Introducción para escépticos y entusiastas
Hay ciertos términos que de inmediato provocan escozor. La palabra redacción es uno de ellos. Mucha gente cree en lo más íntimo de su ser que está en deuda con su propio idioma. Ha cursado la primaria, la secundaria y muchas veces hasta la preparatoria y la universidad, pero intuye que ha fallado en una cuestión fundamental: no aprendió a expresarse bien por escrito.
Para empezar, es necesario eliminar todo sentimiento de culpa. Si el problema se halla tan generalizado, será porque la política educativa no otorgó la importancia debida al idioma español: a su sintaxis, ortografía y puntuación. En algún momento difícil de precisar, probablemente en los años 60, los encargados de la educación decidieron que estas tres disciplinas eran minucias que debían pasar a segundo o tercer plano. Así, el estudio del idioma empezó a descuidarse en las escuelas.
El primer paso para volver a acercarse a la lengua castellana desde la perspectiva de cómo funciona intrínsecamente consiste en reconocer lo que considero como dos verdades: que sí es importante saber redactar bien y que cualquiera puede aprender a hacerlo si se lo propone.
Se hace hincapié en estos dos puntos porque muchas personas no lo creen así. Piensan que la buena redacción compete solo a los escritores, periodistas y maestros de escuela. Gracias a algún mecanismo de defensa, quienes opinan de este modo están convencidos de que no hay problema si los recados, cartas, mensajes, pedidos, reportes, informes y memorandos que escriben cotidianamente están redactados de manera confusa. Si alguien les señalara que tal o cual palabra no se escribe así, o que emplean mal los gerundios, responderían sin pensarlo: «Pero tú me entiendes, ¿no? Eso es lo importante».
Tal vez, ¡pero quién sabe! En algunas ocasiones sí es posible comprender el sentido de un escrito mal redactado, con faltas de ortografía, sintaxis y puntuación. Pero muchas veces surgen equívocos de consecuencias imprevisibles, sobre todo cuando aquellos que leen no conocen a quienes escriben, cuando nada saben del contexto personal, profesional o emocional del redactor. Además, uno puede preguntarse por qué debiera invertir grandes esfuerzos para comprender un texto que pudo haberse escrito de modo claro desde el principio.
¿Cuántas veces, todos los días, en cualquier ciudad actual, ocurren episodios tan desafortunados como el que sigue?
«¡Ay! —exclamó por teléfono la señora cuando por fin localizó al abogado que le habían recomendado—. Yo suponía que iba a encontrarse usted en su despacho a las dos de la tarde porque apuntó claramente que daba asesorías hasta las cinco. Pero cuando llegué, me informaron que no estaba y que iba a tardar todavía unas tres horas. Ya no pude esperarlo porque debía presentarme en los tribunales».
El hecho de que el abogado desconociera el significado de una simple palabra de cinco letras, hasta, causó un contratiempo a la señora; tal vez le provocó, además, un problema legal. En este ejemplo, hay un claro error de redacción, y no resulta difícil imaginar la retahíla de confusiones que se suscitan diariamente por escritos en que se cometen lo que podrían parecer, a primera vista, faltas inocentes. No hay que ir muy lejos: una sola coma puede cambiar de manera radical el sentido de una oración.
No es lo mismo afirmar, por ejemplo, «No vino en septiembre» que «No, vino en septiembre». Tampoco significa lo mismo «Juan escucha la sinfonía» que «Juan, escucha la sinfonía».
No hace falta aspirar a ser escritor profesional para aprender a redactar bien. Cualquiera puede hacerlo si tan solo aprende a reconocer cuáles son los elementos gramaticales que maneja cotidianamente y de manera natural. No son tantos que representen un problema insuperable. En un lapso corto y con un poco de práctica todos los días, uno se sorprendería de lo bien que puede llegar a redactar, y sin grandes sufrimientos.
A lo largo de esta introducción he insistido en la frase redactar (o escribir) bien. Adrede he evitado el giro redactar correctamente, porque la noción de lo correcto varía mucho de un lugar a otro y, sobre todo, de una a otra época. Lo que es correcto en España no lo es necesariamente en Argentina. Y lo que era, hace dos siglos, de uso común en el lugar mismo donde uno vive, tal vez nos parezca hoy forzado, rimbombante o simplemente arcaico.
Pero de ahí a afirmar que todo es relativo hay una gran brecha. Por esto, lo que se pretende en este libro no es la corrección sino la precisión y la claridad en el lenguaje escrito.1 Dentro de lo posible, se señalará lo que los académicos consideran de norma culta, aunque la suya no constituye la última palabra. Lo importante aquí es tratar de comprender el porqué de las reglas existentes y determinar si todavía siguen siendo válidas para uno dentro de su peculiar circunstancia. Después de todo, no es lo mismo una carta de amor que un artículo periodístico o instrucciones para armar una página web. Cabe la posibilidad, incluso, de que la Academia misma haya atentado en contra de la claridad y precisión del idioma al legitimar ciertas usanzas que enturbian y confunden. Como ejemplo, dos botones…
El primero: el Diccionario de la lengua española, dle, ha adoptado —por fin, dirán muchos— la palabra gay, con el sentido de «homosexual», pero la consigna en letra redonda, no cursiva. Esto, según las reglas de la Academia misma, nos obligaría a pronunciar [gái] y no [géi].2 En todos los países de habla española, la palabra gay se pronuncia a la inglesa. ¿Debe uno, por un dictado de la Academia, cambiar su pronunciación? Aún más preocupante: ¿la Academia tomó siquiera en cuenta este problema al reproducir la grafía inglesa mientras consignaba el término en letra redonda? Muchas otras palabras de origen extranjero ya aparecen en el dle, con su ortografía original, aunque están consignadas con letra cursiva, como show, jazz, ballet, etcétera.
El segundo: en la explicación que ofrece el Manual de la Nueva gramática de la lengua española, se recomienda que, en general, se abstenga uno de emplear gerundios cuya acción es posterior a la del verbo principal, pero esta prohibición «[…] se atenúa cuando la posterioridad que se expresa es tan inmediata que casi se percibe como simultaneidad, y también cuando cabe pensar que el gerundio denota una relación causal, consecutiva o concesiva: Los cartagineses lo atacaron, obligándole a refugiarse en una torre, a la que luego le prendieron fuego (Fuentes, Naranjo); Alba se la arrebató de la mano de un zarpazo y la lanzó contra la pared, haciéndola añicos (Allende, Casa)» (27.3.1e). Mas hay otros ejemplos, universalmente reprobados, como Chocó el camión, muriéndose varias personas, donde el gerundio «denota una relación causal, consecutiva o concesiva», pues las personas murieron a causa del choque. La inmediatez tampoco es una clave confiable, pues mientras que en el ejemplo de Allende lo que Alba lanzó contra la pared se hizo añicos en cuestión de milisegundos, en el de Fuentes, ¿cuántos segundos, minutos, horas transcurrieron hasta que el atacado sintió la obligación de refugiarse en una torre? ¿Debo contar con cronómetro para saber cómo emplear bien el gerundio? La Academia se abstiene de aclarar esto, algo que bien valdría la pena hacer. Por eso, mientras son peras o manzanas, sigo la recomendación general: no hay que emplear el gerundio de posterioridad.
Por otra parte, este libro no se limita a ofrecer simples reglas mecánicas, porque estas jamás podrían estar a la altura de la complejidad y riqueza del idioma castellano. Las fórmulas simplistas crean casi siempre más problemas de los que resuelven, porque no toman en cuenta las casi infinitas posibilidades combinatorias de las palabras del español moderno. Pero si el lector aprende a reconocer la dinámica de sus propias palabras, cómo se relacionan dentro de la oración y por qué las organizamos de una manera y no de otra (al orden de las palabras dentro de la oración, le llamaremos sintaxis), entonces sí podrá aplicar correctamente, y con la flexibilidad necesaria, las recomendaciones que se hacen a lo largo de estas páginas. Lo hará, además, según sus propios gustos y necesidades.
Una vez aclarado lo anterior, solo resta decir que el libro se divide en tres partes. La primera versa sobre la estructura de la oración y el orden de los vocablos dentro de ella. De las tres, esta es la más teórica y, por ende, a algunos lectores podría parecerles la más árida. No obstante, debo hacer hincapié en que, para dominar el lenguaje escrito, es recomendable conocer su naturaleza, de qué manera se comporta y cómo se llaman sus partes. De otra forma, no tendríamos manera de señalar objetivamente aquello que deberíamos modificar o mejorar. Ni podríamos afirmar por qué. Todo se reduciría a una opinión subjetiva. Aunque puede haber cierto margen de subjetividad a la hora de discutir la claridad y precisión de cualquier texto, ocurre con frecuencia que el redactor desvirtúa su propio mensaje sin darse cuenta y, por supuesto, sin querer. Hay que señalar esto con toda claridad y conocimiento de causa. Para hacerlo, es preciso dominar aquellos temas de gramática y sintaxis que se tratan en esta primera parte.
En la segunda sección, partiendo de lo establecido en la anterior, se propone una guía práctica para puntuar nuestros escritos de tal manera que estos puedan ser leídos fluidamente y sin confusiones; también se incluye un capítulo sobre la acentuación en general, y sobre problemas específicos de acentuación que surgen con frecuencia. Como puede verse, la naturaleza netamente práctica de esta sección la volverá de gran utilidad para quien busca perfeccionar su redacción cotidiana. La última parte es un tratado sobre los verbos, que pretende explicar de manera clara y sencilla cómo funcionan los núcleos de predicado y cómo se relacionan temporalmente entre sí dentro de un escrito.
Por último, es necesario señalar que Redacción sin dolor no es, propiamente dicho, un libro de gramática, aunque en él la gramática ocupa un lugar importante, como ya hemos visto. Menciono esto porque su organización responde más bien a los criterios del aprendizaje de la redacción que a los gramaticales. En otras palabras, el lector no encontrará laboriosas definiciones de todas las categorías gramaticales; tampoco hay, por ejemplo, un tratado sobre la teoría de la pluralización. Eso sí, descubrirá un apéndice sobre los problemas y las dudas específicos de concordancia verbal con que uno se tropieza cotidianamente, y otro sobre el uso apropiado e inapropiado del gerundio. Asimismo, podría extrañar el que se desechen algunos planteamientos tradicionales, como el de la ubicación del sujeto de una oración. En su lugar, se pide al lector un poco de paciencia, y se le enseña primero a localizar el núcleo del predicado, el cual le dará una pista inequívoca para identificar el sujeto. Quienes están acostumbrados a las gramáticas tradicionales, tal vez califiquen este procedimiento de heterodoxo, pero para los propósitos de la redacción es el más indicado por ser el más efectivo. Lo afirmo porque la gramática, como tal, es una disciplina teórica, casi filosófica. La redacción, por otro lado, es un oficio eminentemente práctico. Las definiciones gramaticales, como vimos hace unos párrafos, pueden ser muy enredadas e interpretadas de muchas maneras. Para aprender a redactar, sin embargo, hacen falta señalamientos claros que funcionen en la vida real.
El único obstáculo para hacer esto es la terminología. Todos debemos pensar en lo mismo cuando se usa tal o cual término. De otra manera, sí nos sumiríamos en el caos. Por esto se ha incluido, antes de la primera parte, una «Tabla de términos». En ella el lector encontrará unas cuantas definiciones básicas que le ayudarán a comprender lo que se desarrolla en profundidad más adelante. Se trata de las categorías gramaticales, algunas construcciones básicas y una breve explicación de los modos verbales.
Desde la cuarta edición de Redacción sin dolor se incorporaron las nuevas normas ortográficas publicadas por la Real Academia Española en 1999.3 (Fueron incorporadas desde la primera impresión del Cuaderno de ejercicios prácticos de Redacción sin dolor, pero no en las sucesivas reimpresiones de la tercera edición del libro de texto). No lo hice ni por falta de voluntad ni por obediencia debida, sino porque en esa revisión todas las Academias de la Lengua Española se pusieron de acuerdo en homogenizar varios aspectos de la ortografía y puntuación que provocaban muchísimas discusiones bizantinas, como —por ejemplo— la colocación del punto respecto de las comillas, los paréntesis y los signos de admiración e interrogación. El nuevo sistema, aunque podría parecer raro para quien está acostumbrado al antiguo, es muchísimo más claro y fácil de manejar. También en esa obra se recurrió al sentido común al eliminar muchos acentos ortográficos innecesarios según las reglas mismas de la Academia, pero que seguían conservándose de todas maneras, principalmente por inercia. En esta sexta edición, se han agregado —igualmente— las últimas normas incluidas en la Ortografía… en 2010.
Muchas personas cuestionan la legitimidad de las Academias de la Lengua. Como apunté anteriormente, estas no tienen necesariamente la última palabra ni concuerdo siempre con sus dictámenes. En última instancia, siempre serán los hablantes quienes determinen los derroteros del idioma, no un grupo de estudiosos. Pero gracias al conservadurismo de las Academias —y tal vez un poco de suerte histórica— seguimos hablando y escribiendo el mismo idioma en más de 20 países, aunque sea con una rica variedad de acentos y particularidades. Pienso que si hubiéramos cedido fácilmente a aquellas tentativas de modernizar o liberalizar la manera de escribir el español (movimientos que se han presentado cíclicamente desde los albores del siglo XX), tal vez no nos entenderíamos tanto. Además, se ha visto que las Academias de la Lengua tienen ganas de abandonar su actitud tradicional estrictamente normativa para adoptar otra más descriptiva. La XXII edición de su diccionario lo atestigua, aunque falta mucho camino por recorrer. Redacción sin dolor pretende participar en este diálogo de consenso, conservación y modernización. Valga la paradoja.
1 Hago énfasis en la palabra escrito. En el lenguaje hablado es posible ser mucho más liberal gracias a todos los fenómenos ajenos a la escritura propia que lo apuntalan y aclaran: gestos y otros elementos del lenguaje corporal, tono de voz, repeticiones, la posibilidad de responder a preguntas, cambios en el tono de voz y la velocidad con que hablamos, etcétera. Además, al conversar, sabemos con quién hablamos y es posible dar muchos factores por entendidos, lo cual es prácticamente imposible cuando desconocemos a los destinatarios finales de lo que escribimos.
2 Se trata de transcripciones fonéticas cuando se insertan entre corchetes. En estas palabras, las letras g son duras, como en gato, o [gá-to] en una transcripción fonética.
3 Real Academia Española. Ortografía de la lengua española. Edición revisada por las Academias de la Lengua Española. Espasa Calpe, Madrid, 1999, 164 pp.