El templete daba a un patio de glicinas, cuyas ramas se hallaban cubiertas con racimos de lilas. Yo permanecía detrás de mi señora, Lady Meiling, que llevaba un vestido rosa de brocado con las anchas mangas y la falda adornadas con brillantes flores. Era exquisito; los pétalos bordados ardían de un rojo intenso antes de volverse plateados de nuevo. Abrí los ojos de par en par. Lady Meiling poseía innumerables prendas, pero aquella era muy peculiar. Solo las costureras más hábiles eran capaces de encantar sus creaciones para que reaccionaran a los poderes de su portadora.
Además de servir a Lady Meiling y mantener inmaculados sus aposentos y el patio, se me encomendó el cuidado de sus ropas: sus túnicas, mantos y fajas de seda, satén y brocado. Al principio se me antojó una tarea agradable, si bien algo tediosa. Pero no tardé en descubrir que era yo la que pagaba los platos rotos cada vez que algún objeto se extraviaba o aparecía el más mínimo rasguño o mota de polvo. Y para colmo, Jiayi elegía el atuendo de nuestra señora todos los días, incrementando mi volumen de trabajo con su interminable retahíla de quejas y exigencias.
Lady Meiling frunció los labios al desviar la mirada hacia mí, tal vez percibiendo mis devaneos.
—Té —dijo secamente.
Me apresuré a rellenarle la taza, al tiempo que el aromático vapor se enroscaba en el aire.
Una fuerte ráfaga de viento se levantó en el patio y salpicó la hierba con pétalos. Lady Meiling se alisó las mangas y frunció el ceño, como si el viento hubiera osado interrumpir su mañana.
—Xingyin, tráeme la capa —exigió—. La de seda color melocotón con el dobladillo dorado.
Me incliné, conteniendo el impulso de rechinar los dientes. Lady Meiling era joven, pero tenía el temperamento autoritario de una matriarca de mil años.
Apenas habían pasado unos meses desde mi llegada a la casa, pero la cálida sensación de estar entre seres queridos ya se había desvanecido y convertido en el eco de un recuerdo. Tal y como prometí, mantuve mi identidad en secreto, aunque esta nunca abandonaba del todo mis pensamientos. Por las noches, esperaba a oír la respiración profunda y constante de mis compañeras de habitación antes de dejar vagar la mente hasta los resplandecientes pasillos de mi casa. Fue entonces cuando las pesadillas dieron comienzo; pesadillas en las que los soldados capturaban a mi madre y a Ping’er. En las que volvía a casa y me la encontraba desierta y en ruinas. No era de extrañar que a menudo me despertara jadeando, empapada en sudor y con un nudo en el pecho.
Las otras criadas me desdeñaban, pues consideraban mi posición por debajo de la suya. Su desprecio no hizo más que fortalecer mi determinación, aunque me hacían la vida imposible de innumerables maneras: echando a perder todo lo que estaba a mi cargo, burlándose de cada una de mis palabras, contándole mentiras sobre mí a nuestra señora. Me ordenó arrodillarme en el patio tantas veces que me sentí como uno de los leones de piedra tallada que guardaban la entrada. No debía quejarme; prefería aquello a acabar encarcelada o a que me azotaran con látigos en llamas. Aun así, más que el disgusto, era la humillación lo que me dolía. Reprimía las lágrimas cada una de las veces, tragándomelas hasta que casi podía saborear la diferencia entre el amargo sabor de la humillación y la salobridad de la pena.
Me dirigí rápidamente a la habitación de Lady Meiling y busqué su capa a toda prisa. Tenía muy poca paciencia y su carácter era tan incendiario como los petardos que los mortales lanzaban durante las fiestas. Por fin, la localicé tirada sobre una silla, pero mi alivio se desvaneció al tomarla y ver la mancha oscura que se extendía por la tela; la tinta todavía brillaba. Sin pensarlo siquiera, la dejé caer antes de que me manchara la piel.
—¿Qué ocurre? —Jiayi entró con una sonrisa en los labios mientras contemplaba la prenda estropeada—. La culpa es tuya por no encargarte debidamente de las ropas de la señora.
Sacudió la mano con un gesto desdeñoso y me quedé rígida al ver una mancha oscura en uno de sus dedos.
—Fuiste tú —dije con rotundidad. No debería haberme sorprendido.
Se le encendieron las mejillas mientras echaba la cabeza hacia atrás.
—De todas formas, nadie te creerá.
La paciencia, que había ido desgastándoseme poco a poco tras aquellos meses de humillaciones, se me acabó de golpe.
—Estas jugarretas no te hacen quedar por encima de nadie, sino a la altura del betún —siseé.
Jiayi retrocedió. ¿Tenía miedo de que la golpeara? Lo único que quería era que se disculpara, que admitiera su culpabilidad en lugar de esconderse tras sus sonrisas burlonas y sus compinches.
Pero incluso eso me fue negado, pues Lady Meiling irrumpió en la habitación.
—¿Por qué tardas tanto? ¡Me estoy congelando con el viento!
Desvió la mirada hacia la capa, tirada en el suelo, y abrió la boca.
Jiayi fue la primera en recobrar la compostura: recogió la prenda con una mirada cándida en los ojos y la sacudió para que la mancha se viera mejor.
—Señora, Xingyin ha derramado tinta encima. Me rogó que no os lo contara porque tenía miedo.
Tomé aire profundamente, esforzándome para no perder los estribos. Lady Meiling jamás se pondría de mi parte estando involucrada su criada favorita. No sin pruebas; pero esta vez las tenía.
—Jiayi se equivoca; no he hecho tal cosa. Estaba manchada antes de que yo llegara. Os invito a que nos examinéis en busca de manchas.
Jiayi palideció y enterró las manos en los pliegues de seda de la capa. No tenía de qué preocuparse, ya que Lady Meiling entrecerró los ojos como un gato al que hubieran acariciado a contrapelo. No le caía bien, puede que influenciada por las historias que le contaban las demás.
—El rango de Jiayi es superior al tuyo. Discúlpate con ella de inmediato, y luego limpia la capa y asegúrate de que quede impecable.
Airada, tomó la capa de la discordia y me la lanzó. Esta me golpeó la mejilla y se deslizó hasta caer a mis pies.
Era incapaz de articular palabra y las entrañas se me retorcieron ante aquella injusticia. Dejé los brazos inmóviles a los lados, haciendo caso omiso de sus órdenes. Un fiero impulso se apoderó de mí: el de arrojarle la capa de nuevo. El de verter tinta recién molida sobre la túnica de Jiayi. Y salir de allí hecha una furia…, pero la fantasía terminaba justo ahí. ¿A dónde iría después?
Los labios de Lady Meiling se redujeron a dos finas líneas; yo agaché la cabeza y me obligué a pronunciar una disculpa. Tras recoger la capa, abandoné la estancia a toda prisa, sin saber cuánto tiempo más podría contenerme.
Quería estar sola, lejos del parloteo de las demás criadas. Empezaba a entender por qué mi madre prefería la soledad en los momentos de pesadumbre. Me encaminé al río cercano con un cubo y una pastilla de jabón. Las varas de bambú, de un exuberante verde esmeralda, crecían alrededor, extendiéndose de manera soberbia hacia el cielo. Me senté junto a la orilla y me puse a frotar la capa, con una opresión tan inmensa en el pecho que apenas era capaz de respirar. ¡Cómo echaba de menos mi casa! La promesa que me había hecho a mí misma me golpeó con su absoluta inanidad. ¿Cómo iba a ayudarla si carecía de poder? Mi futuro se extendía ante mí, solitario y sombrío: una vida de servidumbre sin esperanzas de progresar. Una lágrima involuntaria me brotó en el rabillo del ojo. Había aprendido a contenerlas, tomando profundas bocanadas de aire o parpadeando. Pero al encontrarme sola, dejé que se deslizara por mi mejilla.
—¿Por qué lloras? —dijo una voz clara, sobresaltándome.
Me di la vuelta y vi a un joven en el que no había reparado hasta ese momento; estaba sentado en una roca a poca distancia, con la rodilla levantada y un codo apoyado en ella. ¿Cómo había podido pasar por alto su aura, que vibraba en el aire? Era poderosa y cálida, y tan brillante como un cielo despejado a mediodía. Sus ojos oscuros resplandecían bajo sus cejas y tenía la piel radiante, como bañada por el sol. Llevaba el largo cabello negro recogido en una cola de caballo que caía sobre su túnica de brocado azul; un cinturón de seda le ceñía la prenda. De su faja pendía un adorno de jade amarillo, cuya borla le rozó las rodillas al bajar de un salto y dirigirse hacia mí. Mientras me devolvía la mirada sin reserva alguna, noté cómo el calor me subía por el cuello.
—Tampoco será tan difícil limpiar la ropa —comentó, mirando el bulto que yo tenía en las manos.
—¿Y tú qué sabes? Es mucho más difícil de lo que parece —repliqué—. Y nunca lloraría por una cosa así. Es que… echo de menos a mi familia.
En el momento en que las palabras abandonaron mis labios, me mordí la lengua. Era la verdad, pero ¿qué me había empujado a contarle tales cosas a un desconocido?
—Si echas de menos a tu familia, vuelve con ella. ¿Por qué te fuiste de casa? Y más con un trabajo como este… —Señaló la prenda empapada con desdén, mientras curvaba hacia arriba las comisuras de los labios.
¿Se estaba burlando de mí? Ya había aguantado suficientes tonterías aquel día. Su arrogancia y su manera despreocupada de hablar me crisparon los nervios. ¿Qué sabía él de mis problemas? ¿Quién era para juzgarme?
Lancé una mirada mordaz a su elegantísima vestimenta.
—No todo es tan sencillo. No todo el mundo tiene la suerte de poder hacer lo que le plazca. Y no pienso aceptar consejos de alguien que no ha movido un dedo en su vida.
Su sonrisa se desvaneció.
—Eres bastante atrevida para ser una criada. —Sonaba más curioso que ofendido.
—Que sea una criada no significa que carezca de orgullo. Mi trabajo no es un reflejo de lo que soy.
Le di la espalda y me puse a restregar la capa con más vehemencia. Ya había perdido demasiado tiempo; Lady Meiling se pondría hecha una furia si tardaba demasiado, lo que acarrearía pasar otra noche de rodillas en el frío y duro suelo.
No hubo respuesta y supuse que se había marchado, cansado de tomarme el pelo. Sin embargo, al volverme lo encontré todavía allí.
—¿Me buscabas? —rio él. Al tiempo que una acalorada negativa trepaba por mi garganta, añadió rápidamente—: ¿Trabajas en la Mansión del Loto Dorado?
—¿Cómo lo sabes? —Me puse de pie, preguntándome si era algún conocido de Lady Meiling.
Acto seguido se inclinó hacia delante y me rozó el costado de la cabeza con su mano extendida. Retrocedí, apartándolo de un manotazo, y desprendí sin querer el alfiler en forma de flor de loto que llevaba en el pelo. Antes de que tuviera ocasión de moverme, él se agachó y lo recogió de la hierba. Sin decir una palabra, limpió el alfiler con la manga y me lo volvió a colocar en el pelo. Se había manchado la túnica, pero no pareció molestarle lo más mínimo.
—Gracias —dije, recuperando la voz. No, no podía ser amigo de mi señora. Ninguno de ellos ayudaría a una criada.
—Tu alfiler —explicó él—. ¿No llevan todas las criadas de allí el mismo?
Asentí mientras me sentaba, sumergiendo de nuevo la capa en el arroyo y maldiciendo para mis adentros la terquedad de la tinta. En lugar de marcharse como cabría esperar, se acomodó a mi lado, con las piernas colgando por el borde de la orilla.
—¿Por qué estás tan disgustada?
Hacía mucho tiempo que no tenía a alguien con quien hablar, a alguien dispuesto a escucharme. La prudencia con la que habitualmente procedía —y que tan cuidadosamente había cultivado en aquel lugar— se fundió ante el fogonazo de su calidez.
—Al despertarme por las mañanas, nunca quiero abrir los ojos —empecé con vacilación, pues no estaba acostumbrada a desahogarme.
—Si estás tan cansada, tal vez deberías dormir más.
Él me dedicó una sonrisa, pero yo fruncí el ceño. No estaba de humor para bromas. Había sido una idiota al pensar que podría importarle mi desazón. Recogí la capa y el cubo, dispuesta a marcharme, mientras él se ponía en pie.
—Lo siento —dijo con rigidez, como si no estuviera acostumbrado a disculparse—. No debería haberme burlado cuando estabas intentando contarme algo importante.
—No, desde luego. —Sin embargo, mi voz no desprendía rencor; su disculpa había atenuado mi resentimiento. Había sido sincera y amable, algo que apenas había experimentado desde que dejé mi casa.
—Si todavía estás dispuesta a contármelo, será un honor escucharte. —Inclinó la cabeza con una formalidad inesperada.
Yo resoplé.
—Me parece un poco exagerado calificar esto como honor, pero agradezco tu torpe intento zalamero.
—¿Cómo que torpe? —Ahora fue él el que frunció el ceño—. ¿Ha funcionado?
No pude reprimir una sonrisa.
—Por desgracia.
Mientras un incómodo silencio se apoderaba de nosotros, arranqué una larga brizna de hierba y la enrollé entre mis dedos.
—Bueno, ¿y qué es lo que te angustia tanto cada mañana? —indagó.
Hice un nudo en la hierba, y luego otro. Era más fácil centrar mi atención en ella que mirarlo a él.
—Que carezco de esperanza. Soy un fracaso, y sin importar lo que haga, por mucho que me esfuerce… todo seguirá igual. ¿Alguna vez te has sentido así? ¿Impotente? —Me regañé de inmediato por ser tan idiota. Alguien como él jamás lo entendería.
—Sí —dijo sin más.
—¿En serio? —No era que dudara de él, pero parecía uno de esos extraordinarios individuos a los que la suerte les ha sonreído en más de una ocasión. No sabía nada de él, salvo lo que podía deducir por su apariencia y su elegante vestimenta, pero la seguridad con la que se conducía ponía de manifiesto su existencia privilegiada más que cualquier linaje o título.
Él se inclinó hacia atrás y apoyó las palmas de las manos en la hierba.
—Todos tenemos nuestros problemas; algunas personas son como un libro abierto mientras que otras ocultan mejor sus sentimientos. En cuanto a mí, hago lo que puedo por desprenderme de las limitaciones que me constriñen, aunque sea poco a poco. Nunca se sabe cuándo un cambio, aunque sea mínimo, marcará la diferencia.
Lo que dijo me removió por dentro. Me había flagelado por mi debilidad, pero ¿había sido aquello una excusa para quedarme de brazos cruzados? Aquellos últimos meses había sido una sombra de mí misma, la pena y la autocompasión me habían dejado hueca. Era cierto que carecía de poderes, que no contaba con familia ni amigos que me ayudasen. Pero no era un monigote desvalido, ni siquiera lo había sido cuando aquellos soldados nos persiguieron a Ping’er y a mí. Yo había decidido arriesgarme, a pesar de lo complicado de la situación, en vez de esperar a que me capturasen. Así que, ¿por qué no hacer lo mismo aquí, donde mi seguridad tenía como precio mi dignidad y mis sueños? Puede que ahora no encontrase una salida, pero si avanzaba poco a poco, pasito a pasito… tal vez pudiera abrirme camino y regresar a casa.
Me invadió una vertiginosa oleada de alivio; una sensación inesperada y aun así satisfactoria. Sentí gratitud por él, por aquel joven de modales extraños: ofensivo en ocasiones, aunque cortés y amable al mismo tiempo. Mis circunstancias seguían siendo complicadas, pero mi espíritu, aunque magullado, permanecía intacto. Tal vez lo único que había hecho falta era que alguien me tratase como a una persona de nuevo. Que me viese tal y como era. Que me recordase que había vida más allá de la Mansión del Loto Dorado y que lo que necesitaba era poner fin al círculo vicioso de miseria en el que me había encerrado a mí misma, creyendo que era el único camino disponible.
—Si por mí fuera, me marcharía mañana, pero no tengo a dónde ir —murmuré con vehemencia.
—¿Y qué hay de tu familia? ¿Tus amigos? ¿No pueden echarte una mano?
El rostro se me descompuso. Había perdido a mi madre y a Ping’er.
—No tengo a nadie.
—¿Acaso tus padres han… fallecido? —preguntó con vacilación.
Me estremecí tan solo de pensarlo, deseando no haber mencionado a mi madre. Los mortales creían que daba mala suerte incluso hablar de esas cosas en voz alta. Demasiados temores me abrumaban todavía, había demasiadas cosas que podían salir mal.
La expresión de él se suavizó.
—Lo siento —dijo él con delicadeza, tomando mi silencio como respuesta.
El sentimiento de culpa me agarrotó la lengua. No quería mentirle, aunque tampoco podía contarle la verdad. Sin embargo, resultaba todavía peor aprovecharme de su compasión cuando no tenía ningún derecho a hacerlo. Abrí la boca para sacarlo de su error, para pronunciar las palabras que disiparían la lástima que pudiera haberle despertado y le devolverían su actitud indiferente…, pero el sonido de unas pisadas me interrumpió.
Era Lady Meiling, que se acercaba a mí envuelta en el frufrú de sus brocados. Me puse en pie de golpe, reprimiendo el conocido sentimiento de temor que se extendía por mi interior. El aire se agitó con el ardor de su aura, pues la ira emanaba con fiereza de cada uno de sus poros. Conocía bien las diferentes facetas de su temperamento, y por el color escarlata que habían adquirido sus mejillas, supe que estaba realmente furiosa.
—¡Xingyin! ¿Por qué tardas tanto en limpiar una mancha de nada?
Me encogí ante la aspereza de su tono, pese a que noté un endurecimiento a lo largo de la columna vertebral. De mis labios no brotó disculpa alguna, y tampoco bajé la mirada.
Mi silencio pareció enfurecerla todavía más.
—¿Cómo te atreves a quedarte ahí sentada, holgazaneando y parloteando con desconocidos?
Le lanzó una mirada despectiva a mi nuevo amigo, pero entonces ocurrió algo extraño y maravilloso. El color abandonó su rostro y ella dejó escapar un grito ahogado. Cayó de rodillas y unió las manos; las extendió hacia delante para llevar a cabo una reverencia formal, inclinándose ante el joven que ahora estaba de pie a mi lado.
—Lady Meiling os da la bienvenida, príncipe heredero Liwei. —Su voz se volvió dulce como la miel—. Alteza, de saber que ibais a honrarnos con vuestra presencia, habríamos preparado un recibimiento adecuado.
Yo habría seguido su ejemplo y me habría arrodillado también, pero lo único que pude hacer fue mirarlo con incredulidad. ¿Por qué no me había contado quién era? Tampoco me ha mentido, me dije. El chico amable en el que había confiado había desaparecido; en su lugar se encontraba un señor noble, que contaba con la protección que el poder le otorgaba. Tenía las manos unidas a la espalda y su expresión era distante. Si hubiera visto antes aquella faceta, probablemente habría huido.
Él le dirigió un asentimiento de cabeza con fría formalidad.
—Lady Meiling, ¿qué ha hecho esta criada para ganarse tal reprimenda?
Un suave suspiro abandonó los labios de Lady Meiling al tiempo que dejaba caer los hombros. Su aspecto ahora era frágil y encantador, como el de una rosa despojada de sus espinas.
—Alteza, siempre he tratado a aquellos que me sirven como a miembros de mi familia. Lo que acabáis de presenciar no ha sido más que un arrebato pasajero, fruto de los repetidos descuidos de esta criada.
Tuve que ahogar los sonidos estrangulados que emergieron de mi garganta. La expresión del príncipe Liwei era inescrutable. ¿Acaso le había creído? ¿Y por qué se me había caído el alma a los pies al considerar aquella idea?
—¿A qué descuidos os referís? —Su tono era agradable, pero aun así no le dio permiso para levantarse.
—Ha estropeado mi prenda favorita y luego lo ha negado mintiendo.
—¡No era mentira! —grité, dejando de lado el decoro.
El príncipe Liwei tensó un poco la espalda. ¿Lamentaba haberse visto envuelto en una disputa tan trivial como aquella? Así era como pasaba los días en la Mansión del Loto Dorado, sumida en una continua sucesión de frivolidades que me desgastaban y consumían. Pero eso se había acabado, decidí. Mi encuentro con el príncipe —por más inexplicable que fuera— me había ayudado a recordar que no tenía por qué recorrer de forma sumisa la senda que se había desplegado ante mí. Aprovecharía todas las ventajas que se me presentaran, sirviéndome incluso de su elevada posición.
—¿La visteis estropear la prenda? —preguntó a Lady Meiling.
Ella vaciló.
—No, me lo contó…
El príncipe alzó la mano, interrumpiéndola.
—Lady Meiling, no parece temblaros el pulso a la hora de buscar culpables sin llevar a cabo una investigación adecuada.
Agarró la capa y miró la mancha, que hasta el momento no había disminuido a pesar de todos mis esfuerzos. El aire se calentó a medida que una luz dorada brotaba desde su palma y se extendía sobre la seda. La mancha desapareció y la capa volvió a quedar seca, como si no hubiera llegado a mojarse.
¡Qué magia tan poderosa poseía! Y había aflorado con una facilidad asombrosa de su interior. Deseaba con todas mis fuerzas poder hacer lo mismo. El vendaval que había socorrido a Ping’er se me antojaba un sueño lejano. Si había sido cosa mía, ignoraba cómo volver a hacerlo. Cuando cerraba los ojos, todavía vislumbraba las luces de mi interior, pero estas se desvanecían en cuanto trataba de llegar hasta ellas. Mis intentos eran, en el mejor de los casos, poco entusiastas, pues su mera visión me aterrorizaba y me inundaba de remordimiento. De no haber llamado la atención de la emperatriz, todavía seguiría en casa. Puede que, con el tiempo, Ping’er me hubiera enseñado a usar mis poderes. ¿Qué utilidad tenía la magia si no sabía controlarla?, pensé amargamente. Y mientras permaneciese en aquel lugar no tendría ocasión de mejorar mis habilidades.
En la Mansión del Loto Dorado solo a los criados favoritos se les enseñaba a canalizar su magia para llevar a cabo tareas rudimentarias y facilitarles sus quehaceres. A los guardias se les instruía sobre encantamientos de ataque y defensa, cómo levantar escudos de protección o lanzar descargas de fuego y hielo. Mientras tanto, del resto se esperaba que trabajásemos como los mortales. Aunque lo cierto era que la fuerza vital de la mayoría de los otros criados era muy débil y era poco probable que llegara a fortalecerse lo suficiente como para ascender en el orden jerárquico de los inmortales.
Puede que ese fuera también mi caso, pero en el fondo no lo creía. Habían sido mis poderes los que habían captado la atención del Reino Celestial. Estos habían sido mi ruina, pero tal vez pudiera sacar provecho… si encontraba a alguien dispuesto a enseñarme.
El príncipe Liwei le devolvió la ya impoluta capa a Lady Meiling.
—Confío en que no habrá necesidad de seguir con la reprimenda. —Su tono se endureció—. Cualquier criado con experiencia, o incluso vos misma, podríais haber solucionado el asunto sin recurrir a estas maniobras. Exhibir semejante comportamiento desde una posición privilegiada empaña vuestra imagen.
Dos manchas rojas tiñeron las mejillas de Lady Meiling. Una mezquina parte de mí disfrutó al presenciar la regañina, pero ¿qué ocurriría cuando el príncipe se marchara? Mi ansiedad se disparó al oír otra voz, la del padre de Lady Meiling.
—Alteza. —Se acercó apresuradamente hasta nosotros: lo más probable era que algún guardia le hubiese avisado de la presencia del príncipe heredero. Se arrodilló e hizo una reverencia, tocando el suelo con la frente—. Si mi hija o esta criada os han ofendido, os pido disculpas.
—Me ha decepcionado ver el modo en que Lady Meiling trata a quienes están a su servicio —dijo el príncipe—. Semejante comportamiento no tiene cabida en mi corte. Cuando regrese, pienso revocar la invitación que os concedí para participar en la selección de mi acompañante.
Ahogué un grito. Lady Meiling apenas había hablado de otra cosa que no fuera aquello desde que la eligieron como candidata. El príncipe heredero había organizado una competición para elegir a un compañero de estudios que tomara clases junto a él. ¿Era aquello a lo que se refería cuando hablaba de desprenderse de las limitaciones que lo constreñían? ¿Se había cansado de sus amistades de palacio? Corría el rumor de que el príncipe pretendía brindar la oportunidad a todo el reino, pero se lo desautorizó. Ahora los candidatos debían contar con el patrocinio de una casa noble, y estas se habían dedicado a proponer únicamente a sus parientes.
El padre de Lady Meiling palideció. Sería toda una humillación que se los eliminase de la lista y habría un sinfín de especulaciones sobre el motivo por el que su hija había quedado descartada.
—Por favor, Alteza, perdonadla —imploró—. Mi hija embellecería vuestra corte como la más auténtica de las flores, si fuera lo bastante afortunada como para unirse a ella.
Una idea atrevida afloró en mi mente. Incluso podría decirse que audaz, pero tal vez nunca más dispusiera de otra oportunidad como aquella. Dejaría de estar a merced de un ama caprichosa, estudiaría con el príncipe Liwei, aprendería a controlar mis poderes… Se me secó la boca de solo pensarlo. Puede que entonces fuera capaz de ayudar a mi madre.
Me arrodillé, ejecutando una torpe reverencia.
—Por favor, Alteza, no dejéis a Lady Meiling sin su invitación. Pero… —Las palabras se me atascaron en la garganta como una espina de pescado bien incrustada.
Esperó a que siguiera, y su paciencia me hizo recuperar la calma. Me pasé la lengua por los labios mientras reunía el valor para decir:
—Yo también deseo participar.
Lady Meiling y su padre me miraron con los ojos desorbitados. Yo era insignificante para ellos, no merecía tal honor. Me dieron ganas de que me tragara la tierra, pues no estaba acostumbrada a actuar con tanto descaro, pero la única opinión que importaba era la del príncipe Liwei.
Parpadeó; parecía haberlo pillado desprevenido por primera vez desde que nos habíamos conocido.
—¿Por qué? —preguntó.
La intención del padre de Lady Meiling había sido tejer un lazo más estrecho con la familia real. Incluso se habló de que ella pudiera llegar a ganarse el afecto del príncipe. A mí todo eso me daba igual. Se me pasó por la cabeza adularlo, pero decidí hablar desde el corazón. Era lo que había hecho antes de saber quién era él.
—Alteza, sería un honor disfrutar de vuestra compañía, pero esa no es la razón por la que quiero…
Se dio un golpecito en la barbilla, curvando los labios.
—¿No quieres disfrutar de mi compañía?
—No, Alteza. Es decir, ¡sí! Sí, quiero disfrutar de vuestra compañía —tartamudeé—. Pero lo que más deseo es aprender con vos de los mejores maestros del reino.
Maldije mis torpes palabras mentalmente. Se va a negar, pensé desesperada. Aunque hubiera sido peor no intentarlo.
Él permaneció inmóvil, como si estuviera sopesando mi respuesta. Finalmente, le dijo al padre de Lady Meiling:
—Permitiré que vuestra hija conserve su invitación con una condición: que patrocinéis la participación de esta criada también.
Un sentimiento de esperanza se elevó en mi interior como una cometa a la que se la lleva el viento.
—Alteza, no es más que una sirviente —protestó el padre de Lady Meiling.
—Nuestra ocupación no es un reflejo de lo que somos.
El príncipe Liwei se hizo eco de mis palabras de antes, dirigiéndole una mirada más férrea de lo que correspondía a su edad—. O las patrocináis a ambas o no aceptaremos a ninguna.
—Sí, Alteza.
El padre de Lady Meiling hizo una reverencia mientras el príncipe se alejaba y se adentraba en el bosque de bambú.
Su partida dio paso a un tenso silencio. Recogí mis cosas con la intención de marcharme de allí, cuando el padre de Lady Meiling me dirigió un gesto para que me acercara.
—¿De qué conoces al príncipe heredero? —exigió saber.
—Acabo de conocerlo —respondí con sinceridad.
Me miró con los ojos entornados y acariciándose la barba.
—¿Por qué le importa tanto tu bienestar? —se preguntó en voz alta, sin observar nada sobresaliente en mí que pudiera explicar el hecho de que el príncipe heredero me defendiese.
Atisbé el rostro de Lady Meiling por el rabillo del ojo; seguía roja por la furia y la humillación. Como era reacia a echar más leña al fuego, escogí mis palabras con cuidado:
—Me vio llorar y creo que se compadeció de mí. —Me di cuenta entonces de que eso era, probablemente, lo que había pasado.
Hizo un gesto de asentimiento y me despidió con un movimiento de la mano. Albergar un sentimiento de compasión por alguien como yo era algo que sí podía entender.
Hice una reverencia y me retiré, alejándome con pasos más ligeros que una pluma. No era ninguna ilusa: sabía que me haría falta un milagro para ganar. Pero me satisfacía enormemente que se me brindara la oportunidad. Aunque perdiera. Aunque me echaran de la Mansión del Loto Dorado. Aquel atisbo de esperanza era un soplo de aire fresco para mi existencia estática. Con un regenerado sentimiento de determinación, volví a la casa con la cabeza un poco más alta. Ya no era ninguna niña dispuesta a dejarme llevar por la marea: si era necesario nadaría contra corriente. Y si por algún milagroso golpe del destino ganaba, ya no volvería a sentirme impotente.