
UNO
EL GENIO ES SIMPLE: ATENAS
La luz. Quizás era la luz.
Esa idea se abre paso por mi cerebro falto de sueño, pavoneándose con la incómoda fanfarronería de un clasicista académico drogado. Así que, pestañeando para tratar de liberarme de las horas del rancio aire estancado del avión, pienso: sí… la luz.
La mayor parte de la luz no me dice nada. No me malinterpretes, está bien. Mucho mejor que la oscuridad, por supuesto, pero estrictamente funcional. Pero la luz de Grecia no es así. La luz de Grecia es dinámica, está viva. Recorre el paisaje, centelleando en algunas zonas, haciendo que otras brillen, cambiando constante y sutilmente de intensidad y calidad. La luz griega es nítida y angulosa. Es la clase de luz que hace que prestes atención, y como pronto aprendería, prestar atención es el primer paso en el camino hacia el genio. Mientras miro a través de la ventanilla de mi taxi con la mano encima de los ojos para tapar la luz, que es tan brillante que me hace daño en los ojos, no puedo evitar preguntarme: ¿habré encontrado una pieza de este rompecabezas griego?
Desde luego eso espero, ya que es un rompecabezas sobrecogedor, uno que ha desconcertado durante siglos a historiadores y arqueólogos, y no olvidemos a los propios griegos. La pregunta en cuestión es: ¿por qué? O, más concretamente, ¿por qué allí? ¿Por qué esta tierra tan bien iluminada, pero corriente por lo demás, fue la que dio lugar a un pueblo como ninguno otro? Un pueblo que, como el clasicista Humphrey Kitto dijo: «no eran muy numerosos, ni muy poderosos, ni especialmente organizados, pero tenían un concepto totalmente nuevo del valor de la vida humana, y mostraron por primera vez para qué servía la mente humana».
Pero esta increíble prosperidad no duró mucho. Sí, la «Grecia clásica» está oficialmente considerada como un periodo de 186 años. Pero el culmen de esa civilización, atrapada entre dos guerras, solo duró veinticuatro años. En términos de la historia de la humanidad, eso no es más que la luz de un rayo en una tormenta de verano, el titileo de una vela a punto de apagarse, o un tuit. ¿Por qué fue tan breve?
La Antigua Grecia. Mientras el taxi frena hasta casi pararse (el tráfico de hora punta no es algo con lo que los antiguos tuvieran que lidiar), medito sobre esas palabras. Me hacen sentir diminuto, avergonzado de todo lo que no conozco y aburrido con lo poco que sí sé. Cuando pienso en los griegos (si es que pienso en ellos), me vienen a la mente imágenes de hombrecillos grises afligidos mientras meditan lo inconmensurable que es la vida. Los antiguos griegos son tan relevantes en mi día a día como lo son los anillos de Saturno, o la trigonometría.
Pero, sin que sea la primera ni la última vez, resulta que estoy equivocado. Lo cierto es que no hay una civilización antigua que esté tan viva, ni sea más relevante hoy en día, como la de la antigua Grecia. Todos somos un poco griegos, seamos conscientes de ello o no. Si alguna vez has votado, servido como jurado, visto una película, leído una novela, o te has reunido con un grupo de amigos para beber vino y hablar de cualquier cosa, ya fuera el partido de fútbol de la noche anterior o de la naturaleza de la verdad, puedes dar las gracias por todo ello a los griegos. Si alguna vez has tenido un pensamiento racional, o te has preguntado: «¿por qué?», o has alzado la mirada al cielo con asombro, entonces has tenido un momento griego. Si alguna vez has hablado inglés, puedes agradecérselo a los griegos. Tantas de esas palabras provienen de ese rico lenguaje que, en una ocasión, un primer ministro griego dio un discurso enteramente en inglés, pero usando solamente palabras derivadas del griego. Sí, los griegos nos dieron la democracia, la ciencia, la filosofía, pero también podemos agradecerles (o maldecirles) por los contratos escritos, las monedas de plata y bronce, los impuestos, la escritura, la escuela, los préstamos comerciales, los manuales, los grandes navíos, las inversiones de riesgo compartido, los propietarios absentistas… Casi todo en nuestras vidas está inspirado por los griegos, incluyendo la propia noción de la inspiración. «Pensamos y sentimos de forma diferente a causa de los griegos», concluyó la historiadora Edith Hamilton.
Mi taxi para frente a un extenuado edificio de tres plantas que, a excepción del cartel en el que pone «hotel de Tony», es exactamente igual que el resto de edificios de tres plantas a su alrededor. Entro en el vestíbulo, una habitación alicatada en color blanco que parece más un sótano donde alguien ha apilado sillas destartaladas y máquinas de café rotas, posesiones que ya no necesitas pero que, ya sea por sentimentalismo o apatía, no puedes desprenderte de ellas. Y como la mismísima Grecia, el hotel de Tony ha vivido tiempos mejores.
Igual que el propio Tony. El sol griego ha surcado su rostro de profundas marcas, y la cocina griega ha hinchado su panza a proporciones monumentales. Tony es una composición de filos duros y dulzura, una mirada atrás a la Grecia de la dracma. Menos europeo, más simpático. Y como muchos otros griegos, Tony es un intérprete natural. Habla un poco más alto de lo necesario, con grandes gestos grandilocuentes de sus manos, sin que le importe lo mundano del tema sobre el que esté hablando. Es como si estuviera constantemente compitiendo en Greek Idol.
Me dejo caer en la cama, y repaso con el dedo la pequeña biblioteca de libros que he traído conmigo, una extravagante colección seleccionada de entre el vasto océano de tinta a la que la antigua Grecia ha dado lugar. La mirada se me va directamente a un pequeño y extraño ejemplar llamado La vida cotidiana en Grecia en el siglo de Pericles. Es un antídoto bienvenido a la habitual historia, escrita desde la cumbre de una montaña, y tan árida como un desierto. Los historiadores normalmente le siguen la pista a las guerras, las turbulencias, y los movimientos ideológicos cambiantes como si se trataran de sistemas climáticos. Pero la mayoría de nosotros no experimentamos el clima de esa manera. Lo experimentamos aquí, en la tierra, no como un sistema de presión baja intensa, sino como la fina lluvia que nos moja el pelo, el trueno que resuena en nuestro interior, el sol mediterráneo que nos calienta la piel… Y así ocurre también con la historia. La historia del mundo no es una de golpes de Estado y revoluciones, es la historia de unas llaves perdidas, el café quemado y el hijo dormido en tus brazos. La historia es la incalculable suma de un millón de momentos cotidianos.
Entre todo este guiso de momentos cotidianos, el genio hierve a fuego lento. Sigmund Freud dándole un bocado a su bizcocho favorito en la cafetería de Viena Landtmann. Einstein mirando por la ventana de la oficina de patentes suiza en Berna. Leonardo da Vinci limpiándose el sudor de la frente en un taller florentino caluroso y polvoriento. Sí, todos estos genios pensaban a lo grande, pensamientos con el poder de cambiar el mundo, pero lo hacían en sitios pequeños. Aquí mismo. Todo el genio, como la política, es local.
Desde esta nueva posición ventajosa terrestre, aprendo mucho sobre los antiguos griegos. Aprendo que les encantaba bailar, y me pregunto qué ocurrió entre la invención de diferentes movimientos de baile como el de «robar la carne» o «el picor». Aprendo también que antes de ejercitarse, los jóvenes untaban su cuerpo en aceite de oliva, y que «el varonil olor del aceite de oliva en el gymnasium era considerado más dulce que cualquier perfume». Aprendo que los griegos no llevaban ropa interior, que ser cejijunto era considerado un signo de belleza, y que disfrutaban de los saltamontes como aperitivo, pero también como mascota. Aprendo cantidad de cosas, pero aparte de esos pequeños desperfectos, aprendo qué producían los griegos, no cómo lo producían, y es eso exactamente lo que pretendo descubrir.
Pero primero, necesito algo que los antiguos griegos no tenían: café. El néctar de los dioses no debería ser consumido en cualquier lugar. El lugar importa.
Para mí, las cafeterías son como una segunda casa, un ejemplo perfecto de lo que el sociólogo Ray Oldenburg llamó «un gran buen lugar». La comida y la bebida son prácticamente irrelevantes. Lo que importa de verdad es el entorno, no los manteles o los muebles, sino el ambiente tangible, el que te anima a quedarte allí un gran rato libre de culpa, y da con el equilibrio perfecto entre el ruido de fondo y el silencio contemplativo.
No sé cómo eran los antiguos griegos, pero los griegos del siglo xxi no son exactamente madrugadores. A las ocho de la mañana, tengo la calle toda para mí solo, excepto por un vendedor ocasional con el sueño aún pegado en los ojos, y un puñado de policías ataviados enteramente con un traje antidisturbios al estilo de RoboCop; un recordatorio de que, como su contraparte de la antigüedad, Atenas es una ciudad al borde del precipicio.
Siguiendo las instrucciones de Tony, las cuales me transmitió entre gestos frenéticos, llego a un agradable paseo peatonal lleno de cafeterías y pequeñas tiendas, personificando el sentido de comunidad que caracterizaba a la antigua Atenas. Aquí, encuentro mi gran buen lugar. Se llama el Puente, y decido que es un nombre muy apropiado, ya que mi quijotesca tarea es la de tender un puente entre los siglos.
El Puente no es muy sofisticado, simplemente unas cuantas mesas en el exterior que dan a la calle Draco, colocadas como si fueran las sillas de un teatro y la calle fuera el escenario. Es en cafeterías como esta donde los griegos ejercen su pasatiempo favorito: estar sentados. Los griegos se sientan en grupos o a solas. Se sientan bajo el sol veraniego o en el fresco del invierno. Ni siquiera necesitan sillas, el simple bordillo de una calle o una caja de cartón abandonada les sirve igual. Nadie se sienta tan bien como los griegos.
Consigo decir un kalimera, que significa buenos días, y me uno a la gente que ya está sentada en el Puente. Pido un expreso y me caliento las manos con la taza. La mañana aún está algo fría, pero puedo notar que será otro buen día griego.
—Puede que estemos en la bancarrota, pero aún nos queda el buen clima —me dijo hoy Tony con un aire triunfal mientras me dirigía al exterior.
Y no le falta razón. No solo tienen esta sublime luz, sino que ya van trescientos días seguidos de cielos sin nubes y poca humedad. ¿Quizás el clima explique el genio ateniense?
Pero no. El clima puede que agudizara la mente griega, pero no lo explica todo. Para empezar, Grecia tiene básicamente el mismo clima hoy en día que en el 450 a. C. y sin embargo ya no es un lugar donde abunde el genio. Y, además, muchas épocas doradas han florecido en climas mucho menos agradables. Los bardos de el Londres isabelino, por ejemplo, hacían su magia bajo un deprimente cielo inglés.
Pido un segundo expreso y, mientras se me reinicia el cerebro, me doy cuenta de que me estoy adelantando a los acontecimientos. Estoy sobre la pista del genio, pero, ¿sé de verdad lo que significa? Como ya he dicho, un genio es alguien que consigue un avance artístico o intelectual, pero, ¿quién decide qué es o no un avance?
Bueno, pues nosotros. Francis Galton puede que se equivocara en muchas cosas, pero su definición de genio, aunque claramente sexista, señala algo importante: «Un genio es un hombre a quien deliberadamente el mundo reconoce que está extraordinariamente en deuda con él». La admisión en el club de los genios no le corresponde al genio en sí, sino a sus compatriotas, a la sociedad. Es un veredicto público, no una afirmación privada. Una teoría del genio, a la cual llamaremos La Teoría de la Moda del Genio, manifiesta esto sin duda alguna. La admisión al club de los genios depende totalmente de los caprichos de la moda, y del día. «La creatividad no puede ser separada de su reconocimiento», dijo el psicólogo Mihály Csikszentmihályi, quien es el principal defensor de esta teoría. Por decirlo de forma clara: alguien es un genio solo si nosotros lo decimos.
De primeras esto puede parecer contradictorio, y quizás blasfemo. Ciertamente debe existir algún aspecto intacto del genio que esté separado del juicio público.
Pero según los partidarios de esta teoría, no, no lo hay. Bach, por ejemplo, no era particularmente respetado en su tiempo. Tuvieron que pasar setenta y cinco años desde su muerte hasta que fue declarado un «genio». Antes de eso, podemos asumir que residía en el purgatorio de los «genios desconocidos». Pero, ¿qué significa esto? «¿Qué explica esta creencia, aparte de una arrogancia inconsciente?», se pregunta Csikszentmihályi. Decir que nosotros descubrimos el genio de Bach es equivalente a decir que todos los que vinieron antes que nosotros eran unos necios. ¿Y qué pasa si, en algún momento en el futuro, Bach es degradado y desterrado del panteón de los genios? ¿Qué dice eso de nosotros?
Hay muchos más ejemplos. Cuando el ballet de Stravinsky Le Sacre du printemps se estrenó en París en 1913, por poco hubo un disturbio por parte de la audiencia. Los críticos la calificaron de «degenerada», y sin embargo hoy es considerada un clásico. Cuando el trabajo tardío de Monet, Nymphéas salió a la luz, los críticos de arte lo reconocieron como lo que era: el resultado de un artista que estaba perdiendo la vista. Fue después, cuando el expresionismo abstracto estaba en auge, cuando fue declarado el trabajo de un genio.
La vasija griega es otro buen ejemplo de La Teoría de la Moda del Genio. Hoy en día se pueden ver expuestas en museos de todo el mundo tras cristales a prueba de balas, vigiladas por guardias de seguridad armados y rodeadas de turistas mirándolas embobados. Pero los griegos no las veían así. Para ellos, esas vasijas tenían un sentido estrictamente utilitario, eran objetos cotidianos. No fue hasta la década de los setenta cuando el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York pagó más de un millón de dólares por una sola vasija, cuando la cerámica griega fue elevada al estatus de objeto de arte. Así que, ¿cuándo se convirtieron estos objetos de arcilla en el trabajo de un genio? Nos gusta pensar que siempre lo fueron, y que simplemente descubrimos su genialidad. Es una manera de verlo. Los defensores de La Teoría de la Moda del Genio argumentarían que se convirtieron en el trabajo de un genio en los setenta, cuando el Museo Metropolitano, hablando el idioma del dinero, decidió que así fuese.
La relatividad del genio ocupa mi mente mientras pido mi tercer expreso y comienzo a planear mi ataque contra el Gran Misterio Griego. ¿Qué hizo brillar este sitio? Ya he descartado el clima. Quizás era algo igualmente obvio: ¿el terreno rocoso, la manera de vestir bien ventilada, o el uso extendido del vino?
Atenas por fin comienza a despertarse, y el Puente me permite tener un punto de vista privilegiado. Así que me acomodo y examino el mar de rostros frente a mí. ¿De veras estos son los descendientes de Platón y Sócrates? Muchos académicos se han hecho la misma pregunta. Hace unos años, un antropólogo austríaco planteó la teoría de que los griegos modernos no eran los herederos de Platón, sino los descendientes de los eslavos y albaneses que habían emigrado siglos después. Aquella teoría causó un pequeño revuelo en Grecia. La gente se negó en redondo a la sugerencia de que eran cualquier cosa excepto los hijos de Platón. «No tengo ninguna duda de que somos los descendientes directos de los antiguos. Tenemos exactamente los mismos vicios», afirmó un político.
¡Y vaya que si tenían vicios! Los Antiguos Griegos no eran unos angelitos. Celebraban extravagantes festivales que duraban semanas, bebían cantidades de vino descomunales, y jamás se toparon con un acto sexual que no les gustara practicar. Pero lo que está claro es que a pesar de todo eso, o quizás precisamente por eso, la Antigua Grecia destacó como ninguna otra civilización. El resto está tan turbio como un vaso de Ouzo. De hecho, mi investigación sobre la Antigua Grecia se topa con su primer obstáculo cuando me doy cuenta de que no existe tal lugar. Lo que sí existía eran las Antiguas Grecias: cientos de poleis, o ciudad-estado independientes que, aunque compartían una lengua común y ciertas características culturales, eran tan diferentes como pueden ser, digamos, Canadá y Sudáfrica hoy en día. Cada polis contaba con su propio gobierno, sus propias leyes y sus propias costumbres… ¡Incluso con su propio calendario! Por supuesto, a veces comerciaban entre ellas, competían en eventos deportivos, y luchaban en guerras espectacularmente sangrientas, pero la mayoría del tiempo se ignoraban las unas a las otras.
¿Por qué tantas Grecias distintas? La respuesta se halla en la propia tierra. Rocosa y montañosa, tenía barreras naturales que separaban las distintas ciudades-estado unas de otras y creaba básicamente una especie de islas en la tierra. No es de extrañar que florecieran entonces una variedad de microculturas.
Y gracias al cielo que fue así. La naturaleza odia el vacío, pero también el monopolio. Fue durante los tiempos de fragmentación cuando la humanidad hizo sus avances creativos más significativos. Esta tendencia, conocida como la ley Danilevsky, dice que los habitantes son más dados a alcanzar su mayor potencial creativo cuando pertenecen a una nación independiente, aunque sea una diminuta. Esto tiene sentido, ya que, si el mundo es un laboratorio de ideas, entonces cuantas más placas de Petri haya en el laboratorio, mejor.
Y en Grecia, una de esas placas de Petri prosperó como ninguna otra: Atenas. La ciudad produjo más mentes brillantes (como Sócrates o Aristóteles) que ningún otro sitio del mundo haya producido antes o después (solo el Renacimiento de Florencia estuvo cerca de igualarlo).
Pero por aquel entonces, sin embargo, la posibilidad de alcanzar tal grandeza era, como poco, muy improbable. Para empezar, aquella tierra rocosa y montañosa no era muy fértil. «Un esqueleto desencarnado», la llamó Platón. Además, Atenas era una ciudad pequeña con una población equivalente a la de hoy en día en Wichita, Kansas. Había otras ciudades griegas más grandes (Siracusa), más opulentas (Corintia) o más poderosas (Esparta). Y, aun así, ninguna prosperó como Atenas. ¿Por qué? ¿Fue el genio de Atenas simplemente un golpe de suerte, la convergencia de un «conjunto de afortunadas circunstancias», como el historiador Peter Watson lo calificó, o se forjaron los atenienses su propia suerte? Este es un rompecabezas que temo que dejaría mudo al mismísimo oráculo de Delfos. Pero ya con la cafeína fluyéndome por las venas y armado con el valor de los ingenuos, me dispongo a hacerle frente, decidido a resolver este misterio. Pero decido que lo primero que necesito es conocer a la gente correcta.
—Bienvenido a mi oficina —me dice Aristóteles con un dramático gesto de manos, muy al estilo de Tony.
Es una frase que claramente ha usado antes, pero dado nuestro punto de vista en lo alto de la Acrópolis, con todo Atenas visible debajo, tengo que admitir que es una buena frase.
Nos conocimos unas horas antes en el vestíbulo del hotel de Tony. Mi primera impresión de Aristóteles es que con la tez tan pálida que tiene, y el pelo revuelto y pelirrojo que enmarca su cara como una cortina, no parece griego en absoluto. Pero enseguida me doy cuenta de que ese es un pensamiento ridículo. No hay una sola forma de parecer griego, igual que ya no hay una manera de parecer francés o estadounidense, o ninguna otra cosa. Los griegos no son una sola raza, y nunca lo fueron.
Mi segunda impresión de Aristóteles es que parece estar distraído. No sé si es por el peso en sus hombros de llevar un nombre así, o por el estrés de la crisis permanente en la que Grecia se encuentra sumida estos días. Pero no me cabe duda de que está agitado por algo. Mientras caminamos y hablamos, sin embargo, me doy cuenta de que lo que había creído que era nerviosismo es intensidad: una pasión por la historia que fluye por su cuerpo como una corriente eléctrica de 220 voltios. Puede que incluso más.
Mientras continuamos nuestra caminata hacia la Acrópolis, aguardo el momento adecuado para preguntarle sobre el nombre. Cuando me enteré de que mi guía se llamaba Aristóteles, me lo tomé como un buen presagio. ¿Qué podría ser más históricamente correcto y más griego que recorrer los pasos de Aristóteles con Aristóteles a mi lado?
Cuando cruzamos la calle peatonal, que ahora está llena de actividad, decido que es mejor simplemente abordar un tema tan grande como el del filósofo, así que me lanzo a preguntarlo.
—¿Qué pasa con el nombre, Aristóteles? —le pregunto sin rastro alguno de sutilidad.
Aristóteles se limita a encogerse de hombros. Me dice que no es muy conveniente, y deja que yo me imagine a qué se refiere con eso. Sus amigos le dicen Ari, lo cual odia, pero admite pone algo de distancia entre él y el Aristóteles histórico. Y, ya que está, con el billonario magnate de la industria naviera Aristóteles Onassis, el cual se casó con Jacqueline Kennedy. Con un nombre como Aristóteles, algo de distancia siempre es necesaria.
Caminamos esquivando turistas y a la policía antidisturbios, y Aristóteles me cuenta cómo se metió en el mundillo de ser guía turístico. Quería unirse al ejército griego, pero no cumplía los requisitos. No me cuenta exactamente por qué, y noto que es una herida que aún está abierta, así que no insisto. Fuera del ejército, decidió estudiar arqueología y, desde entonces, tiene la mirada puesta en el pasado. A unos dos mil quinientos años atrás, para ser más precisos. La especialización de Aristóteles y su gran pasión son los antiguos tejados. Me asegura que se puede aprender muchísimo sobre una civilización observando sus tejas.
—Lo que estamos haciendo ahora mismo es algo muy griego —me dice.
—¿De veras? Lo único que estamos haciendo es andar.
—Exacto. Los antiguos griegos caminaban siempre a todas partes.
Eran grandes pensadores y además grandes caminantes, y preferían filosofar mientras estaban en movimiento.
Los griegos, como de costumbre, sabían lo que hacían. Muchos genios llegan a sus mejores conclusiones mientras andan. Mientras escribía Cuento de navidad, Dickens caminaba de 25 a 30 kilómetros por las calles de Londres cuando la ciudad dormía, dándole vueltas al argumento en su cabeza. Mark Twain también caminaba mucho, aunque nunca iba a ningún sitio. Caminaba de un lado a otro de la habitación mientras trabajaba, como bien recuerda su hija: «A veces cuando dictaba, Padre caminaba de un lado a otro… y entonces era como si un espíritu hubiera entrado de golpe en la habitación».
Investigadores han comenzado a estudiar recientemente la conexión científica entre andar y la creatividad. En un nuevo estudio, los psicólogos de la Universidad de Stanford Marily Oppezzo y Danield Schwartz dividieron a los participantes en dos grupos: los que caminaban y los que se quedaban sentados. Entonces les dieron algo llamado la batería de test de Guilford, prueba en la cual los participantes tienen que pensar en usos alternativos para objetos cotidianos. Está diseñado para medir el «pensamiento divergente», que es un componente muy importante en la creatividad. El pensamiento divergente es cuando se nos ocurren varias soluciones inesperadas a los problemas. El pensamiento divergente es espontáneo y fluido. El pensamiento convergente, sin embargo, es linear y conlleva una reducción de las opciones, en lugar de un aumento. Los pensadores convergentes tratan de encontrar la respuesta correcta a una pregunta, mientras que los divergentes reformulan la pregunta.
Los resultados, que se publicaron en el Journal of Experimental Psychology, confirmaron que los antiguos griegos estaban en lo cierto. Los niveles de creatividad fueron «consistente y significativamente» más altos en los que caminaban, al contrario que los que se quedaban sentados. Curiosamente, no importaba si los participantes caminaban en el exterior, tomando el aire o en interior, sobre una cinta de correr y con una pared blanca como paisaje. Aun así, producían el doble de respuestas creativas comparado con el grupo sedentario. Además, no hacía falta estar caminando durante mucho rato para estimular la creatividad, bastaban entre cinco a dieciséis minutos.
Pero los antiguos griegos vivieron mucho antes de la invención de la cinta de correr, así que sí que hacían sus caminatas en el exterior. Lo hacían todo en el exterior. Las casas eran un dormitorio más que un hogar, ya que se pasaban solamente unos treinta minutos mientras estaban despiertos allí cada día.
—El tiempo justo para hacer lo necesario con sus esposas —dice Aristóteles mientras nos acercamos a las puertas de la Acrópolis.
El resto del tiempo lo pasaban en el ágora, el mercado, ejercitándose en el gymnasium o en la palaistra, la escuela de lucha, o quizás dando un paseo por las muchas colinas que rodean la ciudad. Ninguna de estas salidas se consideraba como extracurricular, ya que, a diferencia de nosotros, los griegos no distinguían entre la actividad física y la mental. La famosa academia de Platón, progenitora de la universidad moderna, era una instalación tanto atlética como intelectual. Los griegos veían el cuerpo y la mente como dos partes inseparables de un todo. Una mente en forma que no estuviera acompañada de un cuerpo en forma estaría incompleta de alguna forma. Piensa en El pensador de Rodin y tendrás el ideal griego: un hombre cachas perdido en sus pensamientos.
Por fin llegamos a la Acrópolis. Significa literalmente «ciudad alta», y no es un edificio, sino un lugar. Y su localización, sobre una empinada cima con un manantial natural muy cerca, no es para nada accidental. Los griegos tenían un sentido del lugar muy refinado. Sócrates por ejemplo elogiaba los beneficios de la exposición al sur dos milenios antes de que lo hicieran los agentes inmobiliarios de Nueva York. Los edificios no eran simples entidades físicas: poseían un espíritu, el genius loci, o genio del lugar. Los griegos creían que el lugar en el que te encontrabas influenciaba lo que pensaras, y al menos una de las escuelas de filosofía más conocidas le debe su nombre a un estilo arquitectónico. Los estoicos le deben su nombre a la estoa, unas elegantes columnatas bajo las que este grupo filosofaba.
Seguimos subiendo hasta llegar a la cima, donde el Partenón, que es probablemente la estructura del mundo antiguo más famosa, se alza con la calmada seguridad en sí misma de un rey saudí o el tribunal de justicia supremo. La antigüedad te otorga eso; Artistóteles me asegura que es un estatus bien merecido. El Partenón representa un hito sin precedentes de la ingeniería. Para empezar, los trabajadores tuvieron que transportar miles de bloques de mármol desde las tierras colindantes. El proyecto involucró a carpinteros, moldeadores, herreros de bronce, picapedreros, tintoreros, pintores, bordadores, estampadores, fabricantes de cuerdas, tejedores, zapateros, constructores de carreteras y mineros. Increíblemente el Partenón se construyó a tiempo y bajo el presupuesto inicial, siendo la primera y última vez que un proyecto de construcción ha logrado eso.
—Échale un vistazo a las columnas —dice Aristóteles—. ¿Qué te parecen?
—Son preciosas —le digo, preguntándome a dónde quiere ir a parar.
—¿Te parece que están rectas?
—Sí.
Aristóteles me dedica una sonrisa pícara.
—Pues no están rectas, para nada.
Saca de su mochila una ilustración del Partenón.
Lo que parece el paradigma del pensamiento linear y racional tallado en piedra, no es más que una ilusión. El edificio no tiene ni una sola línea recta; cada columna está torcida ligeramente hacia un sitio o hacia otro. Aun así, cuando miras el Partenón, como el escritor francés Paul Valéry dice: «nadie se da cuenta de que el sentimiento de felicidad que te embarga está causado por curvas e inclinaciones que son prácticamente imperceptibles, y aun así increíblemente poderosas. El observador no es consciente de que está respondiendo a una combinación de regularidad e irregularidad que el arquitecto ha escondido en su trabajo».
Cuando leo esas palabras, en especial «una combinación de regularidad e irregularidad», se me quedan grabadas. Sospecho que estas palabras explican más cosas que la más astuta de las ingenierías. Toda la antigua Atenas exhibía esa combinación de lo lineal y lo torcido, lo ordenado y lo caótico. Entre las murallas de la ciudad, podías encontrar un código legal clarísimo, y un mercado frenético, estatuas tan rectas como una regla, y calles que no parecen seguir ningún orden. Cuando pensamos en los griegos los vemos como personas razonables, los pensadores originales íntegros, y lo eran, pero también poseían un lado irracional, una especie de «sabiduría alocada» que prevalecía en la Atenas clásica. La gente era guiada por el thambos, «un horror y asombro reverencial despertado por la proximidad de cualquier fuerza o ser sobrenatural que uno percibe», como explica el historiador Robert Flacelière. Los griegos temían a la locura, pero también la veían como un «regalo de los dioses».
El desorden está grabado en el mito de la creación griego, en el que al principio no había luz, sino caos. Esto no era necesariamente algo malo. Para los griegos, y como más tarde aprendí, también para los hindús, el caos es el material en bruto de la creatividad. ¿Quizás explicaba esto por qué los líderes atenienses resistían los llamamientos a «regularizar» la disposición desordenada de la ciudad? Su lógica era en parte práctica, ya que las calles serpenteantes confundirían a los posibles invasores, pero quizás también sospechaban que ese desorden estimulaba el pensamiento creativo.
Aristóteles me asegura que nada de todo esto quiere decir que los griegos fueran unos holgazanes comparados con otras civilizaciones extraordinarias. «Los egipcios alcanzaron lo que ellos consideraban la perfección, y se detuvieron ahí. Pero los griegos siempre querían hacer más y más. Siempre querían ser los mejores». Tal era esta búsqueda sin final de la perfección, que los artesanos griegos le dedicaban tanto tiempo y esfuerzo a la parte trasera de sus estatuas como lo hacían con la parte delantera. El Partenón también representaba algo más: un intento manifiesto de colársela a las otras ciudades-estado. Ictino, el arquitecto que diseñó el Partenón, había visto el Templo de Zeus en Olimpia, y estaba decidido a superarlo.
—Los guiaba siempre ese sentido de competición —dice Aristóteles.
¿Quizás explicaría su ingenio este fervor competitivo?
La ciencia del genio que siempre está en desarrollo ha estado investigando esta misma cuestión. En un estudio trascendental, Teresa Amabile, una psicóloga de la Universidad de Harvard, investigó qué efecto tenía en el pensamiento creativo la promesa de una recompensa. Dividió al equipo de voluntarios en dos grupos, y a cada grupo les pidió que hicieran un collage. Pero a uno de los grupos le dijo que su trabajo sería evaluado por un panel de artistas, y que los que elaboraran el collage más creativo recibirían una recompensa remunerada. Al segundo grupo le dijo, básicamente, que se lo pasaran bien haciéndolo.
Los resultados no fueron ni parecidos. Por un amplio margen, aquellos a los que se les dijo que no se les evaluaría ni se les observaría produjeron los collages más creativos (como, de hecho, sí que determinó un panel de profesores de arte). En varios estudios posteriores, Amabile y sus compañeros obtuvieron resultados similares. La expectación de una recompensa o una evaluación, incluso una positiva, suprimía la creatividad. Ella llamó a este fenómeno la teoría intrínseca de la motivación. Dicho claramente: «La gente será más creativa cuando están motivados principalmente por interés, disfrute, satisfacción y el desafío del trabajo en sí mismo, no por presiones externas». Advierte que muchas escuelas y corporaciones, dándole tanto énfasis a las recompensas y evaluaciones, están suprimiendo sin querer la creatividad.
Es una teoría convincente y que, intuitivamente, tiene sentido. ¿Quién no se ha sentido creativamente liberado mientras escribía en un diario o garabateaba en un cuaderno, sabiendo que nadie más veía esas alocadas anotaciones?
Pero esta teoría, sin embargo, no siempre encaja con el mundo real. Si solo nos motivara el gozo de una actividad, ¿por qué los atletas lo hacen mejor durante una competición que durante las sesiones de entrenamiento? ¿Por qué abandonó Mozart algunas de sus composiciones al retirarse el encargo? ¿Por qué el incentivo de un Premio Nobel motiva a tantos científicos? James Watson y Francis Crick, los primeros científicos en describir la estructura del ADN, fueron muy honestos al declarar que su objetivo era ese prestigioso premio, y de hecho lo ganaron en 1962. Y en la antigua Atenas, esta naturaleza de vida despiadada claramente los llevó a alcanzar la genialidad. «Destaca siempre y sé mejor que los demás», instaba Homero, y si los griegos obedecían a alguien, era definitivamente a Homero.
Algunos estudios recientes cuestionan la teoría de la motivación intrínseca. Jacon Eisenberg, un profesor de ciencias empresariales en la Universidad de Dublín, y William Thompson, un psicólogo de la Universidad de Macquarie, descubrieron que los músicos experimentados improvisaban más creativamente cuando se les incentivaba con premios remunerados y con publicidad. Estos resultados parecían contradecir la teoría de la motivación intrínseca. ¿Es defectuosa la teoría, o el estudio?
De hecho, ninguna de las dos. Lo que importa, como sospechan Eisenberg y Thompson, es el tipo de personas involucradas en los estudios. Los participantes del estudio de Amabile solían ser principiantes sin ningún tipo de experiencia en arte, mientras que los de Eisenberg eran músicos veteranos con al menos cinco años de experiencia. La competición motiva aparentemente a los creadores experimentados, pero inhibe a los inexperimentados.
Una teoría en desarrollo sugiere que una combinación de motivación intrínseca y extrínseca sería lo ideal. Algunos, por ejemplo, puede que estuvieran motivados inicialmente por la promesa de una recompensa externa, como dinero o estatus. Pero una vez que se encuentran inmersos en el trabajo, entran en un estado psicológico conocido como el flujo. Se olvidan de las presiones externas e incluso pierden la noción del tiempo. Esto es lo que Watson y Crick dicen que experimentaron; deseaban desesperadamente ganar el Nobel, pero una vez se sumergieron en la investigación, el premio pasó a un segundo plano.
Una cuestión crucial no es saber si alguien es competitivo, sino para qué o con quién compiten. En la antigua Atenas la respuesta estaba clara: la ciudad. Los antiguos atenienses tenían una relación profundamente íntima con la ciudad, una que apenas podemos llegar a imaginar. El término más cercano que tenemos para describir ese sentimiento es «responsabilidad cívica», pero eso conlleva una obligación, y no suena nada divertido. Lo que los atenienses practicaban era más un «deleite cívico». Que nos parezca extraña esa yuxtaposición de palabras dice mucho del abismo que nos separa a nosotros de los antiguos.
La vida cívica, sin embargo, no era algo opcional, y así me lo explica Aristóteles. Los atenienses tenían una palabra para aquellos que se negaban a participar en los asuntos públicos: idiotes, de la cual nos viene la palabra idiota. No existía tal cosa como un ateniense distante y apático, o al menos no durante mucho tiempo. «Un hombre al que no le interesaban los asuntos de estado no era un hombre que se preocupara solo por sus asuntos, si no alguien que no tenía ninguna razón para permanecer en Atenas», dijo el gran historiador Tucídides. Eso duele. Y pensar en cómo me quejé como un niño malcriado cuando me enteré de que me tocaba ser jurado durante dos semanas.
Aristóteles y yo encontramos una piedra donde sentarnos. Desde aquí se ve toda Atenas. En todas direcciones, hasta donde me alcanza la vista, es un sin parar de lo urbano. Un mar infinito de edificios de apartamentos bajos, oficinas, enlaces viarios y torres de radiocomunicación. Aquí me doy de cabeza con una verdad muy inoportuna: la Atenas de hoy en día no es la Atenas del 450 a. C. La Atenas moderna tiene fontanería interior y manifestaciones. La Atenas moderna tiene tráfico y está en la bancarrota, tiene iPhones, Alprazolam, televisión por satélite y carne procesada.
Se dice que el pasado es un país extranjero en el que se hacen las cosas de manera diferente. Sí que lo hacen y, desafortunadamente, ese país extranjero conocido como la Antigua Grecia tiene unos controles de fronteras muy estrictos. Siente bastante rechazo por los entrometidos como yo. Y, sin embargo, si voy a resolver el Misterio Ateniense, el pasado es exactamente donde debo estar. ¿Qué debería hacer?
—Entrecierra los ojos. —Es el consejo que me dio un amigo en casa, cuando le conté mis planes de visitar Atenas.
En ese momento me reí, pero ahora me doy cuenta de que en realidad es una táctica muy buena. A veces podemos ver más si reducimos nuestro campo de visión, en lugar de expandirlo. Un zoom nos revela tanto como un gran angular, y a veces incluso más.
—No entrecierres demasiado los ojos —me advierte Aristóteles.
Me dice que si pudiera viajar en el tiempo a la Atenas de alrededor del 450 a. C. probablemente me decepcionaría. La gran Atenas, la cuna de la civilización occidental, el lugar de origen de la ciencia, la filosofía y muchas más de las cosas que tanto valoramos, era un vertedero. Las calles eran angostas y estaban sucias. Las casas estaban construidas con madera y arcilla secada al aire y eran tan inestables que los ladrones accedían a ellas simplemente excavando (de hecho, la palabra en el antiguo griego para ladrón significa «aquel que excava a través de las paredes»). Como viajero en el tiempo definitivamente me fijaría en el ruido: vendedores gritando sus tarifas en el ágora, un laúd desafinado chirriando… Pero lo que más me llamaría la atención y no podría evitarlo sería el hedor. La gente hacía sus necesidades en las calles, donde se quedaban hasta que un esclavo las enjuagaba. Las condiciones eran tales que, como lo explicó el historiador Jacob Burckhardt: «ninguna persona razonable y pacífica de hoy en día querría vivir allí». ¡Y escribió eso en el siglo diecinueve!
Pero evaluemos lo que tenemos hasta ahora. Una ciudad pequeña y sucia, situada en una tierra cruel, rodeada de vecinos hostiles y poblada de una gente «que, si somos sinceros, jamás se limpiaban los dientes, nunca usaban pañuelos, se limpiaban las manos en el pelo, escupían en todas partes sin importarles donde estuvieran, y morían en plagas de malaria y tuberculosis», nos recuerda el historiador Robert Flacelière. No suena exactamente a la receta perfecta para un sitio repleto de genios… ¿O sí?
Me estoy dando cuenta de que una de las ideas equivocadas más grandes que se tienen sobre los sitios donde abunda el genio, es que son sitios similares al paraíso. No lo son. El paraíso es lo opuesto al genio. El paraíso no tiene ninguna exigencia, y el genio creativo se arraiga al tener que cumplir algunas exigencias de nuevas e imaginativas formas. «Los atenienses maduraron porque se les desafió en todos los ámbitos», dijo Nietzsche en una variación de su famosa frase «lo que no te mata te hace más fuerte». La creatividad es una respuesta ante nuestro entorno. Las pinturas griegas eran una respuesta a la compleja luz (el pintor griego Apolodoro fue el primero en desarrollar una técnica para crear la ilusión de profundidad); la arquitectura griega, una respuesta al complejo paisaje; la filosofía griega, una respuesta a los tiempos tan complejos e inciertos que vivían.
El problema del paraíso es que ya es perfecto, así que no requiere ninguna respuesta. Es por eso que la gente y los lugares opulentos en ocasiones se estancan. Atenas era opulenta, y a la vez no. Era, para transformar las observaciones de John Kenneth Galbraith sobre los Estados Unidos de la década de los sesenta, un lugar de opulencia pública, pero miseria privada. Las casas de los ricos no se distinguían de las de los pobres, ya que ambas estaban igual de mal hechas. Los atenienses sospechaban mucho de la riqueza privada, y así lo reflejan las obras de Esquilo, repletas de la miseria que causa. Casi todo el mundo recibía el mismo salario, ya fuera un artesano o un médico. Las leyes limitaban cuánto dinero se podía gastar alguien en un funeral, y se prohibía a las mujeres llevar más de tres vestidos en un viaje. En la antigua Atenas, según el gran urbanista Lewis Mumford, «la pobreza no era una vergüenza. Si acaso, era de los ricos de quien se sospechaba».
Todos estos reglamentos tenían su lado malo: olvídate de ese precioso reloj de agua al que le echaste el ojo en el ágora. Pero también significaba que los atenienses se liberaban de la carga de la adquisición y el consumo frenético. «La belleza era barata, y las mejores existencias estaban al alcance del que las pidiese, por encima de la ciudad en sí misma», dice Mumford.
Pero cuando se trataba de proyectos públicos, los atenienses gastaban con generosidad y, si podían, con el dinero de otros. Pagaron el Partenón y otros proyectos igual de gloriosos usando los fondos reunidos para algo que se llamó la Liga de Delos. Era como la OTAN de aquel entonces, una alianza formada para defenderse contra un enemigo común: los persas. Funcionó, así que los atenienses básicamente dijeron: Muchas gracias. Nos quedamos el dinero y haremos grandes cosas con él. Nadie dijo que los lugares donde había grandes genios fueran agradables.
Con la abundancia de dinero de otra gente, Atenas de repente era el foco del antiguo mundo, me explica Aristóteles mientras rodeamos el Partenón.
—Así que, si eras un ingeniero, arquitecto, escultor o filósofo, era aquí donde querías estar.
Esto es lo que yo llamo la Teoría Magnética del Genio. Los lugares como la antigua Atenas o Silicon Valley hoy en día son creativos porque atraen a gente inteligente y ambiciosa. Son imanes del talento. Esto es cierto, pero también demasiado conveniente y circular. Los lugares creativos lo son porque la gente creativa se muda allí. Vale, pero ¿qué les atrajo allí en primer lugar? ¿Cómo se convierte ese lugar en un imán?
El momento adecuado es importante, y Pericles, el gran líder ateniense, tenía una habilidad excelente para escoger el momento justo. Durante gran parte de su historia, Atenas estaba preparándose para la guerra, en guerra, o recuperándose de una guerra. Pero en el periodo entre las guerras médicas y las guerras del Peloponeso, desde el 454 al 430 a. C., Atenas vivió en paz. Y ahí es cuando Pericles redobló los fondos para proyectos culturales como el Partenón. Uno de los requisitos para que se dé una edad de oro es la paz.
Pero casi puedo escucharte decir: espera, ¿no es cierto que los periodos de guerra han generado todo tipo de innovaciones, como el reactor, el radar y mucho más? Pues sí, la guerra puede desencadenar algunas innovaciones, pero tienen un foco muy estrecho: mejores armas, aviones más rápidos… Y mientras estos avances a veces generan aplicaciones civiles, Dean Simonton concluyó tras un exhaustivo estudio que el resultado de la guerra es negativo, y que «los efectos negativos persisten para todos los tipos de creatividad, incluso para la tecnología».
Aristóteles y yo e