I

UN EJÉRCITO DE FANTASMAS

Un hombre que caminaba a nuestro lado y había perdido una bota vaya a saber dónde, comenzó a revivir los momentos más aciagos del combate. Recordó la cobardía de algunos que se negaron a avanzar, la torpeza de los encargados de la defensa y la desbandada final, entre corridas y agresiones. Aquel soldado relataba con precisión, como si los estuviese viendo, cada uno de los movimientos de los enemigos más habilidosos y la sagacidad con la que lograron llegar a nuestro campo y batir a nuestros últimos guerreros. Una, dos, tres veces avanzaron, rojos de pies a cabeza. Y cada ataque fue una estocada en nuestro flanco y en nuestras almas.

EVA MARABOTTO, Huaqui

I

Llevan los ojos ensombrecidos, los rostros manchados por el sudor y la sangre seca, los cabellos empolvados. Las cabezas hundidas sobre los hombros, los brazos vencidos. Andrajosos, enjutos, sucios, abatidos. Con los pies descalzos y lastimados por kilómetros y kilómetros de camino realizados a paso resignado. Han cruzado toda la provincia altoperuana. Desde Desaguadero, han viajado semanas y semanas entre las montañas y los valles que contienen La Paz, ahora mancillada, Oruro y la Cochabamba irredenta; descienden por el Potosí horadado, la iluminada Chuquisaca y la valerosa Tarija. Bajan abrumados por los cerros de la Quebrada. Y en su camino de humillaciones cometen todo tipo de crímenes inspirados por la falta de comida, los deseos sexuales, el miedo al futuro, la impotencia de saber que son apenas un puñado de espectros. No saben. No pueden entender por qué su ejército victorioso y soberbio fue vencido en apenas una hora de combate allí, en Huaqui, cerca de la frontera con el Virreinato del Alto Perú, gobernado por José Fernando de Abascal. ¿Dónde está el altivo Viamonte? ¿Dónde, el aguerrido Balcarce? ¿El valiente Díaz Vélez? ¿Qué se ha hecho de las promesas del elocuente Castelli? Se preguntan, cuando se echan a dormir a la intemperie en algún alto durante el fatal regreso a sus casas, esos hombres y mujeres que escapan del desastre absoluto. Muchos llevan las marcas del combate en sus cuerpos: miembros mutilados, rostros desfigurados por el fuego y el acero, rastros de penetraciones forzosas las mujeres. Como perros de presa los persiguen la sed, el hambre. No es cierto, pero creen que va tras sus pasos el brutal ejército realista al mando de José Manuel de Goyeneche, dispuesto a ajustar cuentas, a pasar a degüello, a matarlos por patriotas. Por eso se esconden en los montes como fugitivos, aterrados, o piden ser escondidos en los sótanos de las casas criollas, en los establos, los graneros. Pertenecían, hasta hacía unas semanas, a la victoriosa tropa patriota liderada por Juan José Castelli, el Orador de la Revolución de Mayo, el hombre que allí, en las ruinas de Tiahuanaco, les había prometido libertad e igualdad, que les había anunciado el fin de la Tiranía y de la opresión de la religión y la oscuridad. Y son, también, un puñado de forajidos, de ladrones, de desarrapados. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué han perdido absolutamente todo en Huaqui, camino a Desaguadero? ¿Qué ocurrirá ahora con esa revolución liderada por la Junta de Buenos Aires que había encendido la tierra altoperuana?

Juan José Castelli tenía fuego en los ojos. La mirada altiva y autosuficiente. Llevaba el ceño fruncido, como quien vive escribiendo la historia a cada paso. De estatura mediana, cabellos castaños y cabeza levemente inclinada hacia adelante, se movía ligero y nervioso. Era primo de Manuel Belgrano y había sido uno de los hombres imprescindibles de la Revolución de Mayo. En el Cabildo Abierto del día 22 había hecho callar al obispo Benito Lué y les había dicho en la cara a los realistas que maduraba la independencia. Con exquisita dialéctica había embriagado a los cabildantes y repetido el subversivo silogismo de Chuquisaca en la capital del Virreinato del Río de la Plata:

Las Indias pertenecen al rey y no a España. Ante la caída del rey, es incontestable nuestro derecho de velar por sus posesiones. ¿Debe subrogarse otra autoridad a la del virrey, que dependerá de la metrópoli si esta se salva de los franceses, y será independiente si la España queda subyugada?… La gente, estimado obispo, se ha vuelto demasiado ilustrada para seguir aceptando el viejo credo del sacerdocio, que los reyes derivan su autoridad del Cielo.

Orador capaz de alucinar a sus audiencias, también había embelesado a los sectores populares del Alto Perú con su célebre discurso de Tiahuanaco. Nacido el 19 de julio de 1764, «su elocuencia caldeada y nerviosa» lo convertía, según el historiador Bernardo Frías (1971), en un «perorador fogoso y arrebatado, cuya palabra inflamada servía para entusiasmar a las masas con sus patrioterías y electrizar a la juventud», y ganarse el seudónimo de «pregonero de la Revolución». Jacobino feroz y brutal, allí estaba, a las puertas de Desaguadero, tras haber redimido a la Córdoba sublevada por Santiago de Liniers y haber conquistado para la causa patriota las tierras ardientes de Tarija, Chuquisaca —de donde era hijo intelectual—, Cochabamba, Potosí y La Paz.

El 20 de junio de 1811 Castelli se encontraba ante las puertas de Desaguadero, urgido por concluir con la campaña del Alto Perú porque importantes negocios lo requerían en Buenos Aires. Los saavedristas habían logrado desalojar del poder a los morenistas —el Orador de la Revolución pertenecía a estos últimos— tras la pueblada del 5 y 6 de abril, cuando Joaquín Campana y los suyos se apostaron en la Plaza de la Victoria y exigieron la renuncia de todos los «afrancesados» y los «ingleses» del gobierno. Castelli, entonces, soñaba con vencer definitivamente a los realistas y poder disponer del Ejército Auxiliar del Norte para, al mejor estilo Julio César, cruzar el Rubicón y con sus tropas invictas atacar la metrópoli y reponer el poder de morenistas como Domingo French, Antonio Beruti, los hermanos Rodríguez Peña y Manuel Belgrano. Quizá fue ese apuro el que lo llevó a cometer el peor error de su carrera militar, que puso en peligro el futuro de la Revolución y selló su propio destino de juicio sumario y muerte prematura en la tristeza y el mayor de los olvidos.

El campo de Desaguadero se ubicaba en la frontera noroeste del por entonces Virreinato del Río de la Plata con el Virreinato del Perú, flanqueado por el lago Titicaca y el cerro de Vilavila. Al sur de la villa de Desaguadero se encuentran la pampa de Azafranal y el camino de Jesús de Machaca. Se trata de un paso histórico utilizado por los incas antes de la invasión española, y luego por los conquistadores como ruta de la plata potosina hacia el Cusco y, finalmente, Lima y el puerto del Callao. Sin dudas, se trataba de un enclave estratégico, y ese fue el lugar que establecieron ambos ejércitos para dirimir el futuro inmediato de la región.

Castelli y Goyeneche habían firmado un armisticio el 16 de mayo por cuarenta días —hasta el 25 de junio— con el objetivo de reorganizar ambos ejércitos. El jefe realista procuraba reagrupar sus fuerzas en el cuartel peruano de Zupita mientras Castelli, apostado en Laja, intentaba hacer lo mismo pero con algunas desventajas: su liderazgo perdía potencia por el enfrentamiento con los saavedristas en la interna del ejército y, sobre todo, porque la moral de su propia tropa había comenzado a decaer, entre otras razones, por la radicalidad de su propuesta política e ideológica, además de una serie de actos en contra de los símbolos religiosos que, aprovechados por los realistas, habían desencadenado el descontento entre los lugareños. Quema de cruces, ajusticiamiento de curas y sacerdotes monárquicos, destrozos de iglesias católicas habían servido de pretexto ideal para que Goyeneche iniciara una campaña propagandística contra los patriotas —en especial Castelli y su secretario Bernardo de Monteagudo— acusándolos de herejes y satánicos. La propaganda había surtido efecto en esos pueblos profundamente intervenidos por la religión. El historiador José María Rosa (1965) sostiene que «los altoperuanos se pasaban en cantidad al campo cristiano y ni un solo bajoperuano tomó el bando revolucionario». Castelli, a decir verdad, tampoco ayudaba mucho con sus arengas. Acusado de hereje por un obispo que lo amenazó con que la «voluntad del Señor» se manifestaría en Huaqui a favor de los realistas, el Orador de la Revolución le contestó: «Venceremos en Desaguadero lo quiera Dios o no».

Durante esa tregua sucedió uno de los momentos más resplandecientes de aquellos años. Ocurrió el 25 de mayo de 1811, y fue el intento de Castelli de profundizar la revolución que había comenzado en 1809 en Chuquisaca y se había confirmado exactamente un año después en la altiva Buenos Aires. Los protagonistas de esa jornada fueron Castelli y Monteagudo.

Jefe y secretario, al mando del Ejército Auxiliar del Alto Perú, contaban con el apoyo de los caudillos parroquianos como Juana Azurduy y Manuel Padilla. Allí estaban, juntos, de pie ante las tropas. A un costado, el precario cañoncito Tupac Amaru, bautizado así en homenaje al líder americano descuartizado; frente a ellos, el ejército y miles de criollos, mestizos e indígenas escuchaban con atención sus palabras.

No estaban en cualquier lugar, sino en Tiahuanaco, cerquita nomás del lago Titicaca donde, dicen, Manco Cápac y Mama Ocllo fundaron el imperio inca. A cuatro mil metros de altura, en el Templo del Sol, donde miles y miles de hombres y mujeres se postraban a rezar a sus dioses y donde se reunían para reclamar a sus autoridades, es decir, en el centro político y económico del incanato. Castelli miró a su pueblo y le dijo: «Nada tendrá que desear mi corazón al ver asegurada para siempre la libertad del pueblo americano». Y en su proclama, pronunciada en castellano pero traducida a lenguas originarias, Castelli decretó:

Los sentimientos manifestados por el gobierno superior de esas provincias desde su instalación se han dirigido a uniformar la felicidad en todas las clases, dedicando su preferente cuidado hacia aquella que se hallaba en estado de elegirla más ejecutivamente. En este caso se consideran los naturales de este distrito, que por tantos años han sido mirados con abandono y negligencia, oprimidos y defraudados en sus derechos y, en cierto modo, excluidos de la mísera condición de hombres que no se negaba a otras clases rebajadas por la preocupación de su origen. Así es que, después de haber declarado el gobierno superior, con la justicia que reviste su carácter, que los indios son y deben ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos los cargos, empleos, destinos, honores y distinciones por la igualdad de derechos de ciudadanos, sin otra diferencia que la que presta el mérito y aptitud: no hay razón para que no se promuevan los medios de hacerles útiles reformando los abusos introducidos en su perjuicio y propendiendo a su educación, ilustración y prosperidad con la ventaja que presta su noble disposición a las virtudes y adelantamientos económicos.

En consecuencia, ordeno que siendo los indios iguales a todas las demás clases en presencia de la ley, deberán los gobernadores intendentes con sus colegas y con conocimiento de sus ayuntamientos y los subdelegados en sus respectivos distritos, del mismo modo que los caciques, alcaldes y demás empleados, dedicarse con preferencia a informar de las medidas inmediatas o provisionales que puedan adoptarse para reformar los abusos introducidos en perjuicio de los indios, aunque sean con el título de culto divino, promoviendo su beneficio en todos los ramos y con particularidad sobre repartimiento de tierras, establecimientos de escuelas en sus pueblos y excepción de cargas impositivas indebidas: pudiendo libremente informarme todo ciudadano que tenga conocimientos relativos a esta materia a fin de que, impuesto del pormenor de todos los abusos por las relaciones que hicieren, pueda proceder a su reforma.

Últimamente, declaro que todos los indios son acreedores a cualquier destino o empleo que se consideren capaces, del mismo modo que todo racional idóneo, sea de la clase y condición que fuese, siempre que sus virtudes y talentos los hagan dignos de la consideración del gobierno y a fin de que llegue a noticia de todos se publicará inmediatamente con las solemnidades de estilo, circulándose a todas las juntas provinciales y su subalterna para que de acuerdo con los ayuntamientos celen su puntual y exacto cumplimiento, comunicando a todos los subdelegados y jueces de su dependencia estas mismas disposiciones: en inteligencia de que en el preciso término de tres meses contados desde la fecha deberán estar ya derogados todos los abusos perjudiciales a los naturales y fundados todos los establecimientos necesarios para su educación sin que a pretexto alguno se dilate, impida, o embarace el cumplimiento de estas disposiciones. Y cuando enterado por suficientes informes que tengo tomados de la mala versación de los caciques por no ser electos con el conocimiento general y espontáneo de sus respectivas comunidades y demás indios, aun sin traer a consideración otros gravísimos inconvenientes que de aquí resultan, mando que en lo sucesivo todos los caciques sin exclusión de los propietarios o de sangre no sean admitidos sin el previo consentimiento de las comunidades, parcialidades o aíllos [ayllus] que deberán proceder a elegirlos con conocimiento de sus jueces territoriales por votación conforme a las reglas que rigen en estos casos, para que beneficiada en estos términos se proceda por el gobierno a su respectiva aprobación.

Se trataba del acto de mayor radicalismo igualitario de la Revolución de Mayo: todos éramos libres e iguales. Y luego también decretó la emancipación de los pueblos, el libre avecinamiento, la libertad de comercio, el reparto de las tierras expropiadas a los enemigos de la revolución entre los trabajadores de los obrajes, la anulación total del tributo indígena. Equiparó legalmente a los indígenas con los criollos y los declaró aptos para ocupar todos los cargos del Estado, tradujo al quechua y al aimara los principales decretos de la Junta, abrió escuelas bilingües quechua-español, aimara-español. Removió a todos los funcionarios españoles de sus puestos, fusiló a algunos, deportó a otros y encarceló al resto.

Obviamente, Castelli era demasiado revolucionario, tanto para las élites altoperuanas como para el gobierno porteño. Su principal error no fue no encomendarse a Dios, sino intentar ir más allá de lo que las élites criollas arribeñas estaban dispuestas a aceptar. Pero, por sobre todas las cosas, creer que la voluntad bastaría para vencer al ejército mejor formado y pertrechado de América. La instrucción militar del Orador de la Revolución —era abogado— se limitaba a poco más que su propia formación como miliciano. En cambio, Goyeneche, el jefe realista, era un experto en la materia. Hijo de una familia noble de Navarra pero nacido en Lima, había iniciado su carrera militar a los ocho años, cuando ingresó como cadete en el Primer Batallón de las Milicias de Arequipa, en 1782. Seis años después, viajó a la península ibérica para estudiar Filosofía y continuar, al mismo tiempo, su ascendente trayectoria en el ejército español. En 1795 fue nombrado capitán del Regimiento de Granaderos del Estado, y dos años más tarde revistó en el Real Cuerpo de Artillería en Cádiz, donde se enfrentó a la poderosísima escuadra inglesa al mando del comandante Horatio Nelson. El nuevo siglo lo encontró como meritorio de la influyente Orden de Santiago, organización religiosa y militar que dependía directamente de la corona española. Y perfeccionó sus estudios sobre los principales campos de batalla europeos. Fue testigo del accionar de las tropas lideradas por Guillermo III de Prusia, acompañó en varias campañas militares al archiduque Carlos de Austria —el hombre que modernizó el ejército de su país— e incluso formó parte de las campañas de Napoleón Bonaparte en los Países Bajos. Ya brigadier del ejército fue designado, en junio de 1808, Representante Plenipotenciario en América del Gobierno de España, con el mandato de defender los intereses del rey Fernando VII en las colonias de ultramar. Llegó al nuevo continente en septiembre de ese año en nombre de la flamante Junta de Sevilla, y pronto entró en conversaciones con los carlotistas, el sector que intentaba entronizar a la infanta Carlota Joaquina —hermana de Fernando VII y reina regente de Portugal— en los territorios americanos. Sin embargo, poco más tarde se puso bajo las órdenes del ultramonárquico virrey Abascal. Hacia junio de 1811 cargaba sobre sus hombros la brutal represión de los levantamientos de Chuquisaca y La Paz, y era conocido por sus políticas terroristas contra las poblaciones republicanas e independentistas del Alto Perú.

Confiado en la tregua firmada en Desaguadero, Castelli se dedicó a esperar la llegada del 25 de junio para romper el fuego. Goyeneche, en cambio, mandó la avanzada de su ejército a acicatear a las tropas republicanas. La escaramuza más importante se produjo el 6 de ese mes, cuando tres columnas que sumaban mil hombres atacaron el destacamento de Antonio González Balcarce en la zona de Azafranal. Desayunado de las verdaderas intenciones del jefe realista, el 18 de junio Castelli pronunció una de sus ardientes proclamas al pueblo del Alto Perú. Con su locuacidad convincente y ardorosa, dijo:

Declaro disuelto el armisticio y anuncio que vuestras legiones de ciudadanos armados se hallan a punto de cumplir sus deberes salvando la patria del último conflicto en que se ve. Pueblos de la América del Sur: vuestro destino es ser libres o no existir, y mi irrevocable resolución, sacrificar la vida por vuestra independencia. La muerte será la mejor recompensa de mis fatigas cuando haya visto expirar ya a todos los enemigos de la patria.

Las palabras de Castelli no dejaban lugar a las interpretaciones: menos de un año y medio después de la Revolución de Mayo, y mientras el gobierno central de Buenos Aires todavía se ocultaba bajo la mascarada de Fernando VII, Castelli hablaba claramente de independencia, libertad y patria. Era alocado, irreverente, caótico y brutal, es posible, pero era, en ese momento, el más revolucionario de todos los revolucionarios. Corrían por sus venas torrentes de sangre jacobina.

II

Castelli reunió a su Estado Mayor en el cuartel general de Huaqui para planear la batalla, que debía ser final, contra los realistas. Presentó su plan de ataque ante las miradas atentas de Juan Ramón Balcarce, Eustoquio Díaz Vélez, Juan José Viamonte, el jefe paceño Clemente Díez de Medina, el riojano Agustín Dávila del Moral, el cochabambino Francisco de Rivero y Luciano Montes de Oca, entre otros. El general porteño y delegado de la Junta de Buenos Aires expuso su plan: reunidas las tropas en la garganta de Yuraicoragua, en la desembocadura del valle de Jesús de Machaca, el cuerpo principal del ejército patriota debía ocupar el cerro de Vilavila y desde esa posición dominante atacar el centro del campamento realista. Mientras tanto, las fuerzas cochabambinas debían pasar por el Puente Nuevo, al sur, para atacar por la retaguardia, con la caballería, a las fuerzas monárquicas.

Ese mismo día, por la tarde, Díaz Vélez partió con su división hacia la quebrada y se apostó a unos quince kilómetros del campamento enemigo. Un día después llegó su apoyo, es decir, la columna de Viamonte con dos mil soldados. Allí esperarían, el 20 de junio, el arribo del grueso del ejército con la vanguardia y la reserva; que Riveros cruzara el Puente Nuevo y Castelli impartiera finalmente la orden de atacar.

El plan era audaz y dependía de dos factores: la absoluta sincronización de las acciones de las tropas patriotas, y el efecto sorpresa que dejaría sin poder de reacción al experimentado Goyeneche. Castelli tuvo que convencer a sus propios jefes, quienes le aconsejaban, tras la fundamental victoria de Suipacha, esperar que el enemigo hiciera los primeros movimientos. Pero la soberbia —uno de los principales defectos del Orador de la Revolución— le impidió atender el buen juicio de los jefes parroquianos.

No obstante, su principal error —y que pagó bien caro— fue haber actuado a ciegas. Porque mientras Castelli desconocía las intenciones de sus enemigos, los infiltrados de Goyeneche entre las tropas republicanas lo mantenían al tanto de cada uno de los movimientos de los patriotas. Más aún, los soldados lograban ingresar al campamento revolucionario disfrazados de paisanos para espiar y tomar nota de la situación en el cuartel de Laja. De esa manera, el general español supo que Castelli pensaba atacar el 20 o el 21 de junio, y entonces decidió tomar la iniciativa: sabía que las tropas patriotas estaban divididas en tres columnas. Si enfrentaba a cada columna por separado, su victoria estaba asegurada.

Rápido de movimientos, el 19 por la noche reunió a sus jefes en la localidad de Zepita para transmitirles el plan de batalla. Sus consejeros de guerra lo cuestionaron, aunque no por motivos estratégicos sino, curiosamente, por razones que involucraban la honra y el honor. Si bien algunos jefes estaban bajo el influjo de la invulnerabilidad del ejército de Castelli, otros alegaron el descrédito en que caerían las fuerzas realistas si atacaban antes de que se cumpliera el período de tregua de cuarenta días que finalizaba el 25 de junio. Entonces Goyeneche argumentó que, si no atacaban ellos, lo haría Castelli, y que no eran tiempos para timoratos, para miedosos ni para caballeros medievales, que se jugaba el destino de España y que debían utilizarse todas las armas a mano, incluso la deslealtad militar. Pero como no los veía demasiado convencidos apeló directamente a las amenazas: quienes desobedecieran sus órdenes serían juzgados por un tribunal militar por traición a las armas del rey. Tras semejante argumento, los jefes realistas decidieron cuadrarse y acatar el plan de acción del brigadier filósofo.

En su ilustrador ensayo, Pablo Camogli (2005) califica a la Batalla de Huaqui como «el primer desastre». Contabiliza seis mil soldados por bando, pero una superioridad en materia de artillería de poco más de cinco piezas en favor de los criollos. Relata que, minutos antes de las nueve de la mañana del 20 de junio, al mando de unos dos mil hombres, Goyeneche comenzó su avance por el campo de Azafranal, mientras su primo Pío Tristán —también peruano y monárquico— marchaba con mil soldados por la sierra que separa los vallecitos de Huaqui y Machaca. Sorprendido por los movimientos del enemigo, Castelli se dirigió con su secretario Monteagudo hacia la cima del morro para observar los movimientos de Goyeneche. De inmediato, ordenó al coronel José Bolaños ocupar el centro de la sierra para hacer frente al enemigo, mandato que fue imposible cumplir pues aún no se había alistado a los animales que debían transportar la artillería. Cuando logró cumplir la orden, ya era tarde.

Goyeneche —relata Camogli— desplegó sus fuerzas y abrió fuego con la artillería, que fue contestada por los cañones patriotas. Pero las balas rasantes de los monárquicos cayeron sobre los regimientos formados por paceños y cochabambinos, que no lograron mantener sus posiciones por falta de disciplina o cobardía, y que comenzaron a huir desordenadamente ofreciendo un espectáculo patético. La reserva, con Montes de Oca a la cabeza, ni siquiera consiguió alcanzar el frente de batalla ya que Tristán la puso en fuga rápidamente con el Batallón Real de Lima. En menos de quince minutos, Goyeneche había avanzado con el resto de su columna por la izquierda, corriendo a los rezagados, que todavía no habían tomado la cobarde decisión de huir despavoridos. No había llegado la media mañana cuando el desastre patriota era total: mientras en el campo de batalla quedaban dos muertos y dos heridos —signo de la poca resistencia que opusieron los republicanos—, los realistas se habían alzado con toda la artillería patriota, doscientos ochenta cajones de municiones y seis botiquines. La victoria era contundente no solo por la actitud cobarde de la estampida, sino por el preciado material, perdido casi sin costos para los realistas. Cuenta la leyenda que la derrota fue tan absoluta que Bolaños quedó prácticamente solo en el campo de batalla, y que cuando miró hacia atrás se había quedado sin batallón en apenas unos minutos. Dicen que debió huir con sus pocos oficiales para no ser apresado por la vanguardia realista, que le mordía los talones como un perro rabioso. Minutos después, Goyeneche ocupó fácilmente el poblado de Huaqui y se apoderó de los hospitales y los almacenes abandonados por el ejército revolucionario.

Al tiempo que la derrota patriota en Huaqui era total, en el llano de Machaca, más precisamente en la garganta de Yuraoragua, la situación resultaba un poco más honrosa paras las tropas criollas. Plantados frente a frente ambos ejércitos, cuando Eustaquio Díaz Vélez le pidió refuerzos a Viamonte, comandante de la retaguardia, inesperadamente el segundo jefe del ejército no respondió a la orden. Mucho se ha dicho y escrito sobre la actitud reticente de Viamonte: mientras algunos sostienen que no entendió las directivas o no las escuchó —hipótesis poco probable, cualquier hombre de armas experimentado habría tomado la decisión de cargar en ayuda de las tropas de Díaz Vélez—, otros sugieren que la omisión de Viamonte respondía a su afiliación saavedrista: el fracaso de Castelli en el Alto Perú le impediría regresar triunfante a Buenos Aires a restablecer a los morenistas desplazados en los primeros días de abril de 1811. Difícil dilucidar qué ocurrió exactamente en aquel momento; lo cierto es que Huaqui significó la vergüenza más absoluta para las armas republicanas. Nunca, ni en Vilcapugio ni en Ayohuma ni en Cancha Rayada las tropas patriotas sufrieron una afrenta similar.

El combate en la garganta duró poco más de cinco horas. Las divisiones de Díaz Vélez y Viamonte —que finalmente entró en combate— resistieron heroicamente los embates del grueso del ejército realista comandado por Goyeneche, Tristán y Juan Ramírez Orozco juntos. Cuando las tropas patriotas decidieron la retirada, dejaron sobre el campo de batalla todo el cuadro de artillería, más de cincuenta muertos y seiscientos dispersos, muchos de ellos oficiales supuestamente entrenados en el arte del coraje militar. Inútilmente, a las 16 llegó por la retaguardia enemiga la caballería de Riveros, que solo atinó a contemplar el absoluto desastre y emprender la retirada en forma ordenada, como muy pocas divisiones consiguieron hacerlo.

Perdidos, sumidos en la derrota más oscura y total, Castelli se acercó a Balcarce y le dijo «Estamos perdidos». Y decidieron huir al galope, sin siquiera contar con escolta propia, antes de que los realistas lograran apresarlos. El ejército patriota, el que había vencido pocos meses antes a los poderosos realistas en la gloriosa Batalla de Suipacha, el que había liberado el Alto Perú y acorralado a las tropas de Abascal, se deshacía en Huaqui hacia todos los puntos cardinales. No se trató de una retirada ordenada, sino de la fuga caótica de una caterva envuelta en el pánico más humillante e inconfesable.

Las imágenes eran oprobiosas. Miles de soldados desarmados corrían a campo traviesa buscando refugio, escapando de las armas enemigas, en absoluta confusión. El desbande generalizado no tenía dirección, solo dominaba a hombres y mujeres el terror que significaba la posible cacería de los realistas.

El campamento de Laja se levantó esa misma noche, y entre tinieblas la tropa se fue desmembrando por la deserción de cientos de soldados que preferían regresar a sus casas, solos, antes que seguir enrolados en ese ejército fantasma que emprendía su humillante retirada del Alto Perú. El 29 de junio las tropas mancilladas llegaron a La Paz. Allí Castelli recibió a un emisario de Goyeneche que, desde Tiahuanaco —la misma ciudad donde el Orador de la Revolución había pronunciado su inolvidable proclama—, lo intimaba a rendirse. Entonces los jefes patriotas partieron hacia Oruro, de donde tuvieron que huir como forajidos enfrentando a una multitud que los perseguía para entregarlos a los realistas. El 9 de julio llegaron a Chuquisaca y, diez días después, a La Plata. El 4 de agosto alcanzaron Potosí. Desde esa fecha y hasta fin de año, las tropas fueron llegando, como podían, a la ciudad de Jujuy, único refugio relativamente seguro.

La derrota de Huaqui fue consecuencia de la impericia de Castelli y los porteños jacobinos en el Alto Perú, de la falta de disciplina militar de las tropas republicanas, pero sobre todo de la falta de convencimiento de muchos jefes y soldados arribeños que dudaban, a esa altura, del liderazgo autoritario y despreciativo de los jefes abajeños. Y los efectos de la derrota no pudieron ser más funestos: la Batalla de Desaguadero o de Huaqui, como también se la llamó, significó el inicio del resquebrajamiento de la unidad entre la región altoperuana y la rioplatense. Dos políticas, dos economías, dos culturas comenzaban a separarse. Tendrían que transcurrir muchos años para que ese divorcio se concretara pero allí, ese fatídico 20 de junio de 1811, comenzó a gestarse la desunión sudamericana. No todo fue responsabilidad de Castelli y los suyos, claro. Más aún, quizá el gran orador no fue otra cosa que un bellísimo —en términos éticos— prepotente y un gran apresurado en materia política, y tal vez su única culpa haya sido su desmesurado entusiasmo revolucionario. Su voluntarismo.

Cuenta Bernardo Frías (1971) que, durante la retirada, las tropas criollas formaban

bandas temibles de forajidos [que] cometían en todos los pueblos y lugares de tránsito toda suerte de excesos, robando, incendiando, violando las casas y aun matando a los que salían en defensa de sus propiedades, y como de preferencia tomaron las casas de negocio, o sea, las pulperías, en busca de licor, salían de ellas ebrios, aumentando esa circunstancia la gravedad de sus excesos; porque eran soldados desertados del ejército que marchaban a su arbitrio y armados, sin jefes ni oficiales que los contuvieran, ni menos que alcanzaran a reprimirlos; que si alguno, por casual motivo, iba con ellos y pretendía volverlos al orden, o no le obedecían o volvían las armas contra él.

A los errores de Castelli y la soberbia de la oficialidad porteña se sumaban, entonces, el terror y el odio sembrados por un ejército fantasma en retirada. Ese era el clima que imperaba en el Alto Perú. Mientras tanto, en Paraguay, otro general jacobino, Manuel Belgrano, era definitivamente expulsado del territorio vía militar. Y en Buenos Aires las internas ahogaban a la Junta Grande mientras los realistas cercaban en Montevideo al primer gobierno patrio. La Revolución parecía acabada. Solo un milagro podía salvarla.