Una decisión a la desesperada

Berlín, 1900

El 7 de octubre de 1900 es un domingo y promete ser un día aburrido. Max y Marie Planck han invitado a Heinrich y Marie Rubens, otro matrimonio del barrio, a tomar el té de la tarde en su elegante piso berlinés de Grunewald. Rubens es profesor titular de Física Experimental en la Universidad de Berlín, y Planck, profesor titular de Física Teórica. Para disgusto de sus esposas, los hombres no pueden abstenerse de hablar del trabajo. Rubens los pone al día de sus últimas mediciones en el laboratorio del Physikalisch-Technische Reichsanstalt (el Instituto Nacional de Metrología del Reich) y de cómo las curvas que él y sus colegas han dibujado contradicen todas las fórmulas usadas hasta el momento. Los experimentos de Rubens tienen que ver con longitudes de onda, densidad de la energía, linealidad y proporcionalidad. En la mente de Planck, las piezas del rompecabezas que lleva años moviendo de un lado para otro empiezan a encajar formando un patrón nuevo. Por la noche, mucho después de que los invitados se hayan marchado, se sienta en su escritorio y anota la idea a la que lleva rato dando vueltas: una fórmula para la radiación que se ajusta con total precisión a los datos recogidos, la fórmula que Planck y muchos otros llevan años buscando. Hacia la medianoche, una melodía despierta a Marie Planck: es su marido, tocando al piano el Himno a la alegría, de Ludwig van Beethoven. Max Planck expresa así su propia alegría. Esa misma noche escribe su fórmula en una postal y se la envía a Rubens.

«He hecho un descubrimiento tan importante como el de Newton», anuncia Max Planck, de cuarenta y dos años, a su hijo Erwin, de siete, durante su paseo matutino por el bosque. Y no exagera.

Planck no es un revolucionario nato. Al contrario, es más bien el típico funcionario prusiano, siempre pulcramente vestido con un traje oscuro y una camisa almidonada con el cuello rígido, alrededor del cual se anuda una pajarita negra, con unos quevedos contra la miopía para completar el aspecto. Sobre sus ojos de mirada penetrante se eleva la cúpula de su calvicie, bajo la cual reina la prudencia. Planck se describe a sí mismo como un hombre de «naturaleza pacífica». «Mi máxima», le confesó a un estudiante, «es que uno medite cada paso de antemano, pero que, cuando crea poder justificarlo, no se detenga ante nada.» Su forma de abordar las nuevas ideas pasa por encajarlas en su visión del mundo, profundamente conservadora. «Es inconcebible que ese hombre sea quien instigue la revolución», dice un estudiante sobre Planck. No es el único que se equivoca.

Max Karl Ernst Ludwig Planck nace en 1858 en Kiel, en aquella época parte del Reino de Dinamarca, en el seno de una familia con una larga tradición de cultura. Su abuelo y su bisabuelo paternos habían sido respetados teólogos, su tío Gottlieb Planck había contribuido a la elaboración del Código Civil, y su padre, Johann Julius Wilhelm Planck, también abogado, recibió la Cruz de Caballero de manos del rey Luis II de Baviera en 1870, un honor que llevaba apareado el título de «caballero von Planck». Todos ellos habían sido obedientes patriotas y hombres reverentes ante la ley tanto divina como secular. Y Max, desde luego, también se cría como uno de ellos.

Max Planck acababa de cumplir apenas nueve años cuando la familia se traslada a Múnich, donde se instala en un gran piso del número 33 de la Briennerstraße. Su padre asume la cátedra de Derecho Procesal Civil en la Ludwig-Maximilians-Universität y su hijo Max se incorpora al primer curso del Maximiliansgymnasium («Max», para abreviar), un centro de segunda enseñanza que acababa de trasladarse al nuevo edificio conventual del número 14 de la Ludwigstraße.

Planck no es el mejor de los sesenta y cinco alumnos de su clase, pero sí uno de los más disciplinados. Solo saca sobresalientes en «conducta moral» y «diligencia», pero posee las cualidades fundamentales para el sistema escolar prusiano, orientado al procesamiento de cantidades ingentes de material mediante el aprendizaje memorístico. Un informe escolar da a Max muchas posibilidades de «hacer algo en la vida». Es «el preferido de profesores y compañeros y, a pesar de su inocencia, posee una cabeza muy clara y lógica». Más tarde, no serán los bares de cerveza de Múnich lo que atrae al joven Planck, sino los teatros de ópera y las salas de conciertos. Desde niño ha sido extremadamente musical y ha desarrollado un oído absoluto para la música, toca el violín y el piano y canta en el coro de la iglesia, en el que también asume papeles femeninos como solista con su voz de soprano. Durante los servicios dominicales se sienta al órgano y compone también no solo canciones, sino incluso una opereta, Die Liebe im Walde [El amor en el bosque], que se representa en un festival del Orfeón Académico.

Tras el bachillerato, que se saca de manera brillante a los dieciséis años, se plantea convertirse en concertista de piano. Pero, cuando pregunta a un profesor sobre las perspectivas vitales que ofrece la carrera de música, este le responde ásperamente: «Si le preocupa eso, ¡estudie otra cosa!». ¿Filología clásica, tal vez? Max no logra decidirse. Su padre lo manda a hablar con el catedrático de Física Philipp von Jolly, y este hace todo lo posible por convencer al alumno para que no estudie física, que describe «como una ciencia sumamente desarrollada y prácticamente completa que, tras su colofón dorado, el reciente descubrimiento del principio de conservación de la energía, pronto adoptaría su forma estable y definitiva. Era posible que en un rincón u otro quedara todavía una mota de polvo o una burbujita por examinar o clasificar, pero el sistema en su conjunto estaba ya bastante asentado, y la física teórica se aproximaba visiblemente al grado de culminación que la geometría había alcanzado hacía ya varios siglos».

Y Jolly no es el único que piensa así. En los albores del siglo XX, los físicos confían en que pronto lograrán la culminación de su disciplina. «Las leyes y los grandes principios subyacentes de la física están ya todos descubiertos», declara el físico estadounidense Albert Michelson en 1899, «y se hallan ya tan firmemente establecidos que la posibilidad de que nuevos descubrimientos los superen es sumamente remota. Las nuevas verdades de la física habrá que buscarlas en el sexto decimal».

James Clerk Maxwell, el inventor de la electrodinámica clásica, se había expresado en contra de esa complacencia ya en 1871: «Que los experimentos modernos se basen principalmente en mediciones constituye una peculiaridad tan llamativa que parece haberse propagado la opinión de que en pocos años todas las constantes físicas importantes estarán ya determinadas de forma aproximada, de tal modo que a los hombres de ciencia no les quedará más ocupación que ampliar un decimal más la precisión de dichas mediciones». Maxwell subrayó que la verdadera recompensa para quienes se esforzaban por llevar a cabo «la más meticulosa medición» no era una mayor precisión, sino «el descubrimiento de nuevos campos de investigación» y «el desarrollo de nuevas ideas científicas». Y la profecía de Maxwell se cumplió al dedillo.

Jolly ni siquiera sospecha que es ese error histórico el que le concederá un modesto lugar en la historia de la física, ni tampoco que Planck, a quien tiene sentado frente a él con tan solo dieciséis años, será justamente quien revele su error. Planck tampoco tiene idea de todo eso. De hecho, a Planck la idea de medir y calcular para hallar unos cuantos decimales más tampoco le suena tan mal. En cualquier caso, parece mucho más prometedora que la respuesta del profesor de música. Así pues, en el semestre de invierno del curso 1874-1875, Planck se matricula en matemáticas y ciencias naturales.

En la Universidad de Múnich, Planck se topa de bruces con el aburrimiento del que ya le advirtiera Philipp von Jolly. Los proyectos de investigación de Jolly, que incluyen el uso de una balanza de muelle de fabricación propia para determinar el peso específico del amoniaco líquido más preciso hasta la fecha, así como la verificación de la ley de la gravitación de Newton mediante una esfera de plomo con un peso de 5775,2 kilogramos y un diámetro de casi un metro, son cualquier cosa menos revolucionarios.

Tras aguantar tres años en la Facultad de Física de Múnich, Planck finalmente se aburre y se traslada a Berlín, el baluarte de la física, donde enseñan Gustav Kirchhoff y Hermann von Helmholtz, dos verdaderas eminencias.

Tras la victoria sobre Francia en la guerra de 1870-1871 y el surgimiento de una Alemania unida, Berlín se erige en la capital de una nueva y poderosa nación europea. No solo eso, sino que son los franceses quienes, con sus reparaciones bélicas, hacen posible que en la confluencia de los ríos Havel y Spree surja una metrópolis capaz de rivalizar con París y Londres. De 1871 a 1900, la población pasa de 865.000 a más de dos millones de habitantes, lo que convierte a Berlín en la tercera ciudad más grande de Europa. Muchos de los inmigrantes llegan desde el Este y son principalmente judíos que huyen de los pogromos de la Rusia zarista.

La ambición de hacer de Berlín una metrópolis europea lleva apareado el deseo de hacer de la Universidad de Berlín la mejor del continente. Por eso traen a Hermann von Helmholtz, el físico más respetado del país, desde Heidelberg. Helmholtz es un erudito a la antigua usanza, cirujano de formación y célebre fisiólogo. Su invención del oftalmoscopio ha permitido grandes avances en la comprensión del funcionamiento del órgano de la vista.

Pocos científicos de la época tenían un horizonte tan amplio como Helmholtz. A sus cincuenta años, el erudito sabía bien lo que valía: no solo negoció un salario muy superior al habitual, sino que logró que le construyeran su propio instituto de física, un centro soberbio que aún estaba en construcción cuando Planck llegó a Berlín en 1877, de modo que tuvo que asistir a sus primeras conferencias en el edificio principal de la universidad, un antiguo palacio situado en Unter den Linden, justo enfrente de la ópera. Para Planck fue como abandonar una estrecha habitación y hallarse de pronto en un amplio salón.

Pero incluso los salones pueden resultar aburridos. Kirchhoff lee sus conferencias directamente de su cuaderno de apuntes, y Planck las considera «áridas y monótonas». Helmholtz no se prepara, se le traba la lengua al hablar y se equivoca repetidamente en sus cálculos. Planck, que en su fuero interno sigue siendo un ambicioso estudiante de secundaria, se pone a estudiar por su cuenta y lee la obra de Rudolf Clausius sobre termodinámica y entropía, la nueva unidad de medida física del desorden. Un primer paso hacia la revolución.

A los veinte años, Planck se saca la carrera de física y matemáticas. Un año más tarde presenta su disertación, titulada «Über den zweiten Hauptsatz der mechanischen Wärmetheorie» [Sobre el segundo principio de la termodinámica]. Un año más tarde presenta su tesis de oposición, centrada en los estados de equilibrio de los cuerpos isótropos a diferentes temperaturas. Supera los exámenes con summa cum laude y con un «sumamente satisfactorio». Tiene ante sí una carrera universitaria ejemplar.

Planck se convierte en profesor asociado de la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich y regresa a vivir con sus padres, donde lleva «la vida más hermosa y cómoda que se pueda imaginar». La situación llega a su fin cuando le ofrecen una cátedra titular en Kiel. El salario anual de 2000 marcos es suficiente para formar una familia, lo único que necesita ahora es encontrar la esposa adecuada. Planck se casa con la hermana de un amigo del colegio, Marie Merck, que proviene de una rica familia de banqueros. Tienen tres hijos en dos años.

Pero, justo cuando Max Planck está a punto de establecerse como «hombre de familia», las cosas vuelven a ponerse serias. Gustav Kirchhoff, que llevaba ya un tiempo enfermo, muere en Berlín, de modo que la cátedra de Física Matemática de la Universidad Friedrich Wilhelm queda vacante. El comité de nombramiento busca un candidato «con autoridad científica probada y en la plenitud de la vida». Ludwig Boltzmann, el inventor de la mecánica estadística, y Heinrich Hertz, el descubridor de las ondas electromagnéticas, renuncian al puesto. Max Planck es la tercera opción. Pero, con apenas treinta años, ¿es ya lo suficientemente maduro para una de las cátedras más prestigiosas del país? En el gremio de la física de Berlín, donde la media de edad ronda los sesenta años, muchos lo dudan. Finalmente, tras la intercesión de uno de sus exprofesores, Hermann von Helmholtz, la universidad contrata a Planck, aunque inicialmente solo como catedrático supernumerario.

Así pues, Planck tiene que demostrar sus dotes docentes. De pronto ocupa la silla de su antiguo profesor, trabaja junto a Hermann von Helmholtz y se dedica a la tarea que Kirchhoff dejó inconclusa: el problema del cuerpo negro.

Alfareros y herreros saben desde hace siglos que, sea cual sea el material del que esté hecho, al calentar un objeto este se vuelve incandescente siguiendo una secuencia de colores invariable a medida que la temperatura va en aumento. Cuando uno acerca al fuego un atizador, primero este desprende un tenue brillo rojo oscuro que, a medida que el hierro se va calentando, pasa primero a un rojo cereza más claro y luego adopta un matiz amarillento que, más tarde, se va volviendo más blanco y brillante, hasta que finalmente adopta una tonalidad azul. Esa secuencia de colores es siempre la misma, tanto en el cielo como en la tierra, desde el rojo del carbón ardiente hasta el amarillo del sol y el blanco azulado del acero fundido.

Los físicos experimentales han medido una y otra vez los espectros de la radiación emitida. Pero la mejora de los termómetros y las placas fotográficas les ha permitido descubrir que la paleta de colores se extiende más allá del espectro visible, hacia el infrarrojo en el extremo más frío y hacia el ultravioleta en el extremo más caliente. Y siguen avanzando, decimal a decimal.

Lo que buscan es una fórmula capaz de describir correctamente la relación entre la temperatura y el espectro luminoso. Y ese es el problema del cuerpo negro, así llamado porque se ocupa de cuerpos que absorben toda la radiación incidente. En 1859, el físico Gustav Kirchhoff, entonces profesor en Heidelberg y principal autoridad en el análisis espectral del agua mineral, formula científicamente el problema del cuerpo negro. Pero tanto él como otros teóricos fracasan una y otra vez en su intento de encontrar la fórmula del cuerpo negro. Wilhelm Wien halla una fórmula que reproduce razonablemente bien la región de alta frecuencia del espectro, y James Jeans desarrolla una fórmula para las longitudes de onda largas, pero ninguna de las dos fórmulas funciona en el extremo opuesto del espectro.

Y ese no es el único problema que tiene ocupados a los físicos. Acaban de descubrirse los rayos X, la radiactividad y los electrones, y la disputa acerca de la existencia de los átomos está en su apogeo. El problema del cuerpo negro parece una bagatela en comparación, pero precisamente por eso consume a las luminarias del mundo de la física.

Por otro lado, no se trata de un mero ejercicio mental, sino de un asunto de importancia nacional. En el Imperio alemán, proclamado apenas en 1871, la expectativa es que hallar la respuesta al problema del cuerpo negro brinde a la industria de la iluminación del país una ventaja decisiva frente a los competidores, Gran Bretaña y Estados Unidos. En términos físicos, un filamento incandescente no se diferencia en nada de un atizador incandescente. En enero de 1880, Thomas Edison había obtenido una patente para una lámpara incandescente que resultó ser muy superior a las lámparas de gas de uso común, y eso desencadenó una batalla mundial por el dominio del mercado de la iluminación. Las empresas alemanas llevaban años tratando de desarrollar lámparas incandescentes más eficientes que las de sus competidores estadounidenses y británicos.

Y lo cierto es que el joven Imperio alemán no estaba nada mal situado en la carrera por el liderazgo en ingeniería eléctrica. Werner von Siemens había inventado la dinamo. En 1887, y con el apoyo de Siemens, el Gobierno del Reich funda el Physikalisch-Technische Reichsanstalt en las afueras de Berlín, cuyo programa de investigación de la radiación del cuerpo negro debe convertir las bombillas alemanas en las mejores del mundo.

Finalmente, en 1896, Friedrich Paschen, catedrático no titular de la Universidad Técnica de Hannover, cree haber encontrado la fórmula del cuerpo negro, pero sus competidores del Reichsanstalt, con sus refinados métodos de medición, la refutan. Estos cuentan con el laboratorio de física de las radiaciones mejor equipado del mundo, provisto de abundantes lámparas incandescentes, bobinas de cobre, termómetros, fotómetros, espectrómetros y bolómetros con grandes escalas de lectura, pesados cables que atraviesan el suelo y, en el centro, un cilindro hueco aislado y calentado con gas y líquido: el cuerpo negro.

Como sucesor de Kirchhoff en la Universidad de Berlín, Max Planck tiene que demostrar que los zapatos de su antecesor no le quedan demasiado grandes: debe probar su valía en el competitivo ámbito académico de la universidad de la capital, supervisar a cientos de estudiantes, realizar exámenes, redactar informes, asistir a reuniones... Sus conferencias, tan áridas y poco inspiradoras como las que le había oído pronunciar a su predecesor, son «tirando a impersonales, casi asépticas, a pesar de su extraordinaria claridad», se queja una estudiante llamada Lise Meitner. «Planck tampoco es lo que se dice gracioso», apunta otro estudiante.

A partir de 1894, siempre que tiene un momento disponible para la investigación, Planck se dedica al problema del cuerpo negro que Kirchhoff había dejado sin resolver. Le fascina que la «radiación de cavidad negra» sea «algo absoluto». «Y, como la búsqueda de lo absoluto siempre me ha parecido la tarea de investigación más hermosa», declarará más adelante, «me volqué en ella con ahínco.» Planck aborda el problema del cuerpo negro como un teórico puro, armado exclusivamente con papel, pluma y su cerebro. Pero después de la noche de domingo en que logra por fin poner por escrito la tan anhelada fórmula, se topa con otro reto: no entiende su propio descubrimiento. Dos semanas más tarde, el 19 de octubre, en el coloquio de los viernes de la Sociedad de Física que se celebra en la Magnus Haus, junto al Spree, Planck toma la palabra tras una intervención de Ferdinand Kurlbaum, pero, aparte de la fórmula en sí, no tiene mucho más que compartir con sus colegas.

Todavía tiene por delante la parte más ardua de su tarea: interpretar y justificar la fórmula que ha descubierto. Los físicos no se contentan con saber que algo es correcto, sino que también quieren entender por qué lo es. En las semanas que siguen a su descubrimiento, Planck pone todos sus esfuerzos en tratar de deducir la fórmula que tan felizmente se le ocurrió, empleando para ello tan solo argumentos físicos. Es un físico de la vieja escuela y, en consecuencia, tiene en bastante poca estima determinados nuevos enfoques, como la física estadística de un tal Ludwig Boltzmann, y tampoco cree en los átomos. Pero los conceptos de su pensamiento clásico no le alcanzan para entender su propia fórmula. ¿Qué significa la enigmática constante h que consignó alegremente en su fórmula aquella noche de domingo? Esa h tiene un valor minúsculo, de apenas un 0,00000000000000000000000000655 (un número precedido por 26 ceros después del punto decimal), pero reducirla a cero es imposible.

En una «decisión a la desesperada», Planck se abre a considerar la posibilidad de que el cuerpo negro esté formado por átomos. Entonces recurre a los métodos estadísticos de Boltzmann (que en realidad rechaza) y así logra llegar a su fórmula, pero también a la extraña conclusión de que «la energía está obligada, desde el comienzo, a permanecer agrupada en ciertos cuantos». Como si no bastara con los átomos, ahora también tiene que lidiar con los cuantos. Planck espera que esos fantasmas desaparezcan pronto, pero que su fórmula perdure. Considera los cuantos «una suposición puramente formal; en realidad no le di muchas más vueltas, más allá de que tenía que obtener un resultado positivo a toda costa». Un simple truco de cálculo, nada que pueda alterar su visión del mundo. Todavía no.

El 14 de diciembre de 1894 a las cinco de la tarde, Planck vuelve a intervenir en el coloquio de los viernes. En esta ocasión, el título de su conferencia es «Zur Theorie des Gesetzes der Energieverteilung im Normalspektrum» [Sobre la teoría de la ley de distribución de la energía en el espectro continuo]. Los experimentalistas Rubens, Lummer y Pringsheim se sientan frente a él en los bancos de madera. «¡Caballeros!», saluda Planck a los presentes, y a continuación abre su intervención con una frase francamente enrevesada: «Hace unas semanas tuve el honor de llamar su atención sobre una nueva fórmula que me parecía adecuada para expresar la ley de la distribución de la energía radiante sobre todas las regiones del espectro continuo, y en aquel momento mi opinión acerca de la utilidad de dicha fórmula se basaba, como expliqué entonces, no solo en la aparente correlación entre los pocos valores que pude compartir con ustedes y los resultados de las mediciones hechas hasta el momento (entretanto, los señores Rubens y Kurlbaum han obtenido una confirmación directa para las ondas muy largas), sino sobre todo en la simplicidad de la fórmula y, en particular, en el hecho de que esta recoge la dependencia entre la entropía de un resonador monocromáticamente oscilante irradiado y su energía de oscilación mediante una expresión logarítmica muy sencilla, que en todo caso parecía brindar una interpretación general más plausible que cualquiera de las otras fórmulas sugeridas hasta ahora, aparte de la de Wien, que, dicho sea de paso, no se ve confirmada por los hechos». Si la última vez anunció la fórmula, ahora está en situación de justificarla. Pronto llega al paso decisivo: «Pero, y este es el punto esencial de nuestro cálculo, consideramos que la energía está compuesta por un número definido de partes iguales y finitas, y para ese propósito nos servimos de la constante natural h = 6,55 × 10–27 erg/s». Los cuantos están en el mundo y nadie los percibe. Desde los bancos de madera le dedican un aplauso entusiasta.

Ni Planck ni sus oyentes sospechan que, años más tarde, los físicos se referirán a esa velada como «el momento fundacional de la física cuántica». Planck y otros físicos, como Lord Rayleigh y James Jeans en Inglaterra, o Hendrik Antoon Lorentz en Leiden, pasarán años tratando de librarse de los cuantos. Todos ellos creen en el continuo, en el éter. En Newton y en Maxwell. Pero todo eso terminará desmoronándose. Los cuantos, en cambio, perdurarán.