Capítulo II

UNA GUERRA «SANTA Y JUSTA»

Benditos sean los cañones si en las brechas que abran florece el Evangelio.

Miguel de los Santos Díaz y Gomara,

obispo de Cartagena1

El ansiado Reino de Dios llegó, en efecto, a España. Y lo hizo gracias a las armas de un sector importante del ejército. Para establecerse, bien establecido, ese Reino de Dios necesitó de una larga guerra civil. Y esa guerra civil no la provocó la República, ni sus gobernantes, ni los rojos que querían destruir la civilización cristiana. Fueron grupos militares bien identificados quienes, en vez de mantener el juramento de lealtad a la República, iniciaron un asalto al poder en toda regla en aquellos días de julio de 1936. La división del ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo: hacerse rápidamente con el poder.

No hay que darle, por lo tanto, demasiadas vueltas al asunto: sin esa sublevación, no se hubiera producido una guerra civil. Habrían pasado otras cosas, pero nunca aquella matanza. La mayoría de los historiadores sabemos hoy que eso fue así, aunque se busquen otras excusas o la derecha políticamente centrada de finales del siglo XX se niegue a condenar en las Cortes a los sublevados de 1936, precisamente a aquellos que las cerraron a cal y canto a los representantes legítimos de los ciudadanos durante más de cuatro décadas.

Convendrá asimismo dejar bien clara otra idea. La sublevación no se hizo en nombre de la religión. Los militares golpistas estaban más preocupados por otras cosas, por salvar el orden, la Patria, decían ellos, por arrojar a los infiernos al liberalismo, al republicanismo y a las ideologías socialistas y revolucionarias que servían de norte y guía a amplios sectores de trabajadores urbanos y rurales. Pero la Iglesia y la mayoría de los católicos pusieron desde el principio todos sus medios, que no eran pocos, al servicio de esa causa. Y lo hicieron para defender la religión. Pero también a ese orden, a esa Patria que podía liberarles del anticlericalismo y restablecer todos sus privilegios. Ni los militares tuvieron que pedir a la Iglesia su adhesión, que la ofreció gustosa, ni la Iglesia tuvo que dejar pasar el tiempo para decidirse. Unos porque querían el orden y otros porque decían defender la fe, todos se dieron cuenta de los beneficios de la entrada de lo sagrado en escena.

La violencia anticlerical que se desató desde el primer momento donde el golpe fracasó corrió paralela al fervor y entusiasmo, entusiasmo también asesino, que mostraron los clérigos allá donde triunfó. No se trataba de arrebatos de ira insólitos o inexplicables. Fue el golpe de Estado el que enterró las soluciones políticas y dejó paso a los procedimientos armados. Un golpe de Estado contrarrevolucionario, que intentaba frenar la supuesta revolución, acabó finalmente desencadenándola. Y una vez puesto en marcha ese engranaje de rebelión militar y respuesta revolucionaria, las armas fueron ya las únicas con derecho a hablar.

Tres cosas espero demostrar en este capítulo. En primer lugar, que la Iglesia se sintió encantada con que fueran las armas las que aseguraran el «orden material», liquidaran a los infieles y le devolvieran la «libertad». En segundo lugar, que la Iglesia, para justificar tamaña implicación, necesitó mucha retórica, la construcción de varios mitos y el constante recuerdo del martirio sufrido por el clero. Rastrearé, por último, la eficaz idealización que la Iglesia hizo de la figura de Franco, proverbial para su consolidación como jefe supremo de la España rebelde y para la forja de su autoridad como futuro dictador.

Plebiscito armado

La sublevación fue «providencial», escribía el cardenal Isidro Gomá en el «Informe acerca del levantamiento cívico-militar» que envió al secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli, el 13 de agosto de 1936. «Providencial», porque «es cosa comprobada, por documentos que obran en poder de los insurgentes, que el 20 de julio último debía estallar el movimiento comunista».2

Gomá repitió la misma idea, con argumentos más sofisticados, en la «Carta colectiva» de los obispos firmada en julio de 1937, justamente un año después del inicio del asalto armado contra la República. La guerra era «como un plebiscito armado». La Iglesia, por su reconocido «espíritu de paz», no la había querido. Pero ante la grave amenaza de ser suprimida, «no podía ser indiferente en la lucha». Y no lo fue. Tomó la Iglesia partido en aquel «plebiscito armado», toda una definición del asunto, ella, que tan poco aprecio sentía por los plebiscitos normales, esos que funcionaban con votos.3

A don Isidro el levantamiento «cívico-militar» le sorprendió «de improviso» en la localidad zaragozana de Tarazona. Se había trasladado allí, desde Toledo, el 12 de julio, para pasar unos días en la ciudad que le había visto nacer como obispo en 1927, y esperar allí, hasta el 25 de julio, la consagración de su obispo auxiliar Gregorio Modrego. Pero «sorprendido de improviso» por el golpe militar, se fue al balneario navarro de Belascoain, a dieciséis kilómetros de Pamplona, a someterse «a la cura de aguas». Desde allí, unos días antes de cumplir sesenta y siete años, escribió a Pacelli, tomando las aguas, informando sobre ese «levantamiento cívico-militar» que sembraba de cadáveres España.4

Tenía Pamplona a tiro de piedra. Pamplona, la capital del requeté, la nueva Covadonga. Allí se estableció casi durante dos años. Desde allí ejerció su autoridad como primado, pese a que muy pronto el ejército, su ejército, conquistó Toledo, la sede de su diócesis desde aquel 12 de abril de 1933 en que había sido promovido arzobispo de Toledo y elevado a la dignidad de primado. Del balneario de Belascoain al convento de las josefinas de Pamplona. Allí estaría seguro. Libre de la ira anticlerical, lejos del frente de Madrid. Y cerca, muy cerca, de los militares salvadores. Vería mucho a Mola. Y tampoco resultaba difícil ir desde allí a Salamanca y Burgos, las capitales de la España cristiana.

Prelados españoles asisten al acto de juramento del Segundo Consejo Nacional de FET y de las JONS. Burgos, 26 de septiembre de 1939. La guerra acabó con la victoria total y definitiva sobre las fuerzas del mal, un triunfo acompañado de una retórica y de una práctica empapadas de militarismo, nacionalismo y triunfalismo católico. (Foto: Archivo EFE.)

Precisamente en Salamanca estaba de obispo otro catalán afincado en Castilla, Enrique Pla y Deniel, el que iba a ser ideólogo de la cruzada, apologeta de una guerra «necesaria», «gran escuela forjadora de hombres». Tuvo también suerte Pla y Deniel de que esa guerra «necesaria» le «sorprendiera» en Salamanca, una ciudad dominada desde el principio a sangre y fuego por los militares rebeldes, lejos de los combates. Allí, rodeado de militares y salvadores a los que cumplimentar, publicó su famosa carta pastoral «Las dos ciudades», el 30 de septiembre de 1936, cuando el general Franco estaba a punto de ser investido, gracias a esa guerra «necesaria», con los poderes más absolutos a los que un gobernante podía aspirar en la tierra. Pla y Deniel definía la guerra española como el combate entre «dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la tierra»: a un lado, la ciudad terrenal de los «sin Dios»; al otro, «la ciudad celeste de los hijos de Dios». No era, por lo tanto, una guerra civil, sino una «cruzada por la religión, por la patria y por la civilización».5

«Plebiscito armado» y «cruzada». Gomá y Pla y Deniel. Había otras formas de definir aquello, pero esas dos fueron las más queridas por los eclesiásticos. Y podía haber obispos todavía más integristas, pero Gomá y Pla se afanaron como ninguno para conducir a la Iglesia y a los católicos por la ruta autoritaria. Gomá, primado desde 1933, había sido ya un personaje clave con la República. Murió el 22 de agosto de 1940, poco más de un año después de la proclamación del reinado de Dios en España. Pla y Deniel, que era sólo siete años más joven que Gomá, saltó a la fama con la guerra, aunque había sido consagrado obispo mucho antes que Gomá, en 1918, en Ávila. La cúspide la alcanzó ya con la dictadura a la que tanto bendijo. En 1941 ocupó el sitio de Gomá en Toledo. En 1946 fue nombrado cardenal. Fue procurador en Cortes y consejero de Estado. Cuando murió en julio de 1968, a punto de cumplir noventa y dos años, desapareció con él uno de los artífices de la Iglesia de la cruzada y de Franco.

Lo escrito por Pla y Deniel en «Las dos ciudades» dejó grabadas en la memoria de los católicos españoles dos ideas que el transcurrir de la guerra, la victoria del ejército de Franco y el paso del tiempo convirtieron en mitos, en piedras angulares de la explicación que la Iglesia católica construyó para justificar su implicación. La primera es que la jerarquía de la Iglesia, en consonancia con su «absoluto apoliticismo partidista», procedió desde el principio con «cautelosa reserva», siguiendo la máxima de que «la Iglesia no interviene en lo que Dios ha dejado a la disputa de los hombres». Y aunque no desconocían «la verdadera naturaleza del movimiento y la rectitud de las intenciones y alteza de miras de sus promotores», esperaron, dejaron «que se patentizasen y distinguiesen bien los dos campos».

Pla y Deniel, el más bajo de estatura, en el centro de la foto, con los prelados Agustín Parrado y Manuel Arce en 1946. Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca en julio de 1936, fue el principal ideólogo y apologeta de la guerra como cruzada. Desde octubre de 1941, y hasta su muerte en julio de 1968, fue primado de la Iglesia católica española. (Foto: Archivo EFE.)

Una vez que eso ocurrió, cuando los sacrilegios, los incendios de edificios religiosos, los asesinatos del clero se propagaron como la pólvora y el Gobierno republicano se mostró incapaz de «contener los desmanes», desbordado por «turbas anarquizantes», entonces, y sólo entonces, la Iglesia tomó partido, se pronunció abierta y oficialmente «a favor del orden contra la anarquía, a favor de la implantación de un gobierno jerárquico contra el disolvente comunismo, a favor de la defensa de la civilización cristiana y de sus fundamentos, religión, patria y familia, contra los sin Dios y contra Dios, sin patria y hospicianos del mundo». En definitiva, que fue el anticlericalismo violento y el desorden los que provocaron la intervención de la Iglesia a favor del bando en el que se respetaba la religión e imperaba el orden. Que nadie, por lo tanto, advertía Pla y Deniel, tache a la Iglesia de «perturbadora del orden» porque ése «ni siquiera precariamente existía».

Frente a esa versión maniquea de la guerra civil, que ya ni siquiera era guerra civil, sino cruzada, los datos aportados por recientes investigaciones parecen llevar el asunto por otra dirección: la Iglesia habló y actuó desde el primer disparo rebelde. Y sólo calló, bochornoso silencio, para ocultar la sistemática eliminación del contrario que militares, terratenientes y burgueses asustados por la revolución pusieron en marcha bien cerquita, a su lado, con cientos de clérigos como testigos del terror.

La jerarquía de la Iglesia católica española habló, escribió, y mucho, antes de que el 14 de septiembre de 1936 el papa Pío XI hiciera su primera declaración oficial acerca de la guerra de España: «La vostra presenza», un discurso ante unos quinientos españoles refugiados en Roma, entre los que se encontraban los obispos de Cartagena, Tortosa, Vic y la Seu d’Urgell, sacerdotes, religiosos y seglares. Un discurso de Papa, que bendecía a los mártires de la persecución anticlerical y recomendaba amar y, qué otra cosa podía hacerse, orar por los «otros», un amor «hecho de compasión y misericordia».6 Discurso moderado y poco enérgico, si se compara con lo que andaban diciendo desde hacía dos meses la mayoría de los obispos españoles. Para eso era el Papa, para ver las cosas por encima de los demás, recibiendo informes, repartiendo advertencias y recomendaciones. Él no tenía por qué verse envuelto en ese clima de exaltación patriotera y religiosa que dominaba el verano español.

Los primeros obispos en hablar claro fueron aquellos que se sentían más seguros al lado de los militares rebeldes, fundamentalmente porque el triunfo del golpe en la zona cubierta por sus diócesis había resultado contundente. Son las diócesis de casi todo el norte de España, desde Pamplona y Zaragoza a Galicia, pasando por Burgos, Valladolid, Salamanca y Zamora; 32 sedes de las 61 diócesis que había entonces en España estaban ya en la segunda mitad de agosto en zona rebelde. Según los datos aportados por Alfonso Álvarez Bolado a partir de los boletines eclesiásticos, «en no menos de 11 diócesis (...) y a través de 18 intervenciones, los obispos se han definido en forma absolutamente clara antes de que hable el Papa el 14 de septiembre». Tres de ellos, además, como veremos, el obispo de Pamplona y los arzobispos de Zaragoza y Santiago de Compostela, ya habían aplicado antes de finales de agosto la categoría de «cruzada religiosa» a la guerra civil.

Casi todas esas declaraciones ofrecían un planteamiento sustancialmente idéntico: se alinean sin rubor con el golpe militar, que celebran, con las masas católicas, como una liberación; piden la adhesión a él frente al «laicismo-judío-masónico-soviético», expresión ya utilizada por el obispo de León José Álvarez Miranda; y no reconocen otra resolución del conflicto que no sea la rotunda victoria de «nuestro glorioso ejército» sobre «los enemigos de Dios y de España».7

Embebidos como estaban de esa atmósfera inclemente que extendió la sublevación militar, la mayoría de los eclesiásticos españoles nunca quisieron saber nada de mediación o perdón. Desde que la guerra fue guerra hasta la paz incivil que dio por terminada oficialmente la guerra. El más mínimo rumor sobre esa maldita palabra, mediación, y ya se ponían en guardia. Así se lo decía el padre provincial de León de la Compañía de Jesús, Antonio Encinas, al padre general W. Ledóchowski, en una carta que le escribió desde Hendaya el 1 de septiembre de 1936 y en la que le comentaba los rumores que corrían por la prensa francesa sobre una posible intervención del Papa para que cesara la guerra. Sería un auténtico error porque «los católicos ven en esta guerra una verdadera cruzada religiosa contra el ateísmo, y la juzgan totalmente inevitable: o se vence en ella o el catolicismo desaparece de España». «Desagrado» y «desilusión» es lo que sentirían todos esos católicos que «ofrecen haciendas y vidas, sin límites, para la campaña». Y perdería el Papa «mucho de su autoridad». La mayoría se quedaría con la impresión «de que hablaba de las cosas de España sin saber lo que aquí pasa».8

El padre Ledóchowski pasó copia de esa carta al cardenal Pacelli, que estaba ya enterado de lo que sucedía en España por el largo informe que le había enviado el cardenal Gomá desde el balneario de Belascoain dos semanas antes. Gomá pensaba en un triunfo seguro, aunque no inmediato, del movimiento militar, algo que compartía con casi todos hasta que la batalla de Madrid en noviembre de 1936 les hizo concebir una guerra más larga: «si triunfa, como se espera (...) es indudable que en plazo relativamente breve quedaría asegurado el orden material fuertemente, y se iniciaría una era de franca libertad para la Iglesia».9

Mientras eso ocurría, la otra mitad de la Iglesia, la que había quedado en las comarcas donde la sublevación fue aplastada, sufría el «odio satánico» de las «hordas comunistas». No era esa barbarie nueva, decían los obispos, sino la culminación del proceso persecutorio iniciado con la proclamación de la República y agudizado con la victoria de la coalición del Frente Popular en febrero de 1936; lo que esperaba, en fin, a todos los católicos si no hubiera sido por ese movimiento salvador que se había anticipado a la revolución comunista en media España.

La Iglesia siempre ha querido demostrar la justicia de sus posiciones y actitudes a causa de ese anticlericalismo atroz, un mensaje con impacto seguro, aunque, según hemos visto, la adhesión fervorosa de muchos eclesiásticos al golpe precedió, y en otros casos corrió paralela, a los asesinatos del clero.

Hay más datos que refuerzan lo ya apuntado. Las primeras noticias que a la zona militar rebelde llegaron del anticlericalismo eran muy confusas, pese a que se sabía que aquello era gordo, y procedían en muchas ocasiones de supuestos testigos que habían podido huir y transmitir los relatos repletos de inexactitudes y exageraciones. El informe de Gomá al cardenal Pacelli del 13 de agosto es un excelente reflejo. Sabe Gomá que ha sido asesinado el obispo de Sigüenza, que fue el primero en caer el 27 de julio, no tiene confirmación de «la triste suerte que hayan podido correr» los obispos de Cuenca y de Ciudad Real, y sus fuentes son una proclama del general Mola, que aludía «a los atroces martirios que se cometen en los pueblos sujetos al Gobierno de Madrid», y «unos jóvenes llegados de Cataluña» que «aseguran haber sido asesinado el Sr. Obispo de Vich».

En realidad, el 13 de agosto ya había sido asesinado el obispo de Cuenca, pero no el de Ciudad Real, que permaneció escondido hasta el 22 de agosto en que, al ser descubierto, fue asesinado, y también habían corrido esa fatal suerte otros obispos, como el de Lérida, Barbastro y Jaén, sobre los que Gomá no tenía todavía información. Al de Vic nunca lo asesinaron, como el propio Juan Perelló contaba a sus diocesanos en una carta pastoral que les dirigió acabada la guerra, «después de dos años y medio de destierro».

Gomá, recuérdese, era el primado de la Iglesia española y estaba en Pamplona, es decir, un excelente lugar para recibir las noticias precisas. Si no las tenía él, si ni siquiera sabía él lo que ya le había pasado al obispo de Cuenca, dependiente de su archidiócesis de Toledo, o al de Barbastro, que estaba bien cerca de Pamplona, difícilmente iban a tener los demás mejor información. Lo cual en absoluto quita hierro al alcance de la matanza del clero. Significa, más bien, que no fue el anticlericalismo lo que puso a la Iglesia y a los católicos al lado de los militares rebeldes. Reforzó, eso sí, su posición. Pero no la originó.

Sigamos con los datos. De las 6.832 víctimas mortales de la violencia anticlerical, 839 fueron asesinadas en los días de julio que siguieron a la sublevación y 2.055 en agosto. Es decir, el 42,35 por 100 del total de las víctimas fueron liquidadas en los primeros 44 días y diez de los trece obispos asesinados cayeron antes del 31 de agosto, prueba irrebatible de lo inmediato y súbito que fue el calvario vivido por el clero.

Pero es que en la otra zona, en el territorio controlado por los militares sediciosos, la escabechina mayor ocurrió también en los dos meses siguientes a la sublevación, antes de que esa violencia se «legalizara» con tribunales militares: del 50 al 70 por 100 de las víctimas de esa represión durante la guerra civil y la posguerra se concentra en ese corto período. Si la fecha se lleva hasta finales de 1936, los porcentajes rozan ya el absoluto, lo cual indica que no se trataba sólo de una represión de guerra, una guerra a la que le faltaban todavía más de dos años, sino de un exterminio «quirúrgico», de urgencia. Más del 90 por 100 de los casi 3.000 asesinados en Navarra o el 80 por 100 de los 7.000 de Zaragoza ocurrieron en 1936. En la capital de Aragón, en esos primeros 44 días cayeron el 34 por 100 del total de asesinados durante la guerra y la posguerra. Los porcentajes son muy similares en Córdoba, Granada, Sevilla, Badajoz o Huelva, las provincias que, junto con Navarra y Zaragoza, más olieron a muerto en aquella oleada de terror veraniego. En ninguna de esas provincias se registraron menos de 2.000 «hijos de Caín» asesinados en apenas setenta días.10

La complicidad del clero con ese terror militar y fascista fue, como demostraré en el siguiente capítulo, absoluta y no necesitó del anticlericalismo para manifestarse. Desde Gomá al cura que vivía en Zaragoza, Salamanca o Granada, todos conocían la masacre, oían los disparos, veían cómo se llevaban a la gente, les llegaban familiares de los presos o desaparecidos, desesperados, pidiendo ayuda y clemencia. Y salvo raras excepciones, lo menos dañino que hicieron fue asistir espiritualmente a los reos de muerte. La actitud más frecuente fue el silencio, voluntario o impuesto por los superiores, cuando no la acusación o la delación.

Antes de que la jerarquía de la Iglesia católica española convirtiera oficialmente la guerra en cruzada, algo que empezó a manifestarse claramente en la segunda quincena de agosto, masas de católicos, grupos conservadores menos católicos y fascistas nada católicos ya habían convertido el mismo acontecimiento del asalto al poder en un «bellum sacrum et justum», en una guerra «necesaria» contra los enemigos de España, en favor del centralismo y del autoritarismo, por la conservación del orden socioeconómico, sin reformas, contra las masas no propietarias del campo y de la ciudad. Ahí estaba «el verdadero y tradicional pueblo español», como le decía Gomá a Pacelli: unos se movían «por el ideal religioso, al ver profundamente herida su conciencia católica por las leyes sectarias y laicizantes y por las desenfrenadas persecuciones»; otros, «por ver amenazados sus intereses materiales»; muchos, «por el restablecimiento del orden material profundamente perturbado»; y no faltaban quienes, añadía Gomá, actuaban movidos «por el sentimiento de unidad nacional amenazado por las tendencias separatistas de algunas regiones».

Lo denominaron cruzada, cuando en realidad lo que había detrás de ese bando «nacional» era una amplia «coalición reaccionaria», autoritaria, cuyos componentes se empeñaron en asaltar el poder con el brazo ejecutor del ejército, para destruir a los «enemigos» internos y externos, para defender el orden social de los propietarios y crear una sociedad que de entrada llamaban «nueva», aunque después se pudo comprobar que no lo era tanto.

Se llamará como quiera cada uno llamarlo, porque allí había carlistas, «catastrofistas» alfonsinos de Renovación Española, católicos y muy poca, al principio, Falange Española, el único partido con estilo de política fascista. Pero con el asalto al poder, esa coalición antidemocrática, antiliberal y antisocialista logró los mismos beneficios y las mismas metas que otras formas autoritarias de movilización de masas, fascistas reconocidas o no, que se dieron en la Europa de entreguerras del siglo XX.11

Con la República establecida en España, con su proyecto reformista puesto en marcha, con el grado de movilización social, cultural y político que había alcanzado la sociedad española, lo de julio de 1936 no podía ser una «militarada» o un pronunciamiento clásico. La solución autoritaria requería masas. Y nadie mejor que la Iglesia y ese movimiento católico que apadrinaba, con tradición, prensa, con un «aparato nacional», para proporcionarlas, para «unificar», en palabras de Fernando García de Cortázar, «la pluralidad de razones posibles de la guerra en un solo principio excluyente y totalizador». El catolicismo era, en expresión de Frances Lannon, el «atajo», «el foco ideal, respetado y positivo, para todos los que en realidad buscaban la protección de sus intereses sectoriales y su posición social, así como para aquellos que actuaban según su conciencia, creían cumplir con su obligación como militares profesionales, o defendían su fe».

En una coalición de ese tipo cabían muchos. Cabía, por ejemplo, el general José Millán Astray, el fundador de la Legión Extranjera, el de «¡Muera la inteligencia!» y «¡Viva la muerte!», que, en plena guerra, le reconocía a fray Justo Pérez de Urbel que era un «pecador», y un asesino le podría haber añadido, pero no importaba, le replicó el religioso franquista hasta la médula, «confiésese y le doy una indulgencia plenaria», porque «nosotros no luchamos sólo para rescatar el sepulcro material de Cristo; queremos hacer reinar a Cristo en las almas de millones de españoles; queremos rescatar a España para Dios».12

Con pecadores o virtuosos, con asesinos o beatos, con obispos integristas o terratenientes explotadores. Se trataba de salvar a España, el orden, la religión, cada uno decía una cosa que en el fondo significaba lo mismo. «La mayoría de los creyentes vimos en la guerra civil una liberación de aquella absurda persecución de que la Iglesia era objeto», decía el sacerdote Alejandro Martínez. Para otros, sin embargo, recordaba el teólogo Enrique Miret Magdalena, refugiado en la Embajada de Paraguay en el Madrid rojo, «su catolicismo venía a ser una especie de seguridad social para la otra vida». Y para miles y miles de campesinos de la retaguardia castellana, aragonesa, gallega o navarra, la guerra les trajo, paradojas de la vida, paz, tranquilidad, orden. La guerra la tenían antes, durante la República, con tanto rojo suelto, a quienes ahora les estaban dando su merecido. «¡Qué suerte que saliera este hombre, Franco!», le confesaban esos recios castellanos a Ronald Fraser.13

El catolicismo favoreció el proceso de convergencia de todos esos grupos e intereses reaccionarios. Proporcionó toda una liturgia de reclutamiento, especialmente en la Vieja Castilla, Navarra y Álava, una liturgia barroca político-religiosa, llena de símbolos y emociones. La política se hizo religión (y antirreligiosa en el bando contrario). Gestos, creencias y fervor. Hasta parece imposible recrear el entusiasmo que invadió a aquellos remozados caballeros cristianos y españoles.

Fervor religioso

Para entusiasmo, el de Navarra, donde todo resultó aparentemente muy sencillo. Si los numerosos testimonios no engañan, fueron los curas quienes iniciaron en muchos casos los preparativos conspiratorios. El entramado tejido por los conspiradores en la provincia foral fue de órdago, con el dispositivo de Fal Conde y los carlistas capaz de hacerle sombra al mismísimo general Emilio Mola; con el Diario de Navarra y su director, el diputado independiente por el Bloque de Derechas, Raimundo García, Garcilaso; y con José Martínez Berasáin, director del Banco de Bilbao en Pamplona, miembro de la Junta Carlista y «alma» de ese Bloque de Derechas navarro. Berasáin, según cuenta Javier Ugarte, poseía un comercio-taller de objetos litúrgicos y de culto, regentado por su hijo Luis, otro conspirador, desde el que «mantenía contacto fluido con toda la clerecía navarra». A él acudían clérigos de la ciudad y curas de pueblo que iban a comprar y volvían a la parroquia con alguna información valiosa sobre los preparativos.14

No era el de Berasáin el único local de Pamplona en el que, bajo apariencia religiosa, se urdía la trama. Marino Ayerra, uno de los pocos curas que por esas tierras no compartía el «apostólico ardor» de sus hermanos en Cristo, cuenta que había una sastrería eclesiástica, la de Benito Santesteban, que visitaban numerosos clérigos «en conspiración permanente y abierta contra la república laica, entre casullas, cálices, esculturas de santos, sotanas, perdidos todos y todo en la densa niebla de humo y olor de tabaco». Por la sastrería pasó a comienzos del verano, días antes del «glorioso movimiento nacional», el obispo de Zamora Manuel Arce Ochotorena, quien al despedirse de Santesteban le dijo: «Bueno, si en lugar de sotanas me envías fusiles ¡mejor que mejor! Ya me entiendes». Así se lo había detallado Santesteban a Ayerra. Benito Santesteban, que se dedicó después a la caza y captura del infiel.15

El domingo 19 de julio se extendió por los pueblos de Navarra el rumor de que los militares se habían sublevado en Pamplona. Cuando el rumor se confirmó, los carlistas, alborotados, salieron a las calles, izaron las banderas bicolor y carlista en los Círculos y al grito de «¡todos los hombres a la guerra!», se pusieron en marcha hacia Pamplona. En Artajona, se sacó a la plaza el banderín del requeté, bordado con la imagen de la Virgen de Jerusalén, que con toda seguridad les protegería en esa guerra contra el infiel que iban a emprender.

Muchos seminaristas y curas fueron los primeros en enrolarse. Animaban al personal a que hicieran lo mismo. Tocaban las campanas buscando gente por los pueblos y colaboraban en el reclutamiento. Era frecuente ver, en esos primeros días, curas y religiosos «con su fusil también al hombro, su pistola y su cartuchera sobre la negra sotana», según la descripción de Marino Ayerra, quien llegó a Alsasua, a su nuevo destino como sacerdote, el 16 de julio, justo para presenciar aquel estallido de entusiasmo y fervor. Allí en Alsasua, una población ferroviaria con más socialistas que carlistas, percibió enseguida la forma peculiar con que en Navarra iba a implantarse el reinado de Cristo Rey. El joven coadjutor, que ya estaba en Alsasua cuando él llegó, se fue a Pamplona y «se enroló en la Falange».

Lo más normal en Navarra, sin embargo, era que los curas se alistaran en el requeté, donde, según Juan de Iturralde, «figuraban capellanes en número tan crecido que se estorbaban unos a otros».16 Los mozos, con los curas al lado, se confesaban y comulgaban antes de despedirse de los suyos, como si fueran a las cruzadas. Hileras enteras de requetés confesados y arengados por clérigos. Aquello tenía, en acertada expresión de Javier Ugarte, un aire de «arrebato místico-guerrero». Los vínculos de comunidad, ser del mismo pueblo, y las redes de parentesco fueron las que permitieron «esa inmensa capacidad de movilizar sectores importantes de la población», una auténtica «movilización de masas» que acompañó desde el primer momento a la sublevación, un magnífico ejemplo que los militares y eclesiásticos siempre ponían cuando en otras regiones se encontraban con tibios y pusilánimes.

Sólo en esos últimos días de julio acudieron más de diez mil voluntarios a Pamplona y más de mil a Vitoria. Tal era el entusiasmo, que la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra tenía que ordenar el martes 21 a los «voluntarios de los pueblos» que permanecieran «en sus casas hasta ser llamados a filas». Y dos días después, el vicario general de la diócesis de Pamplona recordaba «a los señores clérigos que hayan sido movilizados, o que lo fueran en lo porvernir, la grave obligación de justificar, en cuanto sea posible, la referida condición ante esta vicaría general». Curas, en fin, que abandonaban sus puestos, para ir a guerrear, como hombres que eran, contra los enemigos de Dios. «¡A Madrid!», gritaban, a por el Madrid «rojo», como los anarquistas salían de Barcelona al grito de «¡A Zaragoza!», a liberar Zaragoza de la «hidra fascista». Se trataba, recordaba un padre jesuita, de «llevar al infierno de Madrid el cielo de Navarra».

También en Navarra había infierno. Republicanos y sobre todo socialistas que se habían pasado aquellos años treinta de conflicto y esperanza reclamando la devolución de las corralizas y de las tierras del comunal «usurpadas al pueblo». No todos eran carlistas y de derechas por aquellas tierras. Aquel «arrebato místico-guerrero» necesitaba también sangre. Hasta tres mil vidas se llevó aquella purificación, aquella amputación de la parte infiel y enferma de Navarra. Morir por Cristo Rey y matar en su nombre.17

La festividad de Santiago, el 25 de julio, ofreció la primera ocasión para poner en marcha todo el ritual litúrgico, efectista y barroco, que iba a acompañar la marcha de la guerra en la España de Dios. Ese día, por iniciativa del Diario de Navarra, se celebró en la plaza del Castillo una gran misa de campaña para consagrar el requeté al Sagrado Corazón de Jesús y restaurar de esa forma un culto muy popular entre las masas católicas españolas después de que todo el país, España entera, hubiera visto «entronizado» al Sagrado Corazón de Jesús por Alfonso XIII el 30 de mayo de 1919.

Al acto religioso patriótico de la plaza del Castillo asistió el general Miguel Cabanellas, sublevado en Zaragoza, recién nombrado presidente de la Junta de Defensa Nacional, y fue José Martínez Berasáin quien leyó solemnemente el «Acto de Consagración». No asistió el obispo Marcelino Olaechea, quien alegó enfermedad y se disculpó días después por no haber podido «celebrar la misa el día de Santiago en la Plaza del Castillo, esa misa de la que me han dicho tales alabanzas, que su recuerdo quedará imborrable en todos cuantos la oyeron».18

Empezó así una larga época de «inflación religiosa», como la llamó Juan de Iturralde, de «abundancia de lo malo» y «falta de lo bueno», que inauguraron los carlistas y, «por no ser menos», siguieron los falangistas, que se extendió a todo el territorio dominado por el ejército sedicioso, a la ancha Castilla, Aragón, Galicia y hasta Andalucía.

Desde Pamplona a Zaragoza se llegaba pronto. Según las crónicas del momento, fue todo un espectáculo ver a dos mil requetés navarros desfilar por las calles de Zaragoza el 24 de julio, al mando del teniente coronel Alejandro Utrilla. Habían bajado por la ribera del Ebro, sembrando el terror por pueblos zaragozanos de tradición socialista. Su primera visita, manchados todavía de sangre, fue a la Virgen del Pilar. Iban cargados de religiosidad y patriotismo, banderas de enganche en aquel ambiente guerrero y ésa era la mejor prueba de lo que querían, Patria y Religión unidas, se leía en el periódico católico El Noticiero del día siguiente: «todos ellos llevaban en la solapa o colgando del pecho medallas e imágenes de la Virgen o del Corazón de Jesús. Junto a dichas reliquias colocaban un pedazo de bandera española».

El triunfo de la sublevación en aquella Zaragoza habitada por anarquistas y la llegada de los requetés navarros encendieron el ardor religioso de las milicias de «Acción Ciudadana» y de los católicos zaragozanos. El 31 de julio, el nuevo general jefe de la V División, Germán Gil Yuste, acudió a la basílica del Pilar, cumplimentado por las autoridades eclesiásticas, como ya lo había sido Mola en Burgos y Queipo de Llano en Sevilla. Al día siguiente, Juan Antonio Cremades Royo, presidente de las Juventudes de Acción Popular de Zaragoza, diputado electo de la CEDA-Frente Antirrevolucionario en febrero de 1936, añadía algún que otro exceso verbal al ambiente, para demostrar que no había que ser militar, falangista o requeté para estar allí, con la Religión y la Patria, de nuevo con mayúsculas, unidas por la historia y por el presente: «Entonces como ahora, la fe en Dios y la fe en España fueron los motores que avivaron el fuego del entusiasmo y caldearon los pechos de los patriotas».19

Pero poco era eso comparado con lo que todavía faltaba. La entrada de la religión en la guerra vivió su cenit en Zaragoza con un suceso singular y único en la geografía de la España antirrepublicana. En la madrugada del 3 de agosto de 1936 un «avión enemigo» arrojaba tres bombas sobre el templo del Pilar, «de las cuales dos causaron daños en las bóvedas y una cayó sobre la Plaza del Pilar». Eso es lo que decía el «Diario de Operaciones de la V División». Porque para El Noticiero del 4 de agosto, «un avión de la Generalidad, de noche, alevosamente, y utilizando la bandera bicolor, arrojó cuatro bombas de 50 kilogramos sobre el tempo del Pilar». Y según Heraldo de Aragón, era un «atentado contra la Virgen del Pilar» y había sido realizado por las «hordas rusas y la canalla catalana».20

Las bombas no estallaron. Había sido un milagro, «ya que la técnica no puede explicarlo». Una «oleada de indignación» se extendió por toda la ciudad, con muchedumbres «enardecidas» que desfilaban por el «primer templo mariano del mundo» para «desagraviar» a la Virgen. «Un milagro, debido a nuestra amadísima Patrona, ha impedido la catástrofe», declaró Miguel López de Gera, el alcalde nombrado por la autoridad militar, que volvía al puesto que ya había ocupado durante el bienio radical-cedista de la República. Ese mismo 3 de agosto por la tarde una «manifestación de desagravio» recorrió la ciudad. La encabezaban el arzobispo Rigoberto Doménech, el general Gil Yuste, el rector de la Universidad, Gonzalo Calamita, y el gobernador civil, el comandante de la Guardia Civil Julián Lasierra.

Durante los días siguientes, los «actos de desagravio» inundaron las tierras aragonesas y castellanas. En Burgos «el pueblo» acudió «en masa» a la salve que ofició en la tarde del 4 de agosto el arzobispo Manuel de Castro. En la catedral de Valladolid hubo una «solemnísima función reparadora por las bombas arrojadas sobre el Santuario del Pilar». Se repitió la función en Salamanca, en Zamora, donde el obispo Manuel Arce convocó a una «salve popular» en desagravio por la «horrible e insospechada profanación del Pilar». Salves y rosarios hubo también en Huesca, con el obispo Lino Rodrigo, varios sacerdotes y las señoras de la corte de honor pidiendo, junto con militares y falangistas, protección a la Virgen «por la salvación de España».21

El discurso subió de tono. Guerra sin cuartel de los «luchadores cristianos» contra las «hordas criminales», se proclamaba en Zamora. «Esta cruzada es una lucha por el altar y la familia; por Dios y por la Patria», gritaba en la radio zaragozana Santiago Guallar, canónigo, ex diputado y hombre fuerte de la derecha católica zaragozana durante la Segunda República. Una semana después del «infame atentado» habló también, y bien claro, el arzobispo de Zaragoza, para decir aquello de que «la violencia no se hace en servicio de la anarquía, sino lícitamente en beneficio del orden, la Patria y la Religión».

Tampoco lo de la «canalla catalana» era un arrebato inexplicable, porque el anticatalanismo había sido un ingrediente destacado en la prensa zaragozana y en la derecha aragonesa durante la primavera de 1936, con el diputado de la CEDA Ramón Serrano Súñer mostrando toda su artillería frente al pretendido trasvase de competencias de la Confederación Hidrográfica del Ebro a la Generalitat de Cataluña. Las diatribas contra los catalanes «extremistas y separatistas» se consolidaron en la guerra y en el franquismo como una especie de carta de presentación del nacionalismo español. Lo que se escribía en el Diario de Burgos del 7 de agosto era algo más que un exceso retórico: «No son españoles (...) son catalanes que odian al resto de España. (...) De estos cobardes engendros no quedará ni uno; serán pulverizados, reducidos a cenizas». España castigaría a Cataluña. «La España de nuestra tradición, la de la reconquista, la de la independencia, la de Lepanto.» Y la castigó, cumpliendo la profecía, a partir de febrero de 1939.

El canónigo Santiago Guallar en el acto de bendición del nuevo aeródromo en Zaragoza; 16 de octubre de 1936. Santiago Guallar, diputado y destacado dirigente de la derecha católica zaragozana durante la Segunda República, defendió desde el principio la guerra civil como cruzada, «una lucha por el altar y la familia, por Dios y la Patria». (Foto: Archivo Heraldo de Aragón.)

Acto de desagravio a la Virgen del Pilar. En la madrugada del 3 de agosto de 1936, un avión no identificado arrojó tres bombas sobre el templo del Pilar. Las bombas no estallaron. Durante los días siguientes, los «actos de desagravio» a la Virgen del Pilar se extendieron por tierras aragonesas y castellanas. (Foto: Archivo Heraldo de Aragón.)

No habían cesado todavía lo actos de desagravio por lo de las bombas sobre el Pilar y apareció una nueva oportunidad para seguir colocando a la religión en el centro del conflicto armado. Ahora le tocaba al Sagrado Corazón de Jesús. La Virgen del Pilar y el Corazón de Jesús, dos símbolos de la religiosidad popular española. El 7 de agosto, un grupo de milicianos destruía el majestuoso monumento al Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles, a catorce kilómetros de Madrid, que había mandado erigir Alfonso XIII en 1919. Antes de destruirlo, los milicianos «fusilaron» la estatua que representaba al Sagrado Corazón, en un acto de irreverencia que sacudió los corazones sensibles de la espiritualidad española. Y quedó la foto, que no ha sido encontrada donde se dijo que apareció, en los diarios franceses Le Jour y Le Matin, pero que sí se publicó, según información que ofrece Giuliana di Febo, en L’Avvenire d’Italia del 19 de agosto de 1936. «Vergogne dell’umanità», se titulaba el artículo que acompañaba la foto.22

Hay algo de misterio encerrado en aquellas bombas que no explotaron y en esa fotografía que pudo ser un montaje. Ya el 7 de agosto El Noticiero, para que no hubiera duda, daba el nombre del autor del «vandálico atentado», el sargento de aviación Vila de Vayos, a quien el Gobierno republicano de Madrid había ascendido a oficial. Son detalles insignificantes o especulaciones sobre unos actos que, como afirma Álvarez Bolado, encontraron «un eco más rápido y efectivo en las masas católicas de la España nacional, que el propio proceder persecutorio contra las personas».23

Las altas torres del Pilar y el colosal monumento al Sagrado Corazón de Jesús de veintiocho metros de altura simbolizaban, para los anticlericales, la prepotencia y el poder de la Iglesia, la intolerancia de una institución que no permitía el pluralismo religioso y político. Los combatientes de la España «varonil» y auténtica, en cambio, desfilaban con un distintivo de tela que llevaba bordado el Sagrado Corazón con la palabra «detente», símbolo de protección contra las balas enemigas. El distintivo servía igual para proteger a los requetés, los más religiosos de aquella España, que a los soldados moros que entraron en Sevilla, nada cristianos, pero que pudieron lucir corazones bordados por las buenas damas de la alta sociedad hispalense.

El éxito de esa movilización religiosa, de esa liturgia que creaba adhesiones de las masas en las diócesis de la España «liberada», animó a los militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religión, ausentes en las proclamas del golpe militar y en las declaraciones de los días posteriores. Les convenció de lo importante que era la vinculación emocional, además de destruir y aniquilar al enemigo, en un momento en el que sabían lo que no querían pero todavía carecían de un proyecto político claro. La unión entre la «Religión y el Patriotismo», las «virtudes de la Raza», reforzaba la unidad nacional y daba legitimidad al genocidio que habían emprendido en aquel verano de 1936. Uno de los genocidas, el general Gonzalo Queipo de Llano, se lo confesaba al arzobispo de Sevilla, Eustaquio Ilundáin, en uno de esos «baños de masas» presididos por el clero, los militares y las autoridades derechistas: «Yo creo que lo primero para todo buen patriota es la religión, porque el que no ama a Dios, no ama a su familia, no puede ser útil a la patria».24

Esa identificación del clero y de las masas católicas con los militares sublevados siguió manifestándose a lo largo de aquel verano y otoño de 1936 en lo que Álvarez Bolado ha acuñado como «la movilización de las vírgenes». La primera de esas ceremonias político-religiosas la convocó, porque así lo demandaba el «espíritu popular», el obispo de Pamplona Marcelino Olaechea para el domingo 23 de agosto. «Vivimos una hora histórica en la que se ventilan los sagrados intereses de la Religión y de la Patria (...) una contienda entre la civilización y la barbarie», decía el obispo en esa convocatoria a una «solemnísima procesión de rogativa» a la Santísima Virgen del Rosario.

Las rogativas procesionales vivieron su apoteosis en septiembre y octubre en numerosas ciudades castellanas, con el traslado de las vírgenes desde las ermitas a las catedrales, en un acto de «liberación», después de pasar por aquella República laica que había prohibido las procesiones y perseguido las cosas sagradas. En Valladolid, «Ejército y Milicias rivalizaban en noble emulación de pública religiosidad» y el acto acabó con el arzobispo Remigio Gandásegui, que había vuelto a la diócesis tras haber estado retenido en el San Sebastián republicano durante casi dos meses, «pidiendo la bendición de la Patrona para la Patria y sus gobernantes y guerreros salvadores, poniendo como rúbrica un abrazo al general Mola».

Mayor carga simbólica tuvieron todavía los innumerables actos de «reposición» y «regreso» de los crucifijos a las escuelas en los comienzos de aquel curso escolar de 1936. La abolición de la legislación republicana y la reposición de la España tradicional se daban la mano con los niños como testigos. El ceremonial y los oficiantes fueron de lo más variado. En Tarazona, el 30 de agosto, se encargó de colocar el Santo Cristo la misma niña a quien, «bien a pesar suyo y de sus padres», le habían ordenado que lo retirara cinco años antes. La iniciativa de esa cascada de reposiciones la había tomado un mes antes la Diputación Foral de Navarra, que aprovechó además la ocasión para advertir que «no se consentirá en las escuelas enseñanza alguna opuesta a la Religión Católica, a la unidad de la Patria y al principio de autoridad».

En La Coruña fue el gobernador civil quien el 13 de agosto ordenaba «que la Cruz sacrosanta, símbolo de nuestra redención, vuelva a aquellos lugares y puestos de honor de donde nunca debió salir». En Segovia, le correspondió el honor a la inspectora jefe de primera enseñanza. En Zaragoza, la orden llegó a través de un oficio del rector de la Universidad. La entronización del crucifijo fue extendiéndose por las diócesis navarras, castellanas, gallegas y aragonesas. Alcaldes y sacerdotes dirigieron en la mayoría de los casos las ceremonias, mientras que los obispos solían aportar el discurso. La pugna cultural llegaba a su fin con «el triunfo de los ideales cristianos de amor, paz y justicia, sobre aquellas enseñanzas marxistas impregnadas de envidia, rencor y odio que últimamente por algunas personas que usurpaban el nombre de maestros se inculcaban en la mente de los pobres niños».25

Crucifijos, sagrados corazones de Jesús, vírgenes del Pilar, banderas bicolor. La restauración de la tradición suscitaba adhesiones y fervores. Los símbolos republicanos, anarquistas, socialistas y laicos se derrumbaban ante el empuje unido de la milicia y la religión. En Pamplona, una de las primeras cosas que los carlistas hicieron tras la sublevación fue romper a martillazos las placas que contenían los nombres de ilustres socialistas y republicanos en calles y plazas. Viejos hábitos de la religiosidad popular fueron recuperados. Volvieron las fiestas religiosas al calendario oficial y comenzaron a celebrarse otras, «nacionales», que acompañaron posteriormente a la dictadura de Franco hasta su extinción.

Lugar especial en ese ceremonial de purificación lo ocuparon los «mártires», a los que se dedicaron numerosas ofrendas y oraciones fúnebres. Ya el 24 de julio se celebraron en la catedral de Valladolid funerales por Onésimo Redondo, fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) en octubre de 1931, junto con Ramiro Ledesma Ramos, cuya muerte «heroica» en un combate en la sierra de Guadarrama lo transformó en «Caudillo de Castilla». Aunque no todos pasaron tan rápida y fácilmente de fascistas sin masas a «caudillos», la muerte elevó a los altares a humildes combatientes. Como a Ramón Palacios García, párroco de la localidad burgalesa de Hormaza, quien se había «ofrecido» desde el mismo día de la sublevación a Falange Española «y en su doble calidad de soldado y ministro del Señor, acudió después allí donde el deber le llamaba», al frente de guerra. Cayó herido «alabando a Dios y vitoreando a España por brindarle Aquél la ocasión de derramar la sangre por su Patria». Según la crónica del Diario de Burgos del 18 de agosto, ese belicoso sacerdote se había incorporado a la «innumerable falange de mártires de la cruzada».

Reposición del crucifijo en las escuelas. Barcelona, 7 de mayo de 1939. La reposición y el «regreso» de los crucifijos a las escuelas, que habían sido retirados de ellas durante los años republicanos, adquirieron una especial carga simbólica en la España dominada por los militares sublevados. La «entronización» del crucifijo se extendió por todas las tierras conquistadas por las tropas de Franco y siguió tras el final de la guerra civil. (Foto: Arxiu Històric de la Ciutat, Barcelona.)

La sangre derramada por la cruzada se convirtió en una referencia ineludible entre la legión de capellanes enrolados con los carlistas y los falangistas en aquel verano de 1936. La cosa llegó hasta tal extremo que, unos meses después, en las diócesis de Ávila y Burgos les tuvieron que llamar la atención por su desmedida disposición al sacrificio. A los obispos no les importaba que hubiera curas guerreros, capellanes en el frente, pero mejor que no se colocaran etiquetas políticas: «Una cosa es que el sacerdote sienta hervir en su alma el entusiasmo por esta Cruzada en que está empeñada nuestra querida Patria (...) y otra muy diferente que se lance a actuaciones partidistas.»26

Pese a que tuvieran que recordárselo a los más exaltados, el mensaje ya había calado. La religión había servido, en suma, para «desteñir» las diferencias ideológicas, para unir bajo el mismo cielo a todas las fuerzas contrarrevolucionarias. Y fue esa dimensión religiosa la que hizo sentirse especialmente conprometidos a cientos de miles de católicos, con el clero a la cabeza, que se ofrecieron desde el principio, tomaron la iniciativa, aportaron fórmulas de movilización e hicieron comprender a los militares sublevados lo importante que era la religión. Se les había preparado para ello, se les había estado diciendo durante los años anteriores que la República equivalía al desorden, dominada como estaba por las hordas del Anticristo. Soñaban con que llegara el día de aplastarla. Y cuando llegó, nadie podía esperar moderación. Se lanzaron como posesos a salvar su orden, su patria y su religión.27

La movilización desde abajo fue acompañada por mucha retórica desde arriba. A una buena parte de la jerarquía de la Iglesia, la sublevación militar le «sorprendió» de vacaciones, en balnearios y de visita turística. Ningún obispo se lanzó a la calle a reclutar fieles o arengar a las masas católicas. Ésas no eran sus armas. Ellos estaban para otras cosas, para cumplimentar a las autoridades, para abrir las iglesias a esos caballeros cristianos que iban a limpiar el territorio de infieles, para unir la espada y la cruz en una misma empresa, y sobre todo para hablar y escribir, hablar y escribir mucho sobre aquella guerra santa y justa que otros ya estaban librando.

La lectura de la guerra en clave de cruzada le llegó a la jerarquía eclesiástica desde los frentes, desde las manifestaciones populares de fervor religioso que inundaron la geografía de la España sublevada contra la República. Las autoridades eclesiásticas, desde sus refugios y palacios episcopales, captaron ese espíritu de rebelión religiosa y lo forraron de razón y legitimidad. Hablaron después de que otros actuaran, y eso les sirvió para reforzar todavía más la justicia de su causa, la impresión de que sólo entraron en escena cuando la violencia anticlerical y revolucionaria no les dejó otra opción. Ni habían participado en la sublevación ni habían empujado a nadie a la guerra. Pero ahí estaban, obligados por la decadencia material y espiritual en que «los hijos de Caín» estaban dejando a la Patria. Sabían que ése era el mejor planteamiento para legitimar de golpe la sublevación militar, es decir, el derecho a la rebelión, y la guerra exterminadora que la siguió.

«¡Dios lo quiere!»

Vistas así las cosas, poca relevancia tiene para la historia saber qué obispo fue el primero en emplear el término de cruzada, de guerra religiosa contra aquellos españoles, que eran muchos, rojos, masones, ateos e infieles. La unión entre la espada y la cruz, la religión y el «movimiento cívico-militar» es un tema recurrente en todas las instrucciones, circulares, cartas y exhortaciones pastorales que los obispos difundieron durante agosto de 1936. Antes de acabar ese mes, tres obispos ya habían aplicado explícitamente la categoría de «cruzada religiosa» a la guerra. Lo hizo Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, el 23 de agosto. Lo repitió tres días más tarde Rigoberto Doménech, arzobispo de Zaragoza. Y lo dejó para la posteridad de forma tajante Tomás Muniz Pablos, arzobispo de Santiago, el 31 de agosto: la guerra «levantada» contra los enemigos de España es «patriótica sí, muy patriótica, pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo que las Cruzadas de la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por la libertad de los pueblos. ¡Dios lo quiere! ¡Santiago y cierra España!».28

Por los impulsos que la animaron y por su trascendencia, la cruzada de 1936-1939, insistía el arzobispo tras verla acabada, era igual que aquella otra que «fundió en los mismos moldes a las razas ibéricas», desde Covadonga y «las andanzas del Cid» al «epílogo» de la batalla de Lepanto, cuando «pudo Europa sentirse definitivamente libre de la barbarie mahometana y asiática». Toda la historia de España había sido una cruzada. Lo decían los obispos y lo dijo también en Sevilla el 15 de agosto el indomable José María Pemán: «La misión providencial e histórica de España ha sido siempre ésta: redimir al mundo civilizado de todos sus peligros, expulsar moros, detener turcos, bautizar indios...».29

Si esa idea recorría el pensamiento eclesiástico y tradicionalista español, si había sido revivida en la lucha contra el francés invasor en la llamada guerra de la Independencia del siglo XIX, ¿cómo no iba a aparecer en aquellos momentos «gravísimos» de 1936, «decisivos para la suerte de la religión y de la patria»?30 El general Emilio Mola, poco dado a construcciones teológicas, fue uno de los primeros militares en captar los beneficios que podía tener la entrada de lo sagrado en escena, las ventajas de proponer principios superiores como guía de un conflicto político y de clases. La cita es sustanciosa y está sacada de su alocución por Radio Castilla el 15 de agosto de 1936: «Se nos pregunta (...) que adónde vamos. Es fácil, y ya lo hemos repetido muchas veces. A imponer el orden, a dar pan y trabajo a todos los españoles y a hacer la justicia por igual. Y luego, sobre las ruinas que el Frente Popular dejó —sangre, fango y lágrimas—, edificar un Estado grande, fuerte y poderoso que ha de tener por galardón y remate allá en la altura una Cruz (...) símbolo de nuestra religión y de nuestra Fe, lo único que ha quedado a salvo entre tanta barbarie que intentaba teñir para siempre las aguas de nuestros ríos con el carmín glorioso y valiente de la sangre española».31

Mola hablaba desde Navarra, tierra de cruzados, donde los carlistas habían salido desde la primera hora de la sublevación a derramar sangre «por Dios y por España». En Navarra estaba también entonces, respirando esos aires de cruzada, el cardenal primado Isidro Gomá, quien en su habitación del balneario de Belascoain redactó la instrucción pastoral de los obispos de Vitoria y Pamplona sobre la «colaboración vasco-comunista», hecha pública el 6 de agosto. Habían sido los propios obispos Mateo Múgica y Marcelino Olaechea quienes le habían visitado para pedirle que elaborara un documento «en el que se declarara la improcedencia o ilicitud de la conducta del nacionalismo vasco».

Y allí mismo, «tomando las aguas», lo redactó, para «despejar equívocos». Y escribió aquello de que «en el fondo del movimiento cívico-militar de nuestro país late (...) el amor tradicional de nuestra religión sacrosanta». Identificó al «enemigo» que en el País Vasco defendía la legalidad republicana como «monstruo moderno, el marxismo o comunismo, hidra de siete cabezas, síntesis de toda herejía, opuesta diametralmente al cristianismo en su doctrina religiosa, política, social y económica». No era lícito «fraccionar las fuerzas católicas ante el enemigo común», no era lícito que vascos católicos «hijos nuestros, amantísimos de la Iglesia y seguidores de sus doctrinas», hubieran hecho causa común con «enemigos declarados, encarnizados de la Iglesia».

Lejos de lograr su objetivo, que los nacionalistas vascos cambiaran de bando, esa instrucción pastoral resaltó más la división entre la jerarquía eclesiástica de las diócesis de Pamplona y Vitoria, enérgica defensora desde el principio de la causa de los militares sublevados, y amplias secciones de la población vasca, católicas, conservadoras, pero opuestas a ese autoritarismo españolista que exhibía sus armas amenazadoras desde el 18 de julio en Álava y Navarra. Era sólo el primer síntoma de una herida que tardaría en cicatrizar, con sacerdotes vascos fusilados por los militares rebeldes y otros muchos perseguidos y encarcelados durante la dictadura de Franco. Incluso Mateo Múgica, integrista y poco amigo del nacionalismo, acabó acosado por la Junta de Defensa de Burgos por haber «amparado con excesiva transigencia a los sacerdotes nacionalistas, principales culpables de este movimiento militar» y por haber convertido el seminario de Vitoria en «una escuela de nacionalismo».

Andaban los militares enojados con el «pleito nacionalista» y erraron al elegir al obispo de Vitoria como culpable. La Junta de Defensa, por medio del arzobispo de Burgos, Manuel Alonso Castro, solicitó a Múgica que se trasladase a esa ciudad para estudiar «las medidas convenientes para reducir a los nacionalistas». La entrevista no pudo celebrarse y los militares lo juzgaron como una negativa de Múgica a colaborar. El general Fidel Dávila le manifestó al cardenal Gomá «la conveniencia de que el Sr. Obispo de Vitoria excuse momentáneamente su presencia en su diócesis (...) retirándose voluntariamente a cualquier sitio inmediato de la próxima frontera francesa» o, en caso contrario, la Junta tendría que «tomar por su cuenta una decisión que repugna a los sentimientos católicos de quienes la componen». Tras varias entrevistas y gestiones diplomáticas, Mateo Múgica abandonó Vitoria el 14 de octubre de 1936 y se instaló en Roma.32

Fue una disputa de altura sin demasiado eco entre la población. Lo extraordinario hubiera sido una salida de tono contra los militares, alguna protesta contra tanta violencia, aprovechar la oportunidad que se le ofrecía para poner un poco de sensatez entre tanta locura patriótica y religiosa. Mas no era Mateo Múgica el hombre apropiado para una empresa de ese calibre. Porque ya había dejado bien claro con quién estaba cuando le llegaron los rumores de que en Bilbao dudaban de que él y Olaechea hubieran escrito la instrucción pastoral. «A punta de pistola», llegaron a decir algunos que había firmado Múgica el documento. Pues no, aclaraba el obispo de Vitoria el 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen, no hagáis caso a «aquellos que impiden con esa clase de funestísimas artes que llegue a sus ovejas la voz auténtica y salvadora de su pastor». Lo que él quería es que todos los vascos apoyaran «decididamente» al «ejército español victorioso» y que los sacerdotes y religiosos a sus órdenes rezaran, organizaran cultos y recaudaran fondos «para cooperar por todos los medios viables al triunfo del ejército salvador de España».33

Dinero, «una limosna grande, la más grande que podáis», para el ejército sublevado ya había pedido dos semanas antes su «venerado hermano» de Pamplona, Marcelino Olaechea, porque «no es una guerra la que se está librando, es una cruzada, y la Iglesia (...) no puede menos que poner cuanto tiene en favor de sus cruzados». En todas las diócesis se abrieron suscripciones «en favor del Ejército salvador», respondiendo a la llamada de la Junta de Defensa Nacional de Burgos que había solicitado el 16 de agosto donativos en oro y metálico. En Pamplona, tres semanas después de que el obispo lo pidiera, la cantidad recogida por eclesiásticos e instituciones religiosas ascendía a 142.000 pesetas, toda una fortuna con el valor del dinero de entonces. El arzobispo de Valladolid, Remigio Gandásegui, que había podido salir de Guipúzcoa por mediación del Partido Nacionalista Vasco (PNV), quiso también agradecer su buena estrella y le envió al general Andrés Saliquet, miembro de la Junta y uno de los principales conspiradores en la primavera de 1936, un cheque de 5.000 pesetas. Una cantidad mayor, 32.000 libras esterlinas, le dio Gomá a Franco para el «ejército nacional» a finales de octubre, aunque el dinero, que llegaba desde Irlanda, había sido recogido inicialmente para restaurar las iglesias «devastadas».34

La cosa marchaba. Los obispos tomaban posiciones y recaudaban dinero para esa guerra «santa y justa» porque, tras la importante conquista de toda la provincia de Guipúzcoa a mediados de septiembre, creían que la victoria del «Ejército salvador» estaba cerca. Así se lo comunicaba el cardenal Gomá al general de los jesuitas P. W. Ledóchowski el 13 de septiembre: «Gracias al genio militar de Franco se salvó la crisis de los primeros días y, aunque no se puede cantar victoria, la balanza se inclina sensiblemente, hace ya algunas semanas, del lado del movimiento salvador». Las previsiones, que Gomá tomaba de «una altísima personalidad militar», eran muy esperanzadoras: «en quince días mejorará extraordinariamente la situación militar y para el próximo enero habrá acabado la guerra en grande».

La intervención de Pío XI ante los españoles «refugiados» en Roma el 14 de septiembre y el sentimiento de que la guerra podría finalizar pronto «en grande», es decir, con «libertad, favor y protección» para la Iglesia, dieron rienda suelta a las plumas de la jerarquía eclesiástica. Los obispos que ya se habían pronunciado insistieron en el tema. Y los que no lo habían hecho aprovecharon la oportunidad que les brindaba el primer discurso oficial del Papa sobre la guerra de España. Es como si se hubiera levantado la veda para afirmar y reafirmar, cada uno desde su palacio episcopal, que aquello era una «cruzada patriótica y religiosa».

Los últimos días de ese mes de septiembre de 1936 fueron además muy intensos en el bando rebelde. La toma de Toledo agrandó la leyenda del general Franco, quien ya había prometido un mes antes liberar al millar de guardias civiles y falangistas que, mandados por el coronel José Moscardó, se habían encerrado en el Alcázar en los primeros días de la sublevación, con bastantes mujeres y niños de conocidos militantes de izquierdas como rehenes. La famosa frase de Moscardó «sin novedad en el Alcázar», repetida ante Franco y numerosos periodistas dos días después de su liberación, fue adecuadamente propagada. Franco era el salvador de los héroes sitiados, el símbolo de un ejército dispuesto a ganar la guerra a cualquier precio.

El 1 de octubre fue nombrado jefe de Estado en una ceremonia en la que el general Miguel Cabanellas, en presencia de diplomáticos de Italia, Alemania y Portugal, le entregó el poder en nombre de la Junta de Defensa que presidía desde el 24 de julio y que fue disuelta para ser sustituida por una Junta Técnica del Estado encabezada por el general Fidel Dávila. Franco adoptó el título de «Caudillo», que le conectaba con los guerreros medievales. Guerrero siempre había sido. Santo lo era desde el día anterior cuando el obispo de Salamanca, Enrique Pla y Deniel, publicó su pastoral «Las dos ciudades», donde contraponía el heroísmo de los militares rebeldes al salvajismo de la República. Una cruzada es lo que era aquella guerra. Una cruzada bendecida desde el principio por la Iglesia y liderada a partir de ese momento por Franco.

La carta pastoral de Pla y Deniel puso orden doctrinal a todas esas tomas de posición y manifestaciones dispersas que sus «hermanos en Cristo» llevaban realizando desde hacía dos meses. Hizo una apología del derecho a la rebelión por causas «justas», lo justificó por el peligro comunista que amenazaba a la civilización cristiana, evocó las «dos ciudades» de San Agustín, la «celestial» y la «terrenal», para simbolizar con el más puro de los maniqueísmos la lucha que se estaba librando, y calificó de mártires a los que morían por la religión. Pero sobre todo acuñó aquellas frases repetidas por todos y que pasaron a la posteridad como el estereotipo doctrinal asumido por el episcopado español: «Reviste, sí, la forma de una guerra civil; pero, en realidad, es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden».

Por si las cosas no habían quedado suficientemente claras, el cardenal Isidro Gomá cerró el 23 de noviembre de 1936 desde Pamplona el primer ciclo de intervenciones de los obispos españoles con un documento breve dirigido fundamentalmente a corregir las «tergiversaciones» que sobre «el caso de España» difundían en el extranjero algunos grupos de españoles. Tras las tópicas referencias al sentido religioso, de cruzada, que habían impregnado desde el principio ese choque entre «dos espíritus», el cristiano y el del «materialismo marxista», el cardenal exhortaba a los «extranjeros», dirigentes y pueblos, a que aprendieran la «durísima lección» a que estaba siendo sometida España: «En las ruinas de España ved, más que la obra destructora de los cañones, la labor insensata de unos gobernantes que no supieron regir al pueblo español».

A Gomá, a Pla y Deniel y a todos los obispos que difundieron esa doctrina sobre la guerra «santa y justa» en los boletines eclesiásticos de sus diócesis, les gustaba de verdad el rumbo que había tomado España, con ese «viejo espíritu» rebelándose contra el «temperamento forastero». Y si la guerra respondía a ese «espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica», no hacían falta otras «fantasías» para explicarla. No era una «contienda de carácter político», repetían al unísono los prelados, ni nada «material» había en ella. «No creo que haya una docena de hombres que hayan tomado las armas para defender sus haciendas», le decía Gomá a José Antonio Aguirre, presidente del Gobierno de Euzkadi, en la «Carta abierta» que le dirigió el 10 de enero de 1937: «Negamos en redondo que ésta sea una guerra de clases». Y tampoco una guerra «contra el proletariado, corrompido, en parte por las predicaciones marxistas».35

No era una guerra contra el proletariado, pero a los trabajadores rurales y urbanos y a los desposeídos «corrompidos» los estaban liquidando a miles en esa «cruzada en pro de la religión católica». Y es que llegados a ese punto, a la batalla definitiva entre el «espíritu cristiano» y el «materialismo marxista», no quedaba más remedio que «recristianizar» por la fuerza, inservible por sí sola «la enseñanza del catecismo». La apelación al «sentido religioso y militar de la vida», al autoritarismo, al desprecio por los sistemas democráticos, acompañó ya para siempre el discurso sobre la cruzada.

Sacerdotes y religiosos, sobre todo jesuitas y dominicos, se alinearon sin ningún rubor con los aires autoritarios y fascistas que soplaban entonces en muchas partes de Europa. No había mejor resumen del fascismo, de aquella contrarrevolución forrada y tapada por la religión en España, que el que hacía el jesuita Constantino Bayle en su escrito «El espíritu de Falange Española ¿es católico?», publicado en Razón y Fe en 1937: «Si por fascistas se entienden a los que propugnan un Gobierno que dé al traste con la farsa del parlamentarismo y del sufragio universal; que ahogue los sindicatos y partidos de la revolución, cuevas de bandoleros; que abomine de la democracia al uso, disfraz de vividores y camisa de fuerza para el pueblo incauto; que descuaje la envenenada semilla judeo-masónica, entonces sí: el Alzamiento Nacional, el Gobierno de Franco, toda la España cristiana son fascistas».36

El ardor guerrero de esa legión de religiosos no tenía freno. Los padres superiores hablaban «con el corazón suelto», en expresión de Juan de Iturralde, incitando a otros a que actuaran igual, castigando y deportando a los pocos pusilánimes que no daban un paso al frente en esa empresa de limpieza y exterminio. Abnegación, disciplina, obediencia, sumisión a la jerarquía. Había que militarizarse, escribía el conocido jesuita Francisco Peiró. Pero una «militarización interior», que no se conformase con «ponerse la camisa azul y tomar parte en un desfile». Era una retórica cargada de patriotismo exaltado, de «Dios lo quiere y la Patria lo demanda», de fervoroso apoyo a una «nueva reconquista nacional que está tiñendo con arreboles de sangre la alborada de la España nueva». España, escribía el benedictino Federico Armas en Ecos de Valvanera, la revista del santuario riojano de ese nombre, «debe ser católica, entera, grande, libre; debe ser una en fe, una en geografía, una en historia, una en imperio».37

Daba gusto tanta unidad, tanta negación de la realidad para imponer el orden divino en aquella «guerra santa, la más santa que registra la historia», como decía el dominico Ignacio G. Menéndez-Reigada. La verdad es que sería agotador reproducir aquí los esfuerzos propagandísticos que derrocharon aquellos religiosos encerrados en sus santuarios. La retaguardia resultó un terreno especialmente apto para lucir la pluma, para mostrar ingenio e ira a raudales. Apologetas del patriotismo, de la religión y, a partir de octubre de 1936, del «Caudillo». El culto rendido al general Franco merece, por su alcance y consecuencias, algo más que un comentario.38

Franco y la divina providencia

Franco era «católico práctico de toda su vida». Todos los miembros de la Junta Técnica del Estado se distinguían por sus «creencias religiosas», eran «piadosos», pero «quien tiene mejores antecedentes en este punto es el Generalísimo». Así lo veía el cardenal Gomá cuando le habló de él por primera vez al secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pacelli, el 24 de octubre de 1936. Gomá no había mantenido todavía contacto personal con Franco pero ya percibía «que será un gran colaborador de la obra de la Iglesia desde el alto sitio que ocupa».

A este alto sitio le habían encaramado a Franco sus compañeros militares de rebelión el 1 de octubre. Gomá le envió un telegrama de felicitación por su elección de «Jefe de Gobierno del Estado Español» y Franco le contestó que, al asumir esa jefatura «con todas sus responsabilidades, no podía recibir mejor auxilio que la bendición de Vuestra Eminencia». Rece, le pedía Franco, ruegue a Dios en sus oraciones que «me ilumine y dé fuerzas bastantes para la ímproba tarea de crear una nueva España de cuyo feliz término es ya garantía la bondadosa colaboración que tan patrióticamente ofrece Vuestra Eminencia cuyo anillo pastoral beso».39

Sin tapujos ni rodeos. Franco cuidaba ya por esas fechas de pregonar su religiosidad, había captado, como la mayoría de sus compañeros de armas, lo importante que era meter la religión en sus declaraciones públicas y fundirse con el «pueblo» en solemnes actos religiosos. Una vez establecido como jefe de Estado, cuenta Paul Preston, sus propagandistas moldearon una imagen de «gran cruzado católico» y su religiosidad pública experimentó una notable transformación. Desde el 4 de octubre de 1936 hasta su muerte, el 20 de noviembre de 1975, Franco tuvo un capellán privado, el padre José María Bulart. Oía misa todos los días y, cuando podía, se juntaba por la tarde con su señora, doña Carmen Polo y Martínez Valdés, a rezar el rosario. En fin, que aquel hombre era un «cristiano ejemplar», un «bonísimo católico», decía Gomá, «que no concibe el Estado español fuera de sus líneas tradicionales de catolicismo en todos los órdenes».40

Obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner orden en la «ciudad terrenal» y Franco acabó creyendo que, efectivamente, tenía una relación especial con la divina providencia. Gomá se derretía en halagos cada vez que mencionaba su nombre y Pla y Deniel le cedió su palacio espiscopal en Salamanca para que lo utilizara como centro de operaciones, el «cuartel general», como se le conoció por toda la España cristiana. Allí, rodeado de la guardia mora, le rendían pleitesía los humanos. Porque él era como un rey de la edad de oro de la monarquía española, entrando y saliendo de las iglesias bajo palio. Franco necesitaba el apoyo y la bendición de la Iglesia católica. Para que lo reconocieran todos los católicos y gentes de orden del mundo, con el Papa a la cabeza. Para llevar a buen fin una guerra de exterminio y pasar como un santo. Caudillo y santo. Que estuviera tranquila la Iglesia, que él sabría pagar tanta gratitud. Ya se lo decía Gomá al cardenal Pacelli el 9 de noviembre de 1936, cuando Franco sólo llevaba un mes de jefe supremo: «He hablado largamente con el Jefe de Estado (...) Las impresiones son francamente favorables (...) Hay el propósito de respetar la libertad de la Iglesia, de fomentar los intereses de la religión católica, de invitar a la Santa Sede a un Concordato, de atender a las necesidades temporales de la Iglesia y de sus ministros, de defender la enseñanza y darle un sentido francamente cristiano en todos sus grados».41

Franco y Gomá, los obispos y Franco tan unidos y, sin embargo, en una parte de la prensa católica del mundo y en algunos círculos católicos europeos se dudaba de «la justicia» de la causa que los había hermanado. Sobre todo después de que la ofensiva del general Mola en el norte dejara como huella crueles y masivos bombardeos para romper la moral de la población civil y destruir las comunicaciones terrestres. Empezó la Legión Cóndor con Durango el 31 de marzo de 1937; 127 civiles resultaron muertos durante el bombardeo y otros tantos murieron como consecuencia de las heridas recibidas. Entre las víctimas se encontraban catorce monjas y dos sacerdotes, uno de los cuales, el padre Morilla, estaba celebrando misa.

Más cruel todavía, de auténtico terror de masas, fue el bombardeo de Gernika, el 26 de abril, organizado por el jefe de la Legión Cóndor, el coronel Wolfram von Richthofen, tras varias consultas con el entonces coronel Juan Vigón, jefe del Estado Mayor de Mola. Gernika era un símbolo de identidad vasca y Vigón y Mola lo sabían. Aquel lunes 26 de abril era día de mercado en Gernika. Entre habitantes, refugiados y campesinos que acudieron al mercado había en la antigua capital de los vascos unas diez mil personas. La ciudad no tenía defensas antiaéreas. Fue atacada a mitad de tarde durante tres horas por la Legión Cóndor y por la italiana Aviazione Legionaria bajo el mando del general Richthofen. El Gobierno de Euzkadi estimó que las víctimas mortales pasaban de las mil quinientas y que un millar de personas más habrían sido heridas en el bombardeo.

Los servicios de prensa y propaganda de Franco negaron al principio que hubiera ocurrido un bombardeo en Gernika. Cuando esa posición se hizo insostenible, atribuyeron la destrucción de Gernika a los propios vascos, un falso cuento mantenido durante toda la dictadura. Pero había testigos, entre ellos cuatro periodistas y el sacerdote vasco Alberto Onaindía. Dos días después del bombardeo, George Steer, corresponsal de The Times, publicó en su periódico y en The New York Times un relato de la matanza que daría la vuelta al mundo. Todos podían saber ya que Gernika había sido destruido por bombas explosivas e incendiarias. Lo que han dicho algunos historiadores después, salvo los franquistas, también está claro: la iniciativa salió del Estado Mayor de Mola y los alemanes la pusieron en marcha. Gracias a Pablo Picasso, además, Gernika se convirtió en el símbolo de las atrocidades de la guerra.42

Bombas explosivas sobre una indefensa población civil. La masacre parecía confirmar lo que unos pocos intelectuales católicos estaban ya difundiendo en el extranjero: que en la España cristiana de Franco se asesinaba sin piedad. Franco, preocupado por las repercusiones que esas informaciones pudieran tener en algunas cancillerías europeas, llamó personalmente al cardenal Isidro Gomá a una entrevista, que se celebró el 10 de mayo de 1937. Franco le pidió, según la versión del propio Gomá, que «el Episcopado español (...) publique un escrito que, dirigido al Episcopado de todo el mundo, con ru