así, jamás pensó que Bertie fuese a ascender al trono, y encontraba una disfuncionalidad alarmante en los Windsor. «No se tratan como familia», le escribió a su madre poco después de la boda. «El trato que me brindan es magnífico, pero entre ellos es espantoso.»7Sin embargo, ahora estaba en la cima de ella y adaptándose a su vida como emperadora, con la cual había pasado de tener dos damas de compañía a una flota de nueve capitaneadas por la dama de los vestidos. Más tarde describiría la mudanza del número 145 de Piccadilly al palacio como «el peor cambio de casa» de su vida.8

A las princesas les costaría un tiempo acostumbrarse al nuevo entorno, pero también a entender la razón por la que estaban allí. «¿Por qué no está aquí el tío David?», le preguntaba la princesa Margarita a su hermana mayor tres meses después, sentadas en la Abadía de Westminster, viendo la coronación de su padre.

—Ha abdicado —le susurró la princesa Isabel.

—¿Por qué? —preguntó Margarita.

—Quería casarse con la señora Baldwin.9

Lilibet había quedado cautivada con la coronación, según el cuento que escribió a mano para sus padres: «Y apareció padre muy guapo con el manto carmesí y ese casquete ceremonial. [...] Todo ha sido muy muy maravilloso y espero que a toda la abadía también se lo pareciera. Los arcos y las vigas parecían cubiertas de un halo de maravilla cuando coronaban a padre, o eso me ha parecido». Como la princesa descubriría por ella misma años después, es más fácil recordar un evento como espectadora que como participante. Lilibet, que se sentó junto a la reina María, escribió también: «Lo que me pareció bastante extraño es que la abuela no recordaba gran cosa de su propia coronación. Pensaba que sería algo de lo que uno se acordaría toda la vida».10

Si las princesas ya habían vivido en una burbuja hasta ahora, el cambio a la sede monárquica amenazaba con aislarlas todavía más del mundo real. Crawfie sugirió que se creara una compañía de chicas en el Palacio de Buckingham formada por veinte hijas de amigos de la familia y de la corte, las Girl Guides. Para atender la temprana edad de Margarita, también habría una tropa de catorce niñas exploradoras o Brownies. La sede era la casa de verano del jardín, con otro requisito un tanto curioso por parte del rey. «Lo que me pidan», le dijo a Crawfie, «pero me niego a que lleven esas medias negras largas horrendas: me recuerdan demasiado a mi infancia.»11La idea era que las princesas estuvieran con niñas más «normales» de su edad, aunque, como pronto vería la institutriz, algunas de ellas estaban todavía más desconectadas de la realidad. Una de las actividades del grupo fue una carrera en la que las niñas debían correr hasta una pila de zapatos en el centro de la sala, ponerse los suyos y volver corriendo al inicio. A muchas de las niñas las habían vestido sus niñeras y no tenían ni idea de cuáles tenían que agarrar, algo que divirtió mucho a Lilibet y Margarita. «No había tonterías de ese estilo en su educación», dijo Crawfie orgullosa.12La institutriz no parecía nada impresionada con el Palacio de Buckingham. Al llegar, la primera silla que ocupó «se desintegró», y las plagas eran insoportables. En una ocasión tuvo que darle un palo a un cartero que estaba de paso y pedirle que se deshiciera del ratón que tenía en la toalla de baño.13«Vivir en el palacio se parece a acampar en un museo», afirmó con tirantez.

Le gustara o no a la familia, las princesas eran ahora, a una mayor escala, propiedad pública. Se esperaba de ellas que aparecieran en las fiestas —en los jardines de palacio— con el mismo vestido. La princesa Isabel le enseñaba maneras a su hermana: «Si ves a alguien con un sombrero gracioso, Margarita, no debes señalarlo entre risas».14Las multitudes también empezaban a ser problemáticas lejos de casa. En unas vacaciones de verano en Eastbourne en las que a la familia real se le había cedido la casa de la costa del duque de Devonshire, la policía tuvo que contener al público en la entrada de la iglesia y el té de la tarde tuvo que servirse en la habitación.

Pero el ánimo de la familia se mantenía alto gracias a las ganas del rey y la reina de continuar con el patrón de felicidad de los fines de semana en el Royal Lodge. Ahora los ponis se alzaban majestuosos a los ojos de las princesas. Tenían la broma recurrente en la familia de que la máxima autoridad en la vida de Lilibet era Owen, el palafrenero. «A mí no me preguntes, pregúntale a Owen», respondió serio el rey un día, ante una propuesta de plan que le habían hecho. «¿Quién soy yo para proponer nada?»15

Durante la semana, sin embargo, Crawfie se negaba a que hubiera cambios en el plan de estudios escolar a pesar de que la madre de las niñas se lo tomara mucho menos en serio. «No me están facilitando las cosas», le confesó la institutriz a Cynthia Asquith, un año después de la abdicación. «Se me ha pedido que libere las tardes de trabajo “serio” en la medida de lo posible.»16Intentó reforzar su conocimiento geográfico con una versión del juego de las familias con el que poder jugar con sus padres, y añadió: «Pero me temo que, si no me uno a la partida, será un despropósito».17

La reina María siempre se mantenía firme del lado de «la buena de Crawford» en las disputas con la reina Isabel por los horarios de las princesas. Más tarde mostraría su desacuerdo porque su nuera «siempre quería a sus hijas en los peores momentos, una costumbre fatal si una tiene lecciones que enseñar, y una que el difunto rey y yo nunca aprobamos».18

Sin embargo, Jorge VI y la reina Isabel eran inusualmente progresistas para su época en lo que respectaba a lo que hoy en día se conoce como salud mental. En una ocasión, la reina dejó una nota «por si le pasaba algo». En ella le recordaba lo siguiente: «No les grites ni las asustes [a las princesas]. [...] Recuerda cómo tu padre perdió todo el cariño que le profesabas gritándote y haciéndote sentir mal».19

La reina Isabel también decidió que Lilibet, como presunta heredera del trono, necesitaría una buena formación en historia y temas constitucionales. Preguntó a su amigo Jasper Ridley,20banquero y amante del arte, quien sugirió que la princesa asistiera a las clases de Henry Marten, vicerrector de Eton. En un principio, a la nueva pupila no le hizo ni pizca de gracia el montón de libros apilados «como estalagmitas» en el despacho de Marten. Gracias a sus años enseñando en clases llenas de chavales, tenía también la costumbre de dirigirse a la solitaria princesa llamándola «caballeros». Sin embargo, tuvieron buena conexión. «Lilibet se sentía como en casa con él», comentaba Crawfie.21Las clases de Marten seguirían durante la guerra en el Castillo de Windsor. Se tomó en serio el trabajo, algo por lo que la reina le estaría agradecida en el futuro. Igual que su padre, que más tarde le investiría como caballero frente a toda la escuela. Además de estas clases de refuerzo, la reina María también participaría en su educación llevándolas a lugares históricos como la Torre de Londres o el Palacio Greenwich.22

El reinado de Eduardo VIII había sido tan corto que su madre dejaba el Palacio de Buckingham junto con toda la colección de arte al mismo tiempo que Bertie y su familia se instalaban. Se ha popularizado el mito sobre la reina María (mito que incluso aparece en Downton Abbey) de que las familias aristocráticas guardaban sus tesoros bajo llave si esperaban una visita de la reina emperatriz y su buen ojo para el arte por miedo a que se fijara en alguna obra y quisiera —más bien, esperara— que se la ofrecieran. Sus adeptos insistían en que su pasión no era otra que recuperar piezas que habían pertenecido a la familia. Su biógrafo, James Pope-Hennessy, escribió que «aunque jamás compró un cuadro en su vida, sí le encantaba reunir objetos dispersos de las colecciones reales y, ya de paso, hacerse con artículos de menor valor que le agradaran». Y vaya si le agradaban cosas: «los esmaltes al estilo Battersea, el jade, los elefantes de ágata en miniatura con brillos en la houdah, pequeños juegos de tazas de té dorados o plateados, cajas de papel maché, pequeñas acuarelas de flores de jardín, vidrio en color y muchas más. La ponían de muy buen humor».23Había tantas piezas que tardaron diez meses en trasladarlo todo del Palacio de Buckingham a su nueva residencia en Marlborough. Finalmente, el 1 de octubre de 1936, escoltó sus tres últimos cargamentos junto con el terrier de Jorge V hasta su nueva casa.

El incipiente reinado y el cambio de todas las reformas que Eduardo VIII había realizado en las residencias reales le dieron a la reina María mucha vida. «Qué alegría me da sentir que mi antigua y querida casa está en tan buenas manos y que vosotros dos, queridos míos, continuaréis con la tradición mía y de padre», escribía al rey y a la reina tras su primera Pascua a cargo del Castillo de Windsor.24

La seguridad del rey fue mejorando a medida que se acostumbraba a su nuevo papel. Su encuentro inaugural con el primer ministro había discurrido sin sobresaltos. Tras no haber soltado el timón durante la tormenta de la abdicación, Stanley Baldwin esperó hasta la coronación del rey en mayo de 1937 y anunció que se hacía a un lado a las puertas de su setenta cumpleaños. Neville Chamberlain, su canciller de Finanzas, fue el claro e indiscutido candidato a reemplazarle. Sin embargo, el rey enfureció («realmente molesto», según su biógrafo oficial)25cuando su secretario de Exteriores, Anthony Eden, dimitió en febrero de 1938 y el rey se enteró por los periódicos. Eden había perdido la paciencia con las políticas de conciliación de Chamberlain y su incapacidad de cuadrarse ante la beligerancia de Adolf Hitler en Alemania y Benito Mussolini en Italia. El tema se había hablado largo y tendido en el Gabinete, pero nadie se lo había dicho al rey. No podía ponerse del lado de nadie, pero desde la empatía creía que era su deber estar al tanto de las crisis políticas graves. Desde entonces, el monarca empezaría a recibir el primer borrador de las minutas de todas las reuniones del Gabinete, como su hija hoy. Jorge VI no dejaría que le subestimasen.

La imagen de los nuevos reyes mejoró ese verano con su primera visita de Estado, una reafirmación de la entente cordiale con el vecino de Gran Bretaña al otro lado del canal. Al llegar a París, les recibía la que probablemente era la mayor bandera del Reino Unido jamás confeccionada —de unos 1.250 metros cuadrados— colgada de la mayor asta posible: la Torre Eiffel.26Los franceses quedaron conmovidos al ver que la reina había decidido no cancelar el viaje a pesar de haber perdido a su madre recientemente, la condesa de Strathmore. Norman Hartnell y su equipo habían trabajado a contrarreloj para fabricar un armario del color real del luto, el blanco. El viaje fue muy distinto del que el duque y la duquesa de York habían hecho a Alemania, desafortunado y malinterpretado, nueve meses atrás. Aunque teóricamente el objetivo del viaje eran los proyectos sociales del país, la pareja había pasado buenos ratos con la cúpula del Régimen nazi y había conocido a Hitler en su retiro de los Alpes, Berchtesgaden. El rey se quedó consternado, como muchos de los antiguos adeptos del duque. Las consecuencias mediáticas obligaron a los Windsor a cancelar su viaje por los Estados Unidos. Ya reyes, por otro lado, recibieron allí una cálida bienvenida durante su gira por Norteamérica en 1939. Con una futura guerra cada vez más plausible, Neville Chamberlain esperaba que el rey afianzara apoyos al otro lado del Atlántico de dos maneras. En primer lugar, como rey de Canadá, Jorge VI podía estrechar lazos con el primer ministro canadiense, Mackenzie King. Además, como rey de Gran Bretaña, podría conquistar en los Estados Unidos algunos corazones y mentes aislacionistas fronterizas.

Para las princesas, sin embargo, sería una tortura: se despidieron de sus padres en mayo de 1939 en lo que sería una separación de seis semanas. La reina María apuntaba: «El barco zarpó puntual a las tres, había buenas vistas del puerto, ondeamos nuestros pañuelos y Margarita me dijo: “Tengo un pañuelo”. Lilibet contestó: “Para despedirnos, no para llorar”. Me pareció algo cautivador».27Poco después, el viaje estuvo a punto de cancelarse por un grave accidente de carretera de la reina María. Al regresar de una visita a Surrey, su coche se había estrellado con un camión cargado de tubos de acero. Los equipos de rescate acudieron rápidamente y se quedaron atónitos al ver, momentos después, a la viuda emperadora emerger de los restos del Daimler boca arriba, ayudándose de un paraguas «como si bajara las escaleras de la ceremonia de coronación». Entonces miró a su auditor Claud Hamilton, lleno de golpes y rasguños, y le preguntó: «¿Cómo ha quedado la falda?».28Aunque se mantuviera estoica, se había lesionado la espalda y el ojo y tuvo que estar en cama diez días, si bien «se negó a que el mundo supiera lo cerca que había estado de la muerte».29

A pesar de la conmoción del accidente de coche de la reina María, los reyes no cancelaron el viaje de Norteamérica. Era la primera vez que un monarca británico regio pisaba los Estados Unidos. El New York Times publicaba: «Los soberanos británicos han conquistado Washington, donde han causado una mejor impresión de la que la mayoría de sus consejeros esperaban».30El presidente Franklin D. Roosevelt y su esposa, Eleanor, no solo habían dado una cálida bienvenida a la pareja, sino que habían quedado impresionados por sus conocimientos acerca de las políticas del país y las distintas figuras de la política. No se trataba solo de ser encantador y dejar una estela real, sino que los reyes habían hecho algo que Eduardo VIII solía pasar por alto: los deberes. Quizá no sacarían nada inmediato del viaje, pero las buenas intenciones por ambas partes serían de un valor incalculable cuando empezaran a caer bombas. Por el momento, también habían conseguido algo más. Como mencionaba el biógrafo de Jorge VI, «le había ayudado a distraerse, había expandido sus horizontes y había descubierto nuevas ideas». De regreso al Reino Unido, se les escuchó a ambos decir, en varias ocasiones: «Esto nos ha cambiado por completo».31

Durante el viaje habían hecho su primera llamada transoceánica para hablar con las princesas. Según explica Crawfie, las niñas le pasaron el teléfono al corgi de la reina, Dookie, y le pellizcaron el trasero para que ladrara. El reencuentro fue especialmente afectuoso: un destructor de la Marina Real británica las llevó a buscar el barco de sus padres en mitad del canal. «El rey no podía dejar de mirar a Lilibet», escribió Crawfie.32

La familia volvía a estar otra vez reunida en el mar un mes más tarde para viajar por la costa sur con el yate real, el HMY Victoria and Albert, acompañando al rey a reunirse con su alma mater, el Real Colegio Naval, en Dartmouth. A esta visita siempre se le atribuye un matiz de buena suerte en la historia moderna de la monarquía. Fue allí, en la costa de Devon, donde se produjo el primer encuentro entre la princesa Isabel y el príncipe Felipe. Aunque se habían cruzado en eventos familiares como la boda del duque de Kent en 1934, hasta entonces no les habían presentado.

El príncipe, en aquel momento, ya era un hombre hecho y derecho. El verano anterior había pasado unas vacaciones de ensueño con sus familiares en Venecia, donde su prima Alexandra (que más tarde se convertiría en la reina de Yugoslavia) le recordaba como «un perro gigante y famélico; o quizá un perrito cariñoso que nunca había tenido su propio canasto». Había triunfado con las chicas, recordaba, especialmente con una debutante estadounidense llamada Cobina Wright (coronada «miss Manhattan» el año siguiente).33Al volver a Gordonstoun, el príncipe se había centrado en sus dos últimos trimestres antes de matricularse en Dartmouth en mayo de 1939.

Hay quien insinúa que esta presentación fue fruto de un tejemaneje de su tío, Luis Mountbatten. Dado que este deslenguado celestino real era miembro del partido oficial, habría sido extraño si el rey y su familia no hubieran conocido a ningún cadete real con el que guardaran algún parentesco. También tuvo algo que ver un brote de paperas y sarampión. El riesgo de infección significaba que la princesa no podía acompañar a sus padres a algunos de los eventos oficiales de la institución. Fueron invitados a casa del capitán (oficial al mando), el almirante Frederick Dalrymple-Hamilton. Entre los encargados de entretener a las niñas estaba el capitán cadete príncipe Felipe de Grecia, de dieciocho años. Crawfie hablaría más tarde de lo prendada que quedó aquella niña de trece años de la «melena de vikingo» de aquel chico que compartió galletas de jengibre y limonada con las princesas antes de proponerles ir a «divertirse de verdad» saltando la red de la pista de tenis. Las palabras de Lilibet se han citado en infinidad de ocasiones: «Qué bueno es, Crawfie, y qué alto salta». Una versión alternativa del mismo encuentro cuenta una historia menos romántica. A los ojos del biógrafo del príncipe Felipe, Basil Boothroyd, la princesa pasó la mayor parte del tiempo preguntando cuándo se iban a casa.34

Según se dice, las princesas volvieron a disfrutar de un encuentro con el atlético príncipe al día siguiente cuando le invitaron a comer a bordo del Victoria and Albert. La reina le rogó al joven invitado que comiera algo decente antes de volver a la comida de allí. Y no le decepcionó: engulló generosas raciones de gambas y un banana split. «Lilibet estaba allí sentada con la cara sonrosada, disfrutándolo mucho», escribiría Crawfie.35Cuando llegó el momento de que el rey y su familia zarparan, todos los cadetes salieron con sus barcas a seguir al yate real hasta el Dart Estuary para despedirse. Uno de ellos se envalentonó y siguió tras ellos hasta llegar a mar abierto, mucho después de que el resto se hubiera dado la vuelta. El rey supuestamente exclamó: «¡Maldito joven insensato! Que haga el favor de regresar».36

Finalmente lo hizo. Lo que no queda claro es si el «joven insensato» ya había causado una impresión imborrable en la heredera al trono. Años después, la biografía de Jorge VI escrita por John Wheeler-Bennett fue aprobada formalmente por la actual reina después de un profundo escrutinio. Las palabras de Wheeler-Bennett, por tanto, son de una credibilidad incuestionable: «Era el hombre del que la princesa Isabel se había enamorado desde la primera vez que se vieron».37Bajo este pretexto, al menos, parece que la versión sensacionalista de Crawfie es más plausible que la versión prosaica de Boothroyd.

Poco después de ese viaje a Devon, las princesas desaparecerían del ojo público durante casi seis años. Habría apariciones espontáneas en fotografías de periódicos previamente aprobadas o imágenes del noticiario o se las escucharía alguna vez en la radio. Pero, desde el momento en el que los tanques alemanes entraron en Polonia, se haría referencia a su paradero con términos como «en el país».

Desde las 11.15 horas de la mañana del 3 de septiembre de 1939, Gran Bretaña estaba en guerra. El rey estrenó su diario de guerra, que fue completando diligentemente durante todo el conflicto hasta 1947. Esta única y cándida crónica de la guerra al completo se extiende en varios volúmenes sin publicar que se encuentran en los Archivos Reales de Windsor. Tal como el rey observó una vez hubo terminado, lo había dejado por escrito no para la posteridad, sino «para tenerlo de referencia» y porque «uno no puede fiarse de su memoria».38La reflexión con la que empieza el diario es de todo menos ultranacionalista. Escribió: «Cuando estalló la guerra la medianoche del 4 al 5 de agosto de 1914, yo era guardiamarina y hacía la ronda nocturna en el puente del HMS Collingwood, en algún lugar del mar del Norte. Tenía dieciocho años. En la Gran Flota, todos estaban contentos de que hubiera llegado el momento. [...] No estábamos preparados para lo que descubrimos que era una guerra moderna».39Ahora, como rey emperador, había encendido la radio para escuchar al primer ministro confirmar que la nación volvía a estar en guerra. La reina se encontraba a su lado con una lágrima recorriéndole la mejilla. Momentos después sonaría la primera sirena que alertaba de un ataque aéreo. Más tarde escribiría: «El rey y yo nos miramos y dijimos: “No puede ser”. Pero sí era, y bajamos a nuestro refugio del sótano con el corazón en un puño. Estábamos estupefactos y horrorizados; nos sentamos esperando a que cayeran las bombas».40En esta ocasión, fue una falsa alarma. Pero las de verdad tardarían poco en llegar.

La reina María escuchó la noticia durante su misa del domingo por la mañana en Sandringham, donde el párroco había puesto la radio para su congregación. «Todos estábamos en silencio, pero fue un momento tenso. Solo quedaba rezar y mantener la esperanza»,41escribiría en su diario. Más tarde, tomó un té con el duque y la duquesa de Gloucester para despedirse. Reconoció, apesadumbrada: «Harry se marcha a Francia como oficial de enlace. Es un momento triste. Ya estoy con la maleta lista para marcharme mañana en coche a Badminton».42Había mucho equipaje que preparar. Se había decidido que la reina María se quedara en Badminton House, el hogar de su sobrina, la duquesa de Beaufort, en Gloucestershire. La reina no viajaba con poco equipaje. La duquesa reaccionó con estupor al ver a su tía llegar presidiendo un convoy con sesenta y tres empleados y más de setenta maletas.43

Las princesas se enteraron estando en Balmoral, donde pasaban sus vacaciones de verano con algunos de sus primos. Pensaron que el castillo podía ser un claro objetivo y que Lilibet y Margarita debían trasladarse a Birkhall, la residencia menos conocida de la familia. En ausencia de su madre, la princesa Isabel se volvió más protectora con su hermana menor. «Creo que no deberían hablar de batallas y demás delante de Margarita», le dijo a Crawfie, explicándole que podía asustarla.44

Se retomaron las clases y, con la institutriz como único mando, se siguió el horario a rajatabla. Recibían información de Henry Marten en Eton. Millones de niños estaban siendo evacuados de las principales ciudades y ya se estaban produciendo llegadas desde Glasgow a Balmoral. Muchos de los hombres que trabajaban en la casa pronto tuvieron que enfundarse el uniforme y partir a la guerra. Las princesas disfrutaban de sus reuniones los fines de semana con las esposas de los granjeros para remendar y demás «trabajos de guerra», todo organizado por la implacable Alah. Para los reyes era una tranquilidad saber que las niñas estaban en buenas manos y con buen ánimo, y todos esperaban ansiosos la llamada telefónica de las seis cada tarde.

El rey, que vestiría uniforme los siguientes seis años, quedó absorto en las minucias de la guerra. Sin embargo, en las primeras veinticuatro horas tras el estallido, el duque de Windsor se encargaría de tenerle entretenido con sus tonterías. La relación ya era irreparable a estas alturas. Poco después de la marcha del duque, en 1936, el nuevo rey se había quedado atónito al descubrir que su hermano le había estado engañando con la administración. Se había declarado en quiebra (según los estándares de la realeza) y había confesado que solo le quedaban 90.000 libras.45Así que el rey había autorizado una paga anual de 25.000 libras (más de sesenta veces el sueldo de un ministro) a cambio del disfrute de Balmoral y Sandringham. Más tarde saldría a la luz que, en realidad, el duque había acumulado alrededor de un millón de libras del ducado de Cornualles durante sus días como príncipe de Gales, un dato que el nuevo rey descubriría a su debido tiempo. «No tenía ningún sentido mentir», explicaría el biógrafo de Eduardo VIII, Philip Ziegler. «Era una mentira demasiado peligrosa.»46Le hacía preguntarse algo al rey: ¿podía volver a confiar en su hermano?

La primera noche de la Segunda Guerra Mundial la había pasado en vela. «Las sirenas nos despertaron a las 2.30 horas, cuyo estruendo era peor de noche que de día», escribió en su diario. Hasta las 4.30 horas no estuvo todo despejado. Más tarde, se reunió con el ministro para hablar de la coordinación de la defensa. Escribió: «Chatfield47vino a comer y hablamos de cómo traer a David a casa en un destructor». Estuvieron de acuerdo en que la vuelta debía ser temporal.48Un día después, el rey tenía una reunión con el primer oficial de la Marina, Winston Churchill. Tras hablar de asuntos navales y hacer números con destructores, la conversación también desembocó en el retorno del duque. Churchill creía que «sería bueno», escribió el rey. «Yo dije que no por mucho tiempo.»49

El duque y la duquesa de Windsor seguían en su villa de Antibes, en la Costa Azul. Incluso en estos duros momentos ponían pegas para regresar. Entre sus exigencias estaba la seguridad de una bienvenida oficial digna de la realeza, un detalle que, incluso a su leal aliado Fruity Metcalfe le sacaba de quicio. «Solo pensáis en vosotros», les dijo. «Debéis comprender que estamos en guerra, que las mujeres y los niños están siendo bombardeados y asesinados mientras hablamos de vuestro orgullo.»50Avergonzados, accedieron a preparar su vuelta. Aunque el rey se había ofrecido a mandarles un avión, la duquesa de Windsor detestaba volar, así que la pareja puso rumbo a Cherburgo, desde donde Luis Mountbatten les trasladó hasta su casa en su destructor, el HMS Kelly. No hubo bienvenida oficial.

El 14 de septiembre, el rey tuvo un encuentro de una hora con su hermano. Dijo: «No hubo reproches de ninguna de las partes; tenía buen aspecto y las bolsas bajo sus ojos se habían disipado. Se alegraba de estar de vuelta en Inglaterra. [...] Estaba seguro de sí mismo y de sus próximos planes». Tanto que el rey pudo ver más allá de toda esa afabilidad y espetó: «Parecía estar pensando solo en él mismo y parecía haberse olvidado de lo que le había hecho a su país en 1936».51

Tras la proposición de Jorge VI de que su hermano asumiera un rol de civil, el duque respondió airado que prefería retomar sus tareas de coronel al mando y adquirir más responsabilidades en uno de los comandos reales. Le encantaba ir probando unidades militares y no le importaba correr riesgos, como ya había hecho muchas veces en el frente de la Primera Guerra Mundial. Pero eso no es lo que el rey quería escuchar. Temía que su hermano fuera un riesgo en casa, sobre todo si empezaba a acudir a los eventos con su esposa. Finalmente maquinaron una solución: el duque se uniría al Ejército británico en Francia y haría de enlace con la Armada francesa, pero no estaría al mando de las tropas inglesas. Asumió con aires de grandeza que pasaría los días de aquí para allá inspeccionando, una idea con la que el oficial al mando, el general Richard Wombat Howard-Vyse, se mostró poco compasivo. Philip Ziegler recuerda el contundente aviso que se le dio a la incorporación real. «Entenderás que en la guerra no se puede ir por libre», le escribió Howard-Vyse al duque. «Has adquirido una responsabilidad con la Armada de Su Majestad y debes mantenerte a las órdenes de tu comandante. No hay otra forma de hacerlo.»52El rey estuvo de acuerdo con ello. «David finalmente se somete a la disciplina militar, después de tantos años», le dijo al duque de Kent, aliviado.53Todos ansiaban quitarse al rey de en medio y encomendarle alguna tarea de buena fe que no entrañara mucho riesgo, así que poco después se dirigía al norte de Francia con la duquesa para inspeccionar las defensas francesas. Con el tiempo escribiría informes que incluso llegaron a ser, en algunos casos, proféticos e inteligentes.54

El diario de guerra del rey desvela hasta qué punto los Windsor seguían suponiendo una distracción en medio de asuntos realmente serios para la seguridad nacional. Cuando todavía se estaban ultimando los detalles de su hermano, Jorge VI recibió la noticia de que los alemanes se habían apoderado del primer buque británico, un portaviones. El HMS Courageous había sido destruido en Irlanda y se había cobrado más de quinientas vidas. «Hay muchas formas de morir además de ahogarse», dijo el apenado rey como experto marine.55El 6 de octubre fue a ver la flota a Scapa Flow, el gran ancladero de la Marina Real en las islas Orcadas. El rey disfrutó de una cena en el HMS Nelson con todos los oficiales de bandera: «Me ha recordado mucho a mis tiempos en la gran flota durante la última guerra». Al día siguiente, se reunió con los oficiales y hombres de tres barcos: el Nelson, el Rodney y el Royal Oak. Se fijó, sobre todo, en lo jóvenes que eran: «De 1.600 hombres, 600 son menores de diecinueve años»,56lo cual hizo que fuera todavía más traumática, una semana después, la noticia de que el Royal Oak había sido destruido estando todavía en el ancladero. Un sumergible alemán había burlado las barreras submarinas que protegían sus costas. La Marina Real había perdido su primera batalla y a 835 hombres y jóvenes. Muchos eran los mismos jóvenes reclutas con los que el rey había estado conversando días antes. En medio de la incertidumbre de las últimas semanas, este fue uno de los mayores golpes para la moral nacional.

Cuando las noticias del Royal Oak alcanzaron los transistores de Birkhall, las princesas quedaron consternadas. Según Crawfie, Lilibet saltó de la silla y chilló: «No puede ser, ¡todos esos buenos marineros!».57Uno comprende la consternación cuando lee también el diario del rey. Su padre acababa de conocer a quienes estuvieron en la batalla y había comprobado su temprana edad. Era normal que las princesas pensaran en qué hubiera pasado si su padre hubiera realizado esa visita una semana más tarde. ¿O tenía algo que ver el ataque con su presencia allí? Seguro que no. El comandante naval alemán (y futuro jefe de Estado), el almirante Karl Dönitz, escribiría más tarde que la planificación no la había marcado el rey. Aun así, esos miedos atormentaban a las princesas.

El rey estuvo un tiempo melancólico y, el 11 de noviembre, escribió que, por primera vez, quedaban suspendidos todos los Días del Armisticio para conmemorar la Gran Guerra. Un mes después, en su entrada del 11 de diciembre, apuntó: «Hoy hace tres años que tomé el relevo de David en la tarea que él rechazó porque no le era digna».58El duque de Windsor seguía siendo un dolor de cabeza. Unas semanas antes, el rey había intervenido personalmente tras descubrir que su hermano había mandado que le enviaran su antiguo uniforme de la Real Fuerza Aérea y pretendía asistir a un evento en Francia vestido de mariscal. La parafernalia y las condecoraciones siempre habían obsesionado a Jorge VI, así que le resultaba inconcebible que el duque llevara un uniforme «que no tenía ningún derecho a lucir puesto que había sido nombrado general mayor de la Armada mientras durase la guerra».59El duque siguió vistiendo el caqui.

Con el paso de las semanas, las princesas se encontraron sufriendo su primer gélido invierno escocés. Entonces, justo una semana antes de Navidad, recibieron la noticia de que se reunirían con sus padres en Sandringham. Boyantes y cargadas de regalos que habían comprado con su paga en el bazar de Aberdeen —broches, cintas y la partitura de «Corre, conejito, corre»—60 partieron hacia Norfolk. «No las había visto en cuatro meses, desde agosto», escribió el rey en su diario, rebosante de felicidad.61

Sus padres estaban decididos a seguir las viejas tradiciones navideñas a pesar de que el rey apenas pudo descansar pensando en su primer discurso de Navidad durante la guerra. «Me supone un calvario y no puedo disfrutar de las fiestas hasta que ha pasado», admitió.62Pasaría a la historia como uno de sus mejores y más laureados discursos por un oscuro poema de Minnie Louise Haskins:

Pedí al hombre a las puertas del año:

«Dame una luz que pueda guiarme segura hacia lo desconocido».63

La princesa Isabel seguía dándole vueltas al triste sino del Royal Oak. Le dijo a Crawfie: «No podía quitarme de la cabeza a esos marineros, ni cómo habrá sido la Navidad en sus hogares».64Tras una larga estancia en Norfolk, los reyes decidieron que las princesas no volverían a Escocia, sino que regresarían al Royal Lodge, en Windsor. En Gran Bretaña, familias que habían evacuado a sus hijos de las grandes ciudades al campo los primeros días de la guerra estaban volviendo ahora a sus hogares visto el cese de ataques a civiles. Lo que más tarde pasaría a llamarse «Phoney War» o guerra falsa estaba siendo más falsa que nunca. Tampoco se planteaban volver a sus vidas de antes de la guerra, pero el Gran Parque de Windsor parecía un riesgo asumible. El 20 de enero de 1940 escribía: «Hemos ido al Royal Lodge a dejar a las niñas. Birkhall está demasiado lejos y, a su edad, la formación no puede descuidarse. Encontrar profesionales en Londres es fácil».

Crawfie volvió a instaurar la rutina de clases; la princesa Isabel regresó a sus lecciones con Henry Marten por el Támesis, en Eton. La institutriz estableció una nueva tropa de Girl Guides, de la cual la princesa Isabel fue nombrada líder. Pronto empezaron a tener nuevas incorporaciones de docenas de jóvenes evacuadas del East End de Londres que se alojaban cerca. Algunas, como Rosie Turner, la hija de doce años de un técnico de calderas de Stepney, fue invitada al Royal Lodge a tomar el té y recibir clases de baile.65Años más tarde, embarcando en un avión, la princesa Margarita reconoció a una de estas compañeras evacuadas que se había convertido en tripulante.66Cuando Lilibet cumplió catorce años, hubo una sorpresa especial. El rey escribía: «Hemos tomado el té en el castillo y después hemos visto la película Pinocho. Muy buena».67

Esta pequeña réplica de la vida antes de la guerra terminó a los pocos días. Tal como escribía el rey en su diario el viernes 10 de mayo: «Me he despertado con la noticia de que Alemania ha invadido Holanda, Bélgica y Luxemburgo esta madrugada. [...] El ya preavisado ataque al frente occidental ha comenzado». Se tomó la inmediata decisión de que era demasiado peligroso que las princesas se quedaran en el Royal Lodge no solo por un posible ataque aéreo, sino también por la amenaza de secuestro de las fuerzas aéreas enemigas. El 12 de mayo, justo cuando los paracaidistas alemanes estaban intentando secuestrar a la familia real alemana, Crawfie recibió la orden de llevar a las niñas al Castillo de Windsor y quedarse el fin de semana. Se quedarían allí los próximos cinco años, prácticamente. Las princesas tenían estancias en la Torre Lancaster junto a Bobo y Alah. Seguirían haciendo pícnics, dando paseos y vueltas por el parque. En una semana, las princesas volvían a estar navegando por el lago de Frogmore otra vez, aunque no se les permitía alejarse demasiado del fuerte de Guillermo el Conquistador, al que se retiraban todas las tardes.

Su ajetreo nada tenía que ver con el del rey esos mismos días. Tras el estrepitoso fracaso de Gran Bretaña en su intento de evitar la invasión de Noruega, el apoyo parlamentario de Chamberlain se disolvió. Estaba claro que no habría un pacto entre partidos. Tras el aviso del Partido Laborista de que no acatarían las órdenes de Chamberlain, este presentó su dimisión al rey. Solo podía mandar uno. Como dice el historiador Andrew Roberts: «Churchill se había convertido en un buen candidato con sus discursos y emisiones, su pronto calado de la amenaza nazi y su persistencia en que los hombres estuvieran listos, pero en mayo de 1940 una gran parte del poder seguía sin confiar en su juicio».68De este grupo formaba parte el propio rey. Cuando el chambelán fue a verle el 10 de mayo, el monarca le dijo que era «osadamente injusto» que a él (al chambelán) se le atribuyera la responsabilidad de nombrar a un secretario de Exteriores. El rey escribía en su diario: «Yo, por supuesto, sugerí a Halifax, pero me dijo que a H. le faltaban ganas». El rey conocía a Halifax personalmente y le gustaba el antiguo estudioso virrey de la India. Tampoco se había olvidado del apoyo de Churchill a Eduardo VIII al comienzo de la crisis de abdicación. Sin embargo, si Halifax no estaba por la labor en un momento como este —y, como señala Robert, el secretario de Exteriores había escogido ese día para ir al dentista— solo quedaba una opción.69«Le pedí consejo al chambelán y me dijo que Winston era el indicado.» Con los demócratas europeos cayendo casi uno tras otro, no había tiempo que perder. A Churchill, comentó el rey, «le quemaban las ganas de ser primer ministro».70Comenzó entonces una colaboración que, pudiéndose afirmar sin exageración, fue un instrumento clave para salvar el mundo occidental. El rey no se equivocaba. En octubre ya le confiaba a su madre: «Winston es, a todas luces, el mando correcto».71

El Palacio de Buckingham se convirtió rápidamente en un campo de refugiados reales. El rey escribía el 13 de mayo: «Me despertó un sargento de la policía a las cinco de la mañana para decirme que la reina Guillermina de Holanda quería hablar. No es común que a uno le despierten a esas horas, y menos una reina, pero ahora puede suceder cualquier cosa».72La monarca holandesa, escapando de los que habían sido sus secuestradores, le pedía de rodillas más aviones y tropas. Poco después, todavía con la paranoia, bajaba de un destructor de la Marina Real en Harwich. Los Países Bajos ya no tenían solución, así que partió a Londres. El rey escribió: «Me reuní con ella en la estación de Liverpool Street y la traje aquí [Palacio de Buckingham]. Estaba, como cabía esperar, muy alterada, y no había traído nada de ropa».73Días después, la reina Isabel se encontró al rey Haakon de Noruega y a su hijo, el príncipe Olaf, «roncando» en el suelo del refugio antiaéreo del palacio. Le dijo a la reina María: «Aunque nos encanta que estén aquí, es molesto no poder estar nunca solo».74

A medida que las Fuerzas alemanas avanzaban desde los Países Bajos hacia Francia, el rey era casi desdeñoso: «La Armada Francesa no ha sido derrotada porque todavía no ha luchado», escribió el 17 de mayo.75Diez días más tarde, estaba desesperanzado: «Los franceses nos han fallado».76Tras la evacuación de las Fuerzas británicas remanentes en Dunkerque y la caída de Francia, el rey hacía eco de un sentimiento generalizado: «A nivel personal, me siento más feliz ahora que no tenemos aliados con los que quedar bien», le dijo a la reina María.77Estaba errado, por supuesto. Se olvidaba del más entregado de los aliados: la Commonwealth británica, la totalidad de la cual estaba movilizando tropas para defender a Gran Bretaña, y se quedaría hasta el final. Las Fuerzas francesas del general De Gaulle también comenzaban a reunirse en Londres. Como era de esperar, cuando Francia estaba siendo arrasada, la reina emitió un emocionante discurso en francés dedicado a su población civil. «Una nación defendida por semejantes hombres y amada por semejantes mujeres se hará tarde o temprano con la victoria», les dijo.78

El Reino Unido remaba ahora hacia una invasión a lo grande. Los reyes estaban decididos a seguir con la operativa desde Londres, pero el resto de la familia real ya se había desplazado al campo.

¿Qué hacer con las princesas? Por todo el país había padres haciendo planes para sus hijos. Muchas familias pudientes, como los parlamentarios conservadores o el diarista Chips Channon, comenzaron a enviar a sus hijos a Canadá y a los Estados Unidos. Un patrón subsidiado para las familias normales recibió el nombre de Comité de Recepción de Niños en Ultramar y se inauguró en junio de 1940, si bien quedaría abandonado tres meses después tras el terrible infortunio del trasatlántico City of Benares, atacado de noche en medio del océano y que se cobró la vida de setenta y siete niños. Había una especulación constante sobre si las princesas habían o no cruzado el charco (especulaciones que han perdurado hasta 2020, cuando el autor John Banville, ganador del Premio Booker, en su novela Las invitadas secretas bajo su pseudónimo Benjamin Black, imaginaba que Lilibet y Margarita habían sido despachadas a una majestuosa casa en la neutral Irlanda). Ha pasado a formar parte de los libros de historia que la familia real se negó a consentir semejantes pensamientos. Una de las citas más célebres de esa época, atribuida a la reina Isabel, fueron sus palabras de desafío: «Los niños no podían irse sin mí, yo no podía dejar al rey y el rey no se iba a marchar bajo ninguna circunstancia».79El diario de guerra del rey, sin embargo, difiere de esta versión porque revela que la familia no había descartado por completo la evacuación de la princesa Isabel y la princesa Margarita a América. En un momento, el rey incluso lo consideró seriamente y se lo comentó a Winston Churchill en varias ocasiones. El 20 de junio el rey escribía: «Vi al primer ministro, quien acababa de dar un largo discurso en la C. de los C. [Cámara de los Comunes]. Parecía cansado y abatido por lo de Francia, pero dispuesto a pelear por su país. He hablado con él sobre que I. y M. serán un riesgo si nos invaden. Ha respondido que no».80Cinco días después, durante una reunión vespertina con el primer ministro, Jorge VI quiso hablar del tema de las princesas de nuevo. «Winston no está a favor de evacuarlas ahora y le he dicho que es imprescindible dejarlo arreglado por si finalmente es necesario», escribía el rey.81Una semana más tarde, anotaba que le había dado vueltas al tema con Neville Chamberlain y añadía que el mariscal Ironside, al mando del Imperial General Staff, estaba «tomando cartas en el asunto».82Es totalmente comprensible que los reyes estuvieran explorando una opción que muchas otras familias barajaban, incluyendo las reales. La hija y los nietos de la reina Guillermina de Holanda ya habían huido de Gran Bretaña a Canadá. Harald, el futuro rey de Noruega, de tres años, con su madre y hermanas, pronto partirían hacia los Estados Unidos. Lilibet y Margarita Rosa, sin embargo, no irían a su encuentro. Churchill marcaría el paso. El 3 de julio, la prensa informó de que Palacio había confirmado que «las princesas se quedarían en Gran Bretaña».83

Cada vez estaba más claro, no obstante, que las decisiones reales en temas de seguridad no estaban siendo las adecuadas. Las barreras rudimentarias y los centinelas de turno del Castillo de Windsor no imponían a nadie. Como dijo la princesa Margarita años después, «esa barrera eléctrica sin tensar no le habría impedido el paso a nadie, pero sí salir a nosotras».84Habiendo evitado por los pelos su propio secuestro, el rey Haakon de Noruega instó a su primo inglés a poner a prueba sus propios mecanismos de protección. Jorge VI hizo bien los deberes y accionó el botón de alarma correspondiente. No obtuvo respuesta. Finalmente, apareció un nuevo miembro de la guardia que, según el biógrafo del rey, «para el horror del rey Haakon pero el agrado de los reyes, azuzó los matorrales como los ojeadores en una caza».85Se necesitaba algo más contundente.

Un oficial de los Guardias de Coldstream, T. S. Jimmy’ Coats, fue colocado al mando de la protección real y se le encomendó diseñar un plan de huida en caso de invasión. Coats era corredor de bolsa y deportista con la Cruz Militar de la Gran Guerra. Su esposa, Amy, era hija del duque de Richmond y amiga de la reina. Formado por tres pelotones y un cuartel general de la compañía, la nueva unidad se popularizó bajo el nombre de «la misión de Coats». Coats reclutó a soldados inteligentes que podían adaptarse bien en un entorno real más bélico. Uno de ellos, el teniente Ian Liddell, se alzaría con la Cruz Victoria los últimos días de la guerra tras interceptar un puente clave al que se había prendido fuego (aunque finalmente sería asesinado por un francotirador días después).86Coats pasó de conducir un par de antiguos Rolls-Royce y unos autobuses Leyland a una flota de Humber que serían el veloz desplazamiento del rey y su familia hasta sus rincones seguros, adelantándose al enemigo. El primero de ellos fue la casa del conde Beauchamp, Madresfield Court, cerca de Malvern, en Worcestershire. El lugar de los Lygon, rodeado de un foso, se convertiría años después en el escenario de la ficción de Waugh Retorno a Brideshead. De allí, la familia real se iría a Pitchford Hall en Shropshire o Newby Hall en North Yorkshire. Este último sirvió de inspiración para la serie dramática de ITV Downton Abbey (que también había sido hogar de un Grantham). Hasta hoy, los dueños, la familia Compton, guardan una enigmática carta del palacio, marcada como secreta y que hace referencia a alguien sin especificar. Finalmente, si el enemigo seguía avanzando, Coats y sus hombres se llevarían a la familia a Liverpool o a Glasgow para evacuarlos, por mar, a Canadá. Si irían todos o no ya era otro tema.

Jorge VI se había hecho con su propia metralleta y la reina estaba aprendiendo a usar un revólver. «No caeré como han caído las otras», le dijo al político y escritor Harold Nicolson.87A medida que el verano iba avanzando, las bombas comenzaron a caer, primero con fuertes ataques a las estaciones de la Real Fuerza Aérea y más tarde sobre la capital y otras ciudades. Conocido como «el Blitz» por la táctica alemana blitzkrieg, o «guerra relámpago», esta interminable arremetida eclipsaría los bombardeos aéreos a civiles de la Primera Guerra Mundial. A mediados de septiembre, miles de persones habían perdido la vida y decenas de miles estaban sin techo. Los reyes recorrieron las ruinas del East End. Como se aprecia en las cartas de la reina, la experiencia fue casi inaguantable para ella, igual que la imagen de los cadáveres enterrados en los edificios bombardeados de Stoke Newington, donde muchos se habían ahogado con la explosión de cañerías. Quedó profundamente conmovida ante la resiliencia que presenció. «El cockney88 es un gran luchador», diría más tarde, «y se defendió.»89