Vivimos en la era de las emociones. Aquello que sentimos se ha puesto en primer plano. La expresión de las emociones suele asociarse al territorio más íntimo y secreto del sujeto; aunque también hay que reconocer que son públicas y colectivas dado que están creadas social y culturalmente, vinculadas a las transformaciones históricas de la sensibilidad. Las emociones conforman el paisaje de nuestra vida mental y social (Nussbaum, 2008).
Somos conscientes de que las relaciones afectivas son importantes para el desarrollo de las personas a lo largo de toda la vida. Una mirada tierna, una palabra comprensiva, un gesto solidario o un abrazo fraterno nos liga con la condición humana. Constituir lazos, tejer y forjar tramas junto a otros, es lo que dota de sentido a nuestro existir. La vida escolar no es una aventura solitaria, sino que su textura se teje en los lazos que establecemos con los otros, en los vínculos generacionales con los pares y con la autoridad.
Nuestra vida transcurre entre experiencias intersubjetivas que dejan huella y que trazan nuestro destino. Esto significa que el destino no está predeterminado sino que se estructura bajo ciertas condiciones; la escuela es uno de los espacios privilegiados para promover recursos socioafectivos y ensanchar horizontes de posibilidad. Afectarse es implicarse: aprender a sentir afecto por la humanidad del otro que es mi/nuestro espejo.
Las huellas de la subjetividad escolar remiten a las vivencias y sentires de los actores, al trabajo institucional para la tramitación de la conflictividad inherente a las dinámicas de la convivencia humana, a las estrategias desplegadas para alivianar el sufrimiento y fortalecer la autoestima. Las personas tendemos a tejer nuestras imágenes del mundo educativo con el hilo de nuestra experiencia (Bauman, 2003).
A la par que saberes disciplinares, en la escuela se aprende a cohabitar a través de experiencias sensibles en interacción con otros. Una educación que pone el foco en la ternura puede aproximarnos a cimentar vínculos de cooperación que confronten con los valores de competencia e individualismo que suelen premiarse en las sociedades en las que vivimos.
La escuela democrática representa un territorio de promesas. Es un escenario privilegiado para la construcción de sentimientos de pertenencia toda vez que se erige como lugar habitable con hospitalidad, sin distinciones. En su devenir cotidiano se tensionan los límites objetivos y las esperanzas subjetivas viabilizando que las y los estudiantes anticipen sus sueños del porvenir. Su poder hacer y su resonancia emocional se expresan en frases tales como “la escuela me abrió muchas puertas”, “la escuela me marcó un camino”, “mi maestra confió en mí cuando yo creía que no valía nada” o “la escuela me cambió la vida”.
No existe individuo sin soportes materiales y simbólicos, externos e internos, aunque no todos los soportes permiten la fabricación del individuo. La idea de un individuo que se sostiene desde el interior, en soledad, es una imagen heroica alejada de la realidad. Lo íntimo y lo público se entrecruzan. Todos necesitamos un anclaje social, un lugar desde donde amarrarnos. El individuo existe en un entramado de soportes, “se construye como tal en su entorno existencial combinando relaciones u objetos, experiencias o actividades diversas, próximas o lejanas, que, en la ecología así constituida, va o no a dotarse de significaciones absolutamente singulares” (Martuccelli, 2007: 71). Los soportes existenciales de unos pueden no serlos para otros. Las amarras afectivas juegan un papel central en la constitución de subjetividad escolar.
Significa ser conscientes de que el acompañamiento y la mirada son elementos claves del encuentro pedagógico. Le Breton, en Caminar la vida. La interminable geografía del caminante (2022), formula el elogio al caminar como un acto de resistencia en la era de la humanidad sentada e interpreta a la existencia como camino susceptible de ser recorrido a pie, con todas las implicaciones literales o imaginarias que ello tiene, con toda la carga de tiempo, forma, voluntad y cuidado.
Mientras leía este apasionante libro pensaba que el oficio del estudiante es análogo a la travesía que emprende el caminante en la medida en que el aprendizaje es una aventura de descubrimientos, que requiere de una experiencia del tiempo distinto del apremio propio de la productividad de la vida social. El tiempo escolar es un dato objetivo (cronogramas, calendarios, jornadas, horarios), pero también una experiencia socio-psíquica. Se hace camino al andar estructurando trayectorias educativas no necesariamente lineales ni homogéneas.
Frases tales como “cada quien tiene su propio ritmo para aprender” refieren al tiempo simbólico como organizador subjetivo del proceso de escolarización. Así como el tiempo objetivo se transforma (pueden reformarse la cantidad de horas de la jornada escolar o las dedicadas a las materias curriculares), también podemos pensar al tiempo subjetivo del aprendizaje en sus singularidades. Cuando se tipifica al niño como “lento” se está desconociendo la variabilidad e inestabilidad del tiempo en el aprendizaje. Como todo principio de clasificación, supone un juego de opuestos: se enaltece al “rápido” y se desmerece al “lento”.
Caminar, cada quien a su ritmo, es una poesía por los paisajes y las palabras. El caminante, así como el estudiante, es un artista de las circunstancias que busca siempre la forma de superar las dificultades y continuar su marcha, acompañado necesariamente de su docente. Respecto de la carrera de obstáculos, Le Breton evoca el trabajo de la asociación Seuil, de cuyo comité científico forma parte, mediante la actividad sencilla y a la vez radical que propone con jóvenes desarraigados: una larga marcha de tres meses en la que no solo descubren (o redescubren) lo alejado en el espacio y en la cultura sino también otros valores como el silencio, la unión o la autonomía.
El proceso educativo es a la vez un proceso de socialización y de individuación, afirma Le Breton, donde para que aparezca el aprendizaje original del sujeto se requiere de un tipo especial de docente, el maestro de sentido, capaz de conectar con la subjetividad del que aprende, respetar sus intereses y posibilidades para ayudar a incluirse en el medio que le rodea de forma singular y crítica.
La educación es un proceso que se concreta a lo largo de toda la vida, con los actores más próximos, y la familia es la primera mediadora de los elementos culturales y sociales que constituyen la trama afectiva de la vida colectiva. El camino a la escuela nos separa del seno del hogar. Las niñas y los niños se introducen en las formas de la cultura afectiva escolar, alejándose más o menos de las costumbres y modos de sentir de la cultura de origen. La relación con el paisaje (el edificio escolar, “mi escuelita”) es siempre una emoción antes que una mirada.
El educador es quien nos inicia en la construcción de una mirada, en la actividad de dar nombres y sentido a lo escolar, donde cada quien añade a este proceso su impronta personal. No es difícil imaginar el entusiasmo y los miedos de las niñas y niños y de sus familias en el primer día de clases, asumido este momento como un punto de inflexión, como la huella inicial de un extenso y sinuoso camino.
La imagen que nos evoca es la del niño con su guardapolvo o uniforme escolar y la mochila cargada, en una caminata inicial solitaria mediante la cual paulatinamente interiorizará la compañía de otros, en principio extraños, con algunos de los cuales forjará lazos de amistad y tendrá que atravesar dinámicas de conflictividad intrínsecas a la convivencia. La escuela es un microcosmos dentro del macrocosmos social. Justamente el misterio de la escuela consiste en aprender a vivir junto a otros que, de extraños, se transforman en semejantes.
El camino hacia la escuela tiene historia ya que porta la memoria y las huellas de viajeros que lo antecedieron. La escuela está inscripta en nuestras memorias de infancia. Es por ello que revisitar los cuadernos escolares, por caso, significa evocar geografías y gramáticas afectivas en tanto que nos habilita a profundizar en la cotidianeidad, mapear la vivencia escolar. Para quienes se dedican a la historia de la educación, los cuadernos de clase son una fuente inagotable de información en la medida en que a través de ellos se pueden analizar elementos materiales (portada, costura, tipo de hojas), estéticos (dibujos, imágenes, representaciones, fotografías), de contenido (en relación al currículum) y de evaluación (calificación).
Solemos tener en nuestro hogar cuadernos de infancia que se van descolorando y que tienen el valor de objetivar parte de la transmisión e incorporación de la cultura letrada. Conforman recursos pedagógicos que retratan gran parte del trabajo en el aula. Los cuadernos nos permiten testimoniar el camino que recorren nuestras biografías escolares.
La aventura del caminar tiene sus analogías con la construcción de la experiencia escolar. Quien camina explora, renueva su curiosidad, se conecta con sus sentires y agudiza sus sentidos. Es una actividad signada por el reencuentro. Se singulariza con las características del caminante y del entorno. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Al final, lo que cuenta siempre es el camino recorrido.
Caminar, así como aprender, es un proceso de apertura al mundo, es recorrer un sendero hacia lo desconocido. Una vez que nos adentramos en el recinto escolar ya no volvemos a ser los mismos. Precisamente, la escuela es constructora de subjetividad en tanto que transforma profundamente nuestras vidas y nos permite habitar otros mundos. Si bien es una invención histórica moderna (no siempre hubo escuelas tales como las conocemos hoy), es difícil figurarse nuestro mundo sin su presencia material y simbólica. Al término de la jornada escolar, la carga en la mochila pesará de acuerdo a cómo cada quien se ha sentido. De lo que se trata como educadoras y educadores es de alivianar el peso simbólico para contrarrestar las marcas del dolor social.
La comprensión de las experiencias sensibles involucradas en los procesos de escolarización, y de aquellos que se sitúan más allá de la escuela, posibilita reafirmar la centralidad de la afectividad para la construcción de huellas subjetivas. Invito a que pensemos la escena escolar como aquella trama intersubjetiva con una pluralidad de personas, con historias singulares a cuestas, donde nos comprometemos con el acto pedagógico de enseñar a cuidar de sí y cooperar en el cuidado de los demás.
La vida escolar es comparable a una representación teatral donde se despliegan actores, escenografías, máscaras, roles y rituales. El comportamiento de las personas en la interacción con los otros funciona como la actuación en una obra de teatro. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos llevamos puesta una máscara y encarnamos distintos personajes de acuerdo a las situaciones y contextos en que nos vinculamos. La vida cotidiana escolar puede ser interpretada como una escena ya que conforma una trama relacional. Es en la interacción donde se estructura un entramado de vínculos generacionales –intra e inter– entre los múltiples actores que forman parte de la comunidad educativa.
Goffman (2001) distingue entre el escenario y las bambalinas (backstage) que representan zonas de interacción que se corresponden con nuestra personalidad pública o privada. En el escenario se observan las interacciones que mostramos ante los demás, en general con la expectativa de agradar o ser aceptados; mientras que en la parte trasera domina lo que se guarda u oculta como ciertos sentires que se suelen silenciar.
Teniendo en cuenta que todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de la pluralidad y que las personas no existimos como individuos aislados sino como seres interdependientes que debemos vivir juntos, de uno u otro modo, más o menos próximos, la pregunta es sobre qué bases construir lo común para la convivencia solidaria y el cuidado de los otros en las instituciones educativas. El desafío consiste en cuidarnos en toda la escena escolar: en el escenario (el aula, el recreo, el comedor), pero también entre bambalinas (sala de maestros, reuniones con la familia, comunicaciones interpersonales).
Foucault (2009) enfatiza la cuestión del cuidado de sí, para el cual se necesita un trabajo del yo sobre sí mismo. El cuidado de sí implica un vínculo con el otro desde el momento en que, para realmente cuidar del yo, debe atenderse a las enseñanzas de un maestro. “Se necesita un guía, un consejero, un amigo, alguien que le diga a uno la verdad. De este modo, se presenta el problema de la relación con los demás paralelamente al desarrollo del cuidado de sí” (152). El cuidado es una práctica cultural que implica una relación de reciprocidad.
En la pedagogía del cuidado las emociones son la punta del ovillo que conforma el apretado tejido necesario para concretar los procesos complejos e imbricados del enseñar y aprender. Aprender a cuidarse integralmente a sí mismo es una herramienta indispensable para cuidar a otros. Así como las y los docentes asumen el imperativo ético de cuidar a las infancias y juventudes, es preciso proteger a quienes protegen.
Esta necesidad de sentirnos cuidados responde al hecho de que nos percibimos como seres frágiles; por lo que amarrarnos a otros nos brinda una cierta sensación de seguridad. Cuanto más amplia es la red de contactos que mantenemos con otras personas más en compañía nos sentimos. Nuestra condición humana misma es posible en virtud de la certeza de que el otro existe y que nos reconoce. Imaginamos que el estar privados de trato y afecto nos produce un daño subjetivo.
La escuela puede funcionar como esa amarra imprescindible para no navegar a la deriva, es decir, como una suerte de anclaje socio-existencial. Pero no se trata de un soporte íntimo, sino que esta noción alude a la capacidad de agencia del sujeto en el contexto de las estructuras y relaciones sociales. Los recursos afectivos se entrecruzan con las exigencias materiales e institucionales.
Las narrativas que apreciamos en la literatura, en la música o en el cine justamente refieren a la pérdida de soportes emocionales como matriz de la formación del sentimiento de sinsentido de la existencia. La gente sufre por aislamiento, por distancia, por desánimo. Por el contrario, los vínculos de cercanía afectiva posibilitan crecer con un sentimiento de autoafirmación del yo. Crear y recrear lazos es constituyente de nuestra subjetividad.
El relato biográfico es siempre una reflexión sobre lo social. El relato hecho historia permite entrever los movimientos dialécticos entre lo individual y lo colectivo, entre las estructuras sociales y las estructuras emotivas. Al respecto, he explorado con interés la trayectoria del célebre artista Wolfang Mozart quien se deja morir joven al percibir que las dos fuentes vitales de su existir se estaban agotando: el amor de la mujer amada y el reconocimiento social frente a su música. Es esta “carencia de significaciones afectivas” (Elias, 1989: 45) la que produce una sensación de desesperanza y un sentimiento de soledad.
Si la interdependencia emocional es una necesidad vital, el sentimiento de soledad se encuentra en la base del miedo a no existir para los demás. El deseo de ser vistos organiza nuestros comportamientos y expectativas, así como también incide en la edificación de nuestra autoimagen. Nos sentimos en soledad cuando los deseos de amor dirigidos hacia los otros se han visto heridos y perturbados, cuando advertimos la inminencia de un posible abandono o bien cuando percibimos la indiferencia social.
Honneth (2011) describe el proceso de invisibilización donde se niega la existencia del otro al no reconocerlo como un ser valioso en sí mismo. La sociedad del desprecio representa un déficit de reconocimiento o falta de solidaridad.
Representar un sujeto valioso para alguien y para sí mismo es una necesidad inherente de lo humano. Se es sujeto para otro en la medida en que este nos reconozca. Podemos sentirnos sujetos escolares en la medida en que existan otros que nos asuman en el lugar de tales: docentes, estudiantes, autoridades, familias.
El daño socio-psíquico de las experiencias de menosprecio escolar se manifiesta en el quebrantamiento de la autoconfianza y del autorrespeto. El menosprecio ocasiona heridas morales.
El sentimiento de respeto se conforma mediante una red de relaciones de reciprocidad. Respetarse, ser respetado y respetar son los hilos del tejido social. Cuando alguien se siente respetado logra gozar de miramiento, es decir, hacerse ver, mostrarse en la esfera pública y ser considerado como un ser autónomo y, a la vez, como miembro de un mundo común.
Es evidente que en nuestras sociedades el respeto es un bien simbólico escaso y distribuido desigualmente conforme a la valoración que la sociedad otorga o quita a ciertos individuos y grupos. Es frecuente que la estima social aparezca como una relación asimétrica. Exhibe las diferencias de trato entre quienes, al ser visibles, son tomados en consideración y quienes son desconsiderados por los demás, convertidos estos últimos en sombras sin rostros. Gozar de respeto en la escuela es una necesidad recurrente que expresan las y los estudiantes. En sus testimonios suelen justificar prácticas de microviolencias cuando sienten dañada su integridad: “Me miró mal”, “Me rebajó con la mirada”, “Se burló de mi mamá”.
El sentimiento de falta de respeto radica en ser borrado o sombreado hasta dejar de ser visto. En las sociedades estructuradas por el desprecio prevalecen las experiencias intersubjetivas de menosprecio. Las luchas por el reconocimiento tornan evidente una necesidad de afectividad recíproca entre los individuos. La necesidad y los afectos solo pueden confirmarse porque son satisfechos o rechazados, por lo que el reconocimiento debe tomar el carácter de aliento afectivo. La autoconfianza se hace posible solo si el sujeto se siente amado y confía en la estabilidad emocional de ese vínculo recíproco (Honneth, 1997).
En cierto momento, en el transcurrir de la experiencia escolar, descubrir que se han resquebrajado los vínculos afectivos que nos protegían representa una experiencia dolorosa (Elias, 1989). La soledad o bien la amenaza de sentirla nos torna conscientes de que el amor, en sus múltiples formas, es un refugio ante las adversidades y las incertidumbres propias del vivir. Estar incluido y sentirse parte de un grupo o de una comunidad es una necesidad que expresan las y los estudiantes que sufren por vivencias de este tipo: “No me incluyen en ningún grupo para la tarea escolar”, “En los recreos me quedo solo dentro del aula porque nadie me invita a jugar”, “Festejé mi cumpleaños en casa y no vino ningún compañero, únicamente mis primos”, “Queda el pupitre vacío porque nadie quiere sentarse al lado mío”. Asimismo, las expresiones de los microrracismos en la vida escolar funcionan como muros emotivos que separan a un nosotros de un ellos: “Me tratan mal porque dicen que huelo mal” o “Mis compañeras me rechazan por no ser como ellas”. El racismo funda vínculos sociales y sentimientos asociados al par superioridad-inferioridad.
Ante la pregunta acerca de qué es lo que vincula a unos sujetos con otros, qué es lo que nos hace mutuamente dependientes, podemos afirmar que, junto con la posición en la estructura económica y la pertenencia a cierta familia o grupos, son las interdependencias personales y sobre todo las vinculaciones emocionales de los hombres las que funcionan a modo de “eslabones de unión de la sociedad” (Elias, 2008: 163). En sociedades como las que habitamos caracterizadas por la proliferación de vínculos efímeros, la búsqueda de lugares de identificación y aceptación a través del uso persistente de redes sociales, por ejemplo, funciona como una vía de escape, más o menos ilusoria, para evitar el aislamiento. La escuela, mediante su trabajo pedagógico, puede representar de un modo menos ficticio ese espacio simbólico de construcción de vínculos duraderos y estables que ayuden a mitigar el miedo a la soledad y a la eliminación.
Bauman (2003) afirma que en estos tiempos modernos estamos ávidos e incluso desesperados por relacionarnos para sentirnos seguros, pero que también sucede que desconfiamos de vincularnos de forma sólida y perdurable. Hablamos cada vez más de conexiones en redes. A diferencia de las relaciones de pareja o de parentesco que resaltan el compromiso mutuo, la idea de red suele estar asociada al descompromiso. Las redes sociales simbolizan una matriz que conecta y desconecta a la vez. Su lenguaje, de apariencia neutral, aunque con fuerte peso simbólico, configura tipos de sociabilidad particulares en la medida en que aceptar, bloquear, silenciar e incluso eliminar o hacer desaparecer al otro, son opciones igualmente legítimas.
Existe una suerte de identidad virtual de la mayoría de nosotros y ese terreno donde nos comunicamos no posee las implicaciones de las interacciones cara a cara. Sin embargo, conforme participamos de las redes van variando nuestros estados emocionales de acuerdo a la intensidad de los comentarios y de los gestos de agrado o de desagrado (like, emoticones). Una parte de la conflictividad escolar se origina o se recrea en ese espacio de sociabilidad virtual mediante humillaciones públicas y a veces anónimas.
La sociedad moderna líquida crea un sujeto más autónomo, pero más solitario, que procura afectarse con otros, aunque ello le produce pánico. La preponderancia del yo sobre el nosotros nos lleva cada vez más a un aislamiento socio-psíquico. Se produce una estigmatización del otro proyectando en él los miedos del yo. Un caso paradigmático de esta proyección se observa en la distancia que adoptamos respecto de ese otro (Kaplan y Krotsch, 2018).
El amor por el prójimo, uno de los fundamentos de la vida civilizada y de la moral de Occidente, se suplanta por el miedo a los extraños que explica gran parte de las prácticas de racismo y xenofobia. Incluso existe una palabra para designar el miedo y el rechazo al pobre: la aporofobia. Cortina (2017) acuñó este concepto a partir de los términos griegos áporos (sin recursos) y fobos (temor, pánico). La violación de la dignidad humana se traduce en odio a la pobreza o temor a los indigentes, a los extranjeros, a los refugiados. Se culpabiliza a los vulnerables de su situación. Para que el miedo se convierta en rechazo se activa un mecanismo que es la anulación de la empatía y uno de cuyos efectos es la autoestigmatización. Al respecto, quedé muy impactada cuando en una entrevista grupal que realizamos con jóvenes de sectores populares uno de ellos confesó que golpea a su compañero porque “tiene cara de pobre” mientras que otra justificaba que burla a su compañera “porque es negra”.
La estructura emotiva no puede pensarse escindida de la estructura social. El orden social es fundamentalmente de naturaleza afectiva y se inscribe progresivamente como formas de ver y sentir. Las microviolencias y los microrracismos de la vida escolar funcionan como espejos de lo social bajo el rostro de la desigualdad de trato.
Aún con estas tensiones, Bauman (2003) no pierde las esperanzas de revertir esta deshumanización, enfatizando la necesidad de encontrar nuevos modos de vínculos más sólidos, fraternos y democráticos. En sus propios términos, la aceptación del precepto de amar al prójimo es el acta de nacimiento de la humanidad. Y también representa el aciago paso del instinto de supervivencia hacia la moralidad. Las emociones participan de un sistema de valores propios de la comunidad de la que formamos parte.
Paulo Freire, en sus célebres Cartas a quien pretende enseñar (2010) resalta la cualidad de la amorosidad del docente, sin la cual su trabajo pierde significado. La actitud de afecto no es solo para con las y los estudiantes sino para con el propio proceso de enseñar. Sin ese amor luchador difícilmente las educadoras y educadores sobrevivirían ante las adversidades e injusticias que se enfrentan en el devenir de su oficio. Ese amor lleva consigo el derecho de luchar por una vida digna para sus estudiantes. La afectividad simboliza el clima moral que se vive en la escuela. Valorar la afectividad se entrelaza con la esperanza comprometida y activa en la lucha por una vida digna para el conjunto de la ciudadanía. La pedagogía del cuidado implica la formación de la sensibilidad hacia los demás, la empatía ante el dolor humano.
Las y los educadores nos aferramos con obstinada convicción al sueño de que la escuela puede funcionar como un antídoto frente a la deshumanización; es decir, operar como un territorio simbólico de producción de una trama que promueva mayor justicia afectiva. Ello es a condición de que se trabaje deliberadamente para que nadie se perciba excluido ni en soledad. La escuela reivindica la presencia y el derecho de quienes son invisibilizados. Son los grandes gestos mínimos del trabajo cotidiano comprometido de las y los educadores los que permiten interrumpir ciertos mecanismos de exclusión: ir hasta los hogares a buscar a las niñas y niños que se ausentan, elaborar materiales de apoyo personalizados, proponer actividades de acompañamiento fuera de la jornada escolar.
El sentimiento amoroso no es un estado definitivo, sino que es un motor que genera movimiento, acción sobre el mundo. Educar es un acto de implicación mutua que conmueve. El oficio de enseñar moviliza una recompensa emocional relacionada con el orgullo. El trabajo artesanal estimulado por el deseo de hacer bien una tarea, como un impulso humano básico, incluso entre tantos obstáculos que se encuentran, es uno de los caminos para alcanzar la dignidad docente.
Amar educa y se aprende a amar. Se trata de una experiencia intersubjetiva donde el otro adquiere una existencia legítima para mí (Maturana, 2001). El amor involucra una experiencia de reconocimiento mutuo. Todorov (2008) plantea la necesidad de existir como cualidad exclusiva de lo humano en comparación con el resto de los seres vivos. El ser humano está condenado a ser incompleto, es quien aspira al reconocimiento mediante el encuentro con los otros. El sentimiento de la existencia es solo alcanzable a través de la interacción interpersonal. Este proceso de reconocimiento intersubjetivo se inicia en el niño o la niña a través de la mirada de sus progenitores. Una vez dominados sus ciclos biológicos fundamentales, el niño o la niña puede ocuparse más del mundo circundante. Ya no se conforma con mirar a su madre o a su padre o a quien lo cuida en la intimidad, sino que busca atraer y captar sus miradas. Desea ser visto y no solo ver, convirtiéndose la mirada de la madre o del padre en el primer espejo en el cual el niño o la niña se ve: este momento decisivo marca el nacimiento simultáneo de su conciencia del otro (aquel que debe mirarlo) y de sí mismo (quien es visto) y, por lo mismo, del nacimiento de la conciencia.
La mirada de las y los docentes entra a jugar su papel estructurante desde el momento en que el niño o la niña inician su escolarización. El docente es un actor clave en ese proceso en el cual el estudiante se mira en el espejo. A su vez, el propio docente se constituye a través de la mirada de sus estudiantes.
En la relación con el otro, la mirada incide en la construcción de la experiencia emocional. La mirada simboliza un modo de crear justicia afectiva. La figura del estudiante es interdependiente de la del docente, y este último es el espejo donde aprende a ser visto o a permanecer invisible y, por consiguiente, donde construye una autoimagen de aceptación o de rechazo. “Ni me mira”, “Nunca me mira cuando levanto la mano”, “No me tiene en cuenta”, “Ni me registra”, son fórmulas que expresan la decepción estudiantil por no sentirse inscripto y singularizado por el docente.
La motivación del estudiante por ser y sentirse validado es la que hace que quienes educamos insistamos sobre la significatividad del gesto de ponerse en el lugar del otro como acto ético de compresión mutua. El amor es una relación social basada en la reciprocidad y el cuidado de la vida. Prevalece la dignidad humana en tanto que los sujetos que participan se descubren con existencias distintas legitimándose mutuamente en un vínculo comprometido. No hay procesos de enseñanza y aprendizaje posible sin compromiso emocional basado en la reciprocidad.
Aun considerando los vaivenes y conflictividades inherentes a las dinámicas contradictorias de la convivencia, lo cierto es que establecer lazos afectivos intersubjetivos es una condición de posibilidad para habitar la escuela con hospitalidad. Aprendemos a sentirnos afectados por lo que al otro le sucede. La escuela inclusiva (y no exclusiva) enseña a mirar a los ojos y a percibir los sentires de los demás. Teniendo en cuenta el carácter inconsciente de muchas vivencias emocionales, interiorizar el hecho de que existen diversas tonalidades e intensidades en los estados emocionales durante la convivencia amplía la comprensión y la posibilidad de intervención sobre las formas de la cultura afectiva que se traman en el cotidiano.
Cuando el docente invita al estudiante a hacer el ejercicio de “cómo te hubieras sentido vos en su lugar” es porque sabe que las emociones no suelen ser aprehendidas en el momento en que ocurren (lo que se observan sí de forma directa son ciertas manifestaciones) sino en el contexto de una recreación a posteriori. El recurso pedagógico, en general proyectivo, de conectarse emocionalmente envuelve el siguiente movimiento: te reconozco, me reconoces, nos reconocemos en un territorio afectivo común.
“Me condenaron a la infelicidad”, se lamentaba entre lágrimas una adolescente al relatar escenas vividas en la escuela. Una educación emancipadora que deja huellas, y no cicatrices, es formativa y nunca destructora de subjetividad. La hipótesis sobre la que vengo trabajando refiere a que la escuela, bajo ciertas condiciones, puede ayudar a reparar las heridas sociales. Tras largas e intensas décadas de desarrollar investigaciones dedicadas a la comprensión de las experiencias emocionales de estudiantes y docentes, he concluido que el sufrimiento social atraviesa gran parte de la vida en las escuelas. Junto con esta constatación, he observado que la escuela también puede transformarse en un espacio de reparación. ¿Cómo educar para tratar a los demás con respeto y posibilitar que se fabrique el sentimiento de autorrespeto? La construcción de autoestima social es un eje central de la experiencia escolar. La lucha por el reconocimiento implica superar las experiencias de menosprecio que lesionan la identidad de una persona. Para Honneth (1997), en el horizonte intersubjetivo de valores cada persona se interesa por conocer las cualidades y capacidades del otro y otorgarle un valor significativo para la praxis común. Las relaciones de ese tipo deben llamarse “solidarias” porque no solo despiertan tolerancia pasiva, sino participación activa en la particularidad individual de las otras personas” (158).
Para que la escuela minimice las cicatrices, se necesita profundizar en los mecanismos y prácticas del orden afectivo escolar a los fines de movilizar componentes de los vínculos generacionales que posibiliten que la escuela deje huella biografizante pero que no encarne una vivencia dolorosa para nadie, sin distinción. El desafío que nos convoca es cómo promover el bienestar emocional de todos los sujetos que conforman la comunidad educativa.
Una educación al servicio del cuidado significa potenciar la conexión simbólica a través de la construcción de una red sentimental intersubjetiva de amparo. El sentimiento de que los demás se preocupan por ti y que les importas en sí mismo constituye un elemento clave del bienestar en el proceso de escolarización. El buen-vivir en la escuela (parafraseando la filosofía indígena) significa percibirse como comunidad solidaria que se rige por la dignidad, la horizontalidad y la búsqueda del bienestar de uno mismo y del colectivo, guiado por el buen corazón.
En el encuentro pedagógico se necesita de una reciprocidad en la alteridad, en el sentido de saber que hay otro con rostro, con su singularidad, que es diferente, único, que no se puede invisibilizar. Deviene así una mirada, un reconocimiento solidario, el deseo de la proximidad (Lévinas, 2001). La idea de reconocimiento como acontecimiento relacional de identificación significa que el sujeto necesita del otro para construir una identidad estable y plena (Honneth, 1997). De allí la importancia de intervenir sobre ciertas dinámicas de los grupos escolares que despojan a ciertos estudiantes de la posibilidad de autoafirmarse.
Las prácticas escolares de desprecio o menosprecio que conllevan a sentimientos de inferioridad siempre van acompañadas de experiencias afectivas que pueden indicarle al sujeto que se lo invisibiliza o se le priva de sus derechos y de ciertas formas de reconocimiento social por los cuales debe luchar. Suele suceder que esa lucha deviene en violencias corporales y simbólicas, como mecanismos de contestación o resistencia.
El procesamiento subjetivo de las vivencias en relación con las grandes transformaciones sociales da cuenta de las experiencias dolorosas que acarrean las múltiples esferas donde se expresa la desigualdad. Los planteamientos de Dubet en La época de las pasiones tristes (2020) nos llevan a cambiar el foco de la lente desde lo macro para examinar en el nivel micro las pequeñas diferencias cotidianas que afectan la percepción subjetiva de las desigualdades y que producen dolor social. Las desigualdades sociales juegan un papel central en el actual despliegue de las pasiones tristes: la ira, el odio, el enojo, la frustración, la indignación y el resentimiento. El interrogante que surge es cómo transformar esa frustración en esperanza o lucha colectiva.
La justicia afectiva en la escuela, como expresión de la reparación simbólica, es un sendero a transitar que abre una serie de preguntas: ¿cómo sostener una pedagogía del lazo? ¿Cómo revelar gestos amorosos? ¿Cómo comprometerse en las luchas por el reconocimiento desde la cotidianeidad escolar? ¿Cómo simbolizar vínculos éticos de reciprocidad? ¿Cómo armar trama afectiva inclusiva? ¿Cómo igualar los recursos afectivos? ¿Cómo colaborar en la tramitación del sufrimiento? ¿Cómo ayudar a minimizar el daño emocional?
Estudiantes, docentes y familias se muestran sensibles frente a la escena educativa. La pregunta es bajo qué condiciones y recursos el escenario escolar puede funcionar como abrigo. No nos debe resultar indiferente el hecho de que para ciertas infancias ir a la escuela puede representar una experiencia fortalecedora de la subjetividad mientras que para otras puede significar un tránsito doloroso.
Al regresar de la escuela se suele preguntar a la niña o al niño “cómo te ha ido” o “cómo te has sentido hoy”, interrogantes estos que funcionan como una puerta de entrada adulta para que expresen y elaboren sus vivencias subjetivas respecto de los claroscuros, de las luces y sombras de la experiencia escolar. Algo similar sucede cuando el o la docente pregunta al comienzo o al final de la clase “cómo se sienten (o se sintieron) hoy” y las niñas y niños aprecian esa pregunta descifrándola como un signo de que importan sus sensibilidades.
Comprender lo infinitamente pequeño de la vida cotidiana, focalizando en los sentimientos que expresan o callan los actores, es una vía de acceso para poder prevenir o intervenir sobre los procesos educativos que conllevan dolor. El mundo interior del niño, de la niña o del joven no está separado de las condiciones sociales, institucionales y grupales donde desarrolla su socialización escolar. Una red emotiva se conforma en el proceso de escolarización que entrecruza sentimientos que van desde el autorreconocimiento hasta el autodesprecio.
Es imperioso reflexionar y profundizar en la comprensión de los mecanismos y prácticas referidos a la producción de la cultura afectiva en nuestras instituciones: en qué medida se contribuye desde las palabras y gestos docentes, o desde las intervenciones en las comunicaciones entre los propios estudiantes, a promover o quitar (auto) valía social y educativa. Es un largo proceso de aprendizaje el descifrar qué emociones son legítimas de sentir y exteriorizar en cierto contexto escolar y cuáles no gozan de esa legitimidad social por lo que es preferible no mostrarlas. Un interrogante central es cómo aprender a confiar en lo que cada quien siente y que la figura de la educadora y del educador genere confianza mutua. La confianza es un elemento estructurante de los vínculos pedagógicos, por lo que el sentimiento de desconfianza es siempre desubjetivante. Sin sentimiento de autoconfianza el aprendizaje se ve limitado.
El horizonte en el proceso de reparación de las heridas se vislumbra al fortalecer a las infancias y juventudes para que puedan sentirse enaltecidas. El sentimiento de inferioridad que manifiestan ciertos estudiantes como consecuencia de prácticas de humillación y discriminación requiere ser abordado poniendo en cuestión el par superioridad/inferioridad: “Nadie en esta escuela es inferior a nadie”, “En mi clase todas y todos somos iguales”.
De la confusión de sentimientos en que todas y todos vivimos en un momento cualquiera, intentamos rescatar algunos sostenibles que formarán nuestro carácter. “El carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que queremos ser valorados” (Sennett, 2000: 10). El carácter alude al refugio o morada imaginaria en la que el sujeto suele encontrar su fuerza interna, su fortaleza más preciada. Se refiere a nuestras amarras o soportes simbólico-subjetivos para transitar por la vida social y escolar, construidos a través de nuestra historia personal y nuestra memoria colectiva. Se trata de la formación de una identidad en relación con los otros y anclada y moldeable en contextos socioculturales e institucionales particulares. La autoestima personal se conforma a partir de sentimientos de respeto y de valor que una persona siente sobre sí. Por su parte, la autoestima colectiva se refiere a las imágenes y autoimágenes que se conforman en las dinámicas de la grupalidad, en los escenarios de interacción social.
La escuela reparadora se sostiene sobre la pedagogía del cuidado que, por comprender y abordar el sufrimiento, ensancha el sentido o la conciencia de los límites. Ayudar a reparar las heridas sociales significa educar para ponerse en el lugar del otro. Mediante el acto de reparación simbólica la escuela puede promover vínculos afectivos fraternos que favorezcan el desarrollo de la autoestima.