2

Inhalé una estimulante bocanada de aire; completamente pura y a la vez hueca, sin rastro alguno de especias. La nube atravesó el cielo a toda prisa, provocando que me tambalease y tuviera que agarrarme del brazo de Ping’er. Sin el brillo de los faroles, la noche resultaba espeluznante. Apenas aquella mañana, el miedo había sido una emoción ajena, y ahora este me ahogaba. Por suerte, los húmedos pliegues de la nube no cedían bajo mis pies, sino que su firmeza era idéntica a la del suelo, salvo por el viento, que soplaba con fuerza a mi alrededor.

Nos esperaba un largo trayecto hasta el Mar del Sur, al otro lado del Reino Celestial, más allá de los exuberantes bosques del reino del Fénix. Más allá, incluso, del Desierto Dorado, la vasta medialuna de arena estéril que limitaba con el temido Reino de los Demonios. ¿Cómo encontraría el camino de vuelta a casa? Me di cuenta entonces de que tal vez habían creído que nunca volvería.

Un océano de luces resplandeció a lo lejos, distrayéndome de mis sombríos pensamientos.

—El Reino Celestial —susurró Ping’er.

De pronto se levantó una ráfaga de viento; ella miró por encima del hombro, y el color abandonó su rostro. Me giré y escudriñé la noche con la mirada. Una nube enorme se acercaba a nosotras, con las siluetas de seis inmortales alzándose sobre ella. Sus armaduras desprendían un brillo blanco y dorado, aunque la oscuridad ocultaba sus rasgos.

—¡Soldados! —resolló Ping’er.

El corazón me martilleó en el pecho.

—¿Vienen a por nosotras?

Me colocó tras ella.

—Llevan armadura celestial. Ha debido de enviarlos la emperatriz. ¡Agáchate! Que no te vean, intentaré darles esquinazo.

Me agaché tanto como pude, hundiéndome en las frías ondulaciones de la nube. Una parte de mí se alegraba de no ver a los soldados y, aun así, el temor a lo desconocido hizo que se me erizara la piel. Ping’er cerró los ojos al tiempo que un delgado chorro de luz emergía de la palma de su mano. Era la primera vez que la veía usar la magia; puede que nunca antes hubiese sido necesaria. Nuestra nube se precipitó hacia delante, pero ella no tardó en reducir la velocidad de nuevo.

Ping’er tenía la piel empapada de sudor.

—No puedo hacer que vaya más deprisa; no soy lo bastante poderosa. Si nos atrapan… descubrirán quiénes somos.

—¿Están muy cerca? —Me volví para echar un vistazo, y deseé no haberlo hecho.

El acero resplandecía en las manos de los soldados, que se acercaban cada vez más. No tardarían en alcanzarnos. Puede que alguno reconociera a Ping’er y eso diera lugar a un interrogatorio. A mí se me daba fatal mentir, pues nunca había tenido la necesidad de practicar: una mirada severa de mi madre bastaba para sonsacarme la verdad. Unas imágenes monstruosas afloraron en mi mente: unos soldados irrumpiendo en mi casa y llevándose a mi madre encadenada. El crepitante látigo fulgurante azotándole la espalda, cuarteándole la piel mientras la sangre salpicaba la seda blanca de su túnica. Sentí náuseas y la bilis, ardiente, me trepó por la garganta.

Hundí las uñas en la carne de mi palma. No podía dejar que nos dieran caza. No podía permitir que mi madre y Ping’er salieran heridas. Pero era débil, y solo se me ocurrió una idea, que bien podría ser lo último que hiciera.

Apreté los dientes hasta que me dolieron y me obligué a decir:

—Ping’er, déjame aquí.

Me miró como si hubiera perdido la cabeza.

—¡No, estamos en el Reino Celestial! Debemos llegar al Mar del Sur. Debemos…

Mi sosiego se vino abajo. La agarré del brazo con desesperación y tiré de ella hacia abajo.

—No conseguiremos darles esquinazo. En cuanto nos capturen nos castigarán a todas. Creo… que deberíamos dividirnos. Quédate tú en la nube, yo no soy capaz de controlarla. Al menos de esta manera tendremos una posibilidad de escapar.

¿Qué alternativa teníamos? Ninguna que nos ofreciera a ambas una oportunidad de huir. Sin embargo, por más que lo intentara, no podía dejar de temblar.

Ella negó con la cabeza, pero yo insistí:

—Estaré a salvo en el Reino Celestial mientras no descubran quién soy. Le prometí a madre que no se lo contaría a nadie, y no lo haré. Buscaré un lugar donde esconderme. Tal vez sin mí logres dejar atrás a los soldados. —Pronuncié las palabras de forma apresurada. Dentro de un instante sería demasiado tarde, y la decisión nos sería arrebatada.

El fuego iluminó la noche, abriéndose paso hacia nosotras. Nos golpeó y la nube se sacudió al girar bruscamente. El calor resplandeció en mi piel al tiempo que Ping’er alzaba la mano, bañada por una brillante luz que apagó las llamas. Cayó a mi lado con un grito.

—Nos atacan —dijo con incredulidad, y apoyó sus palmas iluminadas en la nube, acelerándola.

El terror se apoderó de mí, pero no podía sucumbir. No en aquel momento, cuando cada segundo era crucial.

—Ping’er, es la única manera. No podemos dejar que nos atrapen. —Hablé con firmeza, con urgencia. Ya no era una niña que suplicaba para que le dieran voz—. También es mi decisión.

Su rostro se endureció entonces, y una sombría determinación cruzó su expresión. Señaló un grueso banco de nubes que había a lo lejos.

—Allí… Voy a descender tanto como pueda. Te protegeré durante la caída.

A pesar de sus palabras tranquilizadoras, había algo que me inquietaba. Respiraba de forma acelerada y áspera, y tenía la piel húmeda. ¿Estaba enferma? Imposible. Los inmortales no sufrían tales dolencias.

—Ping’er, ¿estás herida? ¿Acaso el fuego…?

—Solo estoy un poco cansada. Nada que deba preocuparte.

Me puse de lado y miré por encima del borde mientras la nube seguía adelante a toda velocidad. Pensé de inmediato en los peligros que me aguardaban: no en el vacío de abajo, sino en las luces brillantes que se entrelazaban en la oscuridad. Preciosas. Aterradoras. Me levanté y abracé a Ping’er, estrechándola con fuerza. Deseando no tener que soltarla. Deseando muchísimas cosas, aunque ninguna se haría realidad.

Se aferró a mí con absoluta desesperación mientras nos sumergíamos en el banco de nubes. Las gotas de agua helada me rozaban la piel y la humedad se me pegaba a la ropa. A medida que descendíamos, el frío se adueñaba de mí, calándome hasta los huesos. Me temblaron las piernas al extenderlas para ponerme en pie. Ping’er me rodeó el hombro con el brazo; su piel era como la ceniza al enfriarse. El aire destelló al tiempo que un ligero cosquilleo me recorría.

—El escudo amortiguará tu caída. Aun así, puede que te hagas daño y debes tener cuidado en todo momento. —Le temblaron las manos al colgarme el pequeño morral del brazo.

—¿Intentarás venir a buscarme cuando pase el peligro? —Me aferré a aquella frágil esperanza, intentando hacer acopio de los últimos vestigios de valor que me quedaban.

Las lágrimas anegaron sus ojos.

—Pues claro. Pero si no puedo…

—Hallaré el camino de vuelta. Un día, cuando pase el peligro —dije con rapidez, para prometérnoslo a las dos.

—Lo sé. Debes hacerlo por tu madre. —Tomó una profunda bocanada de aire—. ¿Estás preparada?

Estaba tan tensa que creí que iba a estallar. No, jamás estaría preparada… para saltar a lo desconocido, para cercenar el último vínculo con mi hogar. Pero si no me marchaba ahora, si cedía al pánico, si me abandonaba a la oscuridad de la duda… la poca determinación que me quedaba se desvanecería. Mirándola, obligué a mis rígidas piernas a retroceder hacia el borde. Prefería, con mucho, contemplarla a ella en vez del enorme vacío que había debajo.

—¡Ya! —gritó ella en un repentino estallido de fuerza, con la mirada encendida.

Me tambaleé hacia atrás, justo cuando la cabeza de Ping’er caía hacia un lado y ella se desplomaba, hecha un ovillo, sobre la nube. Pero yo también me precipitaba a través del oscuro vacío del cielo. El viento me arrebató todo pensamiento, ahogando el grito que brotó de mi garganta y azotándome el rostro y las extremidades hasta dejarlos en carne viva. Mis ropas ondearon en una nube de seda. El aire me azotaba, impidiéndome respirar, y los pulmones me ardían. Un estruendo en mis oídos lo enmudeció todo salvo los latidos de mi corazón.

Sin embargo, frente a mí, convirtiéndose en una mera mancha, estaba la nube de Ping’er, inmóvil. Ella seguía acurrucada en el mismo lugar. ¿Se habría desmayado? ¡Vete!, exclamé en un grito mudo mientras los soldados se dirigían hacia ella a toda velocidad. Una oleada de terror me encogió las entrañas; alargué las manos —un gesto inútil—, aferrándome de forma frenética a… algo en mi interior. Sentí un hormigueo en la piel, ardiente primero y luego frío, al tiempo que un resplandeciente torbellino de aire atravesaba el vacío dirigiéndose hacia Ping’er. Este brilló intensamente antes de cambiar el rumbo y desaparecer a lo lejos.

Me estrellé contra el suelo y el dolor me recorrió el cuerpo. El aire abandonó mis pulmones y lo único que pude hacer fue quedarme tumbada mientras mis lágrimas se mezclaban con el sudor que me recubría la piel. El cansancio se apoderó de mí. Me aferré a la suave hierba bajo mis dedos, tomé una temblorosa bocanada de aire y el aroma de las flores me inundó las fosas nasales. Era dulce, y aun así me resultaba indiferente. Apoyé las palmas en el suelo y me levanté, dolorida y entumecida, pero por lo demás ilesa. El encantamiento de Ping’er había amortiguado la peor parte de la caída.

Creía que estaba protegiéndola, pero ella me había ayudado a escapar sin preocuparse por su seguridad. ¿Habría conseguido escapar? ¿Estaría mi madre a salvo? ¿Y yo? Mi respiración se había vuelto irregular; me faltaba el aliento, estaba ahogándome. Los inmortales no enfermábamos ni éramos víctimas de la vejez, pero las armas, las criaturas y la magia de nuestro reino podían herirnos igualmente. Estúpida de mí, nunca había imaginado que tales peligros fueran a afectarnos. Y ahora… me hice un ovillo, rodeando las rodillas con los brazos, y dejé escapar un frágil y agudo lamento, como el de un animal herido. Idiota, me maldije una y otra vez por haber provocado aquello, hasta que por fin cerré los labios para amortiguar los sonidos.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, con la garganta en carne viva ahogando mi dolor. Y sí, también temía por mi seguridad, ya que las imágenes de soldados crueles y bestias salvajes se agolpaban en mi mente. ¿Quién sabía lo que acechaba en la oscuridad? Me estaba desmoronando, hecha polvo, pero entonces un rayo de luz me iluminó. Levanté la cabeza y contemplé la luna; era la primera vez que la veía de lejos. Era radiante y preciosa, y también me ofrecía consuelo. Mi respiración se apaciguó un poco, hallando alivio en la creencia de que mientras la luna saliera cada noche, sabría que mi madre había encendido los faroles y estaba bien. Un recuerdo afloró en mi mente: el de ella atravesando el bosque, y su túnica blanca brillando en la oscuridad. Una oleada de anhelo sacudió mi magullado corazón, pero me armé de coraje para no volver a hundirme en el abismo de la autocompasión.

Unos destellos captaron mi atención desde abajo, unas luces brillantes que danzaban en el interior de sus oscuras profundidades. ¿Eran las mismas que había vislumbrado desde arriba? Fue entonces cuando me di cuenta de que el suelo era como un espejo, un reflejo del entramado de estrellas que urdía la noche. Su belleza desconocida se me quedó grabada, un duro recordatorio de que ya no estaba en casa. Volví a desplomarme, envolviéndome el cuerpo con los brazos. Contemplé la luna hasta que se me pasó el dolor y finalmente me sumí en un reposo sin sueños sobre el duro y frío suelo.

Alguien me estaba dando golpecitos en el brazo. ¿Era mi madre? ¿Acaso todo había sido una pesadilla? Un rayo de esperanza se abrió paso en mi interior, disolviendo la neblina de mi letargo. Abrí los ojos y parpadeé ante el brillo de la mañana. El remolino de luces había desaparecido y en su lugar se asomaban las nubes rosadas del amanecer.

Una mujer se arrodilló junto a mí, con una cesta al lado. Su mano, apoyada en mi codo, era tan cálida y estaba tan seca como la superficie de los faroles de papel.

—¿Por qué estás durmiendo aquí? —Frunció el ceño—. ¿Estás bien?

Me incorporé de golpe, ahogando un grito por el dolor que me recorrió la espalda. Apenas pude responder a su pregunta con un asentimiento de cabeza, pues los recuerdos que me invadían me habían dejado entumecida.

—Ve con cuidado. Deberías marcharte a casa, he oído que anoche hubo algunos disturbios y los soldados están patrullando la zona.

Recogió su cesta y se puso en pie.

Noté un nudo en el estómago. ¿Disturbios? ¿Soldados?

—¡Esperad! —exclamé, sin saber qué decir, pero no queriendo quedarme sola—. ¿Qué ocurrió?

—Alguna criatura se coló a través de las guardas. Los soldados le dieron caza. —Se estremeció—. En los últimos años han aparecido espíritus de zorros. Aunque se dice que esta vez podría haberse tratado de un demonio que intentaba secuestrar niños celestiales para sus artes malignas.

¿Uno de los monstruos del Reino de los Demonios? Me di cuenta entonces de que era a mí a quien buscaban los soldados. Yo era el presunto demonio. Me habría echado a reír si no hubiera estado muerta de miedo. Ping’er debía de ignorar la existencia de las guardas.

—¿Han detenido a alguien? —Mi voz sonó frágil y lánguida.

—Aún no, pero no te preocupes. Nuestros soldados son los mejores del reino. Atraparán al intruso en un periquete. —Me dirigió una sonrisa tranquilizadora, antes de preguntarme—: ¿Qué haces por aquí a estas horas?

Me encorvé de alivio. ¡Ping’er había escapado! Sin embargo, debía de llevar horas allí y ella no había vuelto. El vendaval que había atravesado el cielo violentamente y se la había llevado por los aires… ¿la habría alejado demasiado?

Un pensamiento afloró en mi mente. ¿Acaso aquel poder, de alguna manera, había salido de mí? ¿Podría volver a hacer algo así? No, era ridículo planteármelo siquiera. Además, hasta ahora mi magia no me había traído nada bueno y no podía arriesgarme a llamar la atención. Me puse de pie, advirtiendo que la mujer se me había quedado mirando, pues su pregunta había quedado sin respuesta. No sospechaba de mí porque en su mente el intruso era una bestia temible o un demonio, pero no me atreví a darle ninguna razón para dudar ahora.

—No tengo a dónde ir. Me… me despidieron de la casa en la que trabajaba. Me caí y me desmayé. —Mis palabras eran torpes y mi tono, vacilante. No estaba acostumbrada a mentir de forma tan descarada.

La expresión de su rostro se suavizó. Tal vez percibiera mi desdicha, derramándose de mi interior como un río desbordado por la lluvia.

—Por los Cuatro Mares, algunos de estos nobles son de lo más cascarrabias y egoístas. Bueno, no te preocupes. Seguro que no tardarás en encontrar otra cosa. —Ladeó la cabeza—. Trabajo en la Mansión del Loto Dorado. Si te interesa, he oído que la señorita está buscando otra criada.

Su amabilidad era como una corriente de calidez en el invierno de mi desdicha. Pensé con rapidez. Lo más seguro era que vagar por mi cuenta levantara sospechas. No sabía cómo podían ocurrírseme cosas tan mundanas en aquel momento, pero algo se endureció en mi interior. La pena era un lujo que no podía permitirme después de haberme regodeado en ella durante la mitad de la noche. Si me derrumbaba ahora, todo habría sido en vano. Me quedaría allí con alguien y, de algún modo, hallaría la manera de volver a casa; aunque me llevara un año, una década o un siglo.

—Gracias. Aprecio vuestra amabilidad.

Me incliné desde la cintura, ofreciéndole una torpe reverencia, ya que en casa no dábamos importancia a tales ceremonias. Pareció complacerla, pues me dirigió una sonrisa y me indicó que la siguiera.

Recorrimos el resto del camino en silencio, atravesando una arboleada de bambúes y un puente de piedra gris que se arqueaba sobre un río, antes de llegar a las puertas de una extensa propiedad. Bajo la marquesina de la entrada, había una placa lacada en negro que rezaba en caracteres dorados:

金莲府

MANSIÓN DEL LOTO DORADO

Era una hacienda inmensa, un conjunto de recintos interconectados y amplios patios. Unas columnas rojas sustentaban los tejados curvados de tejas de color azul noche. Las flores de loto flotaban en los estanques y colmaban el aire con su fragancia embriagadora y dulce. Seguí a la mujer a través de largos pasajes iluminados con farolillos de palisandro hasta llegar a un enorme edificio. Tras dejarme en el umbral de la puerta, se acercó a un hombre de rostro rubicundo y le dirigió unas palabras. Él respondió con un asentimiento de cabeza antes de aproximarse a mí. Yo me erguí todavía más y me alisé de manera instintiva las arrugas de la túnica.

—Ah, ¡qué oportuno! —exclamó—. La señorita, Lady Meiling, me regañó anoche por no haber encontrado a una sustituta. Aunque uno se pregunta por qué necesita más de tres criadas —murmuró, evaluándome con la mirada—. ¿Has servido alguna vez en una hacienda de estas dimensiones? ¿Qué habilidades posees? —Mis habilidades no eran, ni mucho menos, sobresalientes, pero mi respuesta pareció satisfacerle.

Pasé los siguientes días aprendiendo mis tareas, desde cómo elaborar los pasteles de almendra favoritos de Lady Meiling o cómo preparar el té a su gusto, hasta ocuparme del cuidado de sus prendas; algunas adornadas con bordados tan exquisitos que parecían estremecerse ante mi roce. Otros deberes incluían pulir los muebles, lavar la ropa de cama y mantener los jardines. Trabajaba de sol a sol, quizá porque no tenía poderes que pudieran aliviar mi carga.

Eran las reglas, no las tareas, lo que más me molestaba: dictaban la inclinación de mis reverencias, me obligaban a guardar silencio a menos que se me dirigiera la palabra, me prohibían sentarme en presencia de mi ama, me forzaban a obedecer todas sus órdenes sin vacilar. Cada regla golpeaba mi orgullo un poco más que la anterior, dilatando el abismo entre patrona y criada, un recordatorio constante de la inferioridad de mi posición y del hecho de que ya no me encontraba en casa.

Estas podrían haberme apesadumbrado más, pero la pena ya inundaba mi corazón y mis pensamientos se hallaban invadidos con preocupaciones mucho mayores que tener los pies doloridos o las palmas de las manos en carne viva. Y en cierto modo, agradecía que mi día a día fuera tan ajetreado, pues apenas me dejaba tiempo para pensar en mi desdicha.

Cuando el jefe de personal consideró por fin que mi rendimiento era satisfactorio, me pusieron al servicio de Lady Meiling, junto con otras criadas con las que compartiría habitación. Al parecer era una patrona exigente, pero yo tenía la esperanza de que las cuatro nos bastáramos para atenderla. Cuando llegué con mi morral, las demás se estaban vistiendo con unas túnicas de color verde sauce sobre su ropa interior blanca. Una de las chicas ayudaba a otra a atarse una faja amarilla alrededor de la cintura. Una chica preciosa con hoyuelos se puso en el pelo una horquilla de latón en forma de flor de loto, un accesorio que todas debíamos llevar. Eran un trío animado, y charlaban entre ellas con familiaridad. A pesar de la tristeza que me afligía, una chispa cobró vida en mi interior. Puede que por fin tuviera la oportunidad de hacer amigas, algo que había deseado con todo mi ser.

La chica de los hoyuelos se volvió hacia mí.

—¿Eres la nueva? ¿De dónde eres?

—De… De… —La historia que Ping’er y yo habíamos inventado se había desvanecido de mi mente. La intensidad de sus miradas hizo que el rubor se apoderase de mis mejillas.

Las otras soltaron una risita; sus ojos brillaban tanto como los guijarros bañados de lluvia.

—Jiayi —le dijo una de ellas a la chica de la horquilla—. Parece haberse quedado muda.

Jiayi me recorrió con la mirada, curvando los labios como si estuviera viendo algo que le disgustara. ¿Era mi sencillo peinado o la falta de abalorios en mi cintura, muñecas y cuello? ¿O era que carecía de su aplomo, de la confianza que le otorgaba conocer el lugar que ocupaba en aquel mundo? Pues todo aquello ponía de manifiesto una verdad muy simple: que era una forastera, que no pertenecía a aquel lugar.

—¿A qué se dedican tus padres? Mi padre es el jefe de la guardia de esta casa —afirmó con un claro aire de superioridad.

Mi padre dio muerte a los soles. Mi madre alumbra la luna.

Eso hubiera borrado la expresión de suficiencia de su rostro, pero aun así reprimí aquel imprudente impulso. Un instante de regocijo no compensaba el ser considerada una mentirosa o arrojada a una celda. Por no mencionar los peligros a los que expondría a mi madre y a Ping’er si me creían.

—No tengo familia —respondí en cambio. Una respuesta prudente, a pesar de que me granjearía su desprecio aún más; podía advertirlo en las miradas que intercambiaron, ahora sabían que no tenía a nadie que me protegiera.

—Qué tedio. ¿Dónde te encontró el jefe de personal? ¿En la calle? —resopló Jiayi dándose la vuelta. Las otras siguieron su ejemplo y reanudaron su charla de forma tan alegre como una bandada de pájaros.

Se me heló la boca del estómago. Ignoraba lo que esperaban de mí; solo sabía que, de alguna manera, no había estado a la altura. No me consideraron digna. Caminé con dificultad hasta el rincón más alejado y dejé mi bolsa sobre la cama vacía. Las chicas se echaron a reír, intercambiando bromas, y su alegría intensificó el desconsuelo de mi soledad. Noté un nudo en la garganta y me apresuré a abandonar la habitación para recuperar la compostura. Detestaba huir, pero hubiera aborrecido llorar delante de ellas.

No desperdicies las lágrimas en cuestiones insignificantes, me dije con fiereza antes de regresar a la habitación. Las tres se volvieron hacia mí a la vez; su repentino silencio resultó estremecedor. Entonces me di cuenta de que mi bolsa de tela estaba abierta y su contenido, esparcido por el suelo.

Noté el ambiente cargado de hostilidad mientras me agachaba para recoger mis cosas. Una de ellas se rio disimuladamente, y el sonido hizo que me ardieran las orejas. Niñatas inmaduras, pensé, bullendo de rabia. Pero el dolor de la humillación era inmenso. Hasta ahora, había tenido el privilegio de conocer únicamente el afecto y el amor. De pequeña me habían aterrorizado los despiadados monstruos que moraban en mis libros. Sin embargo, acababa de aprender que las sonrisas afiladas como guadañas y las palabras crueles eran igualmente sobrecogedoras. Nunca habría imaginado que existieran personas así: personas que se enorgullecieran de pisotear la dignidad de los demás, que se alimentaran de la miseria de aquellos que las rodeaban.

Una vocecilla en mi interior me susurró que, efectivamente, me habían recogido de la calle, sin habilidades ni conexión alguna. Tal vez si me mordía la lengua y agachaba la cabeza acabaran aceptándome como a una más. Estaba agotada y prefería dejar las cosas tal y como estaban. ¿Qué más daba si se salían con la suya? ¿Qué importancia tenían la dignidad o el honor? No era nada comparado con lo que había perdido. Pero un grito de protesta se alzó en mi interior. No, no permitiría que me avergonzaran. No las adularía ni las complacería para ganarme su amistad. Prefería estar sola que tener amigas como aquellas. Y aunque en aquel momento me sentía tan insignificante como un insecto, alcé la barbilla y les sostuve la mirada.

El desprecio se reflejaba en las bonitas facciones de Jiayi, pero la forma en que desvió los ojos también revelaba un atisbo de inquietud. ¿Esperaba que me quitara de en medio y me ocultara en las sombras? Me alegré de haberla decepcionado. Me habían herido, pero no les daría la satisfacción de hacérselo saber. Su crueldad solo tendría sobre mí el poder que yo le otorgara, y recuperaría mi orgullo herido de debajo de sus pies porque… era lo único que me quedaba.