INTRODUCCIÓN:
AVENTURAS CON LA MÁQUINA DE GALTON

La gente empezó a distinguir lo especial que era cuando aún era joven. Cuando tenía diez años, sentía curiosidad por las leyes de la física, y me preguntaba qué pasaría si tiraba un globo de agua grande desde el balcón del apartamento de mi padre, en la quinceava planta. Así que, siguiendo los pasos de Newton y Darwin y de todos los grandes científicos, decidí que debía llevar a cabo un experimento.

—Qué gran idea, Einstein… —me dijo el dueño, claramente impresionado, del coche cuyo parabrisas se había hecho añicos por completo por la sorprendente fuerza del globo de agua.

¿Quién lo hubiera dicho? Pero en aquel momento razoné que ese era el precio a pagar por el progreso científico. Otro incidente años más tarde implicó una chimenea, un conducto cerrado y al departamento local de bomberos.

Aún puedo escuchar las palabras del bombero diciéndome: «¿qué eres, un genio?».

Pero vaya, no lo soy. Esto me coloca en lo que rápidamente se está convirtiendo en una minoría. Hoy en día sufrimos de un grave caso de inflación del genio. La palabra es mencionada ahora como si nada. Los jugadores de tenis y los diseñadores de aplicaciones son llamados genios. Hay «genios de la moda» y «genios culinarios», y por supuesto «genios de la política». Nuestros hijos son todos pequeños Einsteins y Mozarts en miniatura. Si nuestros iProductos nos dan problemas, acudimos al Genius Bar de Apple. Mientras tanto, una avalancha de libros de autoayuda nos asegura que todos llevamos un pequeño genio en nuestro interior (aunque en mi caso debe estar muy adentro), y este es un mensaje del cual nos empapamos felizmente, sin caer en la cuenta de que, si todo el mundo es un genio, eso significa que nadie lo es.

Llevo observando este desarrollo (o, más bien, retroceso) del concepto de genio durante mucho tiempo. Me fascina este tema de igual manera que a un hombre desnudo le fascina el concepto de la ropa. ¿Estamos de verdad en una espiral descendente de la genialidad, o aún queda alguna esperanza para nosotros, e incluso para mí?

Genio. Es una palabra cautivadora, ¿pero sé realmente lo que significa? Proviene del latín genius, pero en la época del Imperio romano significaba algo muy diferente. Por aquel entonces un genio era una deidad que te seguía a todas partes, casi como un padre helicóptero, solo que con poderes mágicos (por eso el concepto de genio de la lámpara proviene de la misma raíz). Cada persona, cada lugar, cada ciudad o pueblo o mercado tenía un genio, todos tenían su propio espíritu, el genius loci, que les daba vida constantemente. La definición actual del diccionario dice: «capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables». Pero esto es una invención de los románticos del siglo xviii, de los taciturnos poetas que sufrían por su arte y, como diríamos ahora, por su creatividad, palabra que es incluso más reciente. No apareció hasta 1870, y su uso no se extendió hasta la década de 1950.

Algunos usan la palabra para describir a alguien que es muy inteligente, alguien con un alto coeficiente intelectual. Pero ese es un concepto bastante reducido y erróneo. Mucha gente con un alto coeficiente intelectual no acaba logrando mucho y, por el contrario, mucha gente con inteligencia «promedio» ha conseguido grandes cosas. Así que no, yo hablo de genio en el sentido creativo, como la forma de creatividad superior.

Mi definición favorita del genio creativo viene de la investigadora y experta en inteligencia artificial Margaret Boden. Ella afirma que un genio creativo es alguien con «la habilidad de elaborar ideas que sean nuevas, sorprendentes y útiles». Y este es también el criterio que usa la Oficina de Patentes y Marcas Registradas de los Estados Unidos cuando decide si una invención merece o no una patente.

Piensa en algo tan simple como una taza de café. Podría inventar una de un inusual color fluorescente naranja. Sí, es algo nuevo, pero no es especialmente sorprendente, y no es algo muy útil. Ahora digamos que invento una taza de café sin la parte de abajo. Es ciertamente nuevo y sorprendente, pero otra vez, no es para nada útil. Para cumplir los requisitos para una patente tendría que inventar, por ejemplo, una taza de café que se limpie automáticamente, o que se convierta en un pendrive USB. Algo que cumpla los tres requisitos: nuevo, sorprendente y útil. Dar pequeños pasitos de innovación progresiva no te otorga una patente o el título de genio. Solo un gran salto lo hace.

La pregunta que a muchos les intriga, como a mí, que soy una criatura de la geografía y estudiante de historia, no es simplemente qué son esos grandes saltos, sino dónde y cuándo ocurrieron. Así que decidí llevar a cabo otro tipo de experimento, pero esta vez sin utilizar ningún globo de agua. Me embarqué en una versión del Grand Tour, ese viaje que los jóvenes de la aristocracia británica hacían en el siglo xviii y xix para expandir sus horizontes. No soy de la aristocracia ni, como ya he dicho, un genio; la universidad fue para mí una mancha llena de cerveza barata y mujeres que no me convenían. Desearía haber prestado más atención. Pero esta vez, juré que sería diferente. Esta vez le haría caso a mi suegro.

—Jovencito —me dijo en aquel acento suyo indeterminado y musical—, necesitas e-du-car-te.

* * *

Mi educación comienza en Londres, una ciudad que ha producido un buen número de genios, y también el estudio de la genialidad en sí misma. Si, como a mí, te fascina la supuesta ciencia del genio, o si te gusta pinchar furtivamente pequeños alfileres en un trozo de fieltro, entonces debes ver la máquina de Galton. Y podrás encontrarla, tal y como yo lo hice, en la Universidad de Londres.

Una mañana de cielo nublado, pero con un toque primaveral en el aire, me subo al metro en la estación de King’s Cross y después recorro a pie el resto del camino hasta el campus universitario de aspecto Hogwartsiano. Allí me da la bienvenida Subhadra Das, la guardiana de la máquina. Me cae bien de inmediato. Hay algo en su sonrisa y en la manera en que me mira a los ojos que me reconforta. Me guía hasta un modesto pasillo, y hasta una modesta habitación donde, sobre una mesa, está la máquina. Se pone un par de guantes de látex y, tan cuidadosamente como si le estuviera realizando una operación de neurocirugía a un jerbo, mete las manos en la máquina.

La caja de la Máquina de Galton contiene los bienes terrenales de Sir Francis Galton. Es una colección extraña, pero apropiada para un curioso pero brillante hombre. Galton, científico y polímata del siglo xix y primo de Charles Darwin, le dio al mundo el análisis estadístico, los cuestionarios, el retrato compuesto y las huellas dactilares forenses. Fue uno de los primeros meteorólogos, y acuñó la frase «naturaleza versus crianza». Tenía un coeficiente intelectual de casi 200.

El lema de Galton era «¡siempre que puedas, cuenta!». Para él, todo lo que valía la pena hacer, valía la pena hacerlo con números, y en una ocasión confesó que no era capaz de entender un problema a no ser que primero pudiera «liberarlo de toda palabra». Socialmente era inepto hasta el extremo, estando más cómodo entre los números enteros que entre la gente.

Subhadra extrae de la máquina una pieza de fieltro y varios alfileres. Me explica que estas eran las herramientas de Galton para uno de sus experimentos más estrafalarios: un intento de diseñar un «mapa de belleza» de Gran Bretaña. Quería determinar dónde vivían las mujeres más bellas, y después hacer un mapa con los resultados. Pero siendo la época victoriana, y Galton siendo tan tímido, no podía simplemente organizar un concurso de belleza.

Así que la solución de Galton fue quedarse plantado en mitad de la calle de varias ciudades y, con un fieltro y alfileres discretamente ocultos en su bolsillo, observar a las mujeres que pasaban por allí. Si veía a una mujer que, en su opinión, era atractiva, ponía cuatro alfileres en el fieltro. Las mujeres menos atractivas se llevaban tres alfileres, etcétera. Viajó por todo Reino Unido clasificando a escondidas la apariencia de las mujeres, y presuntamente sin levantar sospechas. Su conclusión fue que las mujeres más atractivas vivían en Londres, y las menos atractivas en una ciudad de Escocia, Aberdeen.

El mundo no le prestó mucha atención al mapa de la belleza de Galton, pero sí que se fijó en su trascendental libro, El genio hereditario, publicado en 1869. Ahondaba en el linaje de creadores eminentes, líderes y atletas. Galton creía que toda esa gente le debía su éxito a la genética, o a lo que él llamaba «habilidades naturales». Para Galton, la genética lo explicaba todo. Explicaba por qué en una familia podía haber varios miembros eminentes y en otra ninguno. También explicaba por qué las sociedades con muchos inmigrantes y refugiados eran prósperas, dado que esos recién llegados «introducían un nuevo y valioso linaje». Explicaba también por qué algunas naciones tenían más éxito que otras (en un capítulo que lleva el desafortunado título «El valor comparativo de las razas»). Explicaba el declive de las que una vez fueron grandes civilizaciones. Los antiguos griegos, por ejemplo, comenzaron a casarse con «gente inferior», diluyendo así su genealogía. En resumen, explicaba por qué todos los genios de los que hablaba eran hombres blancos que, como él, vivían en una isla gris en la costa continental de Europa. En cuanto a las mujeres, Galton solo las menciona una vez en un capítulo llamado «Hombres literarios».

El libro de Galton tuvo buena acogida, y no es de extrañar. Articulaba en lenguaje científico lo que la gente había supuesto durante mucho tiempo: los genios nacen, no se hacen.

Subhadra devuelve con cuidado el fieltro y los alfileres a la Máquina de Galton. Me confiesa que tiene sentimientos encontrados en cuanto a la máquina y en cuanto a Galton, quien venía de un entorno privilegiado y sin embargo estaba ciego ante las ventajas que tal estatus les confería a él y a sus amigos.

—Pensaba que vivía en una meritocracia —dice ella. Y, a la vez, no puede negar que era brillante. Fue el primero en medir cosas que creíamos imposibles de medir hasta entonces. Y, quitándose los guantes, añade: — Y cuestionaba cosas que creíamos incuestionables.

Sin ayuda de nadie, Galton arrebató el concepto de genio de las manos de los poetas y los místicos, y se lo entregó a los científicos.

Aun así, su noción del genio hereditario era totalmente errónea. La genialidad no se pasa de una generación a otra como los ojos azules o la calvicie. No hay un gen del genio: un genio aún no ha engendrado a otro genio. Las civilizaciones no se alzan y caen por la mezcla del patrimonio genético. Sí que es cierto que, cuando se trata del genio creativo, los genes son parte de la mezcla, pero son una parte relativamente pequeña, los psicólogos estiman que entre el diez y el veinte por ciento.

El mito de que los genios nacen fue suplantado por otro mito: los genios se hacen. De primeras, esto parece ser cierto. Como un muy conocido estudio asegura, se requiere mucho esfuerzo, al menos diez mil horas de práctica y alrededor de unos diez años para ser un experto en algo, y ya no digamos un genio. La psicología moderna, en otras palabras, ha sacado a la luz la evidencia empírica que Edison afirmó sobre que el éxito es un 99% transpiración y un 1% inspiración.

Este componente, el sudor, añade otra pieza muy importante al rompecabezas. Este aún está incompleto, falta algo… pero, ¿qué? Esta pregunta me persigue mientras recorro el campus victoriano, como uno de los problemas matemáticos de Galton, mientras el toque primaveral se ve sustituido por una ligera pero insistente lluvia.

* * *

Unos meses y unos once mil kilómetros después, me encuentro en un campus diferente, en presencia de otra caja. Esta contiene lo que parecen ser cientos de tarjetas. En cada una hay escrito, en letra minúscula pero legible, un evento histórico y el nombre de una persona ilustre que vivía en ese momento. El Renacimiento italiano y Miguel Ángel, por ejemplo. Las tarjetas están cuidadosamente ordenadas por fecha y lugar. Todo me parece muy metódico, muy Galtoniano. El dueño de esta caja, sin embargo, está vivito y coleando, y se encuentra delante de mí, estrechándome la mano con energía.

Dean Keith Simonton está en forma y bronceado. Está en un año sabático, pero nunca lo dirías a juzgar por su energía inagotable y su apretada agenda. Viste con vaqueros y chanclas y, como hace a diario, una camiseta con la ilustración de un genio o líder estampado en ella; hoy es el turno de Oscar Wilde. Hay una bicicleta de montaña apoyada contra la estantería. Schubert suena de fondo, y el sol californiano se cuela por la ventana.

Simonton es profesor de psicología en la Universidad de California en Davis, y un espeleólogo intelectual confeso. No hay nada que disfrute más que explorar las profundidades desconocidas, los sitios a los que otros temen llegar por la oscuridad y lo solitario que es. Y, como Galton, Simonton está obsesionado con el estudio del genio y tiene una grave adicción a los números.

—¿Cómo se te dan las ecuaciones diferenciales? —me pregunta en un momento dado. Pero no se me dan muy bien… ¿y a ti?

Pero al contrario de Galton, Simonton no se dedica a pinchar alfileres en fieltro, y no tiene ningún problema en mantener el contacto visual y otra clase de protocolos sociales básicos. Y a diferencia de Galton, no proviene de una familia privilegiada, sino de una de trabajadores, que incluye a un padre que abandonó el instituto. Y, aún más importante, a diferencia de Galton, Simonton no sufre de un prejuicio etnocéntrico. Ve el mundo realmente como es, y creo que está a punto de descubrir algo grande.

La obsesión de Simonton, como para mucha gente, comenzó de joven. En preescolar su familia le compró un set de la enciclopedia, y se quedó fascinado de forma instantánea. Se pasaba horas mirando las fotos de Einstein, Darwin y otros ge