—Me llamo Wade, por cierto —dijo él.
Le di mi nombre a regañadientes y luego hice muy evidente que planeaba concentrarme en mirar a la pared. Estábamos sentados en la dirección, esperando a que el señor Wahlberg, el director, nos recibiera.
Nunca me había metido en problemas serios en la escuela, pero sí tenía una relación constante, si acaso inocua, con el señor Wahlberg, en particular por culpa de Álgebra II y Educación Física, materias en las que hacía el mínimo esfuerzo, si acaso. Las dos materias resultaban irrelevantes para mi existencia y no tenía problema con que me mandaran a la dirección por ellas. De hecho, prefería estar en la dirección que en clase de Álgebra o de Educación Física y, con el tiempo, llegué a familiarizarme con ella. Las macetas, los horrendos retratos en óleo del señor y la señora McCleary, quienes fundaron el internado en 1973, el pizarrón de anuncios, las fotografías del personal, la alfombra gris y la mancha en el techo junto a la puerta que llevaba al pasillo. De cierto modo, me agradaba la dirección. Era tan predecible que resultaba reconfortante. Además, estaba llena de adultos, y a veces necesitaba alejarme de la carnicería y el mar de hormonas que constituían la mayor parte de mi vida escolar. Los adultos eran mucho más letárgicos, cosa que a veces era muy relajante.
Pero esta vez era distinto. Mientras esperaba a que nos llamaran a la oficina del señor Wahlberg, sentí las gotas de sudor frío en la nuca y el estómago que se me desprendía de las entrañas para anudarse. No había duda de que nos habíamos metido en una montaña de mierda de tamaño considerable, pero eso no era lo que me tenía nerviosa. Eran las implicaciones sociales del asunto en el que me había metido; era la persona sentada a unos centímetros de mí, que no dejaba de rebotar la pierna e intentaba hablarme como si ahora estuviéramos del mismo lado de algo. Yo no pedí nada de eso. Lo único que quise fue dispararle en la cara a Derek por ser un idiota monumental. Se suponía que sería una forma de distraerme del profesor Sorrentino, algo que me haría sentir mejor, pero me salió el tiro por la culata. Por alguna razón, terminé metida en el mismo equipo que el extraño sudoroso y jadeante que tenía a un lado y que ya me había dado dos codazos porque no podía estarse quieto. Era una cosa repugnante.
—¡Oye! —Wade me dio un toquecito en el hombro, inconsciente de mis intentos por ignorarlo a través de mi lenguaje corporal nada sutil. Le dirigí una mirada nerviosa—. Oye, eso fue una locura… lo de la resortera —dijo. Habló en voz baja para que la señora Martínez no alcanzara a escucharlo desde su escritorio, pero las palabras le salían de la boca entre jadeos—. ¿Cómo aprendiste a disparar con esa cosa?
Me di vuelta y clavé la mirada en las fotografías del personal de la escuela —en la esquina superior izquierda, para ser exactos—, desde donde el profesor Sorrentino me sonreía con su hermosa carita enmarcada por el cabello perfecto.
—Practicaba mucho cuando era niña —dije.
—¿Por qué?
—No sé.
—¡No jodas! No sabía que las resorteras funcionaban de verdad, ¿sabes? O sea que fuera posible darles a las cosas con esa precisión.
—Para eso son.
—Es que siempre pensé que eran juguetes.
—No son juguetes.
—Sí, te creo —contestó entre risas. Su risa me tomó desprevenida. Tenía un tono cálido y despreocupado. Los chicos no se reían así, o por lo menos no los chicos populares que solían tener una vibra burlona, demasiado confiada y cordial todo el tiempo. No sabía si Wade tenía potencial de ser un imbécil como ellos, ni siquiera después de voltearlo a ver de reojo. Estaba sentado con los hombros encorvados. Tenía las uñas sucias y mordidas. No tenía un corte definido, sino que solo llevaba cabello un poco largo, seguramente a causa del descuido. Tenía una agujeta sin atar. Y un moretón bajo el ojo, cortesía de Derek. Ah, y su cara regordeta era como de bebé—. Gracias, por cierto —agregó—. Por ayudarme.
Me estaba mirando con la misma inocencia magnética que percibí en su risa. De verdad no parecía importarle un cuerno que me estuviera comportando como una auténtica cretina.
—Ajá. Pero no lo hice por ayudarte —dije.
—Y ¿por qué lo hiciste entonces?
Volví a concentrarme en la sonrisa del profesor Sorrentino.
—Derek. Por su estúpida cara, supongo.
—Puedo vivir con eso —contestó con otra risotada.
Me alejé un poco de él para intentar dejarle muy en claro que, aunque el destino nos hubiera puesto a la profesora Gillespie enfrente, no éramos compañeros de nada.
La espera fue eterna, y Wade, sentado junto a mí, no dejó de retorcerse ni un minuto más. Hizo un par de intentos más por hacerme la plática, mismos que le reviré enseguida. Después de un rato, se levantó para ayudarle a la señora Martínez a encontrar sus anteojos. La señora Martínez era la guardiana de la oficina del señor Wahlberg, una mujer enorme (más a lo alto que a lo ancho) de casi cincuenta años que tenía una preferencia notoria por la ropa cómoda (es decir, suéteres holgados, por lo general con gatos bordados, y sandalias que una usaría más en casa que en el trabajo). A pesar de trabajar para el internado, no era mala persona. De cualquier forma, Wade y ella pasaron como cinco minutos escarbando en el desastre que la señora Martínez tenía en el escritorio, mientras conversaron sobre los dos gatos de la señora Martínez a los que les gustaba tomar sus anteojos y esconderlos en los lugares más insospechados. Wade se rio de la historia y le contó sobre un perro que tuvo cuando era niño. Todo fue muy extraño. No entendí qué estaba intentando lograr Wade con eso.
—Mire —dijo Wade y alzó los anteojos.
—¡Pero mira nada más! —exclamó la señora Martínez, encantada—. ¿Dónde estaban?
—Debajo de esto —respondió él y señaló una montaña de papeles—. ¿Nunca limpia su escritorio?
—Ay, soy de lo peor, ¿verdad? —respondió ella cuando Wade le entregó los lentes—. Esos son los cronogramas de la colecta de Navidad. ¿Qué siguen haciendo ahí? ¿Me los pasarías, por favor, cariño? —Wade tomó la pila de papeles y se los entregó—. Deberían estar en el reciclaje.
—¿Quiere que los deje ahí?
La señora Martínez dejó de caminar de un lado a otro y se tomó su tiempo para estudiar a Wade de arriba abajo. Entrecerró los ojos pequeños con un gesto de absoluta concentración, como si estuviera intentando entender una forma de vida extraterrestre.
—Eres una lindura, ¿sabías? —dijo—. Tus papás hicieron un excelente trabajo. —Wade resopló de forma burlona—. Lo digo en serio. Eres un caballero.
La risita de Wade dejó entrever su incomodidad.
—No es la gran cosa —dijo mientras se rascaba el brazo—. Puedo ir a dejarlos, si quiere.
—Gracias, cariño, pero Tara se encargará de eso en un minuto, y creo que el señor Wahlberg está casi listo para recibirlos.
Wade volvió y se dejó caer en el asiento contiguo. Volví a desviar la mirada de inmediato, y así prosiguió nuestra espera silenciosa.
El señor Wahlberg era un hombre correoso. Alto, delgado, de unos cincuenta años y con poca alegría por la vida. Usaba camisas color amarillo pollo y se engominaba hacia atrás el poco cabello que le quedaba. Ese día, traía puesta una corbata con notas musicales, lo que me pareció curioso, pues no me lo imaginaba escuchando música. Parecía un hombre demasiado miserable como para tener una corbata con notas musicales.
—Esto califica como un arma —explicó el señor Wahlberg y nos mostró la resortera. Dejó que el peso de sus palabras nos aplastara un poco.
—Yo no la calificaría como un arma per se —intervine tras unos momentos, pero sin levantar la mirada.
El señor Wahlberg suspiró.
—Le agradecería que evitáramos andar con rodeos en esta ocasión, señorita Welles. Las reglas y normas de la escuela son muy claras con respecto a los objetos que se pueden usar como armas.
—Claro. De acuerdo. Solo creo que eso es superambiguo —dije—. Porque, por la forma en que está escrita esa regla, cualquier cosa se puede usar como un arma. Siendo muy estrictos, podría usar una calceta para ahorcar a alguien. Digo, a todo esto, ¿quién decide qué es un arma y qué no?
—Yo —respondió.
—Cierto. Pero justo a eso me refiero… es arbitrario. O sea, no sigue una lógica real, per se. Solo depende de lo que usted diga. En fin, eso es lo que quería decir.
Solía decir per se con demasiada frecuencia cuando me ponía nerviosa. Era una frase fácil de acomodar en cualquier parte de una oración.
El señor Wahlberg cerró los ojos y comenzó a masajearse las sienes, cosa que hacía cuando necesitaba demostrarle a la gente que su trabajo era muy difícil. Wade y yo nos quedamos observando su masaje facial. Segundos después, el señor Wahlberg dejó caer las manos sobre el escritorio y recobró la compostura.
—No estamos aquí para discutir cómo fue que llegué a la altísima posición de director de escuela, donde es evidente que mis poderes no tienen límite y mi palabra es la ley. Pongámoslo en términos sencillos: los encontraron corriendo por los pasillos en horas de clase; estuvieron a punto de arrancarle la cabeza a la profesora Gillespie; y traían una resortera. Y eso, señorita Welles, la pone a usted en una posición muy delicada.
—Es mi resortera —dijo Wade y alzó una mano. El señor Wahlberg lo miró fijamente con una expresión vacía, y por un instante pensé que iba a regalarse otro masaje en las sienes, pero no fue así—. Mi papá me la dio cuando era niño —comenzó a explicarle Wade—. Ni siquiera sirve… o sea, la liga está toda desgastada. De todos modos, solo es un juguete. Me gusta traerla conmigo, ¿sabe? Para recordar mi casa. No pensé que fuera un problema. Perdón.
El señor Wahlberg, con las cejas arqueadas, lo examinó un minuto.
—¿Cómo te estás adaptando? —le preguntó.
—Bastante bien, a decir verdad.
La expresión del señor Wahlberg no cambió ni una pizca. Tenía los ojos un poco caídos, y su boca formaba una línea recta que no mostraba emoción alguna.
—Sé que no la pasaste bien en tu escuela anterior —dijo. Wade no respondió, pero parecía intimidado. Parecía que era un tipo educado, atento—. Tus padres esperaban que esta fuera una oportunidad para empezar de cero —continuó el señor Wahlberg—. Esta es tu… ¿cuarta escuela en dos años, si mal no recuerdo?
—Sí… —Wade entrecerró los ojos y alzó la mirada al techo unos segundos, como para contar el número de escuelas—. Sí, cuatro.
—De dos de ellas te expulsaron —continuó el señor Wahlberg. Wade asintió con una cara de culpabilidad que me pareció fingidísima. El director lo observó con detenimiento unos segundos—. Quiero creer que este es el tipo de lugar que puede brindarte los recursos necesarios para que le des vuelta a la página —agregó—. Debo decir que hemos tenido mucho éxito con jóvenes que vienen aquí a encontrarse a sí mismos. Lo he visto con mis propios ojos. No me interesa quién fuiste en tus escuelas pasadas; lo que me interesa es en quién quieres convertirte aquí en Midhurst.
—Bien. Pues eso también es lo que me interesa a mí.
—¿Ah, sí? —El señor Wahlberg no parecía convencido.
—Sí. No es broma —dijo Wade—. Sé que suena a que estoy diciendo puras ma… digo, sé que a veces no parezco muy sincero, pero lo soy. De hecho, estoy siendo sincero con eso de pasar la página y demás.
Caray, o era muy bueno o era pésimo para zafarse de los problemas a base de argumentos; no podía determinarlo aún. Y creo que el señor Wahlberg tampoco. Se cruzó de brazos y continuó con cautela.
—Bien, pues pon atención. Te daré las mismas oportunidades que les doy a los demás. Empezaremos de cero. Sin prejuicios. No me quedaré esperando a que fracases, porque esa sería la salida fácil para todos. Me temo que esperaré que triunfes, como lo espero de cualquiera de los estudiantes del cuadro de honor. Eso es lo que te prometo y te ofrezco: una oportunidad de verdad. Lo que hagas con ella depende de ti. No te voy a mentir: me preocupa que el semestre acaba de empezar y ya estás aquí. No es el mejor comienzo, Scholfield. —Nadie habló durante algunos segundos. Wade había perdido un poco de su serenidad. Seguía atento, pero la pierna comenzó a rebotarle de nuevo—. No me gustaría tener que llamar a tus padres para decirles que tenemos un problema. —Hacer una pausa después de haber dicho algo así me pareció un golpe bastante bajo. Luego, prosiguió—: Te voy a hacer una pregunta. ¿Quieres estar aquí? —Wade asintió—. ¿Estás seguro? Porque si no lo estás, yo no tengo el menor interés en hacerle perder el tiempo a nadie.
—Sí, lo sé —dijo Wade. Empezó a frotar el reposabrazos de su silla—. Lo entiendo. Sería una tontería que alguien perdiera su tiempo conmigo, pero me gusta esta escuela. De verdad. Cuando digo que no quiero meter la pata, hablo en serio.
El señor Wahlberg se recargó en el respaldo de su silla con el ceño fruncido y un gesto contemplativo; era obvio que seguía intentando descifrar si lo que había percibido en la voz de Wade era arrepentimiento genuino o mofa del más alto calibre. Nos quedamos un momento sentados, inmóviles, escuchando el tic tic del reloj del señor Wahlberg, a la espera del veredicto. El teléfono sonó en la dirección; la agradable voz de la señora Martínez contestó. Entonces, el señor Wahlberg abrió uno de los cajones de su escritorio y tomó un pedazo de papel que puso frente a Wade.
—Estas son las reglas y normas de la escuela. Quiero que las copies treinta veces durante el fin de semana y vengas a verme el lunes. ¿Crees que puedes hacer eso?
Una enorme sonrisa se le dibujó en el rostro a Wade.
—Sí, por supuesto.
—Si habla en serio sobre querer estar aquí, señor Scholfield, estoy más que dispuesto a que me convenza de ello.
Cuando salimos de la dirección, Wade se veía profundamente aliviado. Yo, por el contrario, estaba de un humor de perros: el señor Wahlberg nos había sentenciado también a limpiar el comedor después de la cena durante una semana; era el segundo peor castigo, después de limpiar los baños.
—¡Caray! —dijo Wade y se secó la frente con un gesto exagerado mientras íbamos hacia el pasillo. Por la forma en que se comportó, cualquiera habría creído que se lo estaba tomando en broma, pero la mano le tembló un poco mientras se la pasó por el ceño.
—No tenías que decir que la resortera era tuya —dije, y sin querer soné como una desalmada.
—No puedo evitarlo, es la clase de persona que soy —dijo.
Ni siquiera sonreí un poco.
—Bueno, da igual. No era necesario. No me importa si me expulsan o no. Y esas amenazas vacías no me molestan en absoluto.
Wade se veía intrigado.
—Momento. ¿Crees que el director no hablaba en serio?
—No, claro que no. Necesita el dinero de tu colegiatura. ¿Crees que al señor Wahlberg de verdad le importa un carajo si «le das la vuelta a la página» o no?
—Puede ser. No conozco al tipo.
—No le importa nada. Solo le gusta escuchar su propia voz.
La verdad es que no sabía si en realidad al señor Wahlberg le gustaba escuchar su propia voz o no, pero lo dije porque no se me ocurrió otra cosa. Además, no quería tener que agradecerle a Wade por echarse la culpa. Yo no estaba lista para lidiar con su caballerosidad.
—Oye, espera un segundo —me dijo cuando me di vuelta y comencé a caminar en la dirección opuesta a él.
Me detuve de mala gana.
—¿Qué?
—No logro descifrar si me odias o si solo es tu personalidad —dijo—. No tu personalidad, sino tu… ya sabes… como te comportas cuando estás incómoda. Mi mejor amigo de la escuela pasada tenía una forma particular de actuar frente a las personas, y algunas de las cosas que decía lo hacían quedar como un idiota. Supuse que algo así te pasa. ¿O sí me odias? No pasa nada si sí, pero no quiero asumir cosas… O sea, en caso de que no me odies.
Vacilé, sin estar muy segura de qué era lo que me estaba preguntando.
—Es mi personalidad —contesté.
Sonrió, al parecer aliviado.
—Bien, genial.
Sentí que la cara comenzaba a hervirme otra vez. Su perspicacia tan natural me repelía. Que pudiera analizarme así y me echara mis características más negativas en cara no hizo más que contribuir a mi humillación.
No me molesté en responder. Me di vuelta y me alejé.
Pensé entonces en Derek McCormick. Olvidé por qué le había disparado. No sé, tal vez era una psicópata.