PRÓLOGO 
Como muchos otros de mi generación, leí por primera vez a Camus a principios de la década de 1960, empezando por El extranjero y El mito de Sísifo. Me detuve allí y durante los siguientes seis años llevé al «existencialista» Camus conmigo durante mi propio despertar político y mi temprana participación en el movimiento por la paz. Para mí, que hasta entonces había estudiado sobre todo literatura y filosofía antiguas, así como teología cristiana primitiva, leer a Camus fue un rito de paso hacia lo desconocido. Era a la vez amenazante y emocionante. La verdad, sin embargo, es que apenas había descubierto a Camus, y mucho menos lo había entendido. La sección de Camus en la estantería de mi biblioteca y en mi mente apenas ocupaba espacio, con dos volúmenes muy delgados de la primera época del escritor. Eso cambió de repente en el invierno de 1970 cuando, como miembro recién llegado a la Facultad de Teología de Notre Dame, me asignaron repentinamente presentar una ponencia en una conferencia conmemorativa patrocinada por la universidad para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de Camus. Se había invitado a participar a un puñado de figuras destacadas; y luego, en un nivel muy inferior, estaba yo, que durante el mes siguiente me leí las principales obras de Camus, más allá de El extranjero y El mito de Sísifo, con la esperanza de poder hacer una contribución que no me dejara en mal lugar ni supusiera una injusticia con el hombre que ya veneraba, pero del que todavía sabía muy poco.
Lo que comenzó como una carga pronto se convirtió en una bendición. Mi inmersión en los escritos de Camus me dejó maravillado y me supuso un desafío tras otro. No tengo ningún recuerdo ni copia de lo que escribí para la conferencia, sin duda porque no fue nada memorable. No así la apasionante conferencia de la ponente principal del congreso, la profesora Germaine Brée, que había sido amiga de Camus durante décadas, y de su segunda esposa, Francine Faure. En su conferencia, la profesora Brée incluyó una serie de anécdotas personales sobre Camus que revelaron lo extraordinario que era el hombre en la vida, y no solo como escritor. Después de encendidos aplausos y hasta bien entrado el turno de preguntas, un estudiante pidió a Brée (cuyo nombre el diario universitario The Observer escribió erróneamente como Bray) que contara más anécdotas, y ella accedió generosamente. Sin embargo, cada vez que la profesora intentaba poner fin a la sesión, el público le seguía pidiendo educadamente que contara más historias. Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, la profesora Breé, de escasa estatura y gran mentalidad, cedió amablemente a más peticiones, lo que generó más ovaciones de las que por entonces el afamado Johnny Cash estaba recibiendo. Al día siguiente, después de una mesa redonda de clausura, la profesora Brée se acercó a mí para decirme que había apreciado mis comentarios y que le sorprendía que vinieran de un estudiante universitario. Cuando le di las gracias y le expliqué que en realidad era miembro de la Facultad de Notre Dame, su inmediata vergüenza y nuestras consiguientes risas dieron paso a una estrecha amistad que duró treinta y un años, hasta su muerte en 2001 a la edad de noventa y tres años.
Cuando me trasladé a Massachusetts para formar parte de los profesores fundadores del Hampshire College, invité a Germaine a hablar y reunirse con mis alumnos en múltiples ocasiones, cada una de las cuales fue un acontecimiento memorable. Aquellas largas conversaciones con mis alumnos le resultaron tan gratificantes que me aseguró que a partir de entonces asistiría con mucho gusto sin cobrar. Sabía, al igual que yo, que su entusiasmo no tenía tanto que ver con ella como con el propio Camus. Leerlo, degustarlo y compartir nuestras ideas ensanchaba nuestras mentes y las alimentaba durante mucho tiempo después. Así ha sido para mí a lo largo de cincuenta y dos años en el aula, hasta que me jubilé en el verano de 2020. Durante ese largo período, ninguna asignatura que haya impartido ha sido tan gratificante, ni ha cambiado tanto la vida, como la titulada simplemente «Camus». La mayoría de las clases en Hampshire tienen alrededor de quince o veinte estudiantes, pero en ocasiones la clase de Camus se acercaba al centenar. Camus llegó no solo a las mentes, sino también a los corazones y las almas de mis alumnos, como nadie más parecía hacerlo, sin importar de qué Estado o nación procedieran. Y a lo largo de los años, muchos de esos mismos alumnos me han escrito para decirme que el escritor y filósofo sigue desafiando, alentando y apoyando sus luchas para seguir adelante y marcar la diferencia en el mundo.
Este libro sobre Camus, como el que le precedió hace cuarenta y dos años,1 echó raíces en el aula, en el trabajo con los alumnos. Mientras ellos se sentaban a mis pies, aprendiendo de mí, yo me sentaba igualmente a los suyos, aprendiendo de ellos. Después de todo, la educación no es como una transfusión de sangre, con donantes a un lado y receptores al otro. Cuando funciona de verdad, es como una asociación. Espero que la experiencia de leer este libro sea de alguna manera como asistir a una clase. Al igual que en una clase, se espera que quien asiste haya hecho una lectura de las obras imprescindibles, o que se haga a no más tardar. Ninguna clase o capítulo de libro puede sustituir a las fuentes primarias, en el caso que nos ocupa, la ficción, el teatro, la filosofía, el periodismo, los cuadernos, los discursos y la correspondencia de Camus. Este libro se nutre de todas ellas para descubrir y hacerse eco de su voz. Considérese este libro, pues, como una clase magistral sobre Albert Camus impartida por un erudito humanista que ha enseñado su vida y escritos durante medio siglo. Basándose casi exclusivamente en los textos primarios y en las fuentes originales, la obra conducirá al lector directamente al núcleo de la contribución perdurable del escritor a los desafíos y crisis actuales.
El énfasis aquí, como en todas mis clases, se pone en la obra de Camus, más que en las contribuciones críticas de los estudiosos de Camus, por muy valiosas y sugerentes que sean. En el mundo académico actual, el equilibrio entre las fuentes primarias y la crítica suele inclinarse radicalmente a favor de esta última. En las conversaciones entre críticos a veces es difícil, parece, que Camus pueda decir algo al respecto. En todo el mundo, pocos autores han sido más leídos, más queridos y, sin embargo, más incomprendidos que Camus.
Los objetivos de este libro son básicamente tres: tratar de orientar de manera adecuada la obra escrita del autor cuando sea necesario; aumentar aún más el número de sus lectores, y profundizar en la apreciación de su vida y obras en nuestro tiempo. Mi estrategia en este esfuerzo es sencilla: dejar que Camus hable por sí mismo. Quizá el ejemplo más representativo de que los críticos y expertos no escuchan a Camus es su insistencia generalizada, desde la década de 1940 hasta la actualidad, en etiquetarlo como existencialista y ateo, a pesar de que nunca dejó de negar abiertamente ambas afirmaciones. Sin duda, la voz y el voto de Camus deberían ser decisivos en esta cuestión; así que, en estos y otros asuntos, me he esforzado por dejarle hablar por sí mismo y ayudarle a ser escuchado. Es esencial en este esfuerzo señalar y destacar, a lo largo de estas páginas, la profundidad del diálogo a lo largo de toda su vida y su compromiso con la filosofía y la literatura griega antigua, la Biblia y los primeros padres de la Iglesia, en particular san Agustín, cuya influencia colectiva desempeñó un papel importante al hacer de él una voz a menudo solitaria y profética, tanto entonces como en retrospectiva.
¿Por qué —se preguntará el lector—, después de más de cincuenta años en las aulas, querría yo volver allí ahora, tras mi jubilación profesional y en plena cuarentena de covid, para ofrecer una última clase sobre Camus? La respuesta es sencilla. Nuestro mundo, y Estados Unidos en particular, están en crisis y necesitamos la claridad moral y la sabiduría profética de Camus como nunca antes. Según comenzaba este libro sentado en mi escritorio, con el discurso que ofreció Camus en Nueva York en 1946, «La crisis humana», en una mano y las noticias del día en la otra, me vinieron a la mente estas feroces palabras del dramaturgo Eurípides:
La verdad es que nuestro país se ha
vuelto loco. Sus planes son salvajes.
Y está enfermo de disensión y división.
Se ha desmoronado.
Si no, ¿cómo habrías llegado al poder?2
En el drama de Eurípides, Heracles, el Coro de ancianos lanza estas palabras mordaces al tirano Lico. Al pronunciarlas, tenía en mente a otra persona. Por desgracia, su relevancia aún está vigente.
En El origen del hombre, Charles Darwin llegó a la conclusión de que, de todas las cosas que distinguen a los seres humanos de los animales inferiores, la más decisiva es el instinto moral o la conciencia. Observando hoy el mundo que nos rodea, podemos preguntarnos hasta qué punto nuestro instinto moral está a punto de extinguirse. No es una preocupación baladí, ya que sin conciencia no quedaría ser humano alguno. Muchos afirman ya que vivimos hoy por hoy en un mundo poshumano. La idea misma de una humanidad común, que persigue un interés solemne, es ampliamente rechazada y calificada de «esencialista» e ingenuamente anacrónica. Lejos de afirmar nuestra humanidad común, nos deshumanizamos, demonizamos, rechazamos, anulamos y degradamos a los demás como preludio del conflicto, el prejuicio y la depredación. La negación diaria del «nosotros» humano, la comunidad humana y el bien común en nombre de una libertad personal radical y el tribalismo atávico desgasta lo que nos une y hace posible el reconocimiento mutuo y la buena voluntad. La cooperación y la compasión —rasgo humano desde la aparición de nuestra especie— se corrompen a diario convertidas en indiferencia y desprecio por el otro. En el mejor de los casos, somos una especie en peligro de extinción.
La voz de Camus habla como pocas del cáncer que infecta Estados Unidos y el resto del mundo, un mundo dividido contra sí mismo, consumido en una guerra de todos contra todos. Su generación lo llamó «la conciencia de Europa». Esa misma voz nos habla hoy, a nosotros y a nuestro mundo, con una integridad moral y una elocuencia que tanto faltan en el ámbito público. En los escritos de Camus encontramos a menudo las palabras que necesitamos para hablarnos unos a otros en lo que él llamaba el lenguaje de nuestra humanidad común. Como escribió en 1949, comienza con el diálogo:
No hay vida sin diálogo. Y en la mayor parte del mundo, el diálogo ha sido sustituido hoy por la polémica. Pero ¿cuál es el mecanismo de la polémica? Consiste en considerar al adversario como un enemigo, esto es, simplificarlo y negarse a verlo. No tenemos ni idea de cómo es el hombre al que insultamos, ni de si sonríe, ni de cómo lo hace. Prácticamente cegados por la gracia de la polémica, ya no vivimos entre personas, sino en un mundo de siluetas. No hay vida sin persuasión. Y la historia actual solo conoce la intimidación. La humanidad vive y solo puede vivir sobre la base de la idea de que quienes la conforman tienen algo en común sobre lo que siempre pueden ponerse de acuerdo.3
El diálogo, la amistad y la unión en comunidad comienzan con historias. Se ha dicho que un enemigo es una persona cuya historia aún no hemos escuchado. Las historias ayudan a mantener viva la llama humana, una llama que encendemos cada vez que formamos un círculo y nos las relatamos. En el círculo humano, el narrador siempre es bienvenido. Según Homero, hay tres tipos de extraños que siempre nos alegramos de ver en nuestra puerta: el médico, el carpintero y el cuentacuentos. Nos alegramos de verlos porque pueden arreglar lo que está roto y siempre hay algo roto, algo que necesita algún arreglo, ya sea en nuestros cuerpos, en nuestras casas o en nuestras almas. Albert Camus fue muchas cosas: periodista, novelista, dramaturgo, actor y director, filósofo, activista político, editor, moralista, humanista, esposo, padre, amante y amigo. A través de todo ello, desde su juventud hasta su último aliento, fue un artista, un narrador. En su maletín y en su imaginación, mientras se dirigía a la muerte, llevaba la que iba a ser su historia consumada, una historia que nunca terminó de contarnos.
Nuestros antepasados del Paleolítico —hace cientos de miles de años, si no más— llevaban sus utensilios para hacer fuego a todas partes porque su supervivencia dependía de que nunca les faltara el fuego. El fuego aportaba luz, seguridad, calor y una sensación de comunión al círculo humano. Hoy, la supervivencia de nuestra humanidad depende de llevar nuestras historias, ya sea en una mochila, un dispositivo de lectura, un teléfono inteligente o en nuestra memoria. Las historias mantienen vivas nuestras partes más amenazadas. El fuego humano siempre corre el peligro de apagarse y no volver. Todos podemos afirmar, como decía Albert Camus, que «los años que hemos vivido han matado algo en nosotros. Y ese algo es simplemente la vieja confianza que la humanidad depositaba en sí misma, que nos llevó a creer que siempre podríamos suscitar reacciones humanas entre nuestros congéneres si hablábamos en el lenguaje de una humanidad común».4 Yo diría que ese lenguaje es el que se conserva en la gran literatura mundial y en las obras de Albert Camus. Ese lenguaje, estoy seguro, no es como una lengua muerta. Es la voz humana, la imaginación humana y sus historias las que primero crean comunidad. Escucharnos unos a otros, más allá de nuestras diferencias y divisiones, fomenta el reconocimiento y la aceptación, que no son sino la antesala de la curación y la esperanza.
El primer día de clase, recorro la sala y pido a todos que nos cuenten, a mí y al resto de los compañeros, algo sobre ellos mismos, qué los ha llevado al aula y qué expectativas tienen de la experiencia. No tiene por qué ser diferente con ustedes, queridos lectores. Los invito a que me cuenten algo sobre sí mismos, sobre su interés por Camus y sobre a dónde les lleva este libro; ojalá que sea a algún lugar que merezca su tiempo y esfuerzo.
Por último, quiero reconocer con gratitud a quienes me han acompañado más de cerca en este libro: a dos amigos que han leído y debatido conmigo cada capítulo a medida que iba tomando forma, ofreciéndome tanto críticas como sugerencias, y siempre ánimos para seguir adelante; a mi querida amiga, esposa y compañera de estudios, Betsy, y a mi antiguo alumno y ayudante de cátedra, Jean Dupenloup, también autor de gran talento. Asimismo llevo en mi corazón a mis antiguos alumnos, innumerables a estas alturas, pero nunca sin nombre ni rostro. Ellos me recordaron, semestre tras semestre, por qué me hice profesor y por qué era tan importante para todos nosotros pasar tiempo junto a Camus.
ROBERT EMMET MEAGHER
Marzo de 2021