Era el último día antes de las vacaciones navideñas, y yo estaba sentada en un cubículo del baño de la escuela, vestida como bruja. La tela negra y larga de mi vestido se asomaba por debajo de la puerta gracias a su ridículo volumen. Estaba llorando. Tenía las rodillas apretadas contra la cara y me abrazaba las piernas mientras hundía la cabeza entre los pliegues del vestido. Sentía todo el cuerpo apretujado y los músculos tensos, al extremo de estar segura de que un simple toquecito me partiría por la mitad. Tenía la cara caliente y cubierta de mocos y lágrimas; tuve que meterme un pedazo del vestido a la boca para que mis sollozos atragantados no reverberaran por todo el baño.
Nunca había llorado tanto. Así es como lloriqueaban las señoras en las telenovelas, colgándose de la pierna de algún hombre que intentaba alejarse de ellas. Yo era todo lo contrario. Era una de esas niñas rígidas como piedras, pequeñas perras que jamás lloraban: no lloraba cuando me lastimaban, ni cuando me gritaban, ni cuando me molestaban. Y si acaso llegaba a llorar, siempre era breve y al grano, en secreto y sin testigos ni evidencia de ningún tipo. Siempre me había considerado bastante inquebrantable, y lo era. O al menos lo fui hasta ese día en el baño.
En un abrir y cerrar de ojos, mi infancia quedó hecha pedazos, y lo único necesario para lograrlo fue que mi alma gemela me apuñalara el corazón con un cuchillo para mantequilla.
Se llamaba Carl Sorrentino. El profesor Sorrentino, mi maestro de Biología. Es cierto que tenía unos veinte años más que yo y que eso podía representar un problema para algunas personas, sobre todo para gente de mente cerrada. Si bien había obstáculos por superar, ¿qué es un obstáculo frente al destino? Aquello era el destino. No solo el hecho de que fuéramos almas gemelas, sino el que yo supiera que lo éramos. Lo sabía. Mi razonamiento era que, cuando entiendes las cosas a ese grado, no es necesario que tengan sentido a nivel práctico, porque el amor era una verdad más grande que la logística, y quien tuviera un problema con eso podía irse al diablo. El amor es el amor. Es lo único que importa. ¿Qué importancia tiene la edad cuando se trata del amor? Ninguna.
Sabía que el profesor Sorrentino también sentía esa conexión. Estaba segura de que no había perdido la cabeza porque, a pesar de que nunca expresamos abiertamente nuestros sentimientos (lo cual habría sido técnicamente superilegal), mi inevitable conclusión estaba basada en factores tangibles, en cosas reales que el profesor Sorrentino hacía y decía. Eran señales.
Por ejemplo, las caritas felices que dibujaba en mis exámenes, junto a frases como: «¡Bien hecho, Gracie!» o «¡El Gracineitor ataca de nuevo!». Y les ponía ojitos a los números en los exámenes. Por ejemplo, si escribía «99%» en un examen, convertía los círculos de los nueves en ojos. Sí, era lo más cursi del mundo, pero eso no es lo importante. Lo importante es que era adorable.
También era una señal que nuestros ojos se encontraran cuando él hacía uno de sus chistes de biología que nadie más que yo entendía. Le sonreía desde el otro lado del salón, y él me sonreía en respuesta, y en esos momentos el mundo entero desaparecía.
En el almuerzo me dejaba quedarme con él en el salón, y yo le hacía preguntas detalladas sobre cualquier tontería que hubiéramos visto en clase ese día. La verdad es que nunca me importó mucho la materia, pero mis calificaciones eran excelentes gracias a la cantidad de energía que le dedicaba. Y él era sumamente paciente. Me miraba mientras le hablaba. Se sentaba y esperaba mientras yo formulaba mis preguntas, intentando sonar ingeniosa y profunda e interesante. Y él asentía y decía: «¿Sabes? Esa es una excelente pregunta, Gracie. Estás llevando las cosas al siguiente nivel. Mira, te voy a enseñar algo». Y dibujaba diagramas en el pizarrón, solo para mí. Hacía detallados esquemas de células animales y vegetales, del aparato respiratorio o de una cadena de ADN; diagramas complejos con flechas y descripciones para nadie más que para mí.
Además, chocábamos los cinco muchísimo, cosa que habría sido horripilante con cualquier otra persona que no fuera el profesor Sorrentino, pero con él tenía cierto sentido. Y, en realidad, era el único contacto físico que teníamos permitido, supongo, así que entendía que él hiciera eso.
Además, había muchas otras cosas. Claro que no era tonta: sabía que eran detallitos que podían parecer irrelevantes, pero el punto era ver el panorama general. Lo único que tenía que hacer era unir los puntos y el cuadro completo quedaba a la vista: el profesor Sorrentino y yo teníamos una conexión poderosa y trascendental. Teníamos el tipo de conexión que desafiaba todas las reglas y tradiciones. El tipo de conexión que reinventa el mundo. El tipo de conexión que es demasiado fuerte como para seguir los caminos conocidos y las convenciones.
Da igual. Al final, resultó que sí había perdido la cabeza.
Era la última función de la producción escolar de Macbeth, en la que yo interpretaba a una de las tres brujas. Odiaba el teatro, pero me presenté a la audición después de que el profesor Sorrentino me llamara bruja por sacar 100 en un examen sorpresa. Supuse que le gustaba imaginarme así y que no sería terrible cumplirle esa fantasía: vestido negro, sombrero y todo lo demás.
Al bajar del escenario, después de mi segunda escena, el profesor Sorrentino se me acercó y me llevó hasta donde estaba una mujer de cabello castaño.
—Gracie, quiero que conozcas a Judy, mi prometida. Va a empezar a trabajar como maestra suplente aquí el próximo año.
Judy tenía una cabellera voluminosa y una sonrisa tan amplia que parecía que tenía cuatro mil dientes. Tenía pecas y cejas gruesas, y traía puesto un vestido navideño que parecía comprado en Dillard’s, coordinado con aretes de adornos navideños. La sonrisa hacía que los labios se le estiraran en la cara, y su pegosteoso labial rosado resplandecía bajo las luces. Le estreché la mano que me tendió. Su esmalte de uñas era del mismo color rosa pastel que sus labios, y las traía manicuradas a la perfección.
—¡Qué gusto conocerte por fin! —dijo—. He oído mucho sobre ti. La mejor estudiante en Biología, ¿eh? ¡Nada mal! —La miré sin reaccionar. Ella siguió hablando un rato sobre las incontables maravillas que el profesor Sorrentino le había contado sobre mí. Parecía estar genuinamente emocionada por mis calificaciones. Yo solo la seguí mirando. Cuando te lastimas, a veces no lo sientes al principio por el shock. El dolor está ahí, pero está anestesiado por lo repentino de las circunstancias. Judy seguía sonriendo—. Ah, y Carl dice que te gustaría estudiar bioquímica al terminar la preparatoria.
—Ajá —contesté.
—¡Qué increíble! —exclamó ella con su brillante muro dental.
Volteé a ver al profesor Sorrentino.
—¿Podemos hablar un segundo, profesor?
Volteó a ver a Judy, confundido. Ella sonrió.
—Claro, Gracie. —Lo llevé hasta la enfermería, que era el salón vacío más cercano—. ¿Qué pasa? —preguntó, con una sonrisa—. Oye, lo hiciste muy bien, por cierto. Shakespeare no es fácil. No cualquiera puede memorizar esos diálogos.
—Nunca me dijiste que tenías una prometida —dije.
Su sonrisa no se desdibujó del todo, pero se le congeló de tal forma que parecía fuera de lugar.
—Bueno… —Hizo una pausa, se miró el codo un segundo y luego continuó—. Judy no era mi prometida hasta ayer. Pero, a decir verdad, esa es mi vida privada, Gracie. No veo por qué…
—O sea, ¿Judy no existía antes de ayer? ¿Apareció de la nada? No sabía que eso fuera posible… en términos científicos.
Me miró, desconcertado. Tenía los ojos casi desorbitados de tanta confusión.
—Oye, ¿qué pasa? —preguntó tras unos momentos.
Le di la espalda y me sequé una lágrima que había comenzado a inundarme el ojo.
—¿Es en serio lo de esta mujer, profesor Sorrentino? —pregunté—. ¿En serio es en serio?
—¿Perdón?
Sin poder contener las lágrimas subsiguientes, me di vuelta para enfrentarlo de nuevo.
—¿En serio te vas a casar con ella? O es un chiste, ¿cierto? O sea, ¿no ves cómo se viste?
—¡Ey! —dijo y retrocedió un paso—. ¡Te estás pasando de la raya, Grace!
—Perdón, pero es la verdad.
—¡Suficiente! —exclamó. Me sobresalté. Nunca me había hablado en ese tono. Estar discutiendo con él así era una sensación extraña. Sentí que se me calentaba la cara y, por extraño que fuera, una parte de mí se excitó—. ¿Podrías explicarme qué está pasando? —me preguntó.
—¿Estás enamorado de ella?
Durante un instante que pareció infinito, se quedó parado sin hacer nada. Una expresión de «ay, carajo» comenzó a materializársele en la cara. En ese instante pareció entender la gravedad de la situación, o al menos parte de la gravedad de la situación. Seguramente creyó que me gustaba. Dudo que supiera que era mi alma gemela.
Inhaló profundo.
—Siéntate un momento, Gracie —dijo, pero no obedecí—. Escúchame. La vida puede ser confusa. Lo entiendo. Es confusa para todos, créeme, pero, cuando eres joven, las cosas pueden parecer aun más extrañas. Quiero que sepas que eres una joven muy inteligente y talentosa. Cuando te miro, veo a alguien que llegará muy lejos. Eres una persona excepcional, Grace. Lo digo en serio. Y espero que sepas cuánto te respeto. Vas a ser una bióloga formidable algún día.
Sentí que la cena me subía por la garganta. Lo último que quería en el maldito mundo de mierda era que me respetara como una bióloga formidable.
—Quizá estés babeando por ella ahora —le dije—, pero estás loco si crees que hay algo de verdad detrás de esa farsa. —Se quedó boquiabierto y sin palabras por un instante—. No, espera, tienes razón —añadí e hice una mueca sarcástica en respuesta a su reacción—. Estoy segura de que lo tuyo con Judy es amor verdadero.
El profesor Sorrentino se cruzó de brazos con una expresión de parca determinación en el rostro.
—Lo siento, pero esta conversación se terminó, Grace.
El atuendo de bruja me había dado el valor para comportarme con esa displicencia.
—En fin. Felicidades, profesor Sorrentino, por encontrar una verdadera joya.
Me di vuelta y salí de la enfermería arrastrando dramáticamente los largos pliegues del poliéster de mi vestido tras de mí. Caminé con toda la actitud que pude conjurar y me aferré con todas mis fuerzas a los restos de mi fachada indestructible, aunque para ese momento hasta los restos eran sintéticos. Siempre había estado destruida.
Noreen se acercó corriendo por el pasillo, disfrazada de árbol.
—¡Demonios! —gritó—. ¡Qué bien lo hicimos, carajo! ¡A nadie se le olvidaron sus diálogos! ¡Qué locura!
Ella fue uno de los «árboles raperos» en la obra; junto a un montón de otros árboles, rapearon al final del segundo acto. Supongo que era una forma de quitarle unas cuantas telarañas a la obra. En lo personal, siempre estuve en contra de ello, pero no era lo suficientemente ñoña como para que me importara de verdad.
Ignoré a Noreen y me dirigí hacia el exquisito vacío del baño de mujeres. Fui directo hacia el último cubículo, azoté la puerta y, sin preámbulos, me derrumbé.