Existen numerosas leyendas sobre mi madre. Algunas cuentan que traicionó a su marido, un formidable guerrero mortal, y le robó el Elixir de la Inmortalidad para convertirse en una diosa. Otras la presentan como una víctima inocente que se bebió el elixir para evitar que unos ladrones se lo arrebataran. Al margen de la historia que decidas creer, mi madre, Chang’e, se convirtió en inmortal. Igual que yo.
Recuerdo la tranquilidad de mi hogar. Solo nosotras, junto con una leal ayudante llamada Ping’er, residíamos en la luna. Vivíamos en un palacio de piedra blanca y brillante que tenía columnas de nácar y un amplio tejado de plata pura. Un bosque de olivo dulce, con un único laurel en medio, nos rodeaba y producía unas luminosas semillas de un brillo etéreo. Ni el viento, ni los pájaros, ni siquiera mis manos, eran capaces de apoderarse de ellas, pues se asían a las ramas con la misma firmeza que las estrellas se aferran al cielo.
Mi madre era amable y cariñosa, aunque un poco distante, como si un enorme dolor le hubiera adormecido el corazón. Todas las noches, tras encender los farolillos para iluminar la luna, se asomaba al balcón y contemplaba el mundo de los mortales que se encontraba debajo. A veces me despertaba justo antes del amanecer y me la encontraba todavía allí, con la mirada nublada por los recuerdos. Yo la abrazaba, incapaz de soportar la tristeza que reflejaba su rostro, mientras mi cabeza apenas le llegaba a la cintura. Al tocarla, se estremecía como si acabara de despertarse de un sueño, y acto seguido me acariciaba el pelo y me llevaba de vuelta a mi habitación. Su silencio me alarmaba: temía haberla importunado, a pesar de que rara vez perdía los estribos. Fue Ping’er la que finalmente me explicó que a mi madre no le gustaba que se la molestara durante esos momentos.
—¿Por qué? —pregunté.
—Tu madre sufrió una pérdida inmensa. —Alzó la mano para interrumpir mi siguiente pregunta—. No me corresponde a mí contarte nada más.
El mero hecho de imaginar su dolor me perforó.
—Han pasado muchos años. ¿Se recuperará madre algún día?
Ping’er guardó silencio durante un momento.
—Algunas cicatrices permanecen grabadas en nuestros huesos… son parte de lo que somos, y dan forma a aquello en lo que nos convertimos. —Al ver mi expresión cabizbaja, me acunó en sus suaves brazos—. Pero es más fuerte de lo que crees, estrellita. Igual que tú.
A pesar de aquellas sombras fugaces, yo era feliz allí, aunque la sensación de que a nuestra vida le faltaba algo nunca desaparecía. ¿Me sentía sola? Tal vez, pero apenas tenía tiempo para preocuparme por mi soledad. Todas las mañanas mi madre me daba clases de escritura y lectura. Yo molía la tinta contra la piedra hasta que se formaba una pasta negra brillante, y ella me enseñaba a componer cada carácter con los trazos fluidos de su pincel.
Aunque apreciaba aquellos momentos con mi madre, eran las clases con Ping’er las que más disfrutaba. Mis pinturas eran pasables y mis bordados, pésimos, pero nada de eso tenía importancia, pues era la música lo que me cautivaba. La manera en que las melodías tomaban forma, ya fuera punteando las cuerdas con los dedos o moldeando las notas con los labios, despertaba de algún modo unas emociones en mi interior que aún no comprendía. Al no contar con compañeros que se disputaran mi tiempo, no tardé en dominar la flauta y el qin —la cítara de siete cuerdas—, sobrepasando las habilidades de Ping’er en apenas unos pocos años. El día que cumplí quince años, mi madre me regaló una pequeña flauta de jade blanco que me acompañaba siempre en una bolsa de seda colgada a mi cintura. Era mi instrumento favorito; su sonido era tan puro que hasta los pájaros volaban a la luna para escucharla, aunque una parte de mí creía que también venían a contemplar a mi madre.
En ocasiones me sorprendía mirándola fijamente, embelesada por la perfección de sus rasgos. Su rostro tenía la forma de una semilla de melón y su piel resplandecía con el lustre de una perla. Unas delicadas cejas se arqueaban sobre sus esbeltos ojos de color negro azabache, que adquirían forma de medialuna cuando sonreía. Unos alfileres de oro destellaban en los oscuros rizos de su cabello, que alojaba una peonía roja en un costado. El color de su vestimenta interior era del azul del cielo al mediodía, prenda que combinaba con una túnica blanca y plateada que le llegaba hasta los tobillos. En la cintura llevaba un cinto bermellón adornado con borlas de seda y jade. Algunas noches, mientras yo estaba en la cama, oía su suave tintineo, y el sueño se apoderaba rápidamente de mí al saber que ella andaba cerca.
Ping’er me aseguraba que me parecía a mi madre, pero era como comparar una flor de ciruelo con una de loto. Mi piel era más oscura; mis ojos, más redondos; y tenía la mandíbula más angulosa y con un hoyuelo en el centro. ¿Tal vez me parecía a mi padre? Lo ignoraba: no había llegado a conocerlo.
Pasaron años antes de que descubriera que mi madre, la que me secaba las lágrimas cuando me caía y enderezaba mi pincel al escribir, era la Diosa de la Luna. Los mortales la adoraban y le llevaban ofrendas todos los años durante el festival de mediados de otoño —el decimoquinto día del octavo mes lunar—, cuando el brillo de la luna alcanzaba su máxima expresión. Ese día, encendían varillas de incienso en oración y preparaban pasteles de luna, cuyas tiernas cortezas recubrían un abundante relleno de pasta dulce de semillas de loto y huevos de pato en salazón. Los niños llevaban farolillos con forma de conejos, pájaros o peces, que simbolizaban la luz de la luna. Ese día, yo salía al balcón, contemplaba el mundo que había debajo e inhalaba el aromático incienso que se elevaba hacia el cielo en honor a mi madre.
Los mortales me despertaban curiosidad, pues mi madre observaba su mundo con suma añoranza. Sus historias, plagadas de conflictos que versaban sobre el amor, el poder y la supervivencia, me fascinaban, aunque yo permanecía ajena a tales intrigas al abrigo de mi hogar. Leía todo lo que caía en mis manos, pero mis favoritos eran los cuentos protagonizados por valientes guerreros que se enfrentaban a temibles enemigos para proteger a sus seres queridos.
Un día, mientras hurgaba entre un montón de pergaminos de nuestra biblioteca, un brillo captó mi atención. Saqué el objeto, y el corazón se me aceleró al descubrir un libro que no había leído. Por su tosca encuadernación cosida, parecía ser un texto mortal. Tenía la portada tan descolorida que apenas era capaz de distinguir la ilustración que la decoraba: un arquero que apuntaba con un arco de plata a diez soles en el cielo. Tracé los sutiles detalles de una pluma en el interior de los orbes. No, no eran soles, sino pájaros envueltos en bolas de fuego. Me llevé el libro a mi habitación y noté un hormigueo en los dedos al estrechar el frágil papel contra el pecho. Me senté en una silla y pasé las páginas con avidez, devorando las palabras.
Comenzaba del mismo modo que muchos otros relatos heroicos: con el mundo de los mortales sumido en una terrible desgracia. Diez aves del sol habían surcado los cielos, abrasando la tierra y provocando un enorme sufrimiento. Ningún cultivo era capaz de crecer en el suelo calcinado y de los ríos resecos no manaba ni una gota de agua. Corría el rumor de que estas aves eran las favoritas de los dioses celestiales, por lo que nadie se atrevía a desafiar a tan poderosas criaturas. Pero cuando toda esperanza parecía perdida, un intrépido guerrero llamado Houyi tomó su arco mágico de hielo. Disparó sus flechas al cielo y mató a nueve aves, dejando a una sola para que iluminase la tierra…
El libro me fue arrebatado. Mi madre se encontraba frente a mí, con las mejillas encendidas y la respiración acelerada. Sus uñas se me clavaron en la carne cuando me agarró del brazo.
—¿Lo has leído? —exclamó.
Mi madre rara vez levantaba la voz. La miré, desconcertada, y finalmente asentí con la cabeza.
Me soltó y se dejó caer en una silla mientras se apretaba la sien con los dedos. Alargué el brazo hacia ella, temerosa de que se fuera a apartar hecha una furia, pero me rodeó la mano con las suyas, y noté su piel, tan fría como el hielo.
—¿He hecho algo mal? ¿Por qué no puedo leer este libro? —pregunté de forma entrecortada. La historia no parecía relatar nada fuera de lo común.
Guardó silencio durante tanto tiempo que pensé que no había oído mi pregunta. Cuando por fin se volvió hacia mí, sus ojos brillaban más que las estrellas.
—No has hecho nada malo. El arquero, Houyi… es tu padre.
Algo destelló en mi mente, y sus palabras resonaron en mis oídos. De pequeña le había preguntado a menudo por mi padre. Sin embargo, siempre había guardado silencio, con el rostro nublado, hasta que mis preguntas cesaban por fin. Mi madre guardaba numerosos secretos que jamás compartía conmigo. Hasta ahora.
—¿Mi padre? —Noté una opresión en el pecho al pronunciar las palabras.
Cerró el libro y se quedó contemplando la portada. Con temor de que se marchara, levanté la tetera de porcelana y le serví una taza. El té estaba frío, pero ella se lo bebió sin rechistar.
—Nos enamoramos en el mundo de los mortales —empezó, en voz baja y suave—. También te quería a ti… incluso antes de que nacieras. Y ahora… —Se interrumpió mientras parpadeaba con furia.
Le apreté la mano para reconfortarla y recordarle suavemente que seguía allí.
—Y ahora pasaremos la eternidad separados.
Las ideas que se me amontonaban en la cabeza y los numerosos sentimientos que surgían en mi interior apenas me dejaban pensar. Desde que tenía memoria, mi padre no había sido más que una presencia sombría en mi mente. Cuántas veces había soñado que estaba sentado frente a mí mientras comíamos, que paseaba conmigo a la sombra de los árboles en flor. Cada vez que me despertaba, la calidez de mi pecho se disolvía y se transformaba en un dolor hueco. Hoy, por fin había descubierto el nombre de mi padre, así como su amor por mí.
No era de extrañar que mi madre siempre pareciera atormentada, sumida en sus recuerdos. ¿Qué le había pasado a mi padre? ¿Seguía en el reino de los mortales? ¿Cómo habíamos acabado aquí? No obstante, me tragué mis preguntas mientras mi madre se secaba las lágrimas. Ansiaba desesperadamente saber las respuestas, pero me negaba a lastimarla para satisfacer mi curiosidad egoísta.
El tiempo tenía el mismo efecto en un inmortal que la lluvia en un océano inmenso. La nuestra era una vida tranquila y agradable, y los años transcurrían como si fueran semanas. Desconozco cuántas décadas habrían pasado de la misma manera si el caos no se hubiera adueñado de mi vida, como una hoja al ser arrancada de su rama por el viento.
El día había amanecido despejado y la luz del sol entraba por mi ventana. Dejé a un lado mi qin lacado y cerré los ojos para reposar. Como muchas otras veces, unas motas de luz plateada irrumpieron en mi mente, burlándose y tirando de mí, del mismo modo en que el aroma del olivo dulce me arrastraba hasta el bosque cada mañana. Deseaba llegar hasta ellas, pero recordé la severa advertencia de mi madre.
—Ignóralas, Xingyin —me había suplicado con la piel lívida—. Es demasiado peligroso. Confía en mí, se desvanecerán.
Balbuceé mi respuesta y prometí obedecerla. Y a lo largo de los años, mantuve mi palabra de forma diligente. Cada vez que un destello plateado captaba mi atención, pensaba con todas mis fuerzas en otra cosa —en una canción o en el libro que estuviese leyendo—, hasta que la cabeza se me despejaba y los destellos desaparecían.
Su brillo era hoy inmenso, como si sintieran flaquear mi determinación, como si sintieran la agitación constante de mi sangre. En los últimos tiempos, cierta sensación se había apoderado de mí cada vez más a menudo: una parte de mi ser anhelaba algo… cuyo nombre desconocía. Tal vez un cambio. Pero allí nunca ocurría nada. Nunca cambiaba nada.
Las luces no parecían peligrosas. ¿Se equivocaba mi madre? Me había prevenido contra innumerables cosas, algunas tan inofensivas como trepar a un árbol o correr por los pasillos, tal vez movida por los recuerdos de tales peligros durante su infancia mortal. Me acerqué al resplandor de mi mente. Más de lo que jamás me había acercado. Algo me refrenaba y me alejaba del fulgor… ¿era miedo o culpa? Pero presa de mi imprudencia, atravesé el sentimiento como si se tratara de telarañas. Me encontraba a un suspiro de distancia, tambaleándome en el borde. Una corriente se agolpaba en mis venas, y unos murmullos se acurrucaron entre mis oídos. Me incliné hacia delante y alargué la mano, pero entonces el brillo plateado se desvaneció como la luz de las estrellas al alba.
Abrí los ojos, notando un hormigueo. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado sentada allí, aturdida. Al otro lado de la ventana, el sol vespertino adornaba el cielo con hebras rosadas y doradas. La adrenalina se había disipado, y el remordimiento se asentaba como una losa en mi pecho. Había roto la promesa que le había hecho a mi madre. Y lo peor de todo, quería volver a hacerlo.
Aquellas luces no eran peligrosas, sino que formaban parte de mí: de pronto fui consciente con una certeza asombrosa. ¿Por qué me había advertido mi madre que las ignorase? Se lo preguntaré, decidí, poniéndome en pie. Ya tengo edad suficiente para saberlo.
En cuanto llegué a la entrada, una extraña energía atravesó el aire e hizo que se me erizara el vello de la nuca. Unas auras inmortales —que me eran desconocidas— se desplazaron y entremezclaron como las nubes del cielo. No sabría decir cuántas eran, aunque una parecía brillar con más intensidad que el resto, con un poder mayor que la de mi madre o la de Ping’er.
¿Quién había venido?
En cuanto abrí las puertas, mi madre entró volando en mi habitación. Trastabillé hacia atrás y me tropecé con una silla. ¿Se había dado cuenta de lo que había hecho? ¿Había venido a regañarme?
Bajé la cabeza.
—Lo siento, madre. Las luces…
Ella me agarró de los hombros.
—Ahora eso da igual, Xingyin. Tenemos visita. No debe saber que estás aquí, ni que eres mi hija.
El pulso se me aceleró ante la idea de conocer a alguien. Y entonces, reparé en sus palabras —así como en el tono de su voz— y mi entusiasmo quedó tan arrugado como una hoja de papel.
—¿No quieres que conozca a tu amiga?
Dejó caer las manos y la expresión de su rostro se endureció hasta parecer tallada en mármol.
—No es una amiga, sino la emperatriz del Reino Celestial. Ignora tu existencia, como todos los demás. ¡No podemos dejar que te encuentren!
Sus palabras —que brotaron de sus labios a trompicones— me sobresaltaron, a pesar de la emoción que se desató en mi interior. Había leído que el Reino Celestial era el más poderoso de los ocho territorios inmortales que existían, enclavado como una preciosa lágrima en el corazón de la tierra. El emperador y la emperatriz residían en un palacio que flotaba sobre un banco de nubes, desde donde gobernaban a los celestiales y a los mortales y velaban por el sol, la luna y las estrellas. En todo el tiempo que llevábamos aquí, jamás se habían dignado a visitar nuestro remoto hogar, de modo que ¿por qué aparecían ahora?
¿Y por qué tenía que esconderme?
Noté un extraño revoloteo en la boca del estómago que se extendió en forma de tentáculos gélidos por mi interior.
—¿Ocurre algo? —pregunté, con la esperanza de que me dijera que no.
Me acarició la mejilla con suavidad.
—Te lo explicaré luego. De momento, quédate en tu habitación y no hagas ruido.
Asentí con la cabeza y ella se fue, cerrando las puertas tras de sí. Solo entonces me di cuenta de que mi madre no había respondido a mi pregunta. Abrí un libro y lo dejé caer después de leer la misma línea tres veces. Toqué una de las cuerdas del qin, pero la inmovilicé de inmediato para amortiguar el sonido de la nota. Mientras observaba las puertas cerradas, una ardiente curiosidad se apoderó de mí, ahogando mi miedo. Me dirigí lentamente hacia ellas y abrí una rendija. Le echaría un vistazo a la Emperatriz Celestial y volvería a mi habitación. ¿Cuándo se me presentaría otra oportunidad para ver a uno de los seres inmortales más poderosos del reino? Y puede que incluso llevara puesta la Corona del Fénix, de la que se decía que estaba hecha de plumas de oro puro y adornada con un centenar de perlas brillantes.
Silenciosa como una sombra, recorrí de puntillas el largo pasillo que conducía desde mi habitación hasta el Salón de la Armonía Plateada —la estancia más grande del Palacio de la Luz Inmaculada, donde vivíamos—, con sus suelos de mármol, sus lámparas de jade y tapices de seda. Las columnas de madera situadas en peanas de plata ornamentadas añadían un toque de calidez a su prístina elegancia. Era el lugar donde siempre había imaginado que entretendríamos a nuestros invitados, aunque hasta ahora nunca habíamos contado con ninguno.
Oí una voz suave a la vuelta de la esquina. Agucé el oído para escuchar lo que decía.
—Chang’e, ¿qué tal estás? —La cordialidad de la Emperatriz Celestial me sorprendió. No parecía tan temible.
—Bien, Majestad Celestial. Os agradezco el interés. —La voz de mi madre sonaba inusualmente animada.
Un breve silencio siguió a aquel intercambio de cortesías. Agachada junto a la pared, estiré el cuello para echar un vistazo a la estancia. Mi madre estaba arrodillada en el suelo con la cabeza inclinada hacia abajo, mientras que la que debía de ser la Emperatriz Celestial se encontraba frente a ella, sentada en el trono de mi madre.
No llevaba corona, sino un elaborado tocado hecho a mano con hojas y flores enjoyadas que tintineaban cuando movía la cabeza. Mientras la contemplaba, embelesada, uno de los brotes floreció hasta convertirse en una orquídea amatista. Unas puntiagudas y brillantes fundas de oro, curvadas como las garras de un halcón, le recubrían las yemas de los dedos. El bordado plateado de su túnica violeta captaba la luz que entraba por las ventanas. A diferencia del aura delicada y tranquila de mi madre, la suya era poderosa y ardiente. Era una mujer deslumbrante, pero el brillo de sus labios en contraposición con su piel blanca me hizo pensar en la sangre recién derramada sobre la nieve.
Acorde con su excelsa posición, la emperatriz había venido acompañada. Seis asistentes permanecían tras ella, junto con un alto inmortal de tez más oscura que el resto. Unos trozos planos de ámbar adornaban su sombrero negro, una faja de bronce aseguraba su oscura vestimenta y unos guantes blancos le cubrían las manos. No sabía nada de la Corte Celestial, pero su forma de comportarse parecía indicar que su rango era superior al de los demás. Sin embargo, había algo que no acababa de gustarme, y cuando sus ojos de color marrón claro recorrieron la estancia, yo retrocedí y pegué la espalda a la pared.
Tras una breve pausa, la emperatriz volvió a hablar, pero su voz adoptó un tono más frío que un colgante de jade sin estrenar.
—Chang’e, hemos advertido un cambio peculiar en la energía de este lugar. ¿Estás desarrollando un poder secreto o es que alojas a algún huésped indebido, violando así las condiciones de tu encarcelamiento?
Me puse rígida, apretando los omóplatos al oír la manera en que hablaba. Cada una de sus palabras parecía estar impregnada de avidez, como si se deleitara con la idea de que mi madre hubiera cometido una falta. Fuera o no la emperatriz, ¿cómo se atrevía a hablar de aquel modo? Mi madre era la Diosa de la Luna, alguien que gozaba del amor y la veneración de innumerables mortales. ¿Cómo iba a estar prisionera? El lugar donde vivíamos no era solo nuestro hogar, sino también sus dominios. ¿Quién encendía los farolillos todas las noches? ¿Por quién se mecían y suspiraban los árboles cuando ella pasaba? Estaba en su derecho de obrar como quisiera.
—Majestad Celestial, debe de tratarse de un malentendido. Como sabéis, mis poderes están debilitados. Y aquí no hay nadie más. ¿Quién iba a atreverse a venir? —respondió mi madre con firmeza.
—Ministro Wu, compartid lo que habéis descubierto —ordenó la emperatriz.
Se oyeron unos pasos.
—Hace un rato se ha detectado un cambio significativo en el aura de la luna. Algo sin precedentes en todos mis años de estudio. No puede tratarse de una coincidencia.
Percibí un dejo de diversión en su suave voz. ¿Acaso disfrutaba con las dificultades de mi madre, como parecía hacer la emperatriz? A pesar de mi inquietud, un estallido de rabia me recorrió al considerar aquella idea. La agitación que había sentido antes por mis venas al tocar las luces, el murmullo que había atravesado el aire… ¿los había atraído hasta aquí de algún modo?
—Confío en que nuestra indulgencia no te haya vuelto audaz —siseó la emperatriz—. Tuviste suerte de que te encarcelásemos aquí, rodeada de comodidades, por haberle robado a tu marido el Elixir de la Inmortalidad. Te libraste del látigo fulgurante y de la vara ardiente. Pero eso cambiará si descubrimos que has incurrido en más transgresiones. Si confiesas ahora puede que tengamos clemencia —arremetió, haciendo añicos la tranquilidad de nuestro hogar.
Mi puño voló hasta mi boca y sofocó mi grito de asombro. Nunca le había preguntado a mi madre cómo había conseguido la inmortalidad, pues era consciente de que eso la hacía sufrir. Sin embargo, desde que había leído el cuento de las aves del sol, una pregunta me rondaba la cabeza: ¿dónde estaba mi padre? Al oír que se le había concedido el elixir y que habían acusado a mi madre de haberlo robado… se me retorcieron las entrañas. La emperatriz se equivocaba, me dije con fiereza, suprimiendo una traicionera punzada de duda.
Mi madre no vaciló ni negó esas viles acusaciones. ¿Estaba acostumbrada a que la emperatriz la tratara de ese modo? Al asomarme de nuevo a la habitación, vi que se doblaba sobre sí misma hasta apoyar la frente y las palmas en el suelo.
—Majestad Celestial. Ministro Wu. Puede que este fenómeno se haya debido a la reciente alineación de las estrellas. La constelación del Dragón Azul se ha cruzado en la trayectoria de la luna, lo que puede haber distorsionado nuestras auras. Cuando pase, todo volverá a la normalidad. —Hablaba como una erudita que estudiaba los cielos, pero yo sabía que tales asuntos no le interesaban en absoluto.
Se produjo un largo silencio, alterado solamente por un golpeteo rítmico: la emperatriz tamborileaba con sus puntiagudas fundas de oro sobre la suave madera del reposabrazos. Finalmente, se puso en pie, y sus ayudantes se situaron tras ella.
—Puede que sea así, pero volveremos. Te hemos dejado sola demasiado tiempo.
Me alegré de que se marcharan, a pesar de la amenaza que desprendía la voz de la emperatriz, igual que un cordón de seda en tensión. Incapaz de seguir escuchando sus palabras, volví a mi habitación, me tumbé en la cama y me puse a mirar por la ventana. El cielo se había oscurecido y había adoptado el escurridizo tono gris violáceo del crepúsculo, cuando los últimos vestigios del día dan paso a la noche. La mente se me había embotado, pero aun así percibí el momento en que aquellas auras desconocidas se desvanecieron. Al cabo de unos instantes mi madre abrió las puertas, con el rostro más blanco que las paredes de piedra.
Mis dudas se disiparon. No creía a la Emperatriz Celestial. Mi madre nunca habría traicionado a mi padre. Ni siquiera para conseguir la inmortalidad.
Me levanté de la cama y me puse a su lado. Ya era casi tan alta como ella.
—Madre, he oído lo que ha dicho la emperatriz.
Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza. Enterré la cabeza en su hombro, aliviada al ver que no estaba enfadada, aunque tenía el cuerpo rígido por la tensión.
—No tenemos demasiado tiempo. La emperatriz podría volver en cualquier momento con sus soldados —susurró.
—¿Y qué van a hacer? No hemos hecho nada malo. —Se me revolvió el estómago; era una sensación desagradable—. ¿Estamos prisioneras? ¿Qué ha querido decir la emperatriz con lo del elixir?
Se echó hacia atrás y me miró a la cara.
—Xingyin, tú no estás prisionera. Pero yo sí. El emperador Celestial le otorgó a tu padre el Elixir de la Inmortalidad por haber eliminado a las aves del sol. Pero Houyi no se lo tomó. Solo había suficiente elixir para uno y él no deseaba ascender a los cielos sin mí. Estaba embarazada, nuestra felicidad parecía ser plena. Así que escondió el elixir, y solo yo sabía dónde.
La voz se le quebró entonces.
—Pero mi cuerpo era demasiado débil para llevarte en mi interior. Los médicos nos dijeron que tú… que no sobreviviríamos al parto. Houyi se negaba a creerles, a rendirse… y me llevó de un lado a otro en busca de un diagnóstico diferente. Sin embargo, en el fondo, yo sabía que le habían dicho la verdad. —Hizo una pausa; una expresión de tensión apareció alrededor de sus ojos, como si se hubiera sumido en sus recuerdos más dolorosos—. Cuando lo llamaron a filas, me quedé sola. Los dolores dieron comienzo entonces, demasiado pronto y en plena noche. Una agonía tan inmensa desgarró mi cuerpo que apenas fui capaz de gritar. Me aterrorizaba morir, y perderte.
Al guardar silencio, una pregunta emergió de mis labios.
—¿Qué pasó?
—Saqué el elixir de su escondite, descorché el tapón y me lo bebí.
Lo único que podía oír en la quietud de la habitación eran los latidos de mi propio corazón. Mis manos ya no calentaban las de mi madre, sino que se habían tornado tan frías como las suyas.
—¿Me odias, Xingyin? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Por haber traicionado a tu padre?
Las palabras de la emperatriz eran ciertas. Durante un momento fui incapaz de moverme; mis entrañas se retorcieron ante aquella revelación. Si mi madre no hubiera tomado el elixir, tal vez habríamos sobrevivido; mi familia permanecería intacta. Sin embargo, yo sabía lo mucho que amaba a mi padre, lo mucho que lloraba su pérdida. Y al margen de lo que había pasado, me alegraba de estar viva.
Me tragué la última de mis dudas.
—No, madre. Nos salvaste a ambas.
Tenía la mirada perdida, velada por los recuerdos.
—Abandonar a tu padre… me desgarró. Aunque debo confesar que no quería morir. Ni tampoco podía dejarte morir. No fue hasta después cuando descubrí que los regalos del Emperador Celestial venían acompañados de cadenas invisibles. Que tales decisiones no pertenecían a los mortales. Al emperador le enfureció que fuera yo la que se convirtiera en inmortal en lugar de tu ilustre padre. La emperatriz me acusó de haber recurrido a artimañas para conseguir una inmortalidad que no merecía.
—¿Explicaste la situación? —pregunté—. Seguro que de haber sabido que lo hiciste para salvarnos…
—No me atreví. La actitud de la emperatriz era hostil, como si le guardase rencor a tu padre. Incluso lo acusó de ingratitud por haber rechazado el regalo del emperador. Entonces supe que lo que ella había pretendido era castigarlo en vez de recompensarlo por haber matado a las aves del sol. No dudaría en hacerte daño. ¿Cómo iba a revelarles tu existencia? Para protegerte de su ira, mantuve tu nacimiento en secreto. Confesé el robo, y como castigo me exiliaron a la luna; un hechizo me ata aquí por toda la eternidad. Por mucho que lo desee, no puedo abandonar este lugar. —En voz baja, añadió—: Un palacio del que no puedes escapar sigue siendo una prisión.
Me costaba respirar, mi pecho se agitaba como un pez fuera del agua. Había creído que nuestra vida era pacífica, totalmente ajena a los peligros que se describían en mis libros. Descubrir que habíamos provocado la ira de los inmortales más poderosos del reino me conmocionó profundamente.
—¿Pero por qué se ha presentado la emperatriz hoy, después de todo este tiempo?
—Nuestra aura emana de la energía vital, el núcleo de nuestra magia; esas luces que ves en tu mente. Desde que naciste, hemos hecho todo lo posible por ocultar tu poder. A pesar de nuestros esfuerzos, la emperatriz ha percibido tu energía hoy.
Noté que la garganta se me cerraba.
—No lo sabía. Todo esto es culpa mía. —¡Qué estúpida e imprudente había sido! Había ignorado la advertencia de mi madre por mero aburrimiento; había roto mi promesa y nos había expuesto al más grave de los peligros.
—Yo también tengo la culpa. Te dije que no despertaras tu magia, pero debería haberte explicado el motivo: que podría alertar de tu presencia al Reino Celestial. —Suspiró—. Con el tiempo, habría sucedido de todos modos, pues cada año te vuelves más poderosa. Si te encuentran, nuestro castigo será severo… no albergo ninguna duda de ello. No temo tanto por mí, sino por lo que te harían a ti, una niña inmortal que no debería haberlo sido.
—¿Qué vamos a hacer?
—Lo único que se puede hacer. Debes marcharte de aquí.
El miedo me congeló la piel como el hielo al formarse sobre la superficie de un lago. No volvería a ver a mi madre… De pronto, tuve miedo de separarme de ella.
—¿No puedo quedarme contigo? Me esconderé. Si me entrenas, podré ayudarte.
—No puedo. Ya has oído a la emperatriz. A partir de ahora nos vigilarán aún más. Es demasiado tarde.
—Puede que los hayas convencido, tal vez no vuelvan. —Se trataba de una súplica desesperada, un deseo infantil.
—Puede que haya ganado algo de tiempo, pero la emperatriz no se habría presentado así como así. Volverán. Y pronto. —Su voz se espesó, teñida de emoción—. No podemos protegerte. No somos lo bastante fuertes.
—Pero ¿a dónde iré? ¿Cuándo volveré a verte? —Cada palabra era un golpe que moldeaba aquella inminente pesadilla.
—Ping’er te llevará con su familia al Mar del Sur. —Ahora hablaba con viveza, como si intentara convencernos a ambas—. Me han contado que el océano es precioso. Allí tendrás una buena vida, alejada de las nubes que se ciernen sobre nosotras.
Ping’er había compartido conmigo todo lo que sabía de aquellas tierras remotas, y había despertado mi imaginación, hambrienta de aventuras. El inmenso mar estaba dividido en cuatro territorios que se extendían desde la costa oriental hasta el océano meridional, desde los acantilados del oeste hasta las aguas del norte. Me habían cautivado sus relatos sobre las criaturas que vivían en las resplandecientes ciudades bajo el agua o en las costas doradas. Había soñado con explorarlas innumerables veces.
Sin embargo, nunca había pensado en huir de mi casa para convertir mi sueño en realidad. ¿Qué sentido tenía vivir aventuras si no había nadie para compartirlas?
Mi madre cerró la mano alrededor de la mía, devolviéndome de nuevo al presente.
—Jamás le cuentes a nadie quién eres. El Emperador Celestial tiene espías en todas partes. Se tomaría tu existencia como un insulto imperdonable. —Habló con urgencia, clavando sus ojos en los míos hasta que pronuncié una promesa estrangulada.
Acto seguido, se inclinó hacia mí y me ató algo al cuello. Una cadena de oro con un pequeño disco de jade. Era del color de las hojas de primavera, con un dragón tallado en la superficie. Al acariciar la fría piedra noté una fina grieta en el borde.
—Era de tu padre. —Sus ojos eran tan oscuros como una noche sin luna—. Nunca le digas a nadie quién eres. Pero tampoco lo olvides.
Me abrazó y me acarició el pelo. Yo permanecí cabizbaja —como una cobarde—, negándome a verla partir, deseando que aquel momento durara para siempre. Me rozó la mejilla con los nudillos una vez y luego no sentí nada más, salvo un doloroso vacío.
Me hundí en el suelo y me rodeé las rodillas con los brazos. Oh, me moría de ganas de ponerme a gritar y a aullar, de golpear el suelo con los puños. Me llevé la mano a la boca para amortiguar mis enronquecidos llantos, pero en lo referente a mis lágrimas…, dejé que cayeran, silenciosas, por mi rostro. Durante la única noche en la que la flor de la luna florecía y se marchitaba, mi vida había quedado patas arriba. Mi camino, que había sido un trayecto en línea recta, había tomado un desvío hacia el desierto… y yo me encontraba perdida.
La habitación estaba a oscuras; ya se había hecho de noche. La luna todavía se hallaba cubierta de sombras, pues todavía no se habían encendido los faroles. Esta noche la luna tardaría en salir.
La urgencia me impulsó a ponerme en marcha. No quería que me descubrieran y que madre y Ping'er acabaran siendo castigadas. Aunque a los inmortales rara vez se les infligía la muerte, las amenazas de relámpagos y llamas de la emperatriz provocaban que me estremeciera de terror.
Ping’er me ayudó a envolver mis pertenencias en un amplio trozo de tela.
—No te lleves demasiadas cosas, ni nada demasiado valioso para evitar levantar sospechas. —Tenía los ojos enrojecidos, pero al ver mi expresión compungida, añadió—. Estarás a salvo en el Mar del Sur, tan escondida como una estrella en el firmamento. Mi familia cuidará de ti y te enseñará todo lo que debes saber.
Ató los extremos de la tela para formar un morral y me lo colgó al hombro.
—¿Nos vamos?
No quería marcharme. Y sin embargo, asentí, aturdida. ¿Qué más podía hacer? Ni siquiera podía echarles la culpa a los caprichos del destino cuando había sido yo la causante de todo.
Mientras Ping’er y yo atravesábamos la entrada a toda prisa y nos dirigíamos al este, hacia el bosque de olivo dulce, eché la vista atrás una última vez. Mi hogar jamás me había parecido más hermoso que en aquel momento, mientras memorizaba cada curva y cada piedra. Mil faroles iluminaban el suelo, las tejas plateadas reflejaban las estrellas. Y en el balcón desde el que había contemplado el mundo inferior, había una figura esbelta vestida de blanco.
Mi madre no tenía la mirada clavada en los Dominios Mortales, sino en mí, y levantaba los dedos en señal de despedida. Ignorando el urgente tirón que me dio Ping’er en la manga, me arrodillé, inclinándome hasta apoyar la frente sobre la suave tierra. Moví los labios, formando una silenciosa promesa: volvería y liberaría a mi madre. No sabía cómo, pero lo intentaría por todos los medios a mi alcance. Nuestra historia no acabaría así. Mientras seguía a Ping’er hacia la nube en la que abandonaríamos aquel lugar, un dolor agudo y manifiesto me partió el corazón; lo único que mantuvo los fragmentos unidos fue un diminuto rayo de esperanza.