No hay que ser un experto observador ni tener una formación científica muy refinada para dar una mirada alrededor y percibir que nos tocó vivir en un mundo natural complejo y diverso. Pero sí hay que tener, al menos, cierta capacidad de asombro y curiosidad para preguntarse por qué esto es así, dado que no es algo tan evidente. ¿Cómo se llegó desde esa explosión originaria que hoy sabemos, o al menos suponemos fuertemente, que dio origen a todo —y que, casi infantilmente, llamamos Big Bang— hasta este escenario pródigo de organismos vivos en una roca perdida en el sistema solar, del cual somos apenas una mínima parte?
Gracias al trabajo acumulativo de miles de personas de diversas disciplinas, hemos llegado a reconstruir esa historia de una manera bastante precisa. Hace unos 4500 millones de años se formó nuestro sistema solar. En uno de los varios planetas que quedaron orbitando alrededor de uno de los tantos soles que hay en el universo, durante algunos cientos de millones de años pasaron pocas cosas relevantes para la historia que nos interesa contar acá. Pero hace unos 4000 millones de años, por un conjunto improbable de casualidades, apareció sobre la Tierra una molécula capaz de transmitir información. Esa molécula probablemente habría pasado inadvertida, como tantas otras, si no hubiera sido porque se recubrió de una membrana que le permitió replicarse de manera protegida: es la responsable de que, de una manera u otra, los organismos sean capaces de dejar descendencia. Aunque el origen de la vida sigue siendo un tema muy discutido, sabemos con razonable certeza que todos los seres vivos tenemos un ancestro común. Desde esa forma originaria, invisible, que en algún momento habitó el mundo solitariamente y por casualidad hasta la multiforme variedad de organismos que hoy puebla la Tierra pasaron, en esencia, dos cosas: el tiempo y la selección natural. Del tiempo no tenemos mucho para decir, pero de la selección natural, sí.
El manual de instrucciones para desarrollar un organismo vivo, sea cual fuere, está en esa molécula maravillosa capaz de transmitir información: el ácido desoxirribonucleico (ADN). Pero todos los seres vivos tenemos ADN y sin embargo todos somos diferentes. ¿Cómo se explica que el elefante tenga una trompa, y la jirafa un cuello largo; que ciertos animales obtengan el oxígeno del aire gracias al trabajo de sus pulmones y otros lo obtengan del agua gracias a las branquias; que ciertos primates formen harenes y otros tengan relaciones relativamente monógamas; que algunos insectos se coman a su pareja sexual luego de la cópula y otros estén dispuestos a entregar su vida para que puedan reproducirse sus hermanos? Más aún: ¿cómo se explica que cada uno de estos organismos parezca estar anatómica, fisiológica y comportamentalmente adaptado para sobrevivir en el medio en que le toca desempeñarse? Ya vimos en la introducción que la hipótesis más al alcance de la mano era la que postulaba la existencia de un diseñador inteligente: si hay diseño (o apariencia de diseño) tiene que haber diseñador. Pero la mejor explicación que tenemos para todas estas cuestiones la propuso a mediados del siglo XIX un británico que había pasado un largo tiempo navegando, observando y pensando sobre la variedad de formas de vida que observaba.
Trepado a hombros de gigantes, como ocurre siempre en la historia de la ciencia, Charles Darwin formuló en El origen de las especies, de manera completa, una de las ideas más brillantes de las que pueda jactarse la humanidad. Sin esa idea, que organizó todo el caótico pensamiento biológico de una época en la que la biología recién empezaba a llamarse «biología», este libro no tendría sentido.
Lo que Darwin descubrió —casi al mismo tiempo que su colega Wallace, aunque de una manera mucho más sofisticada— fue que no hacía falta recurrir a nada más que a la propia naturaleza, al azar y al tiempo para explicar la variedad observable. No era necesario postular un Dios que interviniera creando diversas formas de vida adaptadas a su medio a través del tiempo: lo que hay es algo a la vez mucho más simple y mucho más interesante; una fuerza ciega que actúa seleccionando a los individuos más aptos para sobrevivir y les da mayores posibilidades de dejar descendencia.
Los seres vivos, desde los que están compuestos por una sola célula hasta los más complejos, vienen a este mundo con dos mandatos elementales: sobrevivir y reproducirse. Es más, si uno lo piensa bien, el primer mandato podría subsumirse en el segundo: de lo que se trata la famosa «lucha por la supervivencia», en realidad, es de reproducirse, y la primera condición de posibilidad para reproducirse es sobrevivir lo suficiente hasta poder hacerlo. En las especies con reproducción sexual, el individuo que no llega a la madurez no deja descendencia.
Si la naturaleza fuera pródiga en recursos y si, además, todas las especies convivieran armónicamente y sin estorbarse, el planeta sería un espacio de paz y bonanza donde no habría ningún conflicto ni entre especies diferentes ni entre miembros de una misma especie, y donde todos morirían de viejos, felices y unidos por el amor.
Pero sabemos que no es así.
Lo que Darwin pensó, inspirado por Thomas Malthus, es que en cada generación de cada especie nacen más individuos de los que naturalmente pueden sobrevivir. Algunos de esos individuos, los que estén mejor adaptados al ambiente en un momento particular, serán capaces de vivir más, tendrán más posibilidades de reproducirse y, por lo tanto, legarán sus rasgos a su descendencia. Por ejemplo: los tiburones que nazcan con dientes más afilados o los pumas que nazcan con la capacidad de correr más rápidamente serán los que, estadísticamente, más posibilidades tendrán de sobrevivir en su medio y, por tanto, los que más posibilidades tendrán de alcanzar la madurez sexual y dejar crías.
Esa descendencia heredará los rasgos de sus progenitores y, a la larga, esos rasgos se volverán dominantes en la población porque otorgan una ventaja adaptativa: en un contexto de recursos escasos, difícilmente sobrevivan quienes no los tengan. Esa es la «selección natural», probablemente la idea más poderosa de la historia del pensamiento humano, que además tiene el maravilloso encanto de su simpleza: la naturaleza define quién sobrevive y quién no en base a lo que resulta conveniente en determinado ambiente y en determinado momento.
Cada uno de los rasgos que observamos en la naturaleza está moldeado por una acumulación de accidentes que, de un modo u otro, resultaron favorables para la supervivencia, o al menos no la entorpecieron lo suficiente. Esto significa que la selección natural no tiene finalidad. No hay una meta a la que se dirija lenta e inexorablemente. O, dicho en jerga filosófica: no es teleológica, no está dirigida a un telos, a un fin último, por más que muchas veces se la piense de esa manera. Los seres humanos, en este sentido, no somos el corolario de ningún proceso: somos apenas un punto más en el árbol de la vida que arrancó hace miles de millones de años, tan significativo o insignificante como cualquier otro.
La teoría darwiniana se fue refinando mucho con el correr del tiempo y, especialmente, con los avances en el conocimiento de genética y biología molecular a lo largo del siglo XX. Nosotros comenzamos hablando del ADN, pero Darwin, recordemos, no tenía ni idea de que existiera algo así: cuando escribió, todavía faltaba un siglo para que se descifrara su estructura, y la herencia constituía para él un misterio absoluto (aunque era clave para completar su teoría; y de hecho fue la combinación de la evolución por selección natural con la genética lo que condujo, en el siglo XX, a los mayores avances en el campo de la biología evolucionista).
Tal como fuera formulada, la teoría de la evolución por selección natural se sostiene (y se sigue sosteniendo) sobre tres pilares esenciales:
1. El mundo natural es variable. No solo un puma es diferente de una serpiente y un rinoceronte de una magnolia, sino que un puma es diferente de otro puma y un rinoceronte es diferente de otro rinoceronte, aunque a nosotros nos cueste reconocerlos. O sea, no solo hay diferencias entre individuos de diferentes especies sino también entre individuos de una misma especie. Nico Olszevicki, que pertenece a la especie Homo sapiens, es claramente diferente de Fido, el perro de su vecino (Canis familiaris), pero también de Matías Pandolfi, otro Homo sapiens. Estas diferencias interindividuales se verifican no solo a nivel anatómico y funcional (o sea, no solo son cuerpos visiblemente diferentes) sino a nivel comportamental. Y esto es central para nuestro libro: frente al mismo estímulo, dos animales de la misma especie pueden reaccionar de maneras diferentes porque están, de algún modo, condicionados para reaccionar de maneras diferentes. Y una de esas maneras puede convenir más para la supervivencia que otra. O sea que hay variación en, al menos, dos sentidos: hay variación en rasgos físicos y hay variación en comportamientos.
2. Esa variabilidad es heredable. Darwin se dio cuenta de que la única manera de explicar que se perfilaran rasgos tan diferentes interespecie e interindividuos era que esos rasgos se transmitieran de algún modo de los progenitores a sus hijos. Esta es una de las genialidades de Darwin: haber entendido perfectamente qué faltaba para que su teoría fuera totalmente consistente. De hecho, lo que hizo la síntesis evolutiva moderna, en el siglo XX, fue actualizar la teoría de la evolución darwiniana con los novedosos conocimientos de genética de la época para explicar cómo se produce la herencia de esa variabilidad.
3. Dado que en todas las especies nacen muchos más individuos de los que llegan exitosamente a la adultez, existe, entre ellos, una lucha por la supervivencia. En esa lucha, determinados caracteres resultan convenientes y otros no, y se ponen en juego a lo largo de la vida. Los individuos que sobrevivirán y dejarán más descendencia son aquellos que estén mejor equipados para enfrentar los desafíos que pueda ofrecer determinado ambiente en determinado momento.
El mecanismo es, simplificado, el siguiente: se generan variaciones en los rasgos individuales (un cuello más largo, una dentadura más potente, una mayor capacidad de detectar a un predador); cuando esas variaciones resultan convenientes, los individuos que las portan ganan potencial de supervivencia y de reproducción y, por lo tanto, con el correr del tiempo, se vuelven poblacionalmente dominantes. Esos rasgos que permiten resolver algún desafío ambiental son denominados «adaptaciones»: por ejemplo, el cuello largo de la jirafa es una adaptación que permitió a las jirafas alcanzar las hojas de los árboles más altos. Este es un punto central de la teoría y es probablemente el que más se presta a confusión en las presentaciones populares: no es que las jirafas estiraron el cuello para alcanzar los árboles más altos. Por casualidad, en algún momento, se produjo algún fenómeno que hizo que algunas protojirafas tuvieran cuellos más largos que otras (hoy sabemos que se trata de mutaciones genéticas). Como la comida a la altura a la cual llegaban las jirafas con el cuello normal escaseaba, las que más chances tenían de sobrevivir eran las que nacían, de casualidad, con cuellos más largos. Más supervivencia se traduce, generalmente, en mayor capacidad reproductiva, las crías heredan ese rasgo y, a la larga, los cuellos largos terminan predominando a nivel poblacional.
Hay diferentes definiciones de lo que es una adaptación, y los propios biólogos y biólogas muchas veces no se ponen de acuerdo en si determinado rasgo específico es adaptativo o no. Algunos, por ejemplo, definen el concepto en relación con el fenotipo; esto es, con los rasgos observables de un individuo (que son un producto de la relación entre su genética y el ambiente), mientras que otros se concentran en el genotipo (o sea, en lo que puede encontrarse a nivel de su ADN). Al mismo tiempo, a veces se usa el concepto refiriéndose a un proceso y, otras, a un rasgo específico.
Entendida como proceso, la adaptación es el conjunto de cambios por los cuales los individuos de determinada especie ganan en capacidad de supervivencia. Por su parte, se dice que un rasgo o un comportamiento son adaptativos (o son una adaptación) cuando resulta conveniente para su portador tenerlos en determinado ambiente y en determinado momento. Así, aquellas variantes que contribuyen a solucionar algún problema pasan el tamiz de la selección natural; las que no, son eventualmente descartadas. A lo largo de miles de generaciones, este proceso tiende a mantener las características que favorecen la reproducción de los individuos que las poseen. En síntesis, una adaptación es una característica heredada que aparece en una especie como resultado de la selección natural porque, de manera directa o indirecta, facilitó la reproducción de los individuos que la portaban a lo largo de la historia evolutiva de la especie.
Esto conlleva varios problemas. El primero, en el que no ahondaremos porque requeriría un libro completo, es el de cómo determinar que un rasgo es efectivamente una adaptación. El segundo es que, dado que el mundo es dinámico, ninguna adaptación tiene la garantía de ser eternamente adaptativa. Los cambios en el hábitat, por ejemplo, pueden provocar que determinado rasgo que era conveniente se vuelva extremadamente inconveniente y desaparezca en pocas generaciones, o viceversa. Un ejemplo clásico es el de la mariposa de los abedules (Biston betularia).

La mariposa de los abedules (Biston betularia) en sus dos «presentaciones». © I. Redding
Originalmente, estas mariposas eran solo blancas porque su color les permitía camuflarse en árboles poblados de líquenes blancos y no ser devoradas por los pájaros, sus predadores naturales. Durante la Revolución Industrial, sin embargo, la polución mató los líquenes, la corteza de los árboles dejó de verse blanca y, por lo tanto, la coloración blanca de estas mariposas dejó de resultar conveniente. Al convertirse en presa fácil, la mariposa tranquilamente podría haberse extinguido, o disminuir exponencialmente su población; sin embargo, pasó algo que la salvó: se produjo una mutación genética (recordemos: totalmente aleatoria) que hizo que algunos individuos de la especie nacieran con coloración negra. Esos individuos tuvieron muchísimas más posibilidades de sobrevivir y dejar descendencia y, por lo tanto, rápidamente se volvieron predominantes en la población. Actualmente, la mariposa de los abedules se encuentra en sus dos «presentaciones»: blancas y negras.
Los cambios genéticos son el mecanismo clásico por el cual los organismos terminan teniendo rasgos fisiológicos, físicos o comportamentales adaptados al medio. Dado que son aleatorios, y que los medios naturales nunca son estáticos, es imposible pensar que un organismo esté perfectamente adaptado nunca a nada: la evolución es, por definición, un proceso inconcluso.
En ese proceso, el vínculo con el resto de las especies con las que convive y lucha por los recursos es fundamental. De hecho, existe un proceso típico que se denomina coadaptación o coevolución, en el que la supervivencia de una especie depende de la supervivencia de la otra, y viceversa. Pensemos, por ejemplo, en las abejas, que se alimentan de las flores de ciertas plantas. Para que se produzca la reproducción, esas plantas necesitan un agente que transporte el gameto masculino hacia los estigmas, donde está el gameto femenino. Este agente puede ser el viento, pero también, muy habitualmente, son ciertos insectos. Las abejas están muy bien adaptadas para extraer alimentos de las plantas: sus vellos hacen que el polen se adhiera fácilmente a sus cuerpos, tienen órganos especializados, un aparato bucal que les permite succionar el néctar… y como a las plantas les sirve que se alimenten de ellas, porque facilitan su reproducción, la selección natural ha ido premiando a aquellas que cuentan con dispositivos visuales que resultan especialmente llamativos para las abejas, que son capaces de identificarlos y buscarlos especialmente. Coevolucionan, entonces, los rasgos de las plantas que atraen a las abejas y los órganos sensoriales que hacen que las abejas se sientan atraídas por determinadas plantas ricas en polen y néctar. Este ejemplo era, de hecho, fundamental para el propio Darwin, que dedicó un libro entero a «mostrar que las estratagemas mediante las cuales son fertilizadas las orquídeas son tan variadas y casi tan perfectas como cualquiera de las más bellas adaptaciones del mundo animal y […] que esas estratagemas tienen como principal objetivo la fecundación de las flores con polen traído por insectos desde otras plantas».

Ilustración de una Orchis mascula en The various contrivances by which orchids are fertilised by insects, de Darwin.
Por último, debemos considerar que las adaptaciones nunca son una solución ideal para todos los desafíos de la supervivencia, sino que son el producto de una negociación: un mismo rasgo puede resultar conveniente para determinadas cosas e inconveniente para otras. Por ejemplo, la capacidad de camuflarse es genial a la hora de evitar ser devorado por un predador, pero se torna un obstáculo cuando el desafío ya no es la mera supervivencia sino conseguir una pareja sexual para dejar descendencia. La naturaleza presiona todo el tiempo en diversas direcciones y el fenotipo resultante es una especie de solución de compromiso en ese tironeo.
Como dijimos, un problema teórico importante en la biología evolutiva es cómo se determina si un rasgo específico es efectivamente adaptativo o no. Porque dado que la evolución es un proceso imperfecto e inconcluso, no todas las características que observamos aparecen como solución a un problema medioambiental, ni todos los rasgos observables son necesariamente adaptaciones.
Así, algunas características de las especies son meramente «ruido», el resultado de mutaciones que ni ayudan ni obstaculizan la supervivencia y la reproducción, y se vuelven dominantes poblacionalmente porque no son lo suficientemente relevantes para ser descartadas por la selección natural. Otras características pueden ser producto secundario de otra adaptación: el color blanco de los huesos, por ejemplo, no es seleccionado por sí mismo sino que es un subproducto del hecho de que los huesos contienen grandes cantidades de calcio, lo cual sí es conveniente porque proporciona solidez a la estructura que nos sostiene a los vertebrados.
El ejemplo más claro en este sentido son las plumas de los pájaros. Si las vemos hoy, entendemos que cumplen una función importante para el vuelo y suponemos que ese es el motivo por el que fueron seleccionadas originariamente y por el cual son un rasgo común entre todas las aves. Y sin embargo sabemos que las plumas surgieron en grupos de reptiles (entre los dinosaurios, por ejemplo, ya eran comunes) y que la función que cumplían era, en principio, regular la temperatura, aunque también podrían haber sido útiles, como lo son hoy, para atraer parejas sexuales. O sea que el motivo por el que fueron seleccionadas en su momento no es el motivo por el que hoy son convenientes. En la actualidad diríamos que las plumas de los pájaros son una exaptación: un rasgo útil para el organismo que no evolucionó como una adaptación para su rol actual pero que provee hoy una ventaja adaptativa.
Además de las adaptaciones cooptadas para otra función, existe otro tipo de exaptaciones que no surgen como respuesta a ningún desafío adaptativo sino que son apenas el efecto colateral de otros rasgos: a este tipo de exaptaciones se las conoce como spandrels (enjutas), por un famoso trabajo publicado en 1979 por dos renombrados investigadores y divulgadores de la teoría de la evolución: Stephen Jay Gould y Richard Lewontin. Allí, los autores advertían que la biología venía siendo gobernada por un «programa adaptacionista», que consistía básicamente en postular para todo rasgo visible de los seres vivos una explicación adaptacionista. Si el tiranosaurio tenía brazos pequeños era porque le permitía levantarse rápido cuando dormía; si la hiena tenía genitales masculinizados era porque le permitía ser más agresiva y más grande, y así sucesivamente con todo. O sea: si una característica fenotípica estaba presente, tenía que haber sí o sí una explicación directa de por qué la naturaleza había premiado esa característica en desmedro de otras. Y lo que decían Gould y Lewontin era que este programa no daba cuenta de cómo sucedían realmente las cosas.
El artículo se titula «Las enjutas de San Marcos y el paradigma panglossiano: una crítica del programa adaptacionista». Las enjutas son, en arquitectura, los espacios que quedan entre dos arcos y una línea horizontal ubicada sobre ellos, y los de la Basílica de San Marcos son especialmente famosos por su belleza.

Las enjutas de la Basílica de San Marcos, en Venecia.
Si uno no sabe mucho de arquitectura, tiende a pensar que estos spandrels fueron diseñados por el arquitecto de manera intencional, dado que ofrecen un espacio precioso para la ornamentación, pero en realidad no son más que un subproducto del uso arquitectónico de arcos y rectas. ¿Y qué tiene que ver esto con la biología y la evolución? Bueno, lo que sugieren Gould y Lewontin es que muchos de los rasgos de los organismos son en realidad spandrels, o sea, surgieron como efecto colateral, como subproducto, de algún otro rasgo que sí fue adaptativo. Los spandrels son, según la definición de Gould, «la clase de formas y espacios que surgen como subproductos necesarios de otra decisión en diseño, y no como adaptaciones útiles en sí mismas».
Ahora bien: que no sean adaptativas en el momento originario no implica que después no cumplan ninguna función. Como ocurre con las enjutas de San Marcos, un rasgo que aparece como subproducto de otras características puede luego cumplir una función clave que no es aquella por la que surgió, como por ejemplo el oído de los vertebrados, originalmente aparecido como resultado residual de una estructura destinada a aspirar agua hacia las branquias sin necesidad de abrir la boca. Es decir: algo que surgió como un spandrel puede convertirse en una adaptación, y en una muy importante. El ejemplo más famoso de spandrel para Gould es el lenguaje, que habría surgido como un efecto colateral del crecimiento del cerebro humano y no habría sido producto, en sí mismo, de la selección natural. Esta hipótesis, aunque interesante, es muy discutida hoy en día.