CAPÍTULO

DOS

Las cosas le iban muy bien al comerciante koorivar Sheb Valaad. Muy pero que muy bien, de hecho. Había llegado al centro de negocios de Otor, el lugar donde había que estar si uno trataba con ciertas mercancías, un año estándar antes de que estallase la guerra. Mientras los demás estaban ocupados escogiendo bando, Sheb se había convertido en un «poderoso aliado» para ambos. A todo el mundo le gustaban las baratijas: joyas, cuadros, estatuas, sofisticadas pipas hookah hechas de exóticos materiales y tachonadas de gemas de mundos lejanos. Y si resultaba que los orfebres de semejantes exquisiteces habían sufrido desagradables destinos… bueno, eso no hacía más que convertir aquello que habían creado en algo aún más valioso. Muchas veces Sheb esperaba a que se cumplieran aquellos desagradables destinos y aprovechaba para beneficiarse de ello. Y otras tomaba una participación más… directa.

Oh, pero no por sí mismo, no, no. Sus manos estaban hechas para contar créditos y acariciar objetos valiosos. Había muchos otros deseosos de aceptar sus créditos para hacer el sucio trabajo de incrementar el valor de ciertos objetos.

Se recostó en su butaca y le dio una calada a su hookah, extendiendo una mano para hurgar distraídamente en las tallas ornamentales del cuerno que sobresalía de su cráneo.

«Un cuerno koorivar es el orgullo de un koorivar», le había dicho su padre. Le mostraba al mundo todo lo que necesitaba saber sobre el individuo que lo portaba. El cuerno de Sheb era grande, retorcido y profusamente decorado. Grandes, y difuntos, artesanos habían tallado su obra en él, y las joyas capturaban la pálida luz de la ahumada trastienda de su «comercio».

Se permitió a sí mismo una de las delicadas pastas que eran la especialidad de su chef privado, y después le hizo un gesto a su droide de protocolo azul plateado que esperaba en pie junto a la puerta. Alguien más permanecía en posición de firmes, el siempre fiable Thurg, un corpulento gamorreano.

—Haz entrar a nuestro invitado, Azul —dijo Sheb.

—Por supuesto, mi más que glorioso amo.

Sheb había pagado por una versión personalizada de aquella unidad de protocolo. Azul venía equipado con dos programas especializados: «Adulto-8» y «B-Pequeño». El primero calmaba a Sheb, y el último había demostrado ser increíblemente entretenido.

Azul atravesó la puerta con cortina para ir a la sala de espera que había al otro lado mientras Thurg, que parecía ligeramente aburrido, se hurgaba sus grandes dientes amarillos. Sheb esperaba que Azul lo pillara haciéndolo. La regañina que el droide podría darle a Thurg sería un auténtico deleite. Aunque seguramente Azul agradecería que el gamorreano solo se estuviese hurgando los dientes, y no sus narices porcinas.

—¿Amo Tal? —dijo el droide con su precisa y metálica voz—. El muy honorable, respetable y extremadamente justo mercader de artefactos valiosos de alta gama, Sheb Valaad, ha accedido graciosamente a aceptar su petición de una audiencia.

—Alto ahí —soltó la alegre voz de Tal. Sheb tomó otra pastita, sonriendo, y sirvió té para su cliente. A lo largo de los dos últimos meses Tal se había convertido en un cliente habitual, y Sheb se preguntaba qué guardaba aquel día la labia de Tal para el pobre Azul—. Veo que estás en modo sobrecarga verbal, Azul. Y ya te he dicho que no me llames amo.

—Me temo que el programa de hoy no me permitirá soslayar la designación, amo Tal —el droide atravesó la cortina y la sostuvo educadamente a un lado para que Tal pudiera entrar con facilidad.

Tal Khar era un espécimen kiffar alto y bien musculado que se movía con una gracia sencilla. Como siempre, sus ojos brillaban con buen humor sobre el estrecho tatuaje amarillo que recorría todo el ancho de su cara. Thurg le bloqueó el camino con un gruñido y se mantuvo a la espera.

Tal puso los ojos en blanco.

—Sheb, retira a tu bantha. Nunca he traído un arma.

El gamorreano dudó, mirando a su amo, confuso.

—Thurg, ya conoces las reglas.

Tal sonrió a Thurg.

—Adelante, pero ya sabes que no llevo arma alguna.

—Sé que tú no llevas armas —dijo Thurg en un básico gutural, cacheando a Tal de arriba abajo para después retirarse—. Está desarmado.

—Ahora puede acceder a la radiante presencia de mi magnífico amo —anunció Azul, trazando un arco con su brazo con gran consideración.

—Eh, Azul —dijo Tal—, ¿cuántos sinónimos hay para tu nombre?

—En básico hay…

Tal sacudió una mano.

—No, no, en todas tus lenguas. ¿Puedes decirme cuántos son?

Un sonido ligeramente ahogado surgió del droide, que se encogió visiblemente. Y a continuación:

—Azul: mis bancos de datos registran cuarenta billones once millones setecientos cuarenta y dos mil novecientos ochenta y tres sinónimos aceptados para el color azul. Empezando por básico, son, en orden alfabético, ao, aguamarina, celeste…

—No tienes que obedecer esa orden, Azul —dijo Sheb.

—Oh, gracias, mi muy maravilloso amo, me siento sumamente agradecido.

Sheb señaló el plato de pastelitos.

—Tal, Tal —repitió con un suspiro—. ¿Estás tratando de cortocircuitar a mi droide?

—Puede… —contestó Tal con la boca llena.

—Bueno, si alguna vez lo consigues, espero ser compensado por las reparaciones —dijo el mercader—. Ahora límpiate las manos, tengo algo realmente especial para ti.

Tal accedió con el entusiasmo de un niño esperando un regalo, mirando expectante a Sheb. Sheb agitó una mano para llamar a una de sus ayudantes. La twi’lek hembra le acercó una bandeja, en la que había algo cubierto con un retazo de tela. Con una floritura, Sheb descubrió su último tesoro.

Tal ahogó una exclamación de satisfacción que no sorprendió a Sheb en absoluto. El objeto en la bandeja era milenario, pero parecía como si hubiese abandonado el estudio del artista apenas unos momentos antes. Era la pequeña estatuilla de una criatura acuática, cuya especie había sido ya olvidada, y que una vez había retozado, —presumiblemente había retozado, si es que la juguetona pose de la estatua captada por la talla en la piedra era cierta—, en los océanos de un mundo que había quedado igualmente olvidado en el tiempo. Pequeñas gemas le servían de ojos, y su cola se curvaba bajo su cuerpo de cuatro aletas para fundirse con una base que parecía la cresta de una ola.

Tal alargó una mano, luego detuvo el gesto y alzó las cejas, interrogante. Sintiéndose como una deidad benevolente, Sheb asintió dando su permiso para que tomara el precioso objeto. Tal lo hizo, con gran cuidado.

—¿Jefe? Este gusano dice necesita verle —Thurg se abrió paso a través de la cortina. Sus grandes manos estaban clavadas en los brazos peludos de un mahran que ni siquiera intentaba forcejear. Miró alrededor con apreciación.

—Muy, muy bonito —dijo. Su mirada recayó en Tal.

Tal lo miró fijamente durante un momento y después lanzó un suspiro.

—Desh. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a buscarte.

—Bueno, pues estoy ocupado.

Aún retenido por el descomunal gamorreano, el mahran, quien aparentemente conocía a Tal y cuyo nombre era, también aparentemente, Desh, consiguió encogerse de hombros.

—Lo siento.

—¿Qué…? —Sheb luchó con las palabras, tratando de encontrarle sentido a aquella absurda situación—. Tal, ¿conoces a este… este…?

—Sí, desde hace mucho tiempo. Y se supone que no tendría que estar aquí. Bueno, supongo que lo hecho, hecho está. —Sacudiendo sus largas rastas negras, Tal dejó la figurita suavemente sobre la mesa y la deslizó un poco para alejarla de él. Se levantó —. Una pena. Me gustaban las pastitas.

Extendió una mano en dirección a Sheb, y después la alzó de golpe. El mercader dejó escapar un grito de asombro cuando se encontró pataleando en el aire. En ese mismo instante el mahran se retorció y alzó los brazos, rompiendo el agarre de Thurg como si no fuera nada; después agarró al gamorreano del brazo y lo lanzó por los aires.

—Oh, vaya —chirrió Azul, aterrado, dirigiéndose hacia la puerta con los brazos en alto—. ¡Ayuda! ¡Ayuda…!

Cuatro guardaespaldas armados entraron en tromba. El rodiano, con sus grandes ojos negros fijos en Tal, se estrelló contra el desafortunado droide. Azul cayó repiqueteando en un rincón y el rodiano comenzó a disparar contra los intrusos.

—¡No, blásters no! —gritó Sheb, pensando en los objetos irremplazables expuestos en la habitación, pero ellos le ignoraron. El fuego láser rojo aulló al cruzar la habitación y Sheb, aún pataleando en el aire, gritó con él, primero por el dolor de ver su hermosa mercancía destruida, y después cuando una descarga atravesó sus ondeantes ropajes, peligrosamente cerca de su torso.

Había otros dos haces de luz brillando en la habitación, de aproximadamente un metro de largo, uno verde, el otro azul, que Tal y el intruso movían como espadas. ¡Espadas de luz! Aquello significaba que…

Tal mantenía una mano extendida, reteniendo a Sheb en alto, y con la otra repelía las descargas rojas casi con distraída facilidad. ¿Estaba… canturreando?

—¡Aaah! —gritó el kooriva cuando un disparo le alcanzó en el muslo.

Tal hizo una mueca de dolor.

—Lo siento —dijo, sonriendo desvergonzadamente a Sheb mientras ejecutaba una pirueta hacia atrás que acabó con una brusca y perfectamente dirigida patada contra el vientre de uno de los guardaespaldas. El gamorreano se tambaleó y por fin se derrumbó cuando Tal estrelló la empuñadura de su espada contra su sien.

—Aún no había acabado —dijo Tal, dirigiendo su atención hacia Desh.

El más pequeño y delgado de los Jedi, porque Sheb dedujo que ambos debían serlo, estaba ahora sobre la mesa. Extendió una mano de cuatro dedos y alzó al rodiano por los aires. Durante un enajenado segundo, él y su jefe quedaron flotando cara a cara, el morro tubular del rodiano onduló en protesta y, entonces, el guardaespaldas de piel verdosa acabó estrellándose contra la pared.

—Bueno, no culpes al mensajero —contestó el mahran. Ni siquiera jadeaba por el esfuerzo—. Me dijeron que tenías que ser reasignado.

—Dos semanas más y habría acabado con la operación —masculló Tal. Él también hablaba como si estuviesen teniendo aquella conversación en su propia casa, compartiendo un par de bebidas —. ¿Es que el Consejo no podía esperar ni eso?

—Parece que no —Desh saltó con una pirueta de la mesa al suelo, agarrando dos sillas en el proceso y lanzándoselas al aracnoide aqualish de cuatro ojos que estaba disparando de forma regular, aunque sin éxito, contra Tal. Los muebles golpearon directamente al guardaespaldas, que se derrumbó en el suelo, los brazos enredados con el respaldo de la silla y las piernas retorcidas en ángulos de aspecto doloroso. El bláster se le escapó de las manos.

El mahran lo atrapó sin esfuerzo. Silbó al examinarlo.

—Precioso.

—Oh, no, de eso nada, Azul —intervino Tal. El droide de protocolo se había abalanzado sobre uno de los guardaespaldas caídos y ahora tenía un comunicador en la mano. Aún con una palma vuelta hacia Sheb, el Jedi saltó hacia el droide y le cortó la mano a la altura de la muñeca. El droide lanzó un gritito agudo—. Oh, venga, eso puede arreglarse —le dijo Tal—. No seas tan bebé.

—Entonces, ¿he arruinado toda la misión? —preguntó Desh. Tocó con el pulgar su espada de luz y la hoja se desactivó con un siseo metalizado.

—No toda la misión. Solo la realmente satisfactoria parte del cierre —milagrosamente, la estatua de la criatura oceánica seguía intacta. Tal la recogió, sonriendo—. Pero con esto bastará. Obtuve un montón de información útil de un montón de formas desagradables gracias a esto.

—Esa cosa de tocar y sentir que haces con los objetos sí que resulta útil.

—Se llama psicometría, muchísimas gracias.

Al escucharlo, Sheb comprendió por qué Tal, aunque obviamente aquel no era su auténtico nombre, siempre había insistido tanto en tocarlo todo antes de comprar. Ahora que pensaba en ello, tampoco es que hubiese comprado gran cosa, pero sí que había tocado y tocado… Sheb lloriqueó.

—Lo sabes todo —dijo con voz tensa.

—Bueno, no todo —replicó Tal, que no era Tal—. Por ejemplo, no conozco todos los sinónimos de azul. ¿Qué me dices de eso, Azul?

—Oh, cielos —chirrió el droide.

—Y en cuanto a ti, Sheb, ha sido un auténtico placer hacer negocios contigo. Puede que esto duela un poco, pero estoy seguro de que los Jedi que llegarán aquí en cualquier momento se ocuparán de ti.

Tal alzó la mano. Y mientras el abatido droide de protocolo comenzaba a recitar la lista de los billones de sinónimos para su nombre, Sheb casi consideró una bendición la inconsciencia que estaba a punto de reclamarlo cuando Tal, con un gesto de disculpa, echó atrás la mano para enviar al jefe del mercado negro contra la pared.