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Biología era la primera clase después del almuerzo. Me quedé parada afuera del salón del profesor Sorrentino, aterrada, recargada en la pared de enfrente y mirando a la puerta. Llevaba la resortera metida debajo del elástico de la falda, como apoyo emocional. Me pareció una idea genial esa mañana, al sacarla del cajón y atorarla bajo el resorte de la falda. Pero, una vez que estuve ahí, me di cuenta de que no proveía apoyo alguno. No sé cuánto tiempo esperé afuera de la puerta del profesor Sorrentino. Los chicos entraban en manada con su habitual escándalo. Venían sonrojados, riéndose y bromeando. Tenían los ojos bien abiertos o venían en pleno chiste o con expresión de aburrimiento total, mientras transitaban el pesado y brumoso estupor propio de una mañana de lunes.

La campana sonó por última vez, y yo seguí ahí parada, con los libros en las manos, paralizada en pleno pasillo de la escuela. Oí la voz del profesor Sorrentino pasando lista y me di vuelta.

No sabía con exactitud hacia dónde iba, pero no importaba. Salí por la puerta trasera del edificio, junto a las canchas de tenis, y no me detuve sino hasta que llegué a los límites de la propiedad de la escuela. No había mucho allí atrás, salvo por un muro que bordeaba el terreno y un par de bodegas de mobiliario. Me dejé caer junto a un árbol y cerré los ojos, y me dejé llevar por la calidez de las lágrimas que me caían por las mejillas. Hay que darle algo de crédito al acto de llorar cuando estás triste. Por más que quería golpearme en la cara por ser un asqueroso gusano pusilánime, al mismo tiempo no podía evitar regodearme en la gloria de la absoluta opacidad de mis sentimientos. Así que dejé que el momento fluyera. Luego gruñí y me saqué la resortera de la falda porque se me estaba enterrando en la espalda. La tiré en el pasto junto a mí, tomé mi cuaderno y lo abrí en una página en blanco, donde escribí Medianoche en mi corazón, y debajo: «Capítulo 1». Inhalé profundo y pensé un momento y, entonces, antes de que pudiera continuar, me interrumpió el sonido de gritos y pisadas sobre el pasto.

En pleno frenesí, me limpié los rastros de lágrimas de la cara, cerré el cuaderno y volteé justo a tiempo: un grupo de chicos venía corriendo por el campo en dirección mía. Tres chicos mayores perseguían a un cuarto que parecía ser un poco menor. Creí reconocer a algunos de los mayores —todos eran de último año—, pero el otro debía ser nuevo en la escuela; nunca lo había visto. Comenzó a disminuir la velocidad cuando le quedó claro que no tenía escapatoria. El muro se extendía frente a él en ambas direcciones: no había salida. Se detuvo y volteó para enfrentar a los otros tres, con la respiración entrecortada. Los otros empezaron a rodearlo. Los reconocí de inmediato. El más alto era Derek McCormick, un chico de último año que siempre conquistaba a las chicas gracias a su físico y a su alta puntuación como rey de los imbéciles. Los otros dos eran Neal Gessner y Kevin Lutz. Eran un trío bien conocido y tan inseparable como un compuesto químico.

Cuando quedó claro que tenían acorralada a su víctima, comenzaron a tomarse su tiempo y a saborear la disparidad de la pelea. Hubo un empujoncito introductorio; el chico nuevo trastabilló antes de recobrar el equilibrio. Derek, el líder del trío, dio un paso al frente con una sonrisa enorme que le cubría casi toda la cara, como si estuviera en un comercial jugando con un frisbee o algo así. O sea, se veía tanto como un monumental pedazo de mierda que era fascinante. De la nada, el chico nuevo interrumpió el monólogo de Derek plantándole un sorprendente y sólido puñetazo en la mandíbula, lo que nos tomó a todos por sorpresa, hasta a mí. Después de tambalearse unos cuantos pasos, Derek se enderezó y emprendió su venganza con un gancho al estómago; los otros dos saltaron a la pelea, casi con espuma en la boca. El chico cayó al suelo. Casi sin pensarlo, agarré pedazos de grava del suelo. Los chicos ni se inmutaron. Se acercaron al chico tirado en el suelo y tomaron turnos para patearlo. Cuando me acerqué lo suficiente, puse un trozo considerable de grava en la resortera y jalé la liga, torciéndola al mismo tiempo para disparar con mayor suavidad. Eso le permitiría a la roca volar en una trayectoria más recta. Apunté a la cara de Derek, a su oreja izquierda para ser exacta. Estaba un poco separado del grupo en ese momento, pues se había tomado unos segundos para recobrar el aliento. El pedazo de grava lo golpeó justo donde debía. Derek saltó dando un fuerte aullido.

Giró la cabeza con furia y, al verme, se quedó estupefacto, con una mano sobre la oreja. Creo que no entendió qué fue lo que pasó. Tenía la boca entreabierta por la confusión y la cara inmóvil, que es justo lo que quieres cuando estás apuntándole a algo. Y eso hice.

—¡Qué carajos! —gritó cuando el segundo trozo de grava le rasgó una mejilla.

Estaba casi segura de que todavía sabía cómo apuntar, pero, al darle justo donde quería, me estremecí de la emoción. Debía tener más de un año sin dispararla. Hubo una época en la que podía darle a casi cualquier cosa con los ojos cerrados, pero eso fue en la secundaria, en casa. Sentí que se me aceleraba la respiración a la vez que florecía una sensación de triunfo dentro de mí. Recordé lo mucho que disfrutaba el sabor de la adrenalina después de un tiro perfecto.

Nadie supo qué hacer después. Los cuatro estaban mirándome; y yo a ellos. Yo no era un chico, y ellos no eran chicas, así que los métodos de resolución habituales no estaban a nuestro alcance. Querían moverse, pero ¿hacia dónde? ¿Para hacer qué? Siendo honesta, yo tampoco sabía qué hacer. Ya había superado mi época de peleas en el patio de la escuela.

—¡Oye! ¿Qué carajos? —volvió a gritar Derek mientras se sobaba la oreja con una expresión de rinoceronte herido, asustado e indignado, como si alguien hubiera tirado las leyes de la sabana africana por el retrete.

—¿Te pegó? —preguntó Neal con el ceño fruncido por la incertidumbre—. ¿Tiene una resortera?

Entonces el chico nuevo, quien se había levantado del suelo, aprovechó la oportunidad para patear a Derek detrás de las rodillas. Derek colapsó casi de inmediato. Sus amigos se quedaron confundidos y congelados un instante antes de echarse a correr tras el chico nuevo, quien venía corriendo directo hacia a mí. Me tomó la mano al pasar, sin detenerse, y me jaló con toda la fuerza del impulso que llevaba.

—¡Vámonos! —me gritó por encima del hombro y sin soltarme la mano.

Corrimos. No sé si nos siguieron o no, pues no volteé a ver. Mantuve los ojos fijos en el chico que me arrastraba por el campo. Con la mano que tenía libre venía tomándose el costado; y avanzaba a un paso torpe y arrítmico, pero sin dejar de correr. Cuando tomamos algo de velocidad, logré liberar la mano. Era más fácil correr así y, además, no quería estarle tomando la mano sudada, porque, además de apretarme los dedos, era una parte del cuerpo de un desconocido. Seguimos hasta que nos estrellamos con las puertas traseras del edificio principal, donde la profesora Gillespie, una de las maestras de Literatura, parecía haberse materializado de la nada con un montón de papeles bajo el brazo y un café en la mano. Su pequeña y rechoncha figura se irguió justo frente a nosotros: traía una blusa de flores chillona, conjunto de falda y saco, y sobre la cabeza un peinado de secadora recién hecho en el salón que parecía nido de pájaro. Por un terrible instante, pensé que íbamos a taclearla, pero logré derrapar y frenar a unos centímetros de ella; el chico al que iba siguiendo se lanzó hacia un lado en el último segundo, y solo alcanzó a rozarle el brazo antes de estrellarse en el suelo. La profesora Gillespie saltó hacia atrás con un grito y dejó que la taza de café volara por los aires. La taza estalló en mil pedazos al estrellarse contra la pared. Y nos llovió café. El chico estaba tendido en el suelo; yo estaba paralizada un metro detrás suyo, aún con la resortera en la mano. Volteé a ver si nos habían seguido hasta ahí, pero no había señales de los otros chicos.