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El Internado Midhurst se fundó en 1973. Era un internado que estaba en algún sitio en la parte más baja del espectro de las preparatorias e internados privados. Quería ser prestigiosa, pero era accesible para gente con presupuestos ligeramente ajustados y además estaba en los pantanos de Florida.

Estaba apretujado en el mero apéndice de Estados Unidos, como nos gustaba llamarle: más cerca del Atlántico que del Golfo de México, pero no lo suficiente como para estar cerca de una playa de alguno de los dos lados. La campiña que rodea­ba la escuela era espesa, plana y verde, con musgo español colgando de los árboles, lagartijas que corrían en las banquetas, serpientes que se escondían en los arbustos y ese pasto grueso y rechoncho que parece falso al tacto.

De hecho, siempre me ha gustado la vegetación floridana, incluso cuando era niña. Tenía un carácter olvidado y prehistórico, fértil y romántico. Todo colgaba y se escurría. Y me encantaba el peligro, el que tuvieras que estar atenta a los lagartos en los lagos, las alertas de huracanes y tormentas tropicales, y las serpientes cascabel que a veces aparecían entre los arbustos que rodeaban la escuela. Pero, de no ser por la vegetación, la ubicación de la escuela tenía poco que ofrecer. El pueblo más cercano estaba a unos minutos del campus; era pequeño, anodino y le faltaba casi todo.

La escuela misma contaba con un enorme edificio estilo colonial que había sido un hospital en los años treinta. Ese era el edificio principal. Ahí estaba la dirección, la mayoría de los salones, el aula magna y un comedor. Estaba un tanto destartalado —como casi toda la escuela—, pero era imponente a pesar de su discreta sencillez. Los demás edificios se erguían detrás suyo. Los dormitorios, el gimnasio, el resto de los salones que no cabían en el edificio principal y los talleres de arte estaban dentro de una mezcla de construcciones de los años setenta y ochenta que fueron añadidas poco a poco.

La mayoría de los chicos de Midhurst venían de familias de clase media-alta. Sus padres no eran ricos de verdad, pero sí tenían dinero suficiente como para imitar los hábitos de la clase alta. Y había unos cuantos chicos que sí eran ricos en serio. Me imagino que sus padres intentaron inscribir­los en mejores escuelas, pero, sin las calificaciones o los contactos correctos, fracasaron y tuvieron que reducir un poco sus ambiciones.

Midhurst no tenía lista de espera. No había rigurosos exámenes de admisión. Podías entrar aun si tus calificaciones no superaban la media. Si te alcanzaba para pagar la colegiatura, había un lugar para tus hijos. Por ende, había una gran variedad de gente: un montón de jóvenes brillantes que terminarían asistiendo a universidades de renombre; chicos holgazanes sin ambición alguna, que pasaban flotando sin pena ni gloria, como lo habrían hecho en cualquier escuela pública de medio pelo; y los chicos cuyos padres no los querían en casa. Había muchos chicos de otras partes de Florida y de los estados vecinos, unos cuantos locales e incluso un grupo de extranjeros, alemanes en su mayoría, por alguna extraña razón.

Teníamos un estúpido lema escolar («La llave hacia un mañana brillante»), igual que el resto de las escuelas. Y un logotipo con una torre medieval en el centro, dos palmeras a los costados y un cáliz encima. Salvo por las palmeras, no tenía mucho sentido. Midhurst se preciaba de estar «empapada de tradición» y hacía todo tipo de intentos por aparentar estar en la cima de los ránkings institucionales y ser la puerta de entrada a las grandes universidades. La torre del escudo era sin duda un esfuerzo por sacarse esa supuesta tradición de la manga. Y solo Dios sabe qué era el cáliz.

La página de internet de la escuela mostraba fotos de chicos risueños de cabello reluciente que hacían la tarea sentados en el pasto, bajo el sol. Jóvenes jugando tenis y montando a caballo. Chicos frente a computadoras que estaban aprendiendo a programar o algo así. Chicos pasando el rato en dormitorios bien iluminados, tocando la guitarra y jugando juegos de mesa. Una chica tocando el saxofón. Recién graduados lanzando sus birretes en el aire. Profesores divirtiéndose juntos, como si hubieran formado un lazo profundo después de compartir grandes aventuras durante las cuales desarrollaron muchísimos chistes locales.

En realidad, Midhurst era el tipo de institución que tenía chicles pegados bajo los pupitres, muebles pasados de moda, maestros que andaban en carcachas y sospechosos olores a humedad en partes aleatorias de los pasillos. Teníamos uniformes, pero también eran patéticos. Eran solo camisetas azules con el escudo de la escuela estampado en el frente y pantalones oscuros o faldas a cuadros. Parecía más bien un uniforme de Educación Física o algo que la gente usaría en un campamento de verano.

Y luego estaban las reglas. En este aspecto en particular, Midhurst estaba bastante a la par de otros internados. Toques de queda, códigos de vestimenta, cortes y peinados aceptables, tipos de maquillaje pertinentes, calcetas, zapatos. Tolerancia cero con el tabaco, el alcohol y las drogas. Nada de reuniones en los dormitorios después de las 9:00 p.m. Prohibido que los chicos entraran a los dormitorios de las chicas o viceversa. Nada de celulares en el comedor ni durante las clases. Bajo ninguna circunstancia usar los baños sin un pase. Nada de comida en la lavandería, los salones o los pasillos. El chicle estaba prohibido también, así como salir de las instalaciones de la escuela sin un pase. Nada de música después de las 9:00 p.m. ni música por encima de «un agradable rango medio» en cualquier momento del día. Ni juegos de cartas ni pelotas en los dormitorios o los pasillos. No se permitían préstamos de dinero entre los estudiantes. No corro, no grito, no empujo. Y una larga lista de etcéteras. Los internados eran muy buenos para encontrar formas de sumarle claustrofobia a tu vida. Dicho eso, la gente rompía setenta y cinco por ciento de esas reglas de forma constante, y todo el mundo lo sabía, incluyendo el personal de la escuela.

No estaba mal. Una vez que te ajustabas, no estaba mal.

Las clases empezaron de nuevo en la segunda semana de enero. Llegué una noche antes y encontré a mi compañera de cuarto en la habitación, ya desempacada y escuchando Mamma Mia! (sí, el musical) en sus bocinas.

Tiré mi mochila al piso.

—No, no. De ninguna manera.

—Hola, Grace. Qué gusto verte —dijo y me mostró el dedo medio.

—Esta mierda no. ¡Apágalo!

—También es mi cuarto.

—¡Mis oídos!

Se sentó en la orilla de la cama y desde ahí me observó desempacar. Me puse a guardar mi ropa y a acomodar mis cuadernos de composición. Tenía unas quince novelas empezadas en esos cuadernos. Escribía principios de novelas sobre cualquier tema, pero siempre se me hacía dificilísimo pasar del primer capítulo. El único otro objeto de cierto valor que llevaba conmigo era mi resortera. La miré por un segundo antes de dejarla caer en el cajón de los calcetines. Tenía seis años cuando me la dieron y la usé a diario durante años. De cierto modo, era la prueba más contundente de mi infancia, el objeto que mejor definió esos años de mi vida. Me pregunté por qué la había llevado, pero supuse que tenía que ver con querer tener a la mano evidencia de una época en la que no lloraba hasta quedarme dormida en el baño y nada me intimidaba. Me gustaba recordar que alguna vez tuve agallas.

—Y ¿qué tienes? —me preguntó mientras absorbía hasta el último movimiento de mis ojos con la mirada.

—¿Además de que tu música me está violando los oídos?

—En serio. Te ves mal, como… enferma —dijo—. Tienes la cara hinchada en lugares extraños.

—Gracias.

—No es por hacerte sentir mal. Solo estoy siendo honesta.

—Te lo agradezco.

Georgina Lowry y yo nos llevábamos bastante bien, a pesar de nuestras diferencias considerables. No éramos amigas, pero no nos metíamos lo suficiente en la vida de la otra como para enemistarnos. De hecho, podría incluso decir que había cierta lealtad latente bajo las múltiples capas de irritación evidente, como una diminuta vena escondida en las profun­didades de una bola de grasa. Habríamos preferido morir que aceptarlo abiertamente, por supuesto, pero sabíamos que ahí estaba ese lazo inevitable que forjamos al estar encerradas en el mismo espacio diminuto.

Tenía el cabello rubio y oscuro, la cara ancha y los ojos superclaros. Ese tono azul cristal puede resultar hermoso, pero también perturbador. Tenía complexión atlética, robusta y corpulenta, pero porque era muy musculosa. Con frecuencia la encontraba haciendo extrañas lagartijas y abdominales en el piso entre nuestras camas. Conocía todos los trucos sobre cómo inhalar y exhalar en los momentos precisos durante el ejercicio, y expulsaba el aire en pequeños arranques agresivos y profesionales. Me pasaba la vida teniendo que rodearla mientras ella hacía algo en el piso con las piernas estiradas hacia arriba y giraba el abdomen de un lado a otro como un balón. Lo suyo era el equipo de voleibol, que a veces parecía ser su religión.

Además, era rica. Nuestro cuarto estaba atascado de sus cosas: ropa, zapatos, equipo deportivo, cojines decorativos, planchas y rizadores para el cabello, cuadros enmarcados con frases motivacionales, un deshumidificador, un frigobar, fotos familiares, joyeros, ligas para el cabello, etcétera. Yo tenía unas cuantas prendas, unos pocos libros y una laptop, misma que la escuela les entregaba a todos los estudiantes al comienzo del año. De cierta forma, era mucho más su cuarto que mío. Y, aunque nunca era malintencionada al respecto, creo que le entretenía bastante que yo fuera poco privilegiada, como solía decirme. La expresión en sí misma le resultaba divertida, exótica. Le parecía fascinante que no pudiera comprar cosas o que buena parte de mi guardarropa fuera de segunda mano o de una tienda de caridad. Cuando me veía debatiéndome sobre si debía o no comprar algo en la máquina expendedora, no podía evitar hacer un chiste al respecto. Nunca se contenía. Lo hacía de forma juguetona, siempre amigable, pero no tenía el menor tacto. Y a veces llegaba a afectarme. En términos de gracia y delicadeza social, Georgina era un elefante.

Sin embargo, más allá de nuestras peleas o discusiones, nunca habría podido desquitarme con ella. Había algo en ella extremadamente ordinario que me obligaba a serle leal por siempre, con el tipo de lealtad que solo puede tenerse para con una compañera de cuarto, una hermana tonta o a un compatriota en otro país. La bandana rosa fosforescente que se ponía a diario, sus incomprensibles gustos musicales y su forma de vestir la convertían en el tipo de chica que todo el mundo en la escuela sabía que no tenía esperanzas en la vida. Los chicos ni siquiera volteaban a verla; las chicas la desestimaban como a un cero a la izquierda. Ni siquiera el equipo de voleibol le tenía mucho aprecio. No era una paria social y nadie abusaba de ella —era demasiado rica para eso, y el dinero sí tenía importancia en la escuela—, pero era inane en el sentido más amplio, extenso y extremo del término.

—¿Qué te regalaron de Navidad? —me preguntó después de que me hubiera bañado y metido a la cama.

—Libros, principalmente.

Esperó a que le hiciera la misma pregunta. Como no lo hice, se soltó a hablar.

—A mí me compraron ropa y unas botas vaqueras que quería desde hace años. Ah… y también… lo mejor es que mis papás me van a llevar a París en las vacaciones de Pascua. —La miré, pero estaba demasiado exhausta como para siquiera fingir interés en lo que estaba diciendo—. ¡Pa-rííííís! —chirrió.

—Ajá.

—Caray, qué aburrida eres a veces —dijo mientras apagaba las luces y se acomodaba en la cama con movimientos furiosos.

No respondí. Estaba pensando en el día siguiente y en lo irreal que parecía todo. Tendría que ver al profesor Sorrentino. No concebía una realidad en la que el profesor Sorrentino y yo volviéramos a ocupar el mismo tiempo y espacio. Pensé tanto en él durante las vacaciones que dejó de ser una persona real y se había convertido en una criatura de proporciones míticas. Ya no era un mortal. Dejó de ser un humano carismático, amigable y de carne y hueso que podía reírse conmigo de chistes sobre la mitocondria y dibujar caritas felices en mis exámenes. Era una aterradora deidad que tenía mi vida entre sus manos. Yo ya no me pertenecía; le pertenecía a él.

Encendí la luz para escribir esa última idea en mi diario, pero Georgina hizo pucheros, así que volví a apagarla.