1

LA CASA

Tengo un defecto fatídico.

Me gusta pensar que todos lo tenemos. O, por lo menos, me resulta más fácil escribir si creo a mis protagonistas a partir de ese rasgo de autosabotaje y hago que todo lo que les ocurre gire en torno a esa característica concreta: aquello que aprendieron a hacer para protegerse y que ahora no pueden dejar de hacer, aunque ya no les sirva.

Tal vez, por ejemplo, alguien no pudiera controlar mucho su vida en la infancia. De modo que, para evitar las decepciones, aprendió a no preguntarse nunca qué era lo que quería de verdad. Y eso le funcionó durante mucho tiempo. Pero, ahora que se ha dado cuenta de que no tiene lo que no sabía que quería, va cuesta abajo y sin frenos por la carretera de la crisis de los treinta con una maleta llena de dinero y un hombre llamado Stan encerrado en la cajuela.

Puede que su defecto fatídico sea que no pone las intermitentes.

O puede que, como yo, alguien sea un romántico empedernido. No puede parar de contarse una historia, la que trata de su propia vida, rematada por una banda sonora melodramática y la luz dorada que entra por las ventanillas del coche.

Yo empecé a los doce años. Mis padres me sentaron para darme la noticia. Fue la primera vez que le detectaron a mi madre unas células sospechosas en el pecho izquierdo, y me dijo tantas veces que no me preocupara que pensé que me castigaría si me sorprendía preocupándome. Mi madre era una mujer de acción, risueña, optimista, no era de las que se preocupaban, pero vi que estaba aterrada, así que yo me sentí igual, inmovilizada en el sofá, sin saber qué decir para no empeorar las cosas.

Pero, entonces, mi padre, que era un hombre hogareño y amante de los libros, hizo algo inesperado. Se puso de pie, nos tomó de la mano a mi madre y a mí, y dijo:

—¿Saben lo que necesitamos para quitarnos este malestar? ¡Salir a bailar!

En nuestra zona residencial no había discotecas ni pubs, solo un asador mediocre en el que tocaba un grupo de covers los viernes por la noche, pero a mi madre se le iluminó la cara como si la acabaran de invitar a subirse a un jet privado para ir al Copacabana.

Se puso el vestido amarillo mantequilla y unos pendientes de metal martillado que refulgían cuando se movía. Mi padre pidió un whisky escocés de veinte años para ellos y un Shirley Temple para mí, y los tres dimos vueltas y nos bamboleamos hasta marearnos, riendo y tropezando con todo. Reímos hasta no poder casi mantenernos en pie, y mi padre, al que todo el mundo conocía como un hombre reservado, cantó Brown Eyed Girl como si no nos estuviera mirando toda la sala.

Cuando la fiesta terminó nos apiñamos agotados en el coche y volvimos a casa por calles tranquilas. Mamá y papá iban tomados de la mano, aferrándose el uno al otro. Yo apoyé la cabeza en la ventanilla del coche y, viendo cómo pasaban parpadeando las luces de las farolas por el cristal, pensé: «Todo irá bien. Siempre estaremos bien».

Fue entonces cuando me di cuenta: cuando el mundo parecía oscuro y aterrador, el amor podía hacerte salir a bailar, la risa podía llevarse una parte del dolor, y la belleza podía erosionar el miedo. En aquel momento decidí que mi vida estaría llena de esas tres cosas. No solo por mi bien, sino por el de mi madre y el del resto de las personas que me rodeaban.

Habría intención. Habría belleza. Habría luz de velas y canciones de Fleetwood Mac sonando de fondo.

Es decir, empecé a contarme a mí misma una bonita historia sobre mi vida, sobre el destino y sobre la forma en la que suceden las cosas. Y, a los veintiocho, mi historia era perfecta.

Tenía unos padres perfectos (sin cáncer) que me llamaban varias veces por semana, alegres por el vino o por la compañía del otro; un novio perfecto (políglota y que medía uno noventa) que trabajaba en urgencias y sabía cocinar coq au vin; un departamento perfecto, bohemio pero chic, en Queens, Nueva York; un trabajo perfecto escribiendo novelas románticas —inspiradas por los padres perfectos y el novio perfecto— para Sandy Lowe Books.

Una vida perfecta.

Pero solo era algo que yo me contaba y, cuando surgió un gran fallo argumental, todo se vino abajo. Así funcionan las historias.

Ahora, a los veintinueve, estaba abatida, sin dinero, medio en la calle, solterísima y estacionando el coche delante de una casa a la orilla de un lago cuya existencia me provocaba náuseas. Romantizar mi vida a lo grande ya no me servía, pero mi defecto fatídico seguía de copiloto en mi deslucido Kia Soul, narrando las cosas a medida que ocurrían: «January Andrews miró por la ventanilla el lago turbulento que golpeaba la orilla en el atardecer. Intentó convencerse de que aquel viaje no había sido un error».

Estaba claro que había sido un error, pero no tenía otra opción. Una no puede renunciar al alojamiento gratis cuando está sin dinero.

Me estacioné en la calle y levanté la mirada hacia la fachada de aquella casita del lago sobredimensionada, con sus ventanas centelleantes, el porche de cuento de hadas y los tallos del barrón descuidado que bailaban con la brisa cálida.

Cotejé la dirección del GPS con la que estaba escrita en el llavero. Y sí, era esa.

Me entretuve un momento, como si un asteroide apocalíptico pudiera acabar conmigo antes de que me viera obligada a entrar. Luego respiré hondo, salí del coche y saqué con dificultad del asiento trasero la maleta abarrotada y una caja de cartón llena de botellas de ginebra de las de un litro setenta y cinco.

Me aparté un mechón de pelo oscuro de los ojos para observar las tejas azul aciano y las molduras blancas como la nieve. «Haz como si fuera un Airbnb».

Al momento, me vino a la cabeza un anuncio imaginario de Airbnb: «Casita con mucho encanto a la orilla del lago. Tres habitaciones y tres baños. Prueba de que tu padre era un cabrón y tu vida ha sido una mentira».

Empecé a subir los escalones que se habían levantado aprovechando la ladera de la colina cubierta de hierba, sintiendo la sangre en los oídos como si fuera a presión por una manguera, y las piernas temblorosas, anticipando el momento en el que se abrirían las puertas del infierno y el suelo cedería bajo mis pies.

«Eso ya ocurrió. El año pasado. Y no te mató, así que esto tampoco».

En el porche, cada una de las sensaciones de mi cuerpo se agudizó. El cosquilleo en la cara, el nudo en la garganta, la transpiración del cuello. Me apoyé la caja de ginebra en la cadera y metí la llave en la cerradura mientras una parte de mí deseaba que no entrase, que todo aquello resultara ser una broma enrevesada que mi padre había preparado antes de morir.

O, aún mejor, que no estuviera muerto. Que saliera de un salto de detrás de los arbustos gritando: «¡Has caído en la trampa! No te habrás creído en serio que tenía una vida secreta, ¿no? ¿De verdad pensabas que tenía otra casa con una mujer que no es tu madre?».

La llave giró sin dificultad. La puerta se abrió hacia dentro.

La casa estaba en silencio.

Sentí una puñalada de dolor. El mismo dolor que sentía por lo menos una vez al día desde que mi madre me llamó para decirme lo del ictus y la oí decir aquellas palabras entre sollozos: «Se ha muerto, Janie».

No tenía padre. Ni allí ni en ningún sitio. Y luego otro dolor, el que era como si alguien retorciera el cuchillo: «En realidad, el padre al que tú conociste nunca existió».

Nunca lo tuve. Como tampoco tuve nunca a mi ex, Jacques, ni a su coq au vin.

Solo era una historia que me había estado contando a mí misma. A partir de ese momento, sería la cruda realidad o nada. Me armé de valor y entré.

Lo primero que pensé fue que la verdad no era tan fea. El nidito de amor de mi padre era diáfano: una sala de estar que desembocaba en una cocina de estilo desenfadado con azulejos azules y un rincón acogedor para desayunar y, justo detrás, una pared acristalada que daba a la terraza con suelo de madera teñida de oscuro.

Si aquella casa hubiera sido de mi madre, todo habría sido de una mezcla de tonos neutros y apaciguadores, pero la sala bohemia en la que acababa de entrar habría encajado más en el departamento en el que vivía con Jacques que en casa de mis padres. Sentí que se me revolvía el estómago al imaginar a mi padre allí, entre aquellas cosas que mi madre nunca habría elegido: la mesa de desayuno rústica pintada a mano, las estanterías de madera oscura, el sofá hundido y cubierto de cojines disparejos.

No había ni rastro de la versión de él que yo había conocido.

Sonó el celular en mi bolsillo y dejé la caja en la repisa de granito para contestar.

—¿Diga? —La voz me salió débil y áspera.

—¿Cómo es? —dijo enseguida la voz al otro lado del teléfono—. ¿Tiene una mazmorra para practicar oscuras perversiones?

—¿Shadi? —adiviné.

Me coloqué el teléfono entre la oreja y el hombro para destapar una de las botellas de ginebra y di un trago para tomar fuerzas.

—Me preocupa de verdad que pueda ser la única persona que te llame para preguntártelo —respondió Shadi.

—Eres la única que sabe siquiera de la existencia del nidito de amor —señalé.

—No soy la única que lo sabe —me discutió ella.

Técnicamente tenía razón. Aunque yo me había enterado de que mi padre tenía una casa secreta en el lago en su funeral el año anterior, mi madre lo sabía desde hacía más tiempo.

—Vale —repuse—, eres la única a quien le he hablado de ella. Bueno, dame un momento, que acabo de llegar.

—¿Ahora mismo?

Shadi respiraba con fuerza, lo cual quería decir que iba de camino al restaurante a trabajar. Como teníamos horarios tan diferentes, la mayoría de nuestras conversaciones telefónicas tenían lugar mientras ella iba al trabajo.

—Es una forma de hablar —dije—. Llevo aquí diez minutos, pero ahora acabo de sentir que he llegado.

—Sabias palabras —indicó Shadi—, muy profundas.

—Chisss. Lo estoy asimilando.

—¡Busca la mazmorra de las perversiones! —exclamó Shadi deprisa, como si fuera a colgarle.

No pensaba hacerlo. Simplemente estaba allí, con el teléfono en la oreja, aguantando la respiración e intentando que el corazón acelerado no se me saliera del pecho mientras examinaba con la mirada la segunda vida de mi padre.

Y, entonces, justo cuando estaba a punto de convencerme de que era imposible que mi padre hubiera estado allí, reparé en algo enmarcado en la pared. Un recorte de la lista de bestsellers de The New York Times de hacía tres años, el mismo que había colocado sobre la chimenea de casa. Ahí estaba yo, en el número quince, en el último puesto. Y ahí, tres puestos más arriba —por un retorcido capricho del destino—, estaba mi rival de la universidad, Gus (aunque ahora se hacía llamar Augustus, porque era un Hombre Serio), y su primera y sesuda novela, Las revelaciones. Se había mantenido en la lista cinco semanas (aunque tampoco es que me fijara demasiado; bueno sí, sí que me fijé, y mucho).

—¿Qué? —me apremió Shadi—. ¿Qué te parece?

Yo me di la vuelta y me quedé mirando el tapiz de un mandala que había colgado encima del sofá.

—Hace que me pregunte si mi padre fumaba mota.

Me volví hacia las ventanas del lado de la casa, que estaban alineadas casi a la perfección con las de los vecinos, un fallo de diseño que mi madre nunca habría pasado por alto al ir a visitar la casa para comprarla.

Pero aquella no era su casa y yo no podía tener mejores vistas de las estanterías que cubrían de arriba abajo las paredes del despacho del vecino.

—¡Ay, madre, a ver si no es un nidito de amor y usaba la casa para plantar hierba! —Shadi parecía encantada—. Tendrías que haber leído la carta, January. Todo ha sido un malentendido. Tu padre te está dejando el negocio familiar. Esa Mujer es su socia, no su amante.

¿Sería muy horrible desear que tuviera razón?

Fuera como fuese, tenía toda la intención de leer la carta. Solo había estado esperando el momento adecuado, deseando que se aplacara la rabia que tenía y que aquellas últimas palabras de mi padre fueran reconfortantes. Sin embargo, había pasado un año entero y el terror que sentía al pensar en abrir el sobre iba creciendo día a día. Era tan injusto que él pudiera tener la última palabra y yo no tuviera forma de contestarle. De gritar o llorar o pedirle más respuestas. Una vez que lo hubiera abierto, no podría volver atrás. Eso sería todo. El último adiós.

Así que, hasta nuevo aviso, la carta vivía feliz (aunque solitaria) en el fondo de la caja de ginebra que me había traído de Queens.

—No la usaba para plantar hierba —informé a Shadi y abrí la puerta corrediza para salir a la terraza—. A no ser que la plantación esté en el sótano.

—Imposible —respondió—. Ahí está la mazmorra.

—Dejemos de hablar de lo triste que es mi vida —dije—. ¿Qué me cuentas tú?

—¿Del Sombrero Encantado? —dijo Shadi.

Si no compartiera un departamento minúsculo con cuatro personas en Chicago, tal vez yo me habría quedado en su casa. Aunque no era capaz de trabajar demasiado cuando estaba con Shadi y mi situación económica era demasiado nefasta para no trabajar. Tenía que terminar mi próximo libro en aquel infierno de casa en el que no tenía que pagar alquiler. Y, entonces, tal vez, podría permitirme pagar un departamento sin Jacques.

—Si de lo que quieres hablar es del Sombrero Encantado —le dije—, pues sí. Suéltalo todo.

—Todavía no me ha hablado —repuso Shadi con un susurro melancólico—, pero es como que noto que me mira cuando estamos en la cocina. Tenemos una conexión.

—¿No te preocupa que la conexión no sea con el hombre que lleva un sombrero vintage de ala estrecha, sino, tal vez, con el fantasma del primer dueño del sombrero? ¿Qué harías si te dieras cuenta de que te has enamorado de un fantasma?

—Pues... —dijo Shadi, y se quedó pensando un momento—. Supongo que tendría que actualizar el perfil de Tinder.

Llegó una brisa desde el agua que había al pie de la colina y me esparció las ondas de color castaño del cabello por los hombros. El sol del atardecer proyectó rayos dorados sobre todas las cosas que veía, tan brillantes y cálidos que tuve que entrecerrar los ojos para observar los tintes anaranjados y amarillos con los que pintaba la playa. Si aquella fuera solo una casa que había alquilado, sería el lugar perfecto para escribir la historia de amor cuqui que llevaba meses prometiéndole a Sandy Lowe Books.

Me di cuenta de que Shadi había estado hablando. Me estaba contando más cosas sobre el Sombrero Encantado. Se llamaba Ricky, pero nunca lo llamábamos así. Siempre hablábamos de la vida amorosa de Shadi en clave. Estaba el hombre algo mayor que regentaba aquella marisquería fantástica (el Señor de los Peces), también había un chico al que llamábamos Mark porque se parecía a otro Mark famoso, y ahora estaba este compañero de trabajo nuevo, un camarero que llevaba todos los días un sombrero que Shadi detestaba y al que, sin embargo, no se podía resistir.

Volví a prestarle atención a la conversación cuando Shadi decía:

—... el finde del Cuatro de Julio. ¿Puedo ir a visitarte ese finde?

—Para eso falta más de un mes.

Quería decirle que, para entonces, ni siquiera estaría allí, pero sabía que no era cierto. Me llevaría por lo menos todo el verano escribir un libro, vaciar la casa y vender las dos cosas para poder volver a vivir con cierta comodidad (o eso esperaba). No en Nueva York, tal vez en un lugar un poco menos caro.

Suponía que Duluth, al noroeste de Minnesota, sería asequible. Mi madre nunca iría allí a visitarme, pero, de todas formas, no nos habíamos visto mucho ese último año, aparte de la visita de tres días que le había hecho por Navidad. Me había llevado a rastras a cuatro clases de yoga, a tres bares atestados en los que preparaban jugos y a una representación de El cascanueces con un chico desconocido en el papel protagonista, como si, por quedarnos solas un segundo, mi padre fuera a salir a colación y fuéramos a arder por combustión espontánea.

Toda mi vida, mis amigas habían estado celosas de la relación que tenía con ella, de lo a menudo que hablábamos, de la sinceridad con la que lo hacíamos (o eso creía yo) y de lo bien que lo pasábamos. Y, ahora, nuestra relación era la partida menos competitiva del mundo de escondidillas telefónico.

Yo había pasado de tener dos padres que me querían y un novio con el que vivía a, básicamente, tener solo a Shadi, mi mejor amiga a (larga) distancia. Lo único bueno de mudarme de Nueva York a North Bear Shores, Michigan, era que estaba más cerca de Chicago y de su casa.

—Falta demasiado para el Cuatro de Julio —me quejé—. Estás solo a tres horas de aquí.

—Ya, y no sé conducir.

—Entonces lo mejor será que devuelvas la licencia de conducir —respondí.

—Créeme, estoy esperando a que caduque. Me sentiré muy libre. No aguanto que la gente crea que sé conducir por el mero hecho de que, legalmente, pueda hacerlo. —A Shadi se le daba fatal conducir. Gritaba cada vez que giraba a la izquierda—. Además, ya sabes lo mal que está lo de cambiar turnos en los hoteles. Tengo suerte de que mi jefe me haya dejado tomar el Cuatro de Julio. No me extrañaría que ahora esperase una mamada.

—Ni hablar, las mamadas son para las fiestas importantes. Por darte fiesta el Cuatro de Julio basta con una chaqueta con los pies de las de toda la vida.

Tomé otro trago de ginebra, me di la vuelta donde acababa la terraza de madera y casi suelto un grito. En la terraza que había tres metros a la derecha de la mía, asomaba por encima del respaldo de una tumbona la parte de atrás de una cabeza de pelo castaño y rizado. Recé para mis adentros porque aquel hombre estuviera dormido y por no tener que pasarme todo el verano viviendo al lado de alguien que me había oído gritar «una chaqueta con los pies de las de toda la vida».

Como si me hubiera leído la mente, se incorporó y agarró la botella de cerveza de la mesa de jardín, dio un trago y se volvió a recostar.

—Tienes toda la razón. Ni siquiera tendré que quitarme los Crocs —me dijo Shadi—. Bueno, acabo de llegar al trabajo, pero mantenme informada de si lo del sótano son drogas o látigos.

Le di la espalda a la terraza del vecino.

—No voy a comprobarlo hasta que vengas a verme.

—Qué mala —dijo Shadi.

—Así tendrás que venir —respondí—. Te quiero. Adiós.

—Y yo a ti más —insistió ella antes de colgar—. Adiós.

Me volví hacia la cabeza rizada, medio esperando a que me saludara él, medio debatiendo si la que debía presentarse era yo.

No conocía bien a ninguno de mis vecinos de Nueva York, pero aquello era Michigan y, por las historias que contaba mi padre de haberse criado en North Bear Shores, estaba segura de que, en algún momento, ese hombre vendría a pedirme azúcar (nota: comprar azúcar).

Carraspeé y me forcé a dibujar mi mejor intento de sonrisa amable. El hombre volvió a incorporarse para dar otro trago a la cerveza y yo grité desde mi terraza:

—¡Perdón por molestar!

Él hizo un gesto vago con la mano y pasó la página del libro que tenía sobre el regazo.

—¿A quién pueden molestarle las chaquetas con los pies como moneda de cambio? —dijo arrastrando las palabras, con una voz ronca y aburrida.

Yo hice una mueca mientras buscaba una respuesta... La que fuera. La antigua January habría sabido qué decir, pero yo tenía la mente tan en blanco como cuando abría el Word para escribir.

Vale, tal vez me había vuelto un poco ermitaña ese último año. Tal vez no sabía muy bien qué había hecho todo ese año, porque no había sido ni visitar a mi madre ni escribir ni tampoco ganarme a los vecinos.

—Bueno —grité—, ahora vivo aquí.

Como si me hubiera leído el pensamiento, volvió a agitar la mano con desinterés y refunfuñó:

—Avísame si necesitas azúcar.

Pero consiguió que sonara más bien a «No me hables nunca más a no ser que veas que mi casa está en llamas e, incluso entonces, primero párate a escuchar si oyes sirenas».

Pues igual los del Medio Oeste no eran tan hospitalarios como decían. Por lo menos en Nueva York, nuestras vecinas nos trajeron galletas cuando nos mudamos allí. (Eran de las que no llevan gluten, pero sí LSD espolvoreado por encima, pero la intención es lo que cuenta).

—O si quieres saber dónde encontrar el Leroy Fetich más cercano —añadió el Gruñón.

Sentí el calor de una ola de vergüenza y rabia subiéndome a las mejillas. Las palabras me salieron antes de que tuviera tiempo de pensar:

—Solo tengo que esperar a que te subas al coche y seguirte. —Él soltó una carcajada áspera de sorpresa, pero siguió sin dignarse a mirarme—. Encantadísima de conocerte —añadí con rabia, y me di la vuelta para entrar deprisa por las puertas corredizas de vidrio y volver a la seguridad de la casa, donde era muy probable que tuviera que esconderme todo el verano.

—Mentirosa —oí que murmuraba antes de que yo cerrara la puerta.

2

EL FUNERAL

No estaba preparada para inspeccionar el resto de la casa, así que me senté a la mesa para escribir. Como de costumbre, el documento en blanco me miraba, acusatorio, y se negaba a llenarse solo de palabras o personajes, por más que yo le devolviera la mirada.

Un secreto sobre escribir historias con final feliz: ayuda creer en los finales felices.

Y uno sobre mí: yo creí en los finales felices hasta el día del funeral de mi padre.

Mis padres, mi familia, habían pasado por muchas cosas. Y, de algún modo, siempre conseguíamos salir de todas ellas más fuertes, con más amor y más risas que antes. Hubo una breve separación cuando yo era pequeña y mi madre empezó a sentir que había perdido la identidad, empezó a quedarse mirando por la ventana como si fuese a verse allá afuera viviendo la vida y así a descubrir qué tenía que hacer a partir de ese momento. Después hubo bailes en la cocina, manos entrelazadas y besos en la frente cuando mi padre volvió a casa. El primer diagnóstico de mi madre y la cena de celebración carísima cuando lo superó, en la que comimos como si fuéramos millonarios, riendo hasta que nos salió por la nariz el vino carísimo (a ellos) y el refresco italiano (a mí), como si pudiéramos permitirnos derrocharlo, como si las deudas médicas no existieran. Y luego el segundo cáncer y las ganas renovadas de vivir tras la mastectomía: las clases de cerámica, de bailes de salón, de yoga y de cocina marroquí con las que mis padres llenaron sus agendas, como si estuvieran decididos a embutir toda la vida que pudieran en el menor tiempo posible. Viajes de fin de semana largo para visitarnos a Jacques y a mí en Nueva York, trayectos en el metro en los que mi madre me suplicaba que dejara de contarle anécdotas de nuestras vecinas mariguanas Sharyn y Karyn (que no eran familia y que nos pasaban panfletos terraplanistas por debajo de la puerta con cierta regularidad) porque tenía miedo de mearse encima mientras mi padre le desmentía a Jacques la teoría terraplanista en voz baja.

Vicisitudes. Final feliz. Complicaciones. Final feliz. Quimio. Final feliz.

Y, entonces, justo en medio del final más feliz que habíamos tenido hasta entonces, mi padre se fue.

Yo estaba ahí plantada, en medio del vestíbulo de la iglesia episcopal de mis padres, en un mar de gente de luto susurrando palabras inútiles, sintiéndome como si hubiera llegado allí sonámbula, apenas capaz de recordar el vuelo, el trayecto al aeropuerto, el momento de hacer la maleta. Acordándome por millonésima vez en los últimos tres días de que se había ido de verdad.

Mi madre se había escabullido al baño y yo estaba sola cuando la vi: la única mujer a la que no reconocí. Con un vestido gris y sandalias de piel, un chal de croché sobre los hombros atado en el pecho y el pelo blanco revuelto por el viento. Me miraba fijamente.

Un segundo después, vino hacia mí y, por alguna razón, se me heló la sangre. Fue como si mi cuerpo supiera que las cosas estaban a punto de cambiar. La presencia de aquella desconocida en el funeral iba a hacer descarrilar mi vida tanto como la muerte de mi padre.

Sonrió con indecisión y se detuvo delante de mí. Olía a vainilla y cítricos.

—Hola, January —dijo con un hilo de voz, y sus dedos jugaban nerviosos con los flecos del chal—. He oído hablar mucho de ti.

Tras ella, la puerta del baño se abrió y salió mi madre. Se paró de golpe, helada, con una expresión que yo no había visto nunca. ¿La conocía? ¿Le tenía miedo?

No quería que habláramos. ¿Por qué?

—Soy una vieja amiga de tu padre —me explicó la mujer—. Es... Era alguien muy importante para mí. Se podría decir que lo conozco de toda la vida. Durante un tiempo fuimos como uña y carne y... no dejaba de hablar de ti. —Intentó soltar una risa despreocupada y no lo consiguió ni de lejos—. Lo siento —dijo con la voz ronca—, prometí que no lloraría, pero...

Yo me sentía como si me hubieran tirado de un edificio y la caída nunca fuera a terminar.

«Una vieja amiga». Eso había dicho. No «la amante» ni «la otra». Pero yo lo sabía, por la forma en que lloraba, una especie de espejo deformado de las lágrimas de mi madre durante el funeral. Reconocí la expresión de su cara como la misma que había visto en el espejo aquella mañana mientras me ponía corrector en las ojeras. La muerte de mi padre le había hecho un daño irreparable.

Se sacó algo del bolsillo. Un sobre con mi nombre escrito a mano y una llave encima. De la llave colgaba un llavero con una dirección garabateada con la misma letra inconfundible del sobre. La de mi padre.

—Él quería que tuvieras esto —aclaró—. Es tuyo.

Me puso el sobre en la mano y dejó la suya allí un segundo.

—Es una casa preciosa, al lado del lago Michigan —soltó de pronto—. Te encantará. Él siempre decía que te encantaría. Y la carta es para tu cumpleaños. Puedes abrirla entonces o... cuando quieras.

Mi cumpleaños. Mi cumpleaños no era hasta dentro de siete meses. Mi padre no estaría para mi cumpleaños. Mi padre se había ido.

Detrás de la mujer, mi madre consiguió volver a moverse y vino hacia nosotras con un gesto asesino.

—Sonya —siseó.

Entonces supe lo que me faltaba por saber.

Que yo no me había enterado de nada, pero mi madre sí.

Cerré el documento de Word como si, al clicar en la X de la esquina, cerrase también mis recuerdos. Buscando una distracción, repasé la bandeja de entrada hasta el correo de mi agente, Anya.

Había llegado hacía dos días, antes de que me fuera de Nueva York, y yo había encontrado excusas cada vez más descabelladas para ir posponiendo la apertura del sobre. Hacer la maleta. Guardar mis cosas en un trastero. Conducir. Intentar beber toda el agua posible mientras hacía pis. «Escribir», énfasis en las comillas. Emborracharme. Comer. Respirar.

Anya tenía fama de ser dura, un bulldog en lo que a las editoriales se refería, pero con los escritores era como la señorita Honey, la dulce profesora de Matilda, mezclada con una bruja sexy. Siempre querías complacerla a toda costa, tanto porque te daba la sensación de que nadie te había querido y admirado con tanta pureza, como porque sospechabas que podía hacer que te persiguiera una colonia de pitones si quería.

Apuré el tercer gin-tonic de la noche, abrí el mensaje y leí:

Hola, medusa preciosa y milagrosa, artista angelical, maquinita de dinero mía:

Sé que últimamente tu vida está siendo una locura, pero Sandy me ha vuelto a escribir y está muy interesada en saber cómo va el manuscrito y si estará listo para finales de verano como dijimos. Como siempre, estoy más que encantada de ponerme al teléfono (o hablar por mensaje o subirme al lomo de Pegaso) para ayudarte a hacer una lluvia de ideas/debatir los detalles de la trama/HACER LO QUE SEA para ayudarte a traer al mundo más de esas palabras preciosas e historias maravillosas sin igual. Escribir cinco libros en cinco años sería un reto para cualquiera (hasta para alguien con tu increíble talento), pero creo que hemos llegado al límite con SLB y es hora de apretar los dientes y dar a luz un bonito libro, si puede ser.

Besos y abrazos,

Anya

«Apretar los dientes y dar a luz». Sospechaba que sería más fácil sacar a un bebé humano completamente formado de mi útero a finales de verano que escribir y vender un libro.

Decidí que, si me iba a dormir en ese momento, podría levantarme temprano y escribir unas miles de palabras. Vacilé ante la puerta de la habitación de la planta baja. No había forma de estar segura de qué cama habían compartido mi padre y Esa Mujer.

Estaba en una casa del terror del adulterio geriátrico. Podría haber sido gracioso si ese último año no hubiera perdido la capacidad de encontrarle la gracia a todo mientras escribía comedias románticas que terminaban con un conductor de autobús que se dormía y todos los personajes caían por un precipicio.

«ES SUPERINTERESANTE —decía Anya en mis constantes fantasías en las que le mandaba uno de mis borradores—. A ver, que yo me leería tu lista de la compra y reiría y lloraría leyéndola, pero no es un libro para Sandy Lowe. De momento, necesita más encanto y menos catastrofismo, bombón».

Iba a necesitar ayuda para dormir allí. Me serví otro gintonic y cerré la computadora. El ambiente en la casa era cálido y sofocante, así que me quedé en ropa interior y di una vuelta por la planta baja abriendo ventanas antes de apurar el vaso y estirarme en el sofá.

Era aún más cómodo de lo que parecía. Me cagué en Esa Mujer y en sus gustos preciosos y eclécticos. También decidí que era demasiado bajo para que un hombre con la espalda mal fuera sentándose y levantándose, por lo que supuse que no lo habrían usado para «hacer sus cosas».

Aunque mi padre no siempre había estado mal de la espalda. Cuando yo era niña, me llevaba en su barco casi todos los fines de semana que estaba en casa y, por lo que vi, navegar era un noventa por ciento agacharse a atar y desatar nudos, y un diez por ciento quedarse mirando al sol, con los brazos abiertos para que el viento hiciera ondear el cortavientos y...

El dolor me creció con fuerza en el pecho.

Aquellas mañanas en que nos levantábamos temprano e íbamos al lago artificial que había a media hora de casa siempre habían sido algo nuestro, casi siempre el día después de que él volviese de un viaje. A veces yo ni siquiera sabía que ya estaba en casa. Me despertaba en mi cuarto, todavía a oscuras, porque mi padre estaba haciéndome cosquillas en la nariz mientras cantaba en un susurro la canción de Dean Martin por la que me había puesto mi nombre: It’s June in January, because I’m in love. Yo me levantaba de un salto, con el corazón acelerado, sabiendo que aquello quería decir que íbamos a pasar el día en el barco, solos.

Ahora me preguntaba si todas aquellas frías mañanas tan bonitas habían sido fruto de la culpa, si eran momentos de readaptación a la vida con mi madre después de un fin de semana con Esa Mujer.

Debería guardarme lo de contar historias para mi manuscrito. Me lo saqué todo de la cabeza y me tapé la cara con un cojín del sofá. El sueño me engulló como una ballena bíblica.

Cuando me desperté de golpe, la sala estaba a oscuras y retumbaba por la música.

Me levanté y me dirigí poco a poco, aturdida y en una neblina de ginebra, hacia el portacuchillos que había en la cocina. No había oído hablar de ningún asesino en serie que empezara los crímenes despertando a la víctima con Everybody Hurts de R.E.M., pero no podía descartar esa posibilidad.

A medida que me acercaba a la cocina, el volumen de la música fue bajando y me di cuenta de que venía del otro lado de la casa. De la casa del Gruñón.

Miré los números que brillaban encima del horno. Las doce y media de la noche y mi vecino estaba poniendo a todo volumen la canción que más se oía en viejas tragicomedias en las que el protagonista volvía a casa solo y encorvado, luchando contra la lluvia.

Fui a grandes pasos hasta la ventana y saqué el torso. Las ventanas del Gruñón también estaban abiertas y pude ver una hilera de gente en la cocina, con vasos y tazas y botellas en la mano, apoyando las cabezas cansadas en los hombros de otros o pasándoles el brazo por los hombros mientras cantaban con fervor.

Era una fiesta loca. Parecía que el Gruñón no detestaba a todo el mundo, solo a mí. Me puse las manos alrededor de la boca a modo de megáfono y grité por la ventana:

—¡DISCULPEN!

Lo intenté dos veces más sin respuesta, cerré la ventana de golpe y recorrí la planta baja y fui cerrando las demás. Cuando terminé, seguía pareciendo que R.E.M., estaba dando un concierto en mi mesita de café.

Y, entonces, por un precioso instante, la canción paró y los sonidos de la fiesta, las risas y las conversaciones y los tintineos de las botellas bajaron y se convirtieron en un murmullo constante.

Y luego volvió a empezar.

La misma canción. A más volumen todavía. Dios. Mientras me volvía a poner los pants, consideré los pros y los contras de llamar a la policía para quejarme del ruido. Por un lado, podría negar con cierta credibilidad ante mi vecino que la que había llamado era yo. (¡Señor, no fui yo quien llamó al agente! ¡No soy más que una jovencita de veintinueve años, no una vieja solterona malhumorada que detesta la risa, la diversión, el cante y la danza!). Pero, por el otro, desde que mi padre había muerto, llevaba muy mal lo de perdonar pequeñas ofensas.

Me puse la sudadera con una pizza estampada, salí de la casa hecha una furia y subí, marcando los pasos, la escalera del vecino. Antes de tener tiempo de pensármelo dos veces, ya había tocado el timbre.

Sonó por encima de la música con el mismo tono grave que un reloj de pie, pero la gente no dejó de cantar. Conté hasta diez y volví a tocar. Dentro, las voces ni siquiera vacilaron. Si los invitados a la fiesta oían el timbre, lo estaban ignorando.

Toqué con el puño durante unos segundos antes de aceptar que no iba a salir nadie y me di la vuelta para volver dando zancadas por donde había venido. «A la una», decidí. Les daría hasta la una y entonces llamaría a la policía.

Dentro de casa la música sonaba todavía más fuerte de lo que recordaba y, en los pocos minutos que habían pasado desde que había cerrado las ventanas, la temperatura había subido y ahora hacía un calor sofocante. Sin nada mejor que hacer, saqué un libro de la maleta y fui hacia la terraza, buscando a tientas los interruptores de la luz al lado de las puertas corredizas.

Los pulsé con los dedos, pero no pasó nada. Los focos de fuera estaban fundidos. ¡Pues, hala, a leer con la luz del celular a la una de la madrugada en la terraza de la segunda casa de mi padre! Salí. Un escalofrío me recorrió la piel por el frío que traía la brisa que subía del agua.

La terraza del Gruñón también estaba a oscuras, excepto por un solitario foco fluorescente rodeado de torpes polillas. Y, por eso, casi grité cuando algo se movió entre las sombras.

Y con casi grité quiero decir que grité de lo lindo.

—¡Coño! —dijo la sombra oscura con voz entrecortada y se levantó de la tumbona.

Y con sombra oscura quiero decir, cómo no, «el hombre que había estado descansando tranquilo en la oscuridad hasta que yo le había dado un susto de muerte».

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó como si esperase que le dijese que estaba cubierto de escorpiones.

Si hubiera sido así, aquello habría sido menos incómodo.

—¡Nada! —dije todavía recuperando el aliento por la sorpresa—. ¡No te había visto!

—¿No me habías visto? —repitió. Soltó una risa ronca, poco convencido—. ¿En serio? ¿No me habías visto en mi terraza?

Técnicamente, ahora tampoco lo veía. La luz de la terraza estaba un metro por detrás de él y más arriba, por lo que lo convertía en poco más que una silueta alta con forma humanoide con un halo de luz alrededor del pelo oscuro y despeinado. Y, en realidad, llegados a ese punto, seguramente lo mejor sería pasarme el verano sin tener que mirarlo a la cara.

—¿También gritas cuando los coches pasan por la calle o cuando ves gente al otro lado de la ventana de un restaurante? ¿Quieres que tapemos todas las ventanas perfectamente alineadas para no verme de repente con un cuchillo o una maquinilla de afeitar en la mano?

Yo me crucé de brazos con agresividad. O lo intenté. La ginebra todavía me tenía un poco confusa y patosa.

Lo que quería decir —lo que la antigua January habría dicho— era «Perdona, ¿podrías bajar la música un poquito?». De hecho, lo más probable era que la antigua January se hubiera rebozado en maquillaje, se hubiera puesto sus mocasines de terciopelo favoritos y se hubiera presentado en la puerta del Gruñón con una botella de champán, decidida a ganarse su simpatía.

Pero, hasta el momento, ese era el tercer peor día de mi vida y la antigua January debía de estar enterrada donde fuera que hubieran metido a la antigua Taylor Swift, así que lo que dije fue:

—¿Puedes apagar esa banda sonora de adolescente angustiado?

La silueta se rio y se apoyó en la barandilla de la terraza, con el botellín de cerveza colgándole de la mano.

—¿Te parece que soy el que pone la música?

—No, me parece que eres el que está sentado a oscuras en su propia fiesta —le dije—, pero, cuando he tocado el timbre para pedirles a tus amiguitos de la fraternidad que bajaran el volumen, estaban demasiado ocupados con sus chupitos de gelatina, así que te lo pido a ti.

Me observó en la oscuridad durante un instante o, por lo menos, eso supuse, ya que ninguno de los dos podía ver al otro.

Por fin, dijo:

—Mira, nadie se alegrará más que yo cuando esta noche termine y todo el mundo se vaya de mi casa, pero la verdad es que es sábado por la noche, es verano y estamos en una calle llena de casas de vacaciones. A no ser que el barrio entero haya despegado de North Bear Shores y haya aterrizado en el pueblecito de Footloose, no me parece una locura poner música a estas horas. Y, tal vez, solo tal vez, la vecina recién llegada que hablaba sobre hacer chaquetas con los pies gritando tanto que los pájaros salían volando pueda permitirse ser indulgente si una triste fiesta termina más tarde de lo que a ella le gustaría.

Ahora me tocaba a mí observar a aquella figura amorfa en la oscuridad.

Si es que tenía razón. Era un gruñón, pero yo también. Las fiestas de la estafa piramidal de venta de vitaminas en polvo de Karyn y Sharyn terminaban todavía más tarde y eran entre semana, muchas veces cuando Jacques tenía turno en urgencias a la mañana siguiente. Y yo, a veces, hasta me unía a la fiesta. ¿Y ahora no podía soportar un karaoke un sábado por la noche?

Y lo peor de todo: antes de que pudiera pensar algo que decir, la casa del Gruñón se quedó milagrosamente en silencio. A través de las puertas de atrás vi que la multitud se disipaba, la gente se abrazaba y se despedía, dejaba el vaso y se ponía la chaqueta.

Había discutido con él por nada y ahora tenía que vivir a su lado durante meses. Si necesitaba azúcar, me tocaría joderme.

Quería disculparme por el comentario del adolescente angustiado o, por lo menos, por los pants que llevaba. Últimamente mis reacciones siempre parecían exageradas y no había una forma fácil de explicarlas cuando algún desconocido tenía la mala suerte de presenciarlas.

«Perdona —me imaginaba diciendo—. No quería transformarme en una abuela malhumorada. Es que mi padre murió y luego me enteré de que tenía una amante y una segunda casa y de que mi madre lo sabía, pero nunca me lo había dicho y sigue sin querer hablar conmigo sobre nada de eso y, al final, cuando me derrumbé, mi novio decidió que ya no me quería y mi carrera profesional está estancada y mi mejor amiga vive demasiado lejos, ah, y, por cierto, el picadero de mi padre que he mencionado es esta casa, y antes me gustaban las fiestas, pero hace un tiempo que no hay nada que me guste, así que, por favor, disculpa mi comportamiento y disfruta de la noche. Gracias y buenas noches».

En lugar de eso, sentí en el estómago ese dolor, como si retorcieran un cuchillo que tenía clavado, las lágrimas hicieron que me escociera la nariz y me salió un chillido patético cuando dije, sin hablarle a nadie en concreto:

—Estoy muy cansada.

Aunque solo podía ver su silueta, me di cuenta de que se ponía tenso. Había aprendido que no era algo raro en la gente cuando intuían que una mujer estaba al borde del colapso emocional. Durante las últimas semanas de nuestra relación, Jacques era como una de esas serpientes que sienten cuándo habrá un terremoto. Se inquietaba cada vez que mis emociones asomaban y, entonces, decidía que nos hacía falta algo de la tienda de la esquina y salía corriendo por la puerta.

Mi vecino no dijo nada, pero tampoco se fue corriendo. Se quedó ahí, incómodo, mirándome fijamente en la oscuridad. Estuvimos así cinco segundos, esperando a ver qué pasaba antes: que yo empezara a llorar o que él saliera corriendo.

Y entonces la música empezó a retumbar de nuevo. Era un temazo de Carly Rae Jepsen que, en otros tiempos, me había encantado, y el Gruñón se sobresaltó. Miró hacia las puertas corredizas y luego otra vez hacia mí.

—Voy a echarlos —dijo enseguida, se dio la vuelta y entró en la casa.

La gente de la cocina gritó «¡EVERETT!» al unísono cuando lo vieron. Parecía que en cualquier momento iban a ponerlo cabeza abajo y hacerlo beber de un barril de cerveza, pero lo vi inclinándose hacia una chica rubia para gritarle algo y, un momento después, la música paró definitivamente.

Bueno. La próxima vez que quisiera quedar bien, quizá el plato de galletas de LSD fuera mejor idea.

3

EL PRIMER ENCUENTRO

Me desperté y la cabeza me palpitaba. Vi en el celular un mensaje de Anya:

¡Hola, bombón! Quería asegurarme

de que recibiste mi correo sobre

la mente maravillosa que tienes

y la fecha de entrega de este verano

de la que hablamos.

Ese punto final me resonó por el cráneo como un toque de difuntos.

Había vivido mi primera resaca a los veinticuatro años, la mañana después de que Anya le vendiera mi primer libro, Deseos y besos de esos, a Sandy Lowe. (Jacques había comprado su champán francés preferido para celebrarlo y bebimos de la botella mientras cruzábamos el puente de Brooklyn esperando a que saliera el sol, porque nos parecía muy romántico). Más tarde, tirada en el suelo del cuarto de baño, juré que me lanzaría sobre un cuchillo afilado antes de volver a sentir el cerebro como si fuera un huevo friéndose en una roca bajo el sol de Cancún.

Pero ahí estaba, hundiendo la cara en un cojín adornado con abalorios con el cerebro crepitando en la sartén que era mi cráneo. Corrí al baño de la planta baja. No tenía ganas de vomitar, pero esperaba que, si hacía como si las tuviera, mi cuerpo caería en la trampa y sacaría el veneno que llevaba en la barriga.

Me dejé caer de rodillas delante del excusado y levanté la mirada hacia la foto enmarcada que colgaba de un lazo en la pared.

Mi padre y Esa Mujer estaban en una playa. Llevaban cortavientos. Él la rodeaba por los hombros y el viento tiraba del pelo rubio de ella, que aún no era canoso, y le aplastaba a él los rizos que empezaban llenarse de canas contra la frente. Los dos sonreían.

Y luego, en una broma más sutil pero igualmente graciosa del universo, vi el revistero al lado del excusado, que contenía justo tres regalos.

Un ejemplar de hacía dos años de la revista de Oprah. Un ejemplar de mi tercer libro, Luz del norte. Y el dichoso Las revelaciones, de tapa dura, con una de esas estampas que decían EJEMPLAR FIRMADO, ni más ni menos.

Abrí la boca y vomité con fuerza en la taza. Luego me puse de pie, me enjuagué y le di la vuelta al marco para que quedara de cara a la pared.

—Nunca más —dije en voz alta.

¿El primer paso para una vida sin resacas? Seguramente, no mudarse a una casa que te lleva a la bebida habría sido un buen comienzo. Iba a tener que encontrar otras formas de afrontar la situación. Como... la naturaleza.

Volví a la sala de estar, saqué el cepillo de dientes de la maleta y me lavé los dientes en el fregadero. El siguiente paso fundamental para poder seguir con mi existencia era café de urgencia.

Cuando estaba escribiendo el borrador de un libro, vivía prácticamente con mis ilustres pants más viejos, así que, aparte de una serie de pants igual de feos, iba ligera de equipaje. Hasta había visto unos cuantos videos de vloggers de moda sobre fondos de armario minimalistas en un intento de conseguir el máximo número de looks de unos jeans cortados muy cortos (que me ponía, sobre todo, cuando estaba limpiando para calmar el estrés) y una colección de camisetas con caras de famosos, vestigios de una fase por la que pasé cuando tenía veintipocos años.

Me puse una que tenía estampada la cara sombría y en blanco y negro de Joni Mitchell, embutí el cuerpo hinchado por el alcohol en los jeans cortos y me calcé mis botines con bordados de flores.

Me encantaban los zapatos, desde los más baratos y corrientes hasta los más caros y espectaculares. Y resultaba que eso no era compatible con el concepto del fondo de armario minimalista. Solo me había traído cuatro pares y dudaba que nadie fuera a considerar que los tenis multicolores que me compré en el súper o las botas hasta el muslo de Stuart Weitzman en las que me había dejado el dinero por un capricho fueran «un básico».

Tomé las llaves del coche e iba a salir a la luz cegadora del sol del verano cuando oí que el celular vibraba entre los cojines del sofá. Era un mensaje de Shadi:

Me he liado con el Sombrero Encantado.

Seguido por un montón de calaveras.

Mientras volvía a salir tropezando, le contesté:

BUSCA UN EXORCISTA, PERO YA.

Intenté no pensar demasiado en la humillante disputa de la noche anterior con el vecino mientras bajaba los escalones trotando hacia el Kia, pero eso me liberó la mente y volví a pensar en el tema que menos me gustaba.

Mi padre. La última vez que habíamos salido con el barco, habíamos ido al lago artificial con el Kia y me había dicho que iba a dármelo. También fue el día que me dijo que me arriesgara, que me fuera a vivir a Nueva York. Jacques ya estaba allí estudiando Medicina y teníamos una relación a distancia para que yo pudiera estar con mi madre. Mi padre tenía que viajar mucho por «trabajo» y, aunque en el fondo me creyera mi propia historia (que nuestra vida al final siempre iría bien), una gran parte de mí tenía todavía demasiado miedo de dejar a mi madre sola, como si mi ausencia fuera a darle al cáncer espacio para volver por tercera vez.

—Tu madre está bien —me había asegurado mi padre cuando estábamos sentados en el estacionamiento frío y oscuro.

—Podría volver —repliqué. No quería perderme ni un segundo con ella.

—Podría pasar cualquier cosa, January. —Eso fue lo que me dijo—. Podría pasarnos cualquier cosa a mí, a tu madre o incluso a ti en cualquier momento. Pero, ahora mismo, no pasa nada. Haz algo por ti misma por una vez, hija.

Puede que pensara que el hecho de que yo me fuera a Nueva York a vivir con mi novio equivalía, básicamente, a que él se comprase una segunda casa para esconderse con su amante. Yo había decidido dejar de estudiar y no hacer un máster para ayudar a cuidar a mi madre durante el segundo tratamiento de quimio, había puesto hasta el último centavo que tenía para ayudar con las facturas médicas, y ¿dónde había estado él? ¿Con un cortavientos, bebiendo pinot noir en la playa con Esa Mujer?

Alejé ese pensamiento mientras me metía en el coche. Sentí el cuero caliente en los muslos y arranqué mientras iba bajando la ventanilla.

Al final de la callé, giré a la izquierda, alejándome del agua en dirección al centro. La ensenada que corría por el lado derecho de la carretera lanzaba rayos de luz hacia la ventanilla del coche y el viento cálido me rugía en los oídos. Durante un instante, fue como si la vida hubiera dejado de existir a mi alrededor. Simplemente flotaba, pasaba al lado de hordas de adolescentes con poca ropa que rodeaban el puesto de perritos calientes a la izquierda, familias haciendo cola delante de la heladería a la derecha y manadas de ciclistas que iban en dirección contraria, hacia la playa.

A medida que avanzaba por la calle principal, los edificios iban acercándose más unos a otros hasta quedar hombro con hombro: un restaurante italiano diminuto con balcones cubiertos de enredaderas pegado a una tienda de patines apretada contra el pub irlandés de al lado, al que seguía una tienda de chucherías de toda la vida y, por fin, una cafetería llamada Pete’s Coffee (que no Peet’s Coffee, la famosa marca de cafés y cafeterías, aunque, en realidad, parecía que el letrero estaba hecho para que se confundiera con Peet’s).

Estacioné el coche en un sitio libre y me zambullí en el delicioso fresco del aire acondicionado del Pete’s (que no Peet’s) Coffee. El piso de madera estaba pintado de blanco y las paredes de azul oscuro, con estrellas plateadas que se arremolinaban entre mesa y mesa y que eran interrumpidas de vez en cuando por alguna buena reseña atribuida a Anónimo. La sala daba directamente a una librería bien iluminada con las palabras PETE’S BOOKS escritas encima de la puerta con la misma pintura plateada. Había una pareja mayor con chalecos polares sentada en los sillones medio hundidos del rincón del fondo. Aparte de la mujer de cincuenta y muchos que estaba en la caja y de mí, eran las únicas personas que había allí.

—Supongo que ha salido un día demasiado bueno para no pasarlo al aire libre —dijo la camarera como si me leyera la mente.

Tenía la voz ronca a juego con el pelo corto al estilo militar, y los pendientes de aro pequeñitos que llevaba parpadearon con la luz tenue cuando me indicó que me acercase con un gesto. Tenía las uñas de un rosa pálido.

—No seas tímida, aquí en Pete’s estamos en familia.

Sonreí.

—Dios, espero que no.

Ella dio una palmada en la barra y rio.

—Sí, la familia es complicada —coincidió—. Bueno, ¿qué te pongo?

—Combustible de avión.

Asintió con cara de entenderme bien.

—O sea, eres una de esas. ¿De dónde eres, cielo?

—De Nueva York hasta hace poco. Antes, de Ohio.

—Ah, pues tenemos familia en Nueva York. En el estado, no en la ciudad. Pero tú hablas de la ciudad, ¿no?

—De Queens —confirmé.

—Nunca he ido —dijo ella—. ¿Quieres leche? ¿Azúcar?

—Un poco de leche no estaría mal —contesté.

—¿Entera? ¿Semi? ¿Con una decimosexta parte de la grasa?

—Sorpréndeme. No soy muy quisquillosa con las fracciones.

Echó la cabeza para atrás y volvió a reír mientras se movía sin prisa entre las máquinas.

—¿Quién tiene tiempo para eso? De verdad que hasta North Bear Shores va demasiado deprisa para mí algunos días. A lo mejor si me pusiera a beber el combustible de avión este que bebes tú sería otro cantar.

Que la camarera que te prepara el café no tome café no era lo ideal, pero me caía bien aquella mujer con sus aritos diminutos en las orejas. Lo cierto era que me caía tan bien que sentí un pinchazo de nostalgia.

Por la antigua January. A la que le encantaba ir de cabeza a las fiestas y coordinar disfraces de grupo, la que no podía ir a la gasolinera o estar en la cola de correos sin terminar haciendo planes para ir a tomar un café o a la inauguración de una exposición con alguien que acababa de conocer. Tenía el teléfono lleno de contactos como «Sarah, del bar del ancla» o «Mike, el que lleva la tienda vintage». A Shadi la había conocido en el baño de una pizzería cuando salió del cubículo con las mejores botas Frye que había visto nunca. Echaba de menos sentir esa curiosidad profunda por la gente, esa chispa de emoción al darme cuenta de que tenía algo en común con otra persona o la admiración de descubrir un talento o una cualidad escondida.

A veces, echaba de menos llevarme bien con la gente.

Pero con aquella camarera era muy fácil llevarse bien. Aunque el café fuera malo, sabía que volvería. Le puso la tapa de plástico al vaso y me lo puso delante.

—Los clientes nuevos no pagan nada —me dijo—. Solo te pido que vuelvas.

Sonreí, le prometí que volvería y metí el último billete de un dólar que me quedaba en el bote de las propinas mientras ella volvía a su tarea de limpiar la barra. Yendo hacia la puerta, me paralicé al oír la voz de Anya en mi cabeza: «¡Eeeeeeeeh, bomboncito! TE JURO que no estoy intentando entrometerme, pero ya sabes que los clubs de lectura son tu mejor mercado. Si estás a dos pasos de la librería de un pueblecito, ¡deberías asomarte a saludar!».

Sabía que aquella Anya imaginaria tenía razón. En ese momento, todas y cada una de las ventas eran importantes.

Forcé una sonrisa y crucé la puerta que daba a la librería. Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo y ponerme cualquier otra ropa que no fuera aquel disfraz de extra de un videoclip de Jessica Simpson rodado en 2002.

La librería era pequeña, tenía estanterías de roble contra las paredes y un laberinto de estanterías más bajas que iba y venía sin orden alguno en el centro de la sala. No había nadie en el mostrador y, mientras esperaba, eché un vistazo al trío de preadolescentes con aparatos en los dientes que había en la sección de romántica para asegurarme de que no estaban soltando esas risitas por uno de mis libros. Las cuatro quedaríamos traumatizadas de forma irreversible si el librero me llevaba hacia allí para firmar algunos libros y la pelirroja tenía Calidez del sur en las manos. Las niñas suspiraron y soltaron risitas nerviosas cuando la pelirroja se apretó el libro contra el pecho y reveló la cubierta: los bustos de un hombre y una mujer desnudos abrazados y envueltos en llamas. Vale, no era uno de los míos.

Tomé un sorbo del café con leche y lo devolví de inmediato al vaso. Sabía a barro.

—Perdona por hacerte esperar, cielo —dijo una voz rasposa detrás de mí. Me di la vuelta y vi que se acercaba una mujer zigzagueando para esquivar las estanterías—. Las rodillas ya no me funcionan como antes.

Al principio pensé que debía de ser la hermana gemela de la camarera y que las dos habían abierto el negocio juntas, pero entonces me di cuenta de que estaba deshaciendo el nudo de la cintura del delantal gris en el que ponía PETE’S mientras se acercaba al mostrador.

—¿Te puedes creer que yo ganaba competiciones de roller derby? —me dijo mientras dejaba caer el delantal hecho una bola en el mostrador—. Bueno, lo creas o no, es cierto.

—Ahora mismo ya no me sorprendería que fueras la alcaldesa de North Bear Shores.

Soltó una estruendosa carcajada.

—Pues no, ¡no puedo decir que lo sea! Aunque la verdad es que, si me dejaran, le pondría las pilas a este pueblo. Es un reducto progresista aquí en Michigan, pero la gente que controla el dinero siguen siendo golfistas delicados que se escandalizan por todo.

Intenté no sonreír. Era algo que habría podido decir mi padre perfectamente... El dolor me atravesó como si me hubieran marcado con un hierro al rojo vivo.

—En fin, ¿qué más daremos mis opinioncitas y yo? —dijo levantando las pobladas cejas de color rubio ceniza—. Solo soy una pobre autónoma. ¿En qué puedo ayudarte, cielo?

—Solo quería presentarme —reconocí—. La verdad es que soy escritora, publico con Sandy Lowe Books y pasaré aquí el verano, así que había pensado que podría venir a saludar y firmar algunos libros si tienes de los míos.

—¡Ooooh, otra escritora en el pueblo! —exclamó—. ¡Qué emoción! North Bear Shores atrae a un montón de artistas. Yo creo que es por nuestro estilo de vida. Y por la universidad. Tenemos un montón de librepensadores. Es una pequeña comunidad muy bonita. Te encantará vivir aquí...

La forma en la que bajó el tono sugería que esperaba que yo añadiera mi nombre al final de la frase.

—January —dije—. Andrews.

—Pete —se presentó ella dándome la mano con el vigor de un boina verde que acabara de decir: «¡A ver ese apretón de mano, muchacho!».

—¿Pete? —repetí yo—. ¿La de la famosa cafetería Pete’s Coffee?

—Esa misma. Mi nombre en el registro es Posy. ¿Qué clase de nombre es ese? —Hizo ver que le daba una arcada—. En serio, ¿a ti te parece que tengo cara de Posy? ¿Alguien en el mundo tiene cara de Posy?

Negué con la cabeza.

—Puede que un bebé con un disfraz barato de florecilla.

—En cuanto empecé a hablar dejé bien claro cómo quería que me llamaran. En fin, January Andrews. —Pete se acercó a la computadora y tecleó mi nombre—. Veamos si tenemos tu libro.

Nunca corregía a la gente cuando decían libro en lugar de libros, pero, a veces, esa suposición me molestaba. Me daba la impresión de que la gente pensaba que mi carrera profesional era fruto de la suerte. Como si hubiera estornudado y me hubiera salido una novela romántica de la nariz.

Y luego estaba la gente que hacía como si supiera mi secreto cuando, después de una conversación sobre arte o política, descubrían que escribía literatura femenina: «Bueno, para pagar las facturas, ¿no?», decían casi suplicándome que les confirmase que, en realidad, no quería escribir libros sobre mujeres o sobre el amor.

—Parece que no tenemos ninguno —dijo Pete levantando la mirada de la pantalla—. Pero voy a pedirlos, mira lo que te digo.

—¡Qué bien! —exclamé—. Tal vez podríamos hacer un taller más adelante.

Pete ahogó un grito y me agarró del brazo.

—¡Tengo una idea, January Andrews! Deberías venir a nuestro club de lectura. Nos encantaría que vinieras. Es una buena forma de involucrarse en la comunidad. Es los lunes. ¿Te va bien el lunes? ¿Mañana?

En mi cabeza, Anya dijo: «¿Sabes lo que hizo que triunfara La chica del tren? Los clubs de lectura».

Eso era exagerar un poco, pero Pete me caía bien.

—El lunes me va bien.

—¡Genial! Te mandaré mi dirección. A las siete de la tarde hay mucha bebida, siempre es la bomba. —Tomó una tarjeta de visita y me la pasó por encima del mostrador—. Usas el correo electrónico, ¿no?

—A todas horas.

La sonrisa de Pete se ensanchó.

—Bueno, pues mándame un correo y lo prepararemos todo para que vengas mañana.

Le prometí que se lo mandaría, me di la vuelta para marcharme y casi choqué con un estante. Me quedé mirando cómo temblaba la pirámide de libros y, mientras estaba ahí parada, esperando a ver si caían, me di cuenta de que estaba toda formada por el mismo libro, y cada ejemplar estaba marcado con la pegatina de EJEMPLAR FIRMADO.

Un escalofrío inquietante me subió por la espalda.

Ahí, en la cubierta abstracta en blanco y negro, en letras cuadradas y rojas debajo de Las revelaciones, estaba su nombre. Fui atando cabos. Fui encadenando deducciones una detrás de otra como piezas de dominó que iban cayendo. No quería decirlo en voz alta, pero puede que lo hiciera.

Porque la campana que había encima de la puerta de la librería sonó y, cuando levanté la mirada, ahí estaba. Piel aceitunada. Unos pómulos tan afilados que podían cortar. Boca torcida y una voz hosca que nunca podré olvidar. Pelo oscuro y despeinado que enseguida pude imaginar con un halo de luz fluorescente.

Augustus Everett. Gus, como yo lo conocía en la universidad.

—¡Everett! —lo llamó Pete con cariño desde detrás del mostrador.

Mi vecino, el Gruñón.

Hice lo que habría hecho cualquier mujer adulta sensata al encontrarse con su antiguo rival de la universidad convertido en vecino de al lado: me escondí detrás de la estantería más cercana.

4

LA BOCA

¿Lo peor de ser la rival de la universidad de Gus Everett? Que no estaba segura de que él supiera que lo era. Tenía tres años más que yo. Había dejado la preparatoria y había aprobado el examen de acceso a la universidad tras unos años trabajando de enterrador. Yo sabía todo aquello porque todas las redacciones que entregó el primer trimestre formaban parte de una colección centrada en el cementerio en el que había trabajado.

Los demás alumnos de Escritura Creativa íbamos rascando material de donde podíamos (sobre todo, de la infancia: partidos de futbol que habíamos ganado en el último segundo, peleas con nuestros padres, viajes con amigos) y Gus Everett escribía sobre los ocho tipos de viudas que había, analizaba los epitafios más comunes, los más graciosos, los que revelaban con sutileza una relación truncada entre el fallecido y la persona que pagaba la lápida...

Como yo, Gus pudo ir a la universidad gracias a un montón de becas, pero no estaba muy claro cómo las había conseguido, porque no practicaba deportes ni se había graduado de la preparatoria, técnicamente. La única explicación era que fuera buenísimo escribiendo.

Para rematarlo todo, Gus Everett era absurda y exasperantemente atractivo. Y no el tipo de guapo universal que casi no llama la atención con una belleza objetiva. Más bien emanaba magnetismo. Vale, solo era un poco más alto que la media y tenía los músculos marcados de alguien que no deja de moverse, pero que tampoco hace ejercicio —de esa gente que está en forma gracias a la genética y a la inquietud en vez de a los buenos hábitos—, pero era mucho más que eso.

Era su forma de hablar y de moverse, de mirar las cosas. No hablo de su forma de ver el mundo, sino, literalmente, de su forma de mirar las cosas. Parecía que los ojos se le oscurecían y agrandaban cuando se fijaba en algo, y se le fruncía el ceño sobre la nariz algo aguileña.

Por no hablar de su boca torcida, que tendría que estar prohibida.

Antes de dejar la universidad para irse de au pair (una ocupación que abandonó pronto), Shadi me pedía todas las noches a la hora de cenar noticias de Gus el Malo Sexy, a veces abreviado como GMS. Yo estaba un pelín colada por él y por su prosa.

Hasta que por fin hablamos en clase por primera vez. Yo repartía mi último relato para que lo valorasen los demás y, cuando llegué a él, me miró fijamente a los ojos —con la cabeza algo inclinada con curiosidad— y dijo: «Déjame adivinarlo: todos viven felices para siempre. Otra vez».

Yo todavía no escribía nada romántico —ni siquiera me di cuenta de cuánto me gustaba leer novelas románticas hasta el segundo diagnóstico de mi madre dos años después, cuando necesité una buena distracción—, pero lo cierto es que sí que escribía de forma romántica sobre un mundo bueno en el que las cosas pasaban por algo y en el que el amor y la conexión humana eran lo único que importaba de verdad.

Y Gus Everett me había mirado con esos ojos, que se volvían profundos y oscuros como si estuvieran absorbiendo toda la información posible sobre mí, y había decidido que yo era una burbuja que debía pinchar.

«Déjame adivinarlo: todos viven felices para siempre. Otra vez».

Nos pasamos los siguientes cuatro años ganando por turnos los premios y concursos de escritura de la facultad, pero conseguimos no hablar apenas, excepto en los talleres, en los cuales casi nunca valoraba ningún relato excepto los míos y casi siempre llegaba tarde sin el material y me pedía que le prestara una pluma. Y hubo una noche loca, en la fiesta de una fraternidad, que... no es que habláramos, pero, desde luego, interactuamos.

La verdad era que nos encontrábamos por todos lados, en parte porque salió con dos compañeras de habitación mías y con muchas otras chicas del piso de la residencia (aunque digo «salir» en sentido poco estricto). Gus era conocido por tener una fecha de caducidad de entre dos y cuatro semanas y, aunque la primera compañera de habitación había empezado a quedar con él esperando ser la excepción, la segunda y muchas otras lo hicieron plenamente conscientes de que Gus Everett era solo alguien con quien pasarlo bien hasta un máximo de treinta y un días.

Si no escribías relatos con finales felices. En ese caso, lo más probable era que pasaras cuatro años siendo su rival, luego seis más buscándolo en Google para comparar sus carreras profesionales y luego te lo encontraras vestido con la ropa que llevaría una animadora adolescente para recaudar dinero lavando coches.

Es decir, ahí, en ese momento. Entrando en Pete’s Books.

Mientras caminaba a grandes zancadas por un lateral de la librería con la cabeza gacha y la cara vuelta hacia las estanterías como si estuviera echándoles un vistazo a los libros (mientras iba casi corriendo, lo más normal del mundo), ya estaba pensando en el mensaje que iba a mandarle a Shadi.

—January —me llamó Pete—. January, ¿dónde estás? Quiero que conozcas a alguien.

No me enorgullece admitir que, cuando me paré en seco, estaba mirando a la puerta, valorando si podía escaparme sin responder.

Es importante señalar que sabía de sobra que había una campana sobre la puerta y, aun así, no fui capaz de tomar una decisión inmediata.

Al final respiré hondo, me obligué a sonreír y salí de detrás de las estanterías aferrándome a aquel café con leche asqueroso como si fuera una pistola.

—Holaaaaaaaaaa —dije, y saludé con la mano de forma marcadamente robótica.

Tuve que obligarme a mirarlo. Estaba igual que en la foto que salía en sus libros: con los pómulos afilados, los ojos oscuros a rabiar y los brazos fibrados de un enterrador convertido en novelista. Llevaba una camiseta azul (o negra desteñida) arrugada y unos pantalones azules (o negros desteñidos) arrugados y empezaban a salirle canas en el pelo y en la barba de poco más de un día que le rodeaba la boca torcida.

—Esta es January Andrews —anunció Pete—. Es... escritora. Se acaba de mudar aquí.

Casi podía verle en la cara cómo se daba cuenta de lo mismo que me había dado cuenta yo. Tenía los ojos puestos en mí mientras relacionaba conmigo lo poco que había visto de mí la noche anterior.

—Ya nos conocemos, de hecho —indicó.

El fuego de mil soles se me agolpó en la cara y en el pecho y en las piernas y en el resto de las partes del cuerpo que estaban expuestas.

—¿Sí? —preguntó Pete encantada—. ¿Y eso?

Se me abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. La palabra universidad se las arregló para huir de mi cabeza mientras mis ojos se volvían hacia Gus.

—Somos vecinos —dijo él—. ¿No?

Dios... ¿Era posible que no se acordase de mí? Coño, que me llamo January. Que no es Rebecca o Christy/Christina/Christine. Intenté no darle demasiadas vueltas al hecho de que Gus se hubiera olvidado de mí, porque, si pensaba demasiado en ello, solo conseguiría que mi piel pasara del tono langosta demasiado hecha a berenjena.

—Sí —creo que dije.

El teléfono al lado de la caja empezó a sonar y Pete levantó un dedo para disculparse mientras se volvía para contestar, dejándonos solos.

—Bueno —dijo Gus por fin.

—Bueno —repetí como un loro.

—Y ¿qué escribes, January Andrews?

Me esforcé por no mirar con el rabillo del ojo el monumento hecho de Las revelaciones colocadas en espiral en el expositor que tenía al lado.

—Romántica, sobre todo.

Gus levantó una ceja.

—Ah.

—¿Ah, qué? —pregunté yo, ya a la defensiva.

Él se encogió de hombros.

—Solo ah.

Me crucé de brazos.

—Sabes muy bien lo que querías decir con ese «solo ah».

Se apoyó en el mostrador, también se cruzó de brazos y frunció el ceño.

—Pues qué rápido —dijo.

—¿El qué?

—Te he ofendido. Con una sílaba. Ah. Impresionante.

—¿Ofendido? Esta no es mi cara de ofendida. Tengo esta cara porque estoy cansada. El rarito de mi vecino estuvo toda la noche poniendo su música para llorar a todo volumen.

Asintió pensativo.

—Sí, y seguro que también era «la música» lo que hacía que te costara caminar tanto anoche. Oye, si tienes un problema con «la música», que no te dé vergüenza pedir ayuda.

—En fin —dije, todavía luchando por no sonrojarme—. No me has dicho qué escribes tú, Everett. Seguro que es algo muy rompedor e importante. Muy nuevo y fresco. Como una historia sobre un hombre blanco desilusionado que vaga por el mundo incomprendido y cachondo pero distante.

Le salió una carcajada como un ladrido.

—¿«Cachondo pero distante»? Por oposición a las proclividades sexuales tan artísticas del género que escribes tú, ¿no? Dime, ¿qué te parece más fascinante escribir sobre piratas que se enamoran o sobre hombres lobo que se enamoran?

Yo volvía a estar hecha una furia.

—Lo que importa no es lo que a mí me gusta, sino lo que quieren las lectoras. ¿Cómo es lo de escribir fan fiction para cuatro señores que se masturban en grupo pensando en Hemingway? ¿Los conoces a los cuatro?

Había algo liberador en la nueva January.

La cabeza de Gus se inclinó de una forma que me era muy familiar, y frunció el ceño mientras sus ojos me estudiaban con tanta intensidad que se me erizó la piel. Separó los labios carnosos como si fuera a hablar, pero, justo en ese momento, Pete colgó el teléfono, vino a nuestro lado y no lo dejó hablar.

—Qué casualidad, ¿no? —preguntó, y dio un aplauso—. ¡Dos escritores con libros publicados viviendo en la misma calle de North Bear Shores! Seguro que se pasan el verano dándole a la lengua. Ya te había dicho que el pueblo está lleno de artistas, January. ¿Qué te parece? —Rio entusiasmada—. ¡En cuanto lo he dicho ha entrado Everett! Parece que hoy tengo al universo de mi parte.

El sonido del celular sonándome en el bolsillo me salvó de tener que responder. Para variar, corrí a contestar la llamada, impaciente por escapar de aquella conversación. Esperaba que fuera Shadi, pero en la pantalla ponía ANYA y se me heló la sangre.

Levanté la mirada y me encontré con los ojos oscuros de Gus clavados en mí. Tuvo un efecto intimidatorio. Aparté la mirada hacia Pete.

—Lo siento... tengo que contestar. Pero encantada de conocerte.

—¡Lo mismo digo! —me aseguró Pete mientras yo me retiraba entre el laberinto de estanterías—. ¡No te olvides de mandarme un correo!

—Te veo en casa —se despidió Gus cuando ya le daba la espalda.

Yo contesté la llamada de Anya y salí.

5

LOS LABRADORES

—Júrame que puedes hacerlo, January —me decía Anya mientras yo me alejaba del centro a toda velocidad—. Si le prometo a Sandy un libro para el 1 de septiembre, tengo que tener un libro el 1 de septiembre.

—He escrito libros en la mitad de tiempo —grité para que me oyera por encima del viento.

—No, si eso ya lo sé, pero estamos hablando de este manuscrito. Estamos hablando de uno en concreto que te ha llevado, hasta la fecha, quince meses. ¿Cuánto has adelantado?

El corazón me iba a mil por hora. Sabría que le mentía.

—No está escrito —reconocí—. Pero está pensado. Solo necesito algo de tiempo para sacarlo adelante sin distracciones.

—Se me da bien no distraer. Puedo ser la persona que menos te distraiga del mundo, pero, por favor... Por favor, por favor, por favor, no me mientas. Si necesitas descansar...

—No quiero descansar —dije. Y no podía permitírmelo. Tenía que hacer lo que fuera. Vaciar la casa de la playa para venderla. Escribir una novela romántica a pesar de haber perdido hacía poco casi toda la fe en el amor y la humanidad—. De hecho, está yendo muy bien.

Anya fingió estar satisfecha y yo fingí creer que ella estaba satisfecha. Estábamos a 2 de junio y tenía poco menos de tres meses para escribir algo que se pareciera a un libro.

Así que, cómo no, en lugar de irme directa a casa a trabajar, fui hacia el supermercado. Había tomado dos sorbos del café de Pete y me sobraban los dos. Tiré el café en el basurero de camino al súper y lo remplacé por un americano con hielo enorme del Starbucks que había en el centro comercial antes de abastecerme de comida para escribir (macarrones, cereales y cualquier cosa que no costara demasiado preparar) suficiente para un par de semanas.

Cuando llegué a casa, el sol estaba alto y hacía un calor denso y pegajoso, pero al menos el café con hielo había mitigado el martilleo que sentía en el cráneo. Cuando terminé de sacar la compra de las bolsas, me llevé la computadora a la terraza, pero me di cuenta de que había dejado que se le acabase la batería la noche anterior. Volví dentro para enchufarlo a la luz y me encontré con el teléfono vibrando encima de la mesa. Era un mensaje de Shadi:

¿QUÉ DICES? ¿Gus, el Malo Sexy?

¿Ha preguntado por mí? Dile

que lo echo de menos.

Yo le respondí:

Sigue sexy. Sigue MALO. Y NO le diré nada

porque NO pienso volver a hablarle

mientras viva. No se acordaba de mí.

Shadi contestó enseguida:

Hmmmm, es IMPOSIBLE que sea verdad.

Eres su princesa de cuento. Eres su yo

malvado. O él es tu yo malvado. O algo así.

Se refería a otra situación humillante con Gus que yo había intentado olvidar. Él había acabado yendo a clase de Matemáticas Básicas con Shadi y le había dicho que había visto que éramos amigas. Cuando ella se lo confirmó, él le preguntó «de qué iba yo». Cuando Shadi le pidió que le explicara mejor qué coño quería decir eso, él se encogió de hombros y murmuró algo sobre que yo me comportaba como una princesa de cuento a la que habían criado las criaturas del bosque.

Shadi le dijo que en realidad era una emperatriz a la que habían criado dos espías muy sexis.

Verlo en persona después de todo este

tiempo ha sido horrible. Estoy

traumatizada. Por favor, ven a cuidarme

para que recupere la salud.

Pronto, habibati.

Yo tenía el objetivo de escribir mil quinientas palabras ese día. Solo conseguí cuatrocientas, pero, pensando en positivo, también gané veintiocho partidas consecutivas del Solitario Spider antes de parar y hacerme unas verduras salteadas para la cena. Después de comer, me quedé sentada a oscuras, hecha un ovillo delante de la mesa de la cocina, con una copa de vino tinto que reflejaba el brillo de la pantalla del portátil. Solo necesitaba un primer borrador malo. Había escrito decenas, me salían más deprisa de lo que era capaz de teclear, y luego, durante los meses siguientes, los reescribía a conciencia.

Entonces ¿por qué no era capaz de obligarme a escribir ese libro malo?

Cuánto echaba de menos la época en la que las palabras me salían a borbotones, cuando escribir finales felices, besos bajo la lluvia y escenas de pedida de mano en las que la música iba in crescendo era la mejor parte del día.

Entonces el amor verdadero me parecía el premio gordo, lo único que podía capear cualquier tormenta y salvar a cualquiera tanto de la monotonía como del miedo, y sentía que escribir sobre él era lo mejor que podía darle al mundo.

Y, aunque esa parte de mi forma de ver la vida se estaba tomando un año sabático, tenía que ser cierto que, a veces, las mujeres con el corazón roto encontraban su final feliz, sus momentos bajo la lluvia de música in crescendo y felicidad en estado puro.

La computadora me avisó de que me había llegado un correo. Empecé a sentir un nudo en el estómago que no desapareció hasta que hube confirmado que solo era la respuesta de Pete con la dirección del club de lectura y un mensaje de una sola frase:

Trae tu bebida favorita, aunque no hace falta que traigas nada emoji.png

Sonreí. Tal vez una versión de Pete terminaría apareciendo en el libro.

—Paso a paso —dije en voz alta.

Agarré el vino y fui hacia la puerta de atrás.

Ahuequé las manos, me las puse a los lados de los ojos para que el cristal no deslumbrara y miré hacia la terraza de Gus. Antes había estado saliendo humo del brasero, pero ahora ya no, estaba desierta.

Decidí abrir la puerta y salir. El mundo solo se veía en tonos de azul y plateado, y el suave murmullo de las olas rompiendo contra la arena se volvía más fuerte por el silencio de todo lo demás. Una racha de viento hizo que se movieran las copas de los árboles y que yo me estremeciera. Me apreté más la bata, apuré la copa y me volví para entrar en casa.

Al principio, pensé que el brillo azulado que había visto provenía de mi portátil, pero la luz no salía de mi casa. Brillaba por las ventanas, por lo demás oscuras, de la casa de Gus, con intensidad suficiente para que lo viera paseándose delante de la mesa. Se detuvo de pronto y se agachó un momento para escribir, después agarrró la botella de cerveza de la mesa y empezó a pasearse otra vez mientras se pasaba la mano por el pelo.

Reconocí a la perfección esa coreografía. Podía burlarse de mí con sus historias de piratas y hombres lobo enamorados tanto como quisiera, pero, a la hora de la verdad, Augustus Everett seguía yendo de un lado para otro en la oscuridad para ver si se le ocurría algo, igual que los demás.

 

 

Pete vivía en una casa victoriana pintada de rosa a las afueras del campus universitario. Hasta con la tormenta eléctrica que llegaba por el lago aquel lunes por la tarde, su casa parecía una casita de muñecas monísima.

Me estacioné delante de su casa y levanté la mirada para observar las ventanas invadidas por la hiedra y las torrecillas encantadoras. El sol no se había puesto del todo, pero las nubes de color gris claro que llenaban el cielo difuminaban la luz y la convertían en un resplandor verdoso y apagado, y el jardín que se extendía desde el porche de Pete hasta la valla blanca de madera parecía exuberante y mágico bajo el velo de bruma. Era la forma perfecta de huir de la cueva de escritora en la que me había estado escondiendo todo el día.

Tomé la bolsa de tela llena de marcapáginas firmados y pines con citas de Calidez del sur del asiento del copiloto y salí del coche. Me puse la capucha para correr bajo la lluvia y abrí la puerta de la valla para colarme por el camino de piedras.

El jardín de Pete era, seguramente, el lugar más pintoresco en el que había estado, pero creo que lo mejor fue que, por encima del estruendo de los truenos, sonaba Another Brick in the Wall, de Pink Floyd, a tal volumen que noté en los pies el temblor del porche.

Antes de que pudiera llamar, se abrió la puerta y Pete, con una copa de plástico azul muy llena en la mano, dijo cantando:

—¡Jaaaaaaaaaaaaanuary Andrews!

En algún lugar tras ella, un coro de voces contestó:

—¡January Annnnnndrews!

—Peeeeete —canté yo a modo de respuesta levantando la botella de chardonnay que había comprado al pasar por una tienda de camino allí—. Muchas gracias por invitarme.

—Ohhhh.

Aceptó la botella de vino, entrecerró los ojos mientras examinaba la etiqueta y soltó una risita. El vino se llamaba POSY, pero yo lo había tachado y había escrito PETE.

—¡Parece francés! —dijo riendo—. Que es como decimos elegante los holandeses de Michigan. —Me hizo un gesto para que la siguiera por el pasillo—. Pasa y conocerás a las chicas.

Había un montón de zapatos, sobre todo sandalias y botas de montaña, bien colocados en una alfombra al lado de la puerta, de modo que me quité con los pies las botas de agua verdes con tacón que llevaba y seguí el camino que Pete marcaba con los pies descalzos por el pasillo. Tenía las uñas de los pies pintadas de color lavanda a juego con la manicura recién hecha y, con aquellos jeans desteñidos y la camisa de lino que llevaba, tenía un aspecto más afable que en la cafetería.

Pasamos al lado de una cocina con las superficies de granito abarrotadas de botellas de alcohol y entramos en la sala de estar que quedaba al fondo de la casa.

—Normalmente, lo hacemos en el jardín, pero, por lo general, no tenemos a Dios jugando a los bolos en la planta de arriba, así que hoy tendremos que conformarnos con esto. Tú eres la penúltima en llegar.

La sala era lo bastante pequeña para parecer llena de gente con solo cinco personas dentro. Aunque los tres labradores negros echándose la siesta en el sofá (dos de ellos) y en el sillón (el tercero) no ayudaban. Habían traído a la habitación sillas de madera de un verde vivo, al parecer para que se sentaran los humanos, y las habían colocado formando un pequeño semicírculo. Uno de los perros saltó del sofá y se paseó moviendo la cola entre el mar de piernas para saludarme.

—Chicas —dijo Pete poniéndome una mano en la espalda—, esta es January. ¡Ha traído vino!

—¡Vino, qué bien! —exclamó una mujer con el pelo largo y rubio que se acercó para darme un abrazo y un beso.

Cuando la rubia se apartó, Pete le dio la botella de vino y rodeó todo lo que había en el centro de la habitación para llegar hasta el equipo de música.

—Yo soy Maggie —se presentó la rubia.

Su gran estatura y su esbeltez estaban acentuadas por el mar de prendas blancas y holgadas que llevaba. Me sonrió desde ahí arriba (pareciéndome a la vez Galadriel, hechicera del Bosque de Oro, y Stevie Nicks, de Fleetwood Mac, pero ya mayor) y los rabillos de los ojos se le arrugaron con ternura.

—Encantada de conocerte, January.

La voz de Pete se oyó con demasiada fuerza cuando la música dejó de sonar por debajo:

—¡Es mi señora!

La sonrisa serena de Maggie parecía su forma de poner los ojos en blanco.

—Maggie a secas está bien. Y esta es Lauren. —Apartó el brazo para que yo tuviera espacio para saludar a la mujer con rastas y un vestido naranja sin mangas—. Y ahí detrás, en el sofá, está Sonya.

Sonya. El nombre me golpeó en la barriga como un martillo. Antes de verla siquiera, se me había secado la boca. Empecé a tener visión de túnel.

—Hola, January —dijo Esa Mujer con voz dócil desde debajo de uno de los labradores que roncaban. Forzó una sonrisa—. Me alegro de verte.

6

EL CLUB DE LECTURA

¿Había una forma digna de toparse con la amante de tu padre muerto? Si la había, me imaginaba que no era soltar «Tengo que ir al baño», arrancarle de las manos a la anfitriona la botella de vino que le había dado y salir corriendo por el pasillo en busca de un baño, pero eso fue lo mejor que se me ocurrió.

Abrí la rosca de la botella de vino y empecé a tragar allí mismo, en aquel baño con decoración náutica. Pensé en irme, pero, por algún motivo, esa me pareció la opción más vergonzosa. Aun así, se me pasó por la cabeza que podía salir por la puerta, meterme en el coche y conducir hasta Ohio sin hacer ninguna parada. No tendría que volver a ver a esa gente nunca más. Podía ponerme a trabajar en el asador La Ponderosa. ¡La vida podía ser maravillosa! O también podía quedarme en aquel baño para siempre. Tenía vino, tenía un excusado, ¿qué más podía necesitar?

Lo cierto es que no fue mi buena actitud ni mi fortaleza de espíritu lo que me sacó del baño. Fue el ruido de pasos y una conversación que se acercaba por el pasillo.

—Vaya, ¿seguro que no puedes quedarte? —decía Pete con un tono que sonaba mucho más a «¿Se puede saber qué pasa, Sonya? ¿Por qué te tiene miedo esa chiquilla?».

—No, de verdad que me gustaría, pero se me había olvidado una llamada de trabajo... Mi jefa no dejará de mandarme correos hasta que esté en el coche con el Bluetooth puesto —le decía Sonya.

—Sí, Bluetooth y bluetath... —repuso Pete.

—Eso —le dije yo a la boca de la botella de vino.

El chardonnay me estaba subiendo deprisa. Repasé el día para hacer un recuento de lo que había comido y entender por qué. Lo único que estaba segura de haber comido era el puñado de minimalvaviscos de golosina que había tomado en un muy necesario descanso para ir al baño.

Vaya.

La puerta de la casa se abrió. Oí una despedida por encima del golpeteo de la lluvia contra el tejado. Seguía encerrada en un baño.

Dejé la botella en el lavabo, me miré en el espejo y me apunté con rabia a los pequeños ojos marrones.

—Esta será la noche más complicada que tengas que pasar en todo el verano —susurré.

Era mentira, pero me lo creí. Me arreglé el pelo, me quité la chaqueta, escondí la botella de vino en la bolsa de tela y salí al pasillo.

—Sonya ha tenido que irse —comentó Pete, aunque sonó más a «¿Se puede saber qué pasa, January?».

—¿Ah, sí? —dije—. Qué pena.

Aunque sonó más a «¡Gracias a Dios, al Bluetooth y al bluetath!».

—Pues sí —repuso Pete.

La seguí otra vez hasta la sala de estar, donde los labradores se habían recolocado y las mujeres también. Uno de los perros se había apartado a la otra punta del sofá y Maggie había ocupado el sitio que había dejado, mientras que el segundo labrador se había ido al sillón, prácticamente encima del tercero. Lauren estaba sentada en una de las sillas verdes de respaldo alto. Pete miró la hora en el reloj de cuero que llevaba.

—Enseguida llegará. Estará tardando por la tormenta, pero ¡seguro que podemos empezar pronto!

—Genial —dije.

La habitación seguía dando algunas vueltas. Apenas era capaz de mirar hacia donde Sonya había estado instalada en el sofá, grácil y relajada con sus rizos blancos en un moño, todo lo contrario a mi madre, que era bajita y llevaba un flequillo recto. Aproveché la oportunidad para rebuscar los marcapáginas en la bolsa (con cuidado de no derramar el vino).

Alguien llamó a la puerta y Pete se puso de pie de un salto. Se me aceleró el corazón al pensar que tal vez Sonya había cambiado de opinión y había vuelto, pero, entonces, oí una voz grave y áspera que avanzaba por el pasillo. Pete volvió y trajo consigo a un Augustus Everett empapado y desaliñado. Se pasó una mano por el pelo canoso y lo sacudió para secarlo. Daba la impresión de que acababa de levantarse de la cama y había venido andando bajo la tormenta mientras bebía de una botella de licor escondida en una bolsa de papel marrón. Aunque yo tampoco era quién para juzgarlo en aquel momento.

—Chicas —dijo Pete—, creo que todas conocen ya al único e incomparable Augustus Everett.

Gus asintió, saludó con la mano y... ¿sonrió? Es una palabra algo generosa para lo que hizo. Su boca reconoció que había más personas en la misma habitación que él, diría yo, y luego sus ojos se encontraron con los míos y las comisuras de los labios se le encorvaron hacia arriba. Me saludó con la cabeza.

—January.

Mi mente puso en marcha sus débiles engranajes, que patinaban por el vino, para intentar averiguar qué me molestaba tanto de la situación. Sí, estaba el engreído de Gus Everett. Estaba lo de haberme topado con Esa Mujer y haberme encerrado en el baño a beber vino. Y...

La diferencia en las presentaciones de Pete.

«Esta es January» era lo que decía un padre para obligar a dos niños de guardería a hacerse amigos.

«El único e incomparable Augustus Everett» era como se presentaba a un invitado especial en un club de lectura.

—Por favor, siéntate aquí, al lado de January —dijo Pete—. ¿Quieres algo de beber?

Qué mal. Lo había malinterpretado. No estaba ahí como invitada, sino como posible miembro del club de lectura.

Había ido a un club de lectura sobre Las revelaciones.

—¿Quieres algo de beber? —preguntó Pete volviendo a la cocina.

Gus observó las copas de plástico azules que Lauren y Maggie tenían en la mano.

—¿Qué están tomando ustedes, Pete? —preguntó volviéndose hacia el pasillo.

—Pues la primera ronda del club de lectura siempre es un ruso blanco, pero January ha traído vino, si te apetece más.

A mí me espantaba la idea de que alguien empezara la noche bebiendo un ruso blanco tanto como la posibilidad de tener que pasar la vergüenza de sacar el vino del bolso para dárselo a Gus.

Por la sonrisa en la cara de Pete, vi que a ella nada la divertiría más.

Gus se inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos. La manga izquierda de la camiseta se le subió y dejó ver un tatuaje negro y fino que llevaba en la parte de atrás del brazo. Era un círculo cerrado, pero retorcido. Una cinta de Moebius, me parecía que se llamaba.

—Un ruso blanco suena muy bien —respondió Gus.

Cómo no.

A la gente le encantaba imaginarse a sus escritores preferidos sentados delante de una máquina de escribir saboreando el whisky más fuerte y hambrientos de conocimiento. A mí no me extrañaría si el hombre desaliñado sentado junto a mí, el que se había reído de mi trabajo, llevase ropa interior sucia a la que le había dado la vuelta y sobreviviese a base de cheetos de queso de marca libre.

Podía aparecer con las fachas del que le vende marihuana a un universitario cuando su dealer habitual se ha ido de vacaciones a la playa y seguirían tomándolo más en serio que a mí con aquel vestido tieso de Michael Kors que llevaba. Ya podía hacerme a mí la foto para la solapa el jefe de fotografía de una prestigiosa revista de negocios, que él, sacándose una foto frunciendo el ceño con la cámara digital de 2002 de su madre en la terraza de su casa, se ganaba más respeto que yo.

Hasta podría haber mandado una fotoverga si hubiera querido. La habrían colocado en la solapa justo encima de la biografía de dos líneas que le habrían dejado vomitar. «Cuanto más corto, más elegante», diría Anya.

Sentí que Gus tenía los ojos puestos en mí. Me imaginé que él, a su vez, había sentido cómo lo ponía a parir en mi cabeza. Y que Lauren y Maggie sentían que aquel encuentro había sido una malísima idea.

Pete volvió con otra copa azul llena de vodka lechoso y Gus le dio las gracias. Respiré hondo mientras Pete se sentaba en una silla.

¿Podía ir peor aquella noche?

El labrador que tenía más cerca se tiró un sonoro pedo.

—¡Bueno pues! —dijo Pete dando una palmada.

Qué coño. Saqué el vino del bolso y di un trago. Maggie soltó una risita y el labrador se echó a un lado y metió la cara entre los cojines del sofá.

—Empieza la sesión del Club de lectura rojo, ruso blanco y azul, y me muero por saber qué les ha parecido el libro.

Maggie y Lauren intercambiaron una mirada mientras bebían un sorbo de ruso blanco. Maggie dejó el suyo en la mesa y se golpeó el muslo con suavidad.

—Pues mira, me ha encantado.

La risa de Pete fue ronca pero cálida.

—A ti te encanta todo, Maggie.

—Pues no. No me ha gustado el espía. El protagonista no, el otro. Era un borde.

¿Espías? ¿Salían espías en Las revelaciones? Miré a Gus, que parecía tan desconcertado como yo. Se había quedado boquiabierto con el ruso blanco apoyado en el muslo izquierdo.

—A mí tampoco me ha gustado mucho ese —coincidió Lauren—, sobre todo al principio, aunque hacia el final ya me caía mejor. Cuando se cuenta la historia de los lazos de su madre con la URSS, he empezado a entenderlo.

—Ese detalle es bueno —convino Maggie—. Vale, lo retiro. Al final a mí también me cae bien. Aunque sigue sin gustarme cómo trata a la agente Michelson. Eso no pienso excusarlo.

—No, claro que no —intervino Pete.

Maggie hizo un suave gesto de desdén con la mano.

—Un misógino total.

Lauren asintió.

—Y ¿qué les ha parecido cuando se descubre lo del gemelo?

—La verdad es que a mí me ha aburrido un poco y explicaré por qué —dijo Pete.

Y nos explicó por qué, pero yo casi no escuché nada porque estaba absorta en la gimnasia que hacía la cara de Gus.

Era imposible que el libro del que hablaban fuera el suyo. No parecía horrorizado, sino perplejo, como si pensara que alguien le estaba gastando una broma, pero todavía no estuviera tan seguro como para decirlo en voz alta. Ya había vaciado el vaso de ruso blanco y volvía la cabeza hacia la cocina como si esperase que otro viniera solito.

—¿Alguien más lloró cuando la hija de Mark cantó Amazing Grace en el funeral? —preguntó Lauren con las manos en el corazón—. Eso me emocionó, la verdad. ¡Y saben de sobra que tengo el corazón de piedra! Es que Doug G. Hanke es un escritor increíble.

Miré a mi alrededor: el aparador, las estanterías al otro lado de sofá, el revistero debajo de la mesita de café. De repente me fijé en los nombres y títulos de decenas o centenares de libros de bolsillo de colores oscuros.

Operación ejército del aire. El juego de Moscú. Identidad falsa. Bandera roja. Oslo después del ocaso.

Club de lectura rojo, ruso blanco y azul. Los colores de la bandera estadounidense, las referencias a Rusia...

Yo, January Andrews, escritora de novela romántica, y el prodigio literario, Augustus Everett, habíamos ido a parar a un club de lectura en el que traficaban, sobre todo, con novelas de espías. Me costó ahogar la risa y, de hecho, no conseguí hacerlo muy bien.

—January —dijo Pete—. ¿Todo bien?

—Fantástico —contesté—. Creo que he bebido demasiado vino del bolso. Augustus, será mejor que te lo termines tú.

Le tendí la botella. Él levantó una ceja oscura y severa.

Creo que no le sonreí, pero, a pesar de todo, conseguí parecer triunfal mientras esperaba a que aceptara la botella, a la que le faltaban dos tercios del chardonnay.

—Lo he pensado mejor —dijo Maggie animada— y creo que sí que me ha gustado el giro del hermano gemelo.

En algún lugar, un labrador se tiró un pedo.

7

EL TRAYECTO

—Muchíííísimas gracias por invitarnos, Pete —le dije mientras la atraía hacia mí para darle un abrazo en el recibidor.

Ella me dio unas palmaditas en la espalda.

—Vuelve cuando quieras. ¡Sobre todo los lunes! ¿Qué digo? Vuelve todos los lunes. El Club de lectura rojo, ruso blanco y azul necesita savia nueva. Ya ves que aquí las cosas se estancan un poco. A Maggie le gusta consentirme, pero no le va mucho lo de leer ficción, y creo que Lauren viene para socializar. También es mujer de docente.

—¿Mujer de docente?

Pete asintió.

—Maggie trabaja en la universidad con el marido de Lauren —respondió deprisa, y luego añadió—: ¿Cómo te vas a casa, cielo?

La verdad es que el vino no me había subido tanto como me gustaría, pero sabía que lo mejor era no arriesgarme a conducir.

—Yo la llevo —dijo Gus digno, como si no le hiciera ninguna gracia.

—Pediré un Uber —repuse yo.

—¿Un Uber? —repitió Pete—. En North Bear Shores, no lo creo. Tenemos, aproximadamente, uno, ¡y dudo que trabaje después de las diez!

Hice como si mirase el celular.

—Pues está aquí, así que tengo que irme. Gracias otra vez, Pete. En serio, ha sido... interesantísimo.

Me dio unas palmaditas en el brazo y yo salí bajo la lluvia mientras abría la app de Uber. Detrás de la cortina de lluvia oí a Gus y Pete despedirse en voz baja en el porche y, entonces, se cerró la puerta y supe que estábamos solos en el jardín.

Por eso empecé a andar muy deprisa, crucé la entrada y recorrí la acera a lo largo de la valla sin apartar la mirada del mapa en blanco de la app de Uber. La cerré y la volví a abrir.

—A ver si lo adivino —dijo Gus arrastrando las palabras—. Es justo como te ha dicho la persona que vive aquí: no hay ningún Uber.

—Está a cuatro minutos —mentí.

Él se me quedó mirando. Yo me puse la capucha y le di la espalda.

—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Te da miedo que solo haya un paso de subir a mi coche a tirarte por un tobogán desde mi tejado y participar en una de mis famosas competiciones de chupitos de gelatina?

Me crucé de brazos.

—No te conozco.

—No como al conductor de Uber de North Bear Shores, con el que tienes una relación muy cercana.

No dije nada y, poco después, Gus se subió a su coche y el motor empezó a traquetear, pero el coche no se movió. Me hice la ocupada con el celular. ¿Por qué no se iba? Me esforcé por no mirar hacia el coche, aunque cada segundo que pasaba bajo la fría lluvia me parecía más tentador.

Volví a mirar la app. Nada.

La ventanilla del copiloto bajó y Gus se inclinó sobre el asiento agachando la cabeza para verme.

—January.

Soltó un suspiro.

—Augustus.

—Ya han pasado cuatro minutos. No va a venir ningún Uber. ¿Puedes subir al coche, por favor?

—Iré andando.

—¿Por qué?

—Porque tengo que hacer ejercicio —dije.

—Y enfermar de neumonía.

—Estamos a dieciocho grados —comenté.

—Veo cómo tiemblas.

—Puede que tiemble por la expectativa de dar un estimulante paseo hasta casa.

—Puede que tu temperatura corporal esté cayendo en picado y la tensión y el pulso estén bajando y el tejido epitelial se esté rompiendo mientras se congela.

—¿Qué dices? El corazón me va a mil. Acabo de asistir a una sesión de tres horas de un club de lectura sobre novelas de espías. Necesito correr para soltar un poco de adrenalina.

Empecé a caminar por la acera.

—Hacia el otro lado —gritó Gus.

Yo di media vuelta y empecé a ir en dirección contraria, pasando al lado del coche de Gus. Él torció la boca en la luz tenue del tablero.

—Sabes que vivimos a once kilómetros de aquí, ¿no? A ese paso, llegarás hacia las... Nunca. Te meterás en un arbusto y es probable que pases ahí el resto de tu vida.

—Pues es justo el tiempo que necesito para que me baje el alcohol —dije yo.

Gus avanzó poco a poco con el coche a mi lado.

—Además —añadí—, no puedo arriesgarme a levantarme mañana con resaca otra vez. Prefiero que me atropellen.

—Sí, pues me temo que te van a atropellar y que, además, te levantarás con resaca. Deja que te lleve a casa.

—Me dormiré borracha. No me agrada.

—Vale, pues no te llevaré a casa hasta que se te haya pasado. Sé el mejor truco para eso en todo North Bear Shores.

Me detuve y me volví hacia él. Él también se detuvo, esperando.

—Por asegurarme —dije—, no te estás refiriendo a algo sexual, ¿no?

Puso una media sonrisa.

—No, January, no me refiero a nada sexual.

—Eso espero. —Abrí la puerta del copiloto, me metí en el coche y apreté los dedos contra las rejillas de la calefacción—. Porque llevo espray de pimienta en el bolso. Y una pistola.

—Pero ¿qué coño? —gritó, y puso punto muerto—. ¿Estás borracha y llevas una pistola dando tumbos en la bolsa del vino?

Me abroché el cinturón.

—Era broma. Lo de la pistola, no lo de matarte si intentas algo. Eso lo digo en serio.

Se rio, pero parecía más impactado que divertido. Hasta en la oscuridad del coche vi que tenía los ojos muy abiertos y la boca torcida tensa. Negó con la cabeza, se secó la lluvia de la frente con el dorso de la mano y volvió a meter la velocidad.

 

 

—¿Este es el truco? —pregunté cuando entramos en el estacionamiento.

La lluvia había amainado, pero los charcos en los baches del asfalto agrietado brillaban con el reflejo del cartel de neón que había encima del edificio rectangular y bajo.

—El truco para que se me pase la borrachera son... donas.

Eso era lo único que decía el cartel. A todos los efectos, aquel era el nombre del establecimiento.

—¿Qué te esperabas? —preguntó Gus—. ¿Tendría que hacer como si fuera a tirarnos por un barranco o contratar a alguien para que fingiera secuestrarte? O, espera, ¿el comentario sobre cosas sexuales era sarcástico? ¿En realidad querías que te sedujera?

—No, solo digo que, la próxima vez que quieras convencerme de que me suba a tu coche, ahorrarás un montón de tiempo si me dices lo de las donas desde el principio.

—Espero que no tenga que convencerte para que subas a mi coche muy a menudo —dijo.

—No, no muy a menudo —respondí—. Solo los lunes.

Él dibujó otra sonrisa, apenas visible, como si prefiriese no mostrarla. Enseguida sentí que el coche era demasiado pequeño y que él estaba demasiado cerca. Me esforcé por apartar la mirada y salí del coche. La cabeza se me aclaró al momento. El edificio brillaba como un matamoscas eléctrico y, por las ventanas, se podían ver los sillones de color naranja de los años setenta y una pecera llena de carpas koi.

—Oye, tendrías que plantearte hacerte conductor de Uber —dije.

—¿Sí?

—Sí, la calefacción va de maravilla. Seguro que el aire acondicionado también está más o menos bien. No hueles a Axe y no me has dirigido la palabra en todo el trayecto. Cinco estrellas. Seis estrellas. Mejor que ningún Uber que haya tomado nunca.

—Hmm. —Gus abrió la puerta sucia para que pasara y sonó una campana encima de mí—. Igual la próxima vez que te subas a un Uber puedes anunciar que llevas un arma cargada. Igual te dan mejor servicio.

—Pues sí.

—Y, ahora, no te asustes.

—¿Qué? —le pregunté volviéndome para mirarlo.

—¡Hola! —gritó con fuerza una voz por encima de la canción de los Bee Gees que resonaba algo distorsionada por la sala.

Me di media vuelta y me encontré con un hombre detrás de la vitrina iluminada. La radio estaba sobre el mostrador, y emitía tanto ruido blanco como falsetes disco.

—Hola —respondí.

—Buenas —dijo el hombre con una inclinación de cabeza exagerada.

Tenía, por lo menos, la edad de mis padres, era flaco como un palo y llevaba las gafas gruesas sujetas a la coronilla con una goma amarillo fosforito.

—Hola —repetí.

Tenía el cerebro atrapado en una rueda de hámster, dándole vueltas al mismo pensamiento una y otra vez: aquel señor de edad avanzada iba en ropa interior.

—¡Hola, buenasssss! —canturreó él, al parecer decidido a no perder aquel juego.

Apoyó los codos en el mostrador. La ropa interior, por suerte, incluía una camiseta blanca y, afortunadamente, había optado por unos bóxeres blancos y no por una trusa.

—Hola —dije por última vez.

Gus se interpuso entre mi boca abierta y el mostrador.

—¿Nos pones doce de ayer?

—Claro.

El vendedor de donas en ropa interior fue dando pasos de baile laterales hasta la punta del mostrador y agarró una caja de cartón de la pila que había encima. La llevó hasta la caja registradora vintage y apretó un par de números.

—Cinco dólares justos, colega.

—¿Y café? —dijo Gus.

—Por principio, no puedo cobrarte por ese brebaje. —Señaló con la cabeza la jarra de café americano—. Esa cosa lleva ahí recalentándose tres horas largas. ¿Quieres que te prepare otro?

Gus se volvió hacia mí.

—¿Qué? —pregunté.

—Es para ti. ¿Qué prefieres? ¿Gratis y malo o de un dólar y...? —No se animó a decir «bueno», lo que me dio toda la información que necesitaba.

«Esa cosa» siempre estaba ahí, recalentándose.

—Gratis —dije.

—Pues lo acordado, cinco justos —respondió el hombre.

Fui a sacar la cartera, pero Gus se me adelantó y puso cinco billetes de un dólar sobre el mostrador con decisión. Ladeó la cabeza e hizo un gesto para que aceptara el vaso de poliestireno y la caja de donas que me tendía el hombre. Para que cupieran doce en aquella caja, las había compactado hasta convertirlas en una sola masa frita cuadrada. Las agarré y me dejé caer en uno de los sillones.

Gus se sentó delante de mí, se inclinó sobre la mesa y abrió la caja. Se quedó mirando aquella masa de donas machacadas que había entre nosotros.

—Dios, qué mala pinta.

—Por fin —dije—. Por fin estamos de acuerdo en algo.

—Seguro que estamos de acuerdo en muchas cosas.

Sacó de la caja una dona de miel de maple y nueces aplastada y se volvió a incorporar en el sillón, examinándola bajo la luz fluorescente.

—Como ¿por ejemplo?

—Todas las cosas importantes —indicó Gus—. La composición química de la atmósfera de la Tierra, si el mundo de verdad necesita seis películas de Piratas del Caribe, que solo habría que beber rusos blancos si ya sabes que vas a vomitar de todas formas.

Consiguió meterse la dona entera en la boca. Y luego, con total seriedad, me miró a los ojos. Yo solté una carcajada.

—¿Gué pafffa? —dijo.

Negué con la cabeza.

—¿Puedo preguntarte algo?

Él masticó y tragó lo suficiente para contestar:

—No, January, no voy a pedirle que baje la música. —Tendió el brazo y tomó otra estampa de donas de la caja—. Pero yo sí que tengo una pregunta para ti, Andrews. ¿Por qué te has mudado aquí?

Puse los ojos en blanco e ignoré su pregunta.

—Si fuera a pedirte que convencieras a ese hombre de hacer un pequeño cambio en sus prácticas empresariales, te aseguro que no sería por el volumen de la radio.

Una amplia sonrisa brotó de los labios de Gus y el corazón me dio un vuelco a traición. No estaba segura de haberlo visto sonreír así nunca y esa sonrisa tenía algo embriagador. Los ojos se le fueron hacia el mostrador y yo seguí su mirada. El hombre ligero de ropa estaba bailando el boogie-woogie entre los hornos. Los ojos de Gus volvieron a centrar toda su atención en los míos.

—¿Vas a decirme por qué te has mudado aquí?

Yo me metí un trozo de dona en la boca y negué con la cabeza.

Él se encogió de hombros a medias.

—Entonces no puedo contestar a tu pregunta.

—Las conversaciones no funcionan así —le dije—. No son intercambios de favores.

—Es justo lo que son —me contradijo él—. Por lo menos cuando no te interesan las chaquetas con los pies.

Me tapé la cara con las manos.

—Fuiste muy desagradable, por cierto —le dije, aunque estaba avergonzada.

Él se quedó en silencio. Me encogí cuando sus dedos ásperos me sujetaron por las muñecas y me apartaron las manos de la cara. La sonrisa burlona se había esfumado y ahora tenía el ceño fruncido y la mirada oscura como la tinta.

—Lo sé. Lo siento. Tenía un mal día.

El corazón me dio otro vuelco. No esperaba que se disculpara. Nunca se había disculpado por el comentario de «todos viven felices para siempre».

—Pues dabas una fiesta —dije rehaciéndome—. Ya me gustaría ver cómo es cuando tienes un buen día.

La comisura del labio le tembló vacilante.

—Si quitaras la fiesta, estarías mucho más cerca. En fin, ¿me perdonas? Dicen que no se me da muy bien lo de causar una buena primera impresión.

Yo me crucé de brazos y, envalentonada por la disculpa o por el vino, le dije:

—Esa no fue mi primera impresión.

Una expresión inescrutable pasó por su cara y desapareció antes de que pudiera descifrarla.

—¿Cuál era tu pregunta? —dijo—. Si contesto, ¿me perdonarás?

—El perdón tampoco funciona así —contesté, y, cuando empezó a frotarse la frente, respondí—: Pero sí.

—Vale. Una pregunta —dijo.

Me incliné sobre la mesa.

—Pensabas que hablarían de tu libro, ¿a que sí?

—¿Quiénes?

Frunció el ceño.

—Las de espías y bebidas frías.

Fingió estar horrorizado.

—¿No te estarás refiriendo al Club de lectura rojo, ruso blanco y azul? Porque ese mote que les has puesto es una afrenta para todos los salones literarios del mundo, por no hablar de una falta de respeto a la libertad y a los Estados Unidos de América.

Sentí cómo se me formaba una sonrisa. Me recosté en el sillón, satisfecha.

—Sí que lo pensabas. Pensabas que estaban leyendo Las revelaciones.

—En primer lugar —dijo Gus—, llevo cinco años viviendo aquí y Pete nunca me había invitado a un club de lectura, así que, sí, me pareció una suposición razonable en ese momento. En segundo lugar —continuó, y tomó una dona glaseada de la caja—, igual deberías ir con cuidado, January Andrews. Acabas de confesar que sabes cómo se titula mi libro. ¿Quién sabe qué otros secretos están a punto de escapársete?

—¿Cómo sabes que no lo acabo de buscar en Google? —repliqué—. Puede que nunca hubiera oído hablar de él.

—Y ¿cómo sabes tú que el que me hayas buscado en Google no me resulta todavía más divertido? —dijo Gus.

—¿Cómo sabes que no te estaba buscando en Google porque me daba miedo que tuvieras antecedentes penales?

Gus repuso:

—¿Cómo sabes que no seguiré contestando a tus preguntas con más preguntas hasta que nos muramos?

—Y ¿cómo sabes tú que no me importa una mierda?

Gus negó con la cabeza, sonriendo, y dio otro bocado.

—Uf, esto es horrible.

—¿Las donas o la conversación? —pregunté.

—La conversación, sin duda. Las donas están buenas. Yo también te he buscado en Google, por cierto. Deberías pensar en ponerte un nombre todavía más raro.

—Les transmitiré la sugerencia a los mandamases, pero no puedo prometerte nada —dije—. Habría que hacer un montón de papeleo y estupideces burocráticas.

Calidez del sur parece bastante sexy —apuntó él—. ¿Te van los sureños? ¿Te ponen los overoles y los hombres desdentados?

Puse los ojos en blanco.

—Algo me dice que no has estado en el sur y que es posible que no lo encuentres ni en una brújula. Además, ¿por qué todo el mundo piensa que los libros escritos por mujeres tienen que ser semiautobiográficos? ¿La gente da por hecho que los hombres blancos solitarios...?

—Cachondos pero distantes —añadió Gus.

—¿... cachondos pero distantes sobre los que tú escribes son tú?

Asintió pensativo, con los ojos negros fijos en mí.

—Buena pregunta. ¿Tú crees que yo voy por ahí cachondo pero distante?

—Sin duda.

Eso pareció divertirlos a él y a su boca torcida.

Miré por la ventana.

—Si Pete no pensaba discutir ni tus libros ni los míos, ¿cómo se le pudo olvidar decirnos cuál era el libro que iban a leer? Si quisiera que nos apuntásemos al club, lo normal sería que nos hubiera dado la oportunidad de leerlo.

—Esto no ha sido ningún despiste —comentó Gus—. Ha sido una manipulación deliberada de la verdad. Sabe que, si no, no habría ido ni loco.

—Pfff. Y ¿cuál era el objetivo de este malvado plan? ¿Convertirse en un personaje secundario excéntrico de la próxima novela de Augustus Everett?

—¿Se puede saber qué es lo que tienes en contra de mis libros, que, supuestamente, no has leído? —preguntó.

—¿Qué tienes tú contra los míos —dije yo—, que está claro que no has leído?

—¿Cómo estás tan segura?

—Por la referencia a los piratas. —Tomé una dona con glaseado de fresa cubierta de chispas de colores—. Ese no es el tipo de novela romántica que escribo. De hecho, mis libros no están clasificados como romántica, sino como literatura femenina.

Gus se hundió en el sillón y estiró los brazos esbeltos y aceitunados hacia arriba, girando las muñecas para hacerlas crujir.

—No entiendo por qué tiene que haber un género solo de libros para mujeres.

Yo solté una risa burlona. Ya volvía. Ese enfado que estaba siempre alerta crecía como si hubiera estado esperando una excusa.

—Ya. Pues no eres el único que no lo entiende —le aclaré—. Sé cómo contar una historia, Gus, y sé cómo escribir una frase. Si cambias todas mis Jessicas por Johns, ¿sabes lo que sale? Literatura. Literatura a secas. Apta para cualquiera, pero, no sé cómo, por ser una mujer que escribe sobre mujeres, he eliminado a la mitad de la población de la Tierra de mis posibles lectores y ¿sabes qué? No es algo de lo que me avergüence. De hecho, me enoja. Que la gente como tú dé por sentado que es imposible que mis libros valgan vuestro tiempo, mientras que tú podrías ir a la tele, tirarte un pedo y cagarte encima en directo y The New York Times te aplaudiría por tu valiente muestra de humanidad.

Gus me miraba serio, con la cabeza ladeada y una arruga tensa entre las cejas.

—Y, ahora, ¿puedes llevarme a casa? —le pedí—. Estoy más que sobria.