I

EL VIEJO BUCANERO

Lo que voy a contar sucedió hace tiempo, cuando mi padre aún estaba al frente de la posada del almirante Benbow, pero me acuerdo como si hubiera ocurrido ayer.

El viejo bucanero llegó a nuestra puerta con su baúl de marino cargado en una carretilla. Era un hombre grande y fuerte, con la piel tostada, del color de la nuez; una coleta oscura caía sobre la espalda de su mugrienta casaca azul. Tenía las manos encallecidas, las uñas negras y rotas, y un tajo de sable de un blanco turbio le cruzaba la mejilla. Recuerdo que se volvió hacia la ensenada, silbando sin hacer apenas ruido. Después entonó aquella vieja canción marinera que tantas veces volvería a oírle cantar:

Quince hombres van sobre el cofre del muerto, yu-ju-jú, y una botella de ron.

A continuación, llamó con un par de golpes de su bastón a la puerta de la posada y, cuando mi padre fue a atenderlo, le dijo:

—Buen sitio para una posada. ¿Muchos clientes, patrón?

—Pocos, por desgracia —le respondió mi padre.

—Entonces me va bien —dijo el viejo lobo de mar—. Me quedaré por un tiempo. Podéis llamarme capitán. Ahí tenéis.

Y nos soltó cuatro monedas de oro, ante el asombro de mi padre.

Era un hombre silencioso, que se pasaba el día paseando por la ensenada y mirando el mar y, las noches bebiendo solo. Siempre que un marinero se hospedaba en la posada, lo miraba con prevención. Una vez me llamó aparte y me prometió una moneda de plata al mes a cambio de vigilar por si venía un marinero con una sola pierna y avisarlo tan pronto como lo viese. Yo estaba muy atento, para ganarme mi moneda. Tanto que empecé a ver en sueños a aquel personaje que se me figuraba terrorífico, pues ya debía de serlo para que el capitán anduviera tan preocupado por si venía.

El viejo bucanero, cuando se emborrachaba por las noches, resultaba muy antipático, y asustaba a todos con sus gritos y sus historias de piratas. Pero también provocaba una curiosidad irresistible en cuantos lo escuchábamos, con sus recuerdos de ahorcados y tempestades en mitad del Caribe; o cuando hablaba de los tipos malvados que decía haber conocido en la lejana isla de Tortuga.

Aquel hombre se quedó en la posada durante meses, sin darle a mi padre más dinero que las cuatro monedas de oro del primer día. Era un cliente ruinoso, y cada vez más conflictivo, hasta que una noche, estando mi padre muy enfermo, tuvo un enfrentamiento con el doctor Livesey, que había venido a visitarlo. El bucanero amenazó al doctor con una navaja, pero este, en lugar de asustarse, le plantó cara y le dijo que se anduviera con cuidado si no quería que lo echara del pueblo o lo hiciera ahorcar. Desde entonces el capitán se mostró más prudente, aunque seguía sin pagar lo que debía.

Una fría mañana de invierno se presentó en la posada un hombre al que yo nunca había visto antes. Su cara era blanquecina y un poco fofa, le faltaban dos dedos de la mano izquierda y llevaba un sable. Me pidió un vaso de ron y, cuando se lo serví, me preguntó:

—¿Se suele sentar a esta mesa mi amigo Bill?

Le respondí que no conocía a ningún Bill, y que quien se sentaba allí era un huésped al que llamábamos capitán.

—Bueno, a Bill le gusta que lo llamen así —bromeó—. Tiene una cicatriz en la mejilla, ¿no? ¿Sabes por dónde anda?

Le dije que había salido a dar un paseo, y el hombre del sable asintió y propuso que lo esperáramos. Me escamó que para ello me arrastrara a un lugar que no se veía desde la puerta.

Al fin llegó el capitán, y el forastero lo abordó por sorpresa:

—Bill —dijo, tragando saliva.

Nuestro huésped se volvió y lo reconoció:

—¡Perro Negro!

—Dile al chico que nos traiga ron. Tenemos que hablar.

Obedecí y los dejé solos. Al principio no se los oía, pero poco a poco fueron subiendo la voz hasta romper a gritar. Instantes después, Perro Negro salía corriendo de la posada y el capitán tras él, blandiendo su sable. Sin embargo, cuando volvió, el capitán venía pálido y desencajado, como si algo grave lo amenazara.

—Tengo que irme de aquí —murmuró.

Y entonces se desplomó y quedó, tan largo como era, tendido en el suelo. Hicimos venir al doctor, que nos dijo que aquel hombre estaba muy enfermo y que si seguía bebiendo moriría. El viejo marino tuvo que guardar cama, pero no paraba de pedir ron, contra las órdenes del doctor. Al final, le di un vaso. Me contó que corría un gran peligro y que la visita de aquel Perro Negro solo era un aviso. La antigua tripulación del famoso pirata Flint, del que él había sido segundo oficial, andaba tras él para quitarle su baúl.

—Eso buscan —dijo—. Si vuelve a venir Perro Negro, o si ves al marinero con una sola pierna, llama al doctor. Dile que si espabilan pueden apresarlos a todos. Y si me entregan la mota negra...

—¿La mota negra?

—Es una advertencia, hijo. Tú vigila y te recompensaré bien.

Todo esto me dejó más que intrigado, como se puede imaginar, pero esa misma noche, mi padre, que había ido empeorando de su enfermedad, murió de repente, y me olvidé del capitán y sus delirios. Hasta que una tarde vi venir por el camino a un viejo ciego que iba tanteando con su bastón. Con una voz extraña, preguntó:

—¿Dónde me encuentro?

—Estáis ante la posada del almirante Benbow —respondí.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Jim. Jim Hawkins.

—Jim, ¿podrías ayudarme a entrar? —dijo, tendiéndome la mano.

Le di la mía y, al instante, me aferró con una fuerza sobrehumana. Sentí como si una garra se hubiera cerrado sobre mis dedos.

—Llévame hasta el capitán o te parto el brazo —me ordenó.

¿Qué otra cosa podía hacer? Lo llevé hasta la cama del capitán, que apenas tenía fuerzas ya para levantarse. El ciego me pidió que pusiera su mano en la del capitán y le dio un papel. —Lo hecho, hecho está —sentenció. Y en un abrir y cerrar de ojos desapareció de allí como alma que lleva el diablo.

El capitán miró el papel que le había dado el ciego. Habían dibujado en él una mota negra y escrito una hora, las diez.

—¡Quedan seis horas! —exclamó el capitán, poniéndose en pie y con los ojos como platos—. Si nos damos prisa, todavía podemos...

Pero no pudo decir más. Allí mismo cayó, fulminado. Cuando me agaché para examinarlo, comprobé que había muerto. De miedo.

Corrí a contarle a mi madre todo lo sucedido. Sin duda, estábamos en apuros. El muerto nos debía mucho dinero, pero no parecía que sus compinches fueran a aceptar por las buenas quedarse sin una parte de su botín. Pensamos que debíamos ir a pedir ayuda al pueblo, y eso hicimos.

Pero, para nuestra decepción, cuando llegamos a la aldea y contamos lo que sucedía, nadie se atrevió a volver con nosotros. Solo nos ofrecieron ir a buscar al doctor Livesey. Mi madre decidió volver a la posada, abrir el baúl y cobrarnos lo que nos debía.

Para entonces ya se había hecho de noche. Cuando llegamos a la posada, fuimos directamente a abrir el baúl. Al hacerlo, apareció en lo alto un magnífico traje, cepillado y doblado. Debajo, un par de pistolas y objetos diversos, además de unas cuantas conchas de las Indias. Al fondo había un capote marinero, en el que encontramos un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles, y una bolsa llena de monedas. Mi madre empezó a contarlas, para coger solo lo que se le debía, pero en eso oímos fuera unos golpes, que me hicieron pensar enseguida en el bastón del horrible ciego.

—Madre, no sigas contando más, cógelo todo y vámonos —dije, mientras me apoderaba del envoltorio de hule.

—No, no, me llevo solo lo que he contado —se resistió mi madre.

Milagrosamente, pudimos salir de allí antes de que llegaran los piratas. Sumaban siete u ocho, y el ciego era el que los mandaba.

—¡Bill está muerto! —gritó uno.

—¡Subid a por el baúl! —bramó el ciego.

—Pew, se nos han adelantado —dijo otro—. Lo han abierto. Está el dinero, pero no veo por ningún lado los papeles de Flint.

Los piratas empezaron entonces a pelearse, y eso fue nuestra salvación. Por el camino llegaron unos jinetes; eran unos agentes de aduanas que se habían encontrado con la gente del pueblo que había ido en busca del doctor. Al verlos, los hombres de Flint salieron corriendo hacia la ensenada, menos Pew, el ciego, que se quedó solo en medio del camino y no pudo ver a los caballos que se le echaron encima. Lo tiraron al suelo, lo pisaron y allí quedó, muerto.

Sus secuaces pudieron escapar en un pequeño barco que los esperaba en la ensenada. El señor Dance, que era el jefe de los agentes, se acercó a nosotros y le contamos lo sucedido. Le dije que creía que no buscaban el dinero, sino los papeles guardados en el envoltorio de hule que yo había cogido del baúl, y le pedí que me llevara a la casa del doctor Livesey para ponerlos en un lugar seguro.

Eso hizo el señor Dance. Pero resultó que el doctor no estaba en casa, sino que había salido para visitar al caballero Trelawney, así que fuimos a donde vivía este. Inmediatamente, nos invitaron a entrar, y un criado nos condujo a la biblioteca donde estaban el doctor y el caballero, con la pipa en la mano, sentados junto al fuego de una chimenea. El caballero Trelawney era un hombre alto y corpulento, de piel curtida en mil viajes y pobladas cejas negras, que se movía todo el rato dando muestra de su carácter inquieto.

El caballero nos invitó a pasar. El doctor dijo:

—Buenas noches, señor Dance, y a ti también, amigo Jim Hawkins. ¿Qué vientos favorables os traen por aquí?

El señor Dance les contó lo ocurrido en la posada. El doctor y el caballero escucharon primero con interés, luego con expectación. El caballero acabó levantándose y paseando arriba y abajo por la biblioteca, mientras el doctor se quitaba su peluca empolvada. Cuando el señor Dance terminó su relato, el doctor observó:

—O sea, Jim, que tienes eso que buscaban los piratas.

—Aquí está, señor —dije, dándole el paquete de hule.

El doctor lo miró del derecho y del revés, como si no pudiera resistir las ganas de abrirlo. Pero, en lugar de eso, se lo guardó con parsimonia en el bolsillo de su casaca y dijo:

—Caballero, me gustaría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa. Pero antes propongo que le den algo de cenar. El caballero mostró su conformidad y me trajeron una gran empanada de palomo que devoré con apetito. El señor Dance regresó a atender sus obligaciones. Cuando se hubo marchado, el doctor dijo:

—Bueno, habéis oído hablar del pirata Flint, supongo.

—¡Que si he oído hablar de él! —exclamó el caballero—. Era el bucanero más cruel que surcaba los mares. Lo vi una vez zarpar de Trinidad, y el capitán del barco en que yo iba ordenó volver a puerto.

—Yo también he oído hablar de él. ¿Creéis que tenía dinero? —Pues claro, ¿qué otra cosa pueden buscar esos bandidos?

—Y si en este paquete que tengo en el bolsillo hay alguna pista de dónde ocultó su tesoro, ¿creéis que será muy valioso? El caballero respondió, fuera de sí:

—¿Valioso? Tanto que, si ahí hay alguna pista, soy capaz de fletar un barco y llevaros a vos y a Hawkins conmigo y no parar hasta dar con el tesoro, aunque tenga que estar un año buscándolo.

—Muy bien —dijo el doctor—. Pues si le parece bien a nuestro joven amigo Jim, vamos a abrir este paquete y ver qué hay dentro.

Para abrir el paquete, que estaba cosido, el médico tuvo que utilizar sus tijeras de cirujano. Dentro había una libreta y un papel lacrado, y el doctor sugirió que miráramos primero la libreta. Leímos lo que allí había escrito, pero nos costó entenderlo. Por las cifras y los nombres anotados, acabamos deduciendo que, en aquella libreta, el pirata Flint llevaba la cuenta de las ganancias que obtenía con sus fechorías y de lo que le tocaba a cada uno de sus hombres.

—Y ahora veamos lo otro —dijo el caballero.

El papel lo habían lacrado en varios sitios, con un dedal como sello. El doctor rompió los sellos con cuidado. Dentro había un mapa en el que se veía una isla con todas las indicaciones de latitud y longitud, nombres de cerros y ensenadas y todo lo necesario para llevar un barco a donde pudiera fondear sin peligro.

La isla tenía forma de dragón, con dos puertos naturales y una elevación en el centro llamada Cerro del Catalejo. Había tres cruces marcadas con tinta roja, dos en la parte norte de la isla y una al sudoeste. Y junto a esta, una frase, también en tinta roja: «Aquí, el grueso del tesoro».

Al dorso del mapa había otras indicaciones incomprensibles, firmadas con las iniciales J. F. Eso era todo, y a mí no me pareció mucho, pero el doctor y el caballero estaban eufóricos.

—Doctor, dejaréis vuestra consulta —exclamó el caballero—. Mañana me voy a Bristol. De aquí a diez días tendré el mejor navío y la mejor tripulación de Inglaterra. Jim vendrá de grumete. Vos, Livesey, seréis el médico de a bordo, y yo, el almirante. Llevaremos a mis criados Redruth, Joyce y Hunter. Haremos una travesía rápida y no nos costará encontrar la isla. Tendremos dinero suficiente para nadar en él, para gastar y derrocharlo por los siglos de los siglos.

El doctor dijo entonces, con gesto serio:

—Os acompañaré, Trelawney, y ayudaré al éxito de esta empresa, como Jim, no lo dudéis. Solo hay un hombre que me preocupa.

—¿Quién? —preguntó el caballero.

—Vos, que no sabéis contener vuestra lengua. Hay más gente que sabe que este documento existe. Los que atacaron la posada esta noche, sin ir más lejos. Ninguno de nosotros debe estar solo hasta que zarpemos rumbo a la isla. Yo me quedo con Jim, vos id con vuestros criados a Bristol. Pero, ante todo, guardemos el secreto.

—Doctor —asintió el caballero—, tenéis toda la razón. Estaré más callado que una tumba.