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Volví a casa para las vacaciones navideñas sintiéndome un cadáver. Hasta donde yo sabía, mi alma había sido devorada por el destino, quien luego la escupió otra vez ya digerida y masticada sobre mi cuerpo, donde ahora residía sin voluntad ni propósito. O al menos así fue como registré mis sentimientos al respecto en mi diario.

—Hola, bichita —dijo mi mamá cuando me acerqué a ella en la estación de autobuses.

Era la única en la escuela que volvía a casa en autobús. Si podías enviar a tu retoño al internado cuasi-prestigioso-pero-no-tanto al que yo iba, entonces podías pagarle boletos de avión. Excepto en mi caso. Yo venía de un estrato socioeconómico distinto, más como del rango de casas rodantes que no acostumbra darse el lujo de pagar colegiaturas de colegios privados. A decir verdad, nunca dejó de parecerme un poco extraño ir a una preparatoria privada, pero mi padre pagó la colegiatura y el hospedaje, y no aceptó discusiones ni negociaciones. Decía que una educación sólida era lo único que necesitaría en la vida, pero creo que en realidad era todo lo que él necesitaba para estar bien con su vida, más allá del hecho de que me creó por accidente y no había mucho más que pudiera hacer al respecto. Tenía que hacer algo para no ser una porquería de persona, y su solución fue endilgarme una educación privada. Nunca fue del todo una verdadera porquería de persona —una basurita nada más—, y sus intenciones eran buenas. En fin, esa es otra historia que contaré luego.

—Hola, mamá —me detuve frente a ella y me quedé parada, con los brazos colgándome a los costados.

—Ven acá —dijo, jalándome hacia sí—. ¿Cómo estuvo la escuela?

—Normal.

—Qué bien. Odio que estés lejos tanto tiempo —murmuró con la cara hundida en mi cabello—. Odio estar sin ti. —La abracé con fuerza. Mi mamá tenía muchos problemas de verdad, no estúpidas fantasías adolescentes, pero ella era la única persona a la que podía abrazar sin pena o sin siquiera necesitar una buena razón. Nunca hacía preguntas—. ¡Decidí que tenemos que ir por donas de camino a casa! —anunció después de darme un beso—. ¿Qué opinas? ¿Lo hacemos?

Pensar en comerme una dona me dio náuseas de nuevo, pero me obligué a sonreír.

—¡Sí! —contesté, con todo y signos de exclamación.

Pasé las vacaciones reconciliándome con la idea de que esa nueva existencia destartalada sería mi destino. Leí mucho, como siempre. No podía superar mi obsesión con los libros. Por más que intentara ser una persona más genial, no podía. También escribía diarios y poemas y novelas, cosa que tampoco ayudaba. Recién había terminado La naranja mecánica y, tras disfrutar esa exquisita tortura mental, pasé a Eso, de Stephen King. Supuse que lo mejor era quedarme en los temas perturbadores. Parecían asentarme el estómago.

En las noches leía, escuchaba música y lloraba. Durante el día pasaba mucho tiempo con mi madre, que era más difícil que nunca. Me gustaba ponerle la cabeza en el regazo mientras veíamos televisión y ella jugaba con mi cabello, pero hablar con ella requería del tipo de paciencia y energía que, dadas las circunstancias, me era doloroso reunir.

Mi mamá era un tipo especial de persona. Era joven; tenía apenas treinta y cuatro años. Y era hermosa. No era una belleza de «parque de remolques», sino que era hermosa de un modo no procesado, como un regalo de la naturaleza. Compartíamos un físico muy similar —cabello oscuro, piel muy blanca, ojos azules—, pero en ella sí parecía funcionar. No se veía demasiado pálida ni “contrastante”, como yo. Se veía etérea e hipnótica. La gente se le quedaba viendo al pasar. Y, además de su apariencia (o a pesar de ella), mi madre era una persona estúpidamente agradable. Era cálida, amorosa y gentil. Quería que todo fuera bueno para todas las criaturas del planeta en todo momento, y su buena voluntad y sus deseos de paz mundial eran genuinos. Lo creía en serio. Era buena con cualquiera, hasta con las plantas, los muebles y los objetos inanimados. Para ella, cualquier persona merecía el beneficio de la duda.

El problema era que también estaba loca. Loca de verdad. Supongo que la forma más fácil de describir su trastorno sería llamarla delirante. Su forma de ignorar la realidad era implacable. Así como los niños chiquitos construyen un mundo propio cuando juegan a ser vaqueros o astronautas, mi mamá construyó un mundo a su alrededor. Desdeñaba la verdad de las cosas tanto como le era posible, y, cuando no lo era —cuando la realidad se volvía demasiado ruidosa e intensa, y comenzaba a ejercer demasiada presión sobre el cuento de hadas en el que ella vivía—, se desmoronaba. Y entonces tenías que ponerte a buscar las moronas para volver a armarla. El método era más o menos el mismo cada vez: tenías que asegurarle que lo que era real no era real, y que su mundo mítico y desquiciado era el verdadero.

La mayor parte del tiempo no la culpaba. Ella quería ser feliz, pero la vida no estaba como para permitírselo, así que engañó al sistema y decidió provocarle un cortocircuito por medio de sus fantasías. No era tonta, y eso le funcionaba. Yo entendía su lógica y la apoyaba tanto como podía. A veces el delirio era la mejor estrategia. Mi mamá podía ser muy divertida al pintar el mundo con una cornucopia de colores pastel, tonos de unicornio y mentiras bañadas en diamantina. A veces, después de un mal día en la escuela, eso era justo lo que necesitaba. Pero a veces, por desgracia, tenías que darte por vencida si querías discutir cualquier cosa real que tuvieras en la cabeza, porque realidad = minas = holocausto nuclear de emociones y sentimientos. El cortocircuito tenía un límite antes de que se le quemaran los fusibles.

Aquella Navidad fue difícil. Yo nunca había estado enamorada; nunca me habían roto el corazón. Y disimular esa mierda no era tarea fácil.

—No te molesta que tu papá no esté aquí para Navidad, ¿cierto? —dijo mi madre, dándome unas palmaditas en la rodilla mientras veíamos televisión—. Sabes que de verdad quería venir, pero el trabajo no lo dejó. Su compañía va a fusionarse con otra en enero y tiene demasiadas cosas que preparar.

—Sí, no me importa.

—Corazón, no digas que no te importa. A él le importa no poder estar aquí y a ti debería importarte también.

—No, solo quiero decir que lo entiendo. Sé que tiene que trabajar.

Sonrió.

—¿No es una lindura ese collar que te mandó?

—Sí, está bonito.

Esta es la verdadera historia:

La razón por la que mi padre no pasaría Navidad con nosotras era que estaba casado y tenía tres hijas en California, las cuales no sabían que mi mamá y yo existíamos. Todo eso sobre la fusión en enero era un invento. Mi madre y yo éramos solo un subproducto secreto de su vida —por lo demás— ordinaria. Y no lo culpaba por haber sido incapaz de resistirse a los encantos de mi mamá cuando ella tenía diecinueve años durante un viaje de negocios que hizo a Florida hace muchos años. Como era de esperarse, se tenía que enamorar de ella. Era hermosa de una forma inusual e infinita. No hay ningún misterio alrededor de por qué no pudo sacársela de la cabeza, sin importar lo conveniente que hubiera sido. Su romance nunca se detuvo y creció como un hongo en un sótano húmedo. Yo fui meramente el resultado de eso. Y ahí estábamos. El amor entre mis padres era verdadero, no puedo negarlo. Tal vez había más amor real entre ellos que entre él y su esposa real, y tal vez por eso «funcionaba». Sin importar las razones que explicaban la longevidad de la relación de mis padres, mi mamá y yo éramos su universo alterno, el cual coexistía codo a codo con su universo dominante. Nosotras sabíamos de «ellas», pero ellas no sabían de nosotras. La única regla era no hablar nunca de ello.

Yo llevaba el apellido de mi madre: Welles. Mi padre man­daba algo de dinero todos los meses mediante un sistema complejo de transacciones que involucraba a su socio y mejor amigo. Pagaba la colegiatura de mi internado con ese mismo sistema, y nos visitaba un par de veces al año, so pretexto de algún viaje de negocios. Todos acatábamos las reglas y, como ya dije, la cosa funcionaba.

Nunca fue de otra forma y, por lo tanto, nunca fue más que la norma. Cuando mi papá venía a quedarse con nosotras unos días o un par de semanas, siempre me daba gusto verlo. Traía regalos y salíamos a cenar todas las noches. Cuando se iba, también me sentía bien. O al menos creía que estaba bien. A veces me sentaba en la cama a examinar mi constitución emocional después de sus visitas, y me preguntaba si estaría dañada de alguna forma. No podía estar cien por ciento segura. Dependía mucho de qué música estuviera escuchando durante las inspecciones, pero en general me sentía bien, hasta que me entraba envidia de algo, como que el papá de la chica de enfrente la regañaba por algo relacionado con su novio buenoparanada. Ese tipo de cosas me afectaba a veces. Yo probablemente podría acostarme con cualquier hombre de dudosa procedencia y nadie me detendría.

La cosa es que no entendía en absoluto por qué mi mamá se había enamorado de mi papá. Esa era la parte que no tenía sentido. Para mí, él era de lo más ordinario. No tenía nada fuera de lo común, salvo que una nunca sabía cuándo aparecería o desaparecería. Tenía dieciséis años más que ella, una pequeña barriga y casi nada de cabello. No lograba entenderlo. Sí, tenía dinero. Era abogado en el mundo del espectáculo y vivía en Beverly Hills (o por lo menos ahí estaba su despacho), pero eso no lo hacía más interesante, según yo, y no es como que nos bañara en dinero. No podía hacerlo, pues eso habría sido demasiado riesgoso.

Mi madre podría haber conseguido al hombre que quisiera. Pudo haberse ido de Florida con el vocalista de cualquier banda que hubiera pasado de gira por ahí. Pudo haber conocido a un científico brillante o haber sido la inspiración de un escritor que la habría usado como la musa de su novela ganadora del Pulitzer. Así de especial era. Cuando menos, pudo haberse casado con un hombre forrado en billetes, o aunque fuera con un hombre normal que solo la amara lo suficiente como para quedarse con nosotras.

Pudo haber hechizado a cualquiera, pero, en cambio, fue mi papá quien la hechizó.

Miré a mi mamá y me pregunté si yo terminaría como ella, atrapada por siempre en una especie de purgatorio del amor. «Seguramente», pensé. Seguramente estaba jodida y condenada.