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No se trataba de contar que la primera vez que vi a esa mujer, a Judy, me di cuenta de que sería importante en mi vida, no, pero está claro que atrajo la atención de todo el mundo en la sala. No era muy alta ni muy baja, desde luego no era una belleza de libro, lo que la caracterizaba sin duda era la mirada, unos ojos claros llenos del azul del cielo y de una determinación que no dejaban un ápice de duda en las palabras que transmitía con esa boca pequeña de labios finos. Se notaba que estaba por encima de muchas cosas, de las superficiales como la belleza estereotipada, pero no dejaba de ser coqueta a su manera, su figura era la de una mujer que se preocupaba por otras cosas antes que de comer y cuya actividad constante en mil quehaceres mantenían su metabolismo quemando todas esas calorías que en mi caso se acumulaban haciendo que las camisetas fueran cada vez más grandes y, sin embargo, me quedasen más pequeñas.

Me acerqué a saludarla como nos indicó Luis con un gesto rápido y una mirada insistente desde la lejanía antes de que se sentase a desayunar de manera frugal mientras exponía a nuestro profesor los numerosos planes que bullían en su cabeza para la presentación oficial tras el desayuno. Me fijé en su cabello, mezcla de canas y rubio, lo que acentuaba aún más si cabe el color de sus ojos claros y esa mirada determinada que se fijó en el colgante que yo llevaba al cuello mientras Luis le explicaba quiénes éramos Alberto y yo.

—Ambos han terminado recientemente el doctorado, Mikel sobre la ballena franca glacial, lo que nos vendrá muy bien por ser uno de los cetáceos que encontraremos en nuestro camino…

—Pero no el más importante —le interrumpió.

—Y Alberto recibió su doctorado por una tesis que trataba sobre la dispersión de las poblaciones de cachalotes…

—Que también es uno de los cetáceos que encontraremos en nuestro viaje y tampoco es de los importantes —volvió a interrumpir y me miró con intensidad antes de girar su cara hacia nuestro profesor—. Luis, sigo enfadada contigo porque no has traído a ninguna mujer como parte de tu equipo, lo sabes.

—Ninguna quería pasarse cinco meses en el Ártico. Estos muchachos accedieron y están muy bien cualificados, si no, no los habría propuesto.

—Eso espero. —Judy se volvió hacia nosotros y fijó su vista en mí—. Así que tú perteneces a ese pueblo de pescadores españoles que vinieron a Canadá a diezmar las poblaciones de nuestras queridas ballenas.

Como no era una pregunta, me quedé callado a la espera de la siguiente frase, pero Luis salió en mi ayuda.

—Eran sus antepasados. Mikel forma parte de las nuevas generaciones que se preocupan por el mar y quieren restaurar el equilibrio que se ha destruido.

—Mi abuelo era pescador, sí. —No pude contener mis palabras—. Y siempre me contaba aventuras de cuando venía aquí a Terranova a pescar a las grandes ballenas y yo soñaba con verlas. Por eso me propuse aprender y cuidar de ellas lo mejor posible.

—Una bonita idea. —Sus ojos claros no habían dejado de examinar el colgante de mi cuello—. Eso es una cola de narval, ¿verdad?

—Creo que sí. Perteneció a mi abuelo —dije alegre por la desviación de la conversación anterior para recuperar cierto respeto.

—Juraría que está hecho de diente de narval, ¿lo sabías?

El silencio se hizo por un momento entre nosotros cuatro, solo oíamos el trajín de la gente a nuestro alrededor llenando sus platos de rico desayuno y a mí se me quitaron las ganas de repetir la ración de beicon y huevos. Todo iba bien hasta hacía un instante. Luis y Alberto a mi lado contenían la respiración mientras pensaban rápidamente en cómo desviar la atención de mi metedura de pata, o al menos eso era lo que me decían sus miradas.

—Pues no lo sé, es una reliquia que me dejó mi abuelo y que tiene mucha importancia para mí por su gran valor sentimental.

—Si se descubre que está hecha de colmillo de narval, podrían multarte por traficar con restos de especies protegidas y desde luego tendrás problemas para sacarlo del país si no eres capaz de justificar que lo portabas en tu entrada.

Yo no sabía qué pensar ni qué hacer. Era un regalo de mi abuelo, de sus viajes, siempre había pensado que era de madera, porque pesaba poco y tenía un color amarillento, casi marrón, envejecido. Ni se me había ocurrido pensar que fuera el diente de una de las más bellas criaturas del Ártico. Mi cara era todo un poema y no sabía cómo excusarme.

—No lo sabía —conseguí articular a media voz.

—Ya, no lo pongo en duda. —Su tono no cambió mucho, ni su gesto tampoco—. Pero eso no es suficiente.

Después de arruinarme el desayuno, se dio la vuelta y se dirigió a por una taza de café. Luis la siguió para saludar al resto de los científicos de la expedición mientras Alberto, a mi lado, se volvió hacia mí.

—Empiezas bien, tío. —Como si yo no me hubiera dado cuenta—. Joder.

—A lo mejor no es el colmillo de un narval —me disculpé mientras sopesaba el colgante en su correa de cuero envejecido, era tan liviano que hasta deseé que fuera de plástico, reciclado al menos—. A lo mejor es madera, ya sabes que antes los marineros se pasaban los tiempos muertos tallando en sus viajes.

—A mí no me tienes que convencer, sino a ella.

Judy volvía a mirarnos desde su mesa con cara de determinación mientras Luis intentaba distraerla con su cháchara y nos hacía gestos para que nos perdiéramos de vista.

Alberto enfiló hacia el bufet para llenar el plato de nuevo y yo solo pude seguirlo y engullir lo que me sirvió sin dejar de pensar que no podía empezar el viaje de peor manera.

—Más te vale que comas, en los barcos la comida es una mierda y, después de tantos meses, el menú va a ser siempre lo mismo. —Alberto engulló un trozo de sabroso beicon crujiente antes de sentarse, lo que atrajo las miradas de las chicas que a nuestro lado pasaban de largo dirigiéndose a las grandes bandejas de fruta pelada y colorida—. Mira qué de tías buenas, va a ser un viaje fantástico, ya verás.

—Si de verdad la comida en el barco es un asco, no nos vendrá mal, así perderemos algo de peso.

—Habla por ti, campeón, yo estoy estupendo.

La verdad es que él estaba igual que yo, nuestro peso se escribía con tres cifras. De hecho, eso ocurría desde que empecé el instituto. Allí en el pueblo el exceso de peso no me había ayudado a conseguir una integración perfecta en el ambiente escolar, desde el colegio había sido un bicho raro con sobrepeso, pero al menos en la facultad de Ciencias del Mar sirvió para abrirme las puertas del equipo de rugby, donde el gran tamaño era un punto a favor. Allí conocí a Alberto y enseguida nos conocieron como los «goditos enormes», lo que implicó primero una aclaración del término «godito», que no gordito, que es como se refieren a los peninsulares allí en las islas.

El caso es que estudiábamos lo mismo y jugábamos al rugby, así que nos pasábamos los días juntos. Éramos colegas, aunque a veces me parecía un tanto bocazas, pero como no había mucha más gente con la que compartir aquellos meses alejado de casa, nos hicimos suficientemente amigos. Las perspectivas laborales al acabar la carrera no eran muy buenas, así que le propuse seguir estudiando, esta vez Ingeniería Ambiental. En mi caso, cualquier excusa era buena para no regresar al pueblo y Alberto accedió sin muchos problemas, teníamos que ocupar nuestro tiempo en algo que evitase que nuestros padres nos encontrasen deambulando por casa sin trabajo y sin nada que hacer.

Así que estudiamos una segunda carrera. Cuando terminamos esta, nos pusimos con la tesis doctoral de la primera, y cuando ya no sabíamos qué más hacer, Luis, el profesor encargado de nuestra tesis, nos propuso la expedición que estábamos a punto de iniciar y que yo acababa de cargarme antes de cumplir las primeras veinticuatro horas. Todo un récord.

Alberto siguió a las chicas hasta su mesa y se sentó sin hablar mucho, pero atento a la conversación. Yo acabé con la comida de mi plato y saqué un paquete de botones de chocolate. Abrí la pequeña bolsita de colores chillones, solo había traído una al desayuno, porque tendría que administrarlas con cuidado para no quedarme sin ellas, lo cual sería una tragedia que me había ocurrido en no pocas ocasiones y que me obligaba a salir corriendo de casa, a la hora que fuese, en busca de un lugar donde encontrar esas píldoras de chocolate que calmaban mis nervios. El caso es que no podía malgastarlas, porque dudaba mucho, por decirlo de manera suave, de que en mitad del Ártico hubiese una tienda abierta donde poder comprarlas.

Pues eso, abrí el paquete y esparcí las pequeñas chocolatinas. Separé los montones de los distintos colores y empecé a dibujar lo que se me iba ocurriendo. En este paquete había un montón de botones marrones, lo que era un mal augurio, además de un color horroroso, así que no me quedaron muchas opciones; pero aun así conseguí dibujar un barco muy básico sobre un fino mar y un paisaje con los botones de los demás colores, que bien podrían representar gente mirando el barco, algún tipo de construcción o edificios. Lo que me llevó a soñar sobre cuándo nos toparíamos con los habitantes del Ártico, los inuit. Eso animó mi oscura mañana y levanté la cara para comprobar que un par de chicas, japonesas por sus facciones, me observaban intrigadas por mi pasatiempo. No me quedaba más remedio que empezar a borrar mi obra pictórica, de abajo arriba, como si la curvatura de la Tierra y su efecto en el mar hiciesen que el barco desapareciera de mi horizonte, y me la comí antes de que atrajese más miradas de las que necesitaba para incrementar la sensación de bicho raro en esa primera mañana.

Luis se levantó de la mesa y fue recorriendo cada uno de los grupos que terminaban sus desayunos o jugaban ansiosos con los restos que quedaban en sus platos a la espera del siguiente acto de la mañana. En mi caso no quedaban restos con los que jugar, porque, aunque estaba nervioso, me lo había comido todo, incluidas las chocolatinas; así que me entretenía intentando comprender las conversaciones de mi alrededor para lanzarme a hablar en inglés con alguna contribución interesante al respecto, pero de momento eso no ocurría. Alberto se mantenía como yo, en un tenso silencio esperando meter baza en alguna de las conversaciones femeninas. En su caso, para hacerse el interesante.

Luis se acercó a nuestra mesa para comprobar que todos habíamos terminado y nos animó a levantarnos y a seguir a los miembros del equipo, que ahora se alejaban en dirección a una pequeña sala de reuniones en la misma planta.

Is everything ok? —Luis nos miró esperando que le respondiésemos en inglés para arrancar de una vez—. Mikel, tranquilo por lo de antes, tendrás tiempo para demostrarle que eres un buen chico y que tus intenciones son también buenas. Ahora moved el culo y quiero que os sentéis en la primera fila para que vean lo comprometidos que estáis con esta expedición. Vamos.

Después de semejante discurso, no quedaba mucho que decir y nos dirigimos en silencio a la sala en cuestión. Nos sentamos en primera fila y yo sentí cómo Judy no me quitaba ojo mientras paseaba la mirada por el resto de los recién llegados y luego volvía a mirarme con intensidad. Juro que era capaz de sentir el peso de su mirada en la nuca. Es que para evitarla, me volví hacia atrás en busca de Luis para saber si necesitaba mi ayuda o que saliese a la calle en busca de una mosca para algún experimento, cualquier excusa sería buena para largarme de allí en esos momentos.

Pero no hubo suerte y la reunión comenzó.

Lo primero fue la presentación de Judy como la jefa de la expedición y de su extenso currículo universitario y laboral, que le había supuesto encabezar las listas para ponerse al mando de uno de los equipos que aprovecharía la reciente moratoria internacional de pesca en el Ártico. Durante dieciséis años, prorrogables otros cinco si ninguno de los países adheridos ponía pegas, no podría explotarse de manera comercial la pesca en los 2,8 millones de kilómetros cuadrados que suponían la zona definida en el mapa que aparecía en la pantalla gigante tras ella, el Ártico. A continuación, presentó a su segundo de a bordo, Luis, que enumeró su extenso currículo en un exquisito inglés que supuso mi más sentida envidia. Siguió una ronda por las otras diecinueve personas de la sala, que anunciaron su nombre y su campo de trabajo. La lista de nombres se hacía cada vez más larga e imposible de aprender al escucharla una sola vez, pero para eso teníamos frente a nuestros asientos una copia de la memoria del documento que exponía los entresijos de la expedición. En total éramos un equipo científico de veintiuna personas: una jefa de expedición, el segundo y luego una lista de hombres y mujeres de distintas nacionalidades que se ocupaban de campos tan diversos como la biología marina, en cuyo equipo estábamos Alberto y yo; meteorólogos, pilotos de drones, médico de a bordo y telecomunicaciones.

Todos observamos a nuestros nuevos compañeros con detenimiento durante un instante, intentando reconocer algún rasgo que permitiera adivinar quién sería un nuevo amigo y a quién habría que evitar. De momento todo eran sonrisas y saludos con la cabeza a la espera del siguiente punto de la reunión.

El discurso se volvió duro mientras Judy retomaba la palabra para explicar la situación actual del Ártico y la necesidad de mantener libre de pesca las zonas de alimentación de los cetáceos, de los grandes y de los pequeños. Además, la combinación de este descenso de la pesca en la zona con la retracción de la capa de hielo estaba llevando más al norte a las poblaciones de belugas, narvales y ballenas de Groenlandia para esconderse en los cada vez menos extensos hielos eternos y en la banquisa para evitar a sus naturales depredadores, las ballenas orcas que estaban siendo avistadas cada vez más al norte, acosando a las poblaciones de estos tranquilos cetáceos. Este punto era el determinante de la formación de nuestra expedición: los cambios de hábitos geográficos en las poblaciones de orcas que atacaban cada vez más al norte. Se estaban preparando más expediciones, de hecho podríamos encontrarnos en algún momento a las que subirían de las cálidas aguas de Florida, así como las que ascendían rumbo al paso de las Islas Aleutianas, procedentes de la costa oeste de Canadá y de la Baja California con barcos repletos de científicos que estaban locos por llegar los primeros a todos los rincones para recabar datos de primera mano. La carrera había empezado y, debido a nuestra posición geográfica, teníamos una ventaja que debíamos aprovechar.

Me llamó inmediatamente la atención el uso del nombre orca y no killer whale, como sabía que se llamaba en inglés. Más tarde se lo preguntaría a Luis, que me explicó las numerosas teorías al respecto, como que fuera una traducción errónea de asesina de ballenas, ya que come otras ballenas, y al traducir al inglés se le dio la vuelta gramaticalmente; también existía otra posibilidad que hacía hincapié en su relación con el mundo de los muertos, según la mitología.

—Sea como fuere, a nivel científico se utiliza cada vez más el término de orca porque no tiene connotaciones negativas. —Terminó con su explicación para poder seguir hablando.

Judy retomó la charla con un mapa en la pantalla que describía el viaje que realizaríamos a bordo del barco asignado a nuestra expedición, el OTN (Own True North). El plan era aprovechar lo temprano del año, estábamos en mayo y era imposible subir muy al norte todavía, así que circunnavegaríamos la isla de Terranova por el este, para bajar por el corredor de los icebergs por el oeste, de manera que comprobaríamos el estado de la banquisa por si se veían grandes bloques de hielo flotando a la deriva en dirección sur. Bajaríamos hasta la bahía de St. Lawrence para estudiar las poblaciones locales y etiquetar las que no estuviesen ya incluidas en las guías oficiales de cetáceos canadienses, que comprobaríamos en nuestro camino al norte más adelante en la expedición. Nos serviría para tomar contacto con el verdadero trabajo que empezaría a continuación, tras una rápida visita de avituallamiento de nuevo en St. John’s para encaminarnos dirección norte, esta vez para continuar por la costa de Labrador y enfilar a la Bahía de Hudson, continuar más al norte por el Paso del Noroeste hasta la estación científica de Eureka, en la isla de Ellesmere, y después seguir la travesía, dependiendo de las condiciones de la banquisa y de las polinias que pudiésemos encontrar, hasta llegar al punto más al norte de nuestra expedición, la base militar canadiense de Alert. Después regresaríamos al puerto de origen, con la misión cumplida a finales de septiembre.

Luis tomó la palabra para describir las poblaciones de cetáceos más características que encontraríamos en nuestro viaje y entonces me tocó hablar a mí, cuando me presentó como experto en la ballena franca glacial, la que yo había conocido desde pequeño como la ballena de los vascos.

La vergüenza que sentía por hablar ante tanta gente desconocida, y más en inglés, desapareció tan pronto como me concentré en lo que tenía que contar sobre el animal más curioso y precioso de este planeta. Esa ballena había formado parte de mis sueños desde que era pequeño y no podía aguantar las ganas de ver una de verdad, surcando las aguas del mar. Por fin.

Intenté concentrar mi atención en la cara de alguno de los numerosos hombres que formaban la expedición para distraer mis nervios, los había guapos y de ojos claros, pero eso ahora no era lo importante, necesitaba centrarme en lo que tenía que exponer.

Les conté con todo detalle lo que sabía de la ballena en cuestión y de sus primas de la familia de las ballenas francas, la austral que evidentemente no veríamos en este viaje por habitar solo en la zona sur del planeta, y la ballena de Groenlandia, que moraba la zona más al norte del Ártico siguiendo el avance y retroceso estacional de los hielos árticos, que sí seríamos capaces de avistar en nuestro viaje. Enlacé la característica de no presentar aleta dorsal con el hecho de que tanto la beluga como el narval tampoco la poseían; y eso era debido a que buscaban la protección bajo los hielos para huir de su depredador, la ballena orca.

Cuando llegué a ese punto, Luis me indicó con un breve gesto que ya era suficiente y yo me senté exhausto y orgulloso. Juraría que distinguí una mirada de aprobación en los ojos claros y firmes que me observaban junto al profesor, pero solo debió de ser la imaginación jugándome una mala pasada, porque cuando la busqué de nuevo para confirmar la idea, solo me encontré con una mirada escrutadora y fría como el hielo que no daba pie a pensar en ninguna introspección positiva. Ella se levantó y tomó la palabra para concluir la charla.

—Han de recordar que se trata de una expedición científica para hallar respuestas y tal vez más preguntas, para recabar datos y observar la naturaleza en su estado normal, salvaje o como quieran decirlo. Verán cosas que desearían no haber visto, la naturaleza es tildada de cruel por algunas personas cuando ven cómo la vida se abre paso a toda costa, cómo el fuerte se come al débil sin ningún tipo de reparo, pero así es la vida y eso será lo que nos encontraremos, no lo olviden. Que nadie piense que se va de vacaciones al Ártico en un crucero, vamos a trabajar todos los días, bueno, más bien serán seis días a la semana y los domingos se dispondrá un retén por turnos para mantener un equipo básico. No habrá tiempo ni espacio para quien no esté comprometido con la causa de esta expedición, ni con quien sea débil de espíritu, y desde luego ya no hay tiempo de echarse atrás, cada una de las personas que componemos este equipo tenemos asignado un lugar en la dotación del barco, así que no queda mucho más que decir. —Su gesto se suavizó por un momento—. Excepto, si me permiten, que suban corriendo a sus habitaciones y disfruten de una ducha muy larga, porque tardarán unos cinco meses en volver a encontrarse en semejante situación de disfrute personal.

A continuación se despidió en inglés, francés, japonés y español, y todos nos levantamos llenos de energía para volver a nuestras habitaciones en busca del equipaje y de esa ducha de despedida.

—El autobús que nos llevará hasta el barco saldrá de la recepción del hotel en dos horas. —Luis tuvo que gritar para hacerse oír entre el caos de ruidos y voces, pero esa señal bastó para que todos nos lanzásemos a la puerta de salida como si fuera una carrera.

Alberto y yo esperamos a que Luis se acercara, pero después de comprobar que se quedaba hablando con Judy y sin intenciones de venir hacia nosotros, subimos a la habitación.

Después de la larga ducha de antes del desayuno, no le encontraba sentido a meterme bajo el agua otra vez, así que me dediqué a observar la niebla de advección que cubría la bahía y no me dejaba contemplar la ciudad antes de despedirnos de ella.

Coloqué de nuevo todo el equipaje dentro de la maleta y mientras lo hacía, comparé la falta de color en mi maleta con respecto a la de Alberto, no ya la falta de marcas reconocidas y de valor inasequible para mi bolsillo, sino la insistencia desde hacía tanto tiempo que no era capaz de recordarlo de vestir de todos los tonos grises y de negro para intentar disimular mis curvas.

—Con un poco de suerte, perderé peso en este viaje y volveré delgado —dije en voz alta sin pensar.

—Ni lo sueñes —me asustó la voz de Alberto, a quien yo creía en el baño—, una cosa es que perdamos peso y otra que nos quedemos delgados, a no ser que nos perdamos en el hielo y tengamos que volver desde el jodido Polo Norte empujando un trineo.

De momento hicimos el equipaje y nos sentamos a ver la televisión mientras yo dibujaba algo con otro paquete de las chocolatinas, lo que suponía exceder el presupuesto del día, pero podría recuperarlo mañana, porque estaría tan ocupado que no tendría tiempo para comer ni una sola.

A la hora convenida, bajamos a la recepción, donde el resto de la tripulación científica esperaba para abandonar el hotel. Antes de perder la conexión gratuita de wifi, le mandé un mensaje a la ama para decirle que por fin nos dirigíamos al barco.