La Rêverie

PIERRE-AUGUSTE RENOIR

1877

Necesito parecer bella, Pierre, o más que bella, sofisticada, moderna, interesante y, si me apuras, intrigante. No sé cómo expresar qué es lo que espero de este cuadro, pero estoy segura de que sabrás captarlo. No hagas como en otros, muéstrame como te gustaría verme, como si fuese la gran dama de la comedia francesa y cada noche escuchara aplausos al caer el telón. Creo que me entiendes cuando te digo que necesito, más que una obra de arte, un cartel, algo que los regentes de teatros vean y de manera instantánea piensen en mí para alguna representación. ¡Te puedes creer lo que escribieron de mí esos críticos mordaces de pluma viperina después de dejarme la piel en el Tartufo!, que «era graciosa la chica rellena de mofletes sonrojados que daba vida a la sirvienta, a Dorina», es o no es para deprimirse. Una trabaja y trabaja para llegar a ese momento y todo lo que lees de ti al día siguiente es una enumeración de adjetivos con un tono despectivo. La chica graciosa, ¿qué soy, un bufón del que se espera un chiste en un instante de la representación? Sí, sí, es una comedia, y de alguna forma todos somos bufones, pero no me refiero a reírse conmigo, tengo la sensación de que esos críticos se reían de mí.

Rellenita, por no llamarme gorda, pero ¿qué se creerán esos vejestorios que huelen a naſtalina y que no han intuido la belleza en kilómetros a la redonda, o la clase, o me atrevería a decir que la educación? De un crítico espero que hable de mi entonación, de los movimientos, de la veracidad, de si el público ha disfrutado, pero ¿de mi aspecto físico? ¿Acaso hacen lo mismo con los hombres? Seguro que no se atreven, es más fácil frivolizar con una mujer. Nosotras no alzaremos la voz ni los buscaremos en la taberna de enfrente del teatro para pedirles explicaciones. Rellenita y de mejillas sonrosada, todos sabemos que las mejillas y la cintura son de vital importancia para representar a Molière. Temo que me quieran adjudicar siempre personajes graciosos, ser la que anima la función cuando entra en escena, la tonta, la patosa, la despistada. Yo soy actriz, he estudiado para eso, mi vida gira alrededor de un teatro. Me inscribí en la Academia Nacional, me he esforzado hasta casi perder el aliento, todo para que a alguien sentado en una butaca lo único que se le ocurra decir sobre mi contribución a la obra es que soy esa rellena graciosa que hace de sirvienta.

Es injusto, Pierre, lo sabes, ¿cómo recibirías tú que después de una de tus exposiciones o uno de tus salones lo único que se dijera de tus cuadros es que los hizo un artista con mandíbula marcada y de mirada extraña? Pues así me he sentido yo, como un pedazo de carne al que ni siquiera han tenido la delicadeza de escuchar. Y no creas que no me da rabia estar aquí posando para ti, pidiéndote una imagen diferente a la que ese cretino escribió. Pero el espectáculo es así; al final, tres palabras pueden marcar mi carrera o, mejor dicho, arruinarla o provocar que solo me ofrezcan determinados trabajos. Mira lo que te digo, hazlo como quieras, sé tú; pidiéndote otra cosa estoy dando la razón a esa escoria. Es verdad lo que me contaste, que a ti te rechazaron varias veces en el Salón de París y que esos rechazos al final se convirtieron en aliados con las exposiciones paralelas en la que exponíais tus colegas y tú. Y que te llamaron impresionista, jajaja. Vale, me callo, quien se expone al público corre el riesgo de la crítica feroz. Lo dicho, retrátame a tu gusto, que no te suceda como con el anterior, que quedaste descontento.


Me gusta mucho el título de este cuadro, lo que significa y las teorías sobre las que uno puede elucubrar solo con él. La Rêverie se traduce como El ensueño; un ensueño es la proyección que una persona hace sobre determinadas aspiraciones, la visualización de un proyecto que parece poco probable que se vaya a llevar a cabo. Un ensueño suele entroncar con el mundo de los deseos y el mundo de los deseos suele entroncar a su vez con lo inalcanzable o con algo lo suficientemente lejano como para que solo se produzca en ese terreno o estado de ánimo al que se llega cuando nuestro cerebro se desconecta de la realidad cercana para viajar a ese lugar en el que quizá pudo estar, pero nunca arribó. Todos tenemos ensoñaciones, que se suelen producir por el descontento puntual o permanente del presente que nos toca vivir y también por la inconformidad inherente al ser humano. En el reparto nos han tocado unas cartas y alguna no nos gusta, y soñamos, o ensoñamos, con otras.

¿Quién ensueña en este cuadro?, cabe preguntarse. Pues quizá los dos: los ojos que nos miran y los ojos que miran a quien nos mira en ese año 1877.

Ella es Jeanne Samary, actriz, hija de actriz y nieta de actriz. Y esa chica de mirada claramente ensoñada parece hacerse preguntas sobre su destino en los escenarios y sobre la vida en general. Jeanne tenía veinte años en esa imagen y solo le quedaban trece de vida. Moriría de tifus en 1890 con treinta años, dos hijos y una carrera que no terminó de despegar. Renoir pintó, retrató a Jeanne varias veces entre los años 1877 y 1878. En la primera, de la que no quedó satisfecho, encontramos a una chica más inmadura, más niña, con las mejillas más sonrojadas, pero con una mirada parecida a esta, con esa ensoñación atravesando los ojos y el lienzo. En la tercera, sin embargo, esa mirada se pierde, o al menos yo no la aprecio; es un retrato de cuerpo entero con un vestido sofisticado y cintura de avispa. De los tres, ese es el que menos me gusta, precisamente por perder la mirada. Es probable que, al ser retratada con ese vestido y en un teatro, la ensoñación ya no tenga cabida y la imagen a proyectar sea la de una gran dama de la escena, aunque no lo fuera.

Jeanne ya conocía a Pierre-Auguste Renoir antes de posar sola para él. Si nos fijamos en el cuadro El columpio, la encontraremos al lado del hermano del pintor, y si buscamos en el célebre Baile en el Moulin de la Galette no nos será difícil reconocerla. Los retratos que vendrían después demuestran una evolución en la relación entre la modelo y el artista, en lo personal y también en lo pictórico. Como suele ser habitual en la historia del arte, que en ocasiones parece más la sección de cotilleos de alguna revista que otra cosa, se ha rumoreado mucho sobre si entre Jeanne y Renoir hubo algo más que una relación profesional o de amistad. Lo que sí es cierto es que él, por esas fechas o poco después, ya empezaba a fijar sus ojos en Aline, que terminaría siendo su esposa, y ella encontraría el amor en un adinerado «fan» llamado Paul Lagarde, que acudía a sus representaciones y supo ver algo más que lo escrito por aquel crítico años atrás. Jeanne y Paul se tuvieron que enfrentar a la desaprobación de la familia del novio, que consideraba algo banal el mundo del teatro y creían que una actriz era poca cosa para su vástago. Lo importante es que fueron felices, aunque por poco tiempo, porque, como decíamos al principio, el tifus acabó con la vida de ella. Por el camino quedaron más retratos, como los de Jules Bastien-Lepage, e incluso escribió un libro infantil, que traducido sería algo así como Las delicias de Carlota. A su funeral acudieron decenas de amigos que querían despedirse de la chica que miraba como si siempre estuviese soñando.

Del camino que siguió Renoir no hace falta comentar mucho, viviría hasta casi los ochenta años y la historia del arte lo ha considerado uno de los grandes maestros del impresionismo. Sus retratos eran demandados, vivió el éxito, se casó con una de sus modelos, la citada Aline —una chica que también tenía mejillas sonrosadas—, tuvieron hijos, el más célebre el director de cine Jean Renoir. La artritis le perseguía y por eso se trasladó al sur de Francia, buscando un clima más benevolente.

En unas de mis visitas al Museo Thyssen, en el taller de restauración, pude observar un Renoir de cerca, muy de cerca, se trataba de Mujer con sombrilla en un jardín. Allí, sin marco, pude apreciar el empleo del color y de la materia que hacía el pintor. Esos «pegotes» de pintura que al alejarte van conformando la obra, un juego de texturas infinitos que, si se miran de perfil, crean un efecto tridimensional. Los colores se arremolinan y se mezclan unos con otros y la vista se confunde porque en la proximidad no se distingue nada; es al dar unos cuantos pasos atrás cuando ante nosotros todo cobra sentido. Una obra sin horizonte en la que todo es jardín.

Renoir la pintó sobre 1875, no conocía todavía a Jeanne, que, imaginamos, probaba suerte en los teatros de París, intentando que alguien la tomara en serio.