DROGAS

Mi mejor amiga, que se llama Roberto, es médica y, como es de imaginarse, se las sabe todas sobre drogas. Sí, ya sé que están pensando que cómo así que yo tengo un mejor amigo. Pero, ya ven: lo que pasa es que Roberto es como yo, o peor incluso, porque él es tan arpía que la gente no se da cuenta y dice que es encantador y queridísima gente y un bacán y una maravilla de persona. ¡Y vaya a ver uno la lengua que tiene! Ese sí que acaba a todo el mundo con semejante lengua bífida. En el ignoto pueblito guajiro donde creció existe una leyenda sobre esto, dicen que es rencoroso de nacimiento porque su corazón quedó engarzado en los picos de un par de flamencos rosados en pleno desierto salado de Manaure. Comentan que por eso su destino inevitable es salarle la vida a cuantos conoce, y para ello emplea su lengua: nefasta su lengua, podrida, zafia, purulenta, de esas que cuando hablan de alguien solo lo hacen con desdoro, de esas tan largas que envuelven cual anaconda a quien se le acerca. Dicen también que en el nicho vacío de su corazón creció una mata de cizaña trepadora que fácilmente hizo metástasis por todo su cuerpo. Y eso no está mal —digo yo— si se sabe manejar. El problema es que es un personaje tan acomplejado de su destino que necesita arroparse con el cuerpo de un ser inexistente para sobrevivir. De allí sus ínfulas de descendiente prehistórico de princesas y oropéndolas, de reyezuelos dorados rodeado por una pléyade profana de aristocracia inventada. Él mismo es un invento suyo. Al crecer seducido por la blancura de su piel en medio de una población indígena, vive engreído de su color, y de una sangre imaginada de Borbón criollo. Habita en su propio mundo de colorinches etéreos, de semblanzas palaciegas e intrigas versallescas que él solito imagina y teje y suelta subrepticiamente sobre cualquier desprevenido transeúnte sin pensar en daños ajenos. Lo que cree lo da por hecho y lo difunde, y acaba con honras y realidades con tal que su lengua impere. Su gracia es la mutación: puede ser al tiempo Blanca Nieves esperando ingenuamente el beso de su príncipe encantador, la inocente Caperucita seducida por el lobo malo, la pobre viejecita sin nadita que comer, Bambi ante el cadáver ensangrentado de su madre, o cualquier personaje singular que inspire dolor y compasión. La verdad, es un ser profano, manipulador, arribista y procaz, ególatra a morir, chismoso como el que más, narciso sin ser bello (me gusta cantarle la canción aquella de no tiene cuerpo ni tiene corazón), rebosante de un veneno tan contagioso y de una sangre tan traicionera y mezquina, que sin igual se ha visto. Eso sí, aclaro, para evitar confusiones: todo lo que digo no debe tomarse a mal: es un simple panegírico a la deslealtad, o versos en loor de una amistad —como quiera verse, a mí qué más me da—, pues lo único cierto y valioso es que a Roberto yo lo adoro; y defiendo su maldad porque eso es de lo que tanto hablan sobre la selección natural de la especie: en pie solo quedamos los mejores de cada raza. Somos amigos con la Roberto por nuestro pasado costeño, y porque soy más inteligente y no me canso de recordarle que primero es lunes que martes y, por más que lo intente, conmigo nunca podrá, pues sabe que es una pelea de tigre con burro amarrao. A veces, cuando se le olvida esto, trata de cachetearme escupiéndome en la cara sus estudios de medicina en la Javeriana, creyendo con esto que su sapiencia es mayor, pero en un dos por tres, y con cualquier frase espontánea y baladí, mando a tierra su argumento torpe y falaz. Lo que sucede es que, en realidad, somos baterías de un mismo polo (o como dice mi amigo Rodrigo, somos a-cuñadas: acuñadas por un mismo palo), y por eso, desde que lo conocí, me dije: De ese muchacho hay que hacerse amiga. Además, como ya les comenté, se las sabe todas sobre drogas y, whatever, ya sabes, cuando a uno le interesa algo debe buscar cómo aprenderlo.

Hay quienes dicen que a las locas nos gustan mucho las drogas, y que eso de ser gay es como sinónimo de drogas. Imagino que por aquello de la rumba y que una se la pasa de disco en disco, bailando y gozándose la vida. Pero, la verdad verdad, eso no es tan cierto. Sí, algunos metemos —al igual que los straight—, pero tampoco tanto como para que digan que somos drogadictos. Al menos no como los muchachos de Trainspotting. Esos sí que metían. Claro que lo de ellos era pura heroína y con mis amigos hasta allá no hemos llegado: de momento no hemos pasado del éxtasis, que tampoco es así tan fuerte, pues, como para volverse adictos. Claro que adictos sí somos, pero no a todo. Por ejemplo, mariguana jamás he metido. Pero es porque nunca aprendí a fumar, y cada vez que lo intento me ahogo y toso y me mareo y al final no siento ningún placer. Además, la top model colombiana Natalia París ya nos explicó que esa vaina produce celulitis y lo último que a mí me interesa es que se me irrite el tejido muscular subcutáneo. Aun así, una vez nos metimos una traba con una torta de mariguana en una comida donde Pedro Huertas, un amigo que trabaja con la ópera de Niuyol (como dicen los puertorriqueños), y estuvo de muerte lenta: vomité como tres días seguidos y eso, por supuesto, me encantó, porque vomitar siempre adelgaza. A mí me encanta que me dé diarrea o vómitos porque, con tres días así, uno adelgaza aunque sea tres kilos. Es un sacrificio, lo sé, y es jartísimo eso de tener que levantarse a media noche corriendo al baño —si es que uno llega, digo— pero, al final, uno sale compensado: tres kilos en tres días, y regia como Carolina de Mónaco que no sé cómo hace pero nunca nunca nunca la he visto gorda. Ni con llanticas siquiera. Siempre en su línea, bien puestecita con sus sastrecitos Chanel que le diseña a ella especialmente Monsieur Lagerfeld. Hija de Grace tenía que ser… La Kelly: esa sí que tenía clase, y elegancia, y compostura, y donaire, y estilo… y pensar que salió de la nada, como uno que salió de Barranquilla y, bueno, no he surgido más por falta de oportunidades, pero ya les conté adónde he llegado: soy la estrella de La Caja de Pandora. Porque, se los cuento con entusiasmo, ayer leí la última La Cajetilla —la revistucha esa que sacan en la disco para autopromoverse— y hay una carta de un lector que dice que soy la mejor de todas las drags que haya conocido por siempre jamás (muy entre nos les cuento un chisme: la carta la envié yo mismo, pero firmé con otro nombre. Es que yo he visto que así hacen en las películas: al final la gente, de tanto leer lo mismo, termina convencida de que lo que dice la revista es cierto. Autopublicidad, que llaman).

Qué vaina conmigo: siempre comienzo a hablar de algo y me pierdo entre las nebulosas divagando de todo lo que sé. Porque, pa’ qué, pero yo sé mucho, y siempre me pierdo hablando por eso. Debe ser por lo que siempre ando con sensación de Davivienda, es decir, de estar en el lugar equivocado, porque nunca nadie puede llevarme la conversa. Y lo que quería contarles hoy es sobre la plática de qué día con mi amigo Roberto, pero, ya ven, siempre me dejo llevar por el tema de la droga y de la mariguana que nunca aprendí a fumar… Me tocó, por eso, dedicarme a otras «sustancias», digamos, más interesantes. La coca, por ejemplo, que es buenísima y me hace sentir como la más regia. Claro que ese invento del K es como la paroxis total, ¿no? A propósito, siempre me he preguntado cómo diablos se inventaron el K (que —por si alguna boba ignorante no lo sabe— se escribe así pero, como se lee en inglés, se pronuncia key), porque déjame decirte que hay que ser muy desocupado para andar de droguería en droguería viendo qué hay para consumir, y peor en este caso porque el K ni siquiera es una droga para humanos. Yo creo —es más, estoy seguro— que por eso fue que descubrieron el K, porque es una droga para gatitos, para mininos lindos y, claro, nosotros siempre pensando en los gatitos ¿cómo no se nos iba a ocurrir que a ellos también los drogaban? Y apareció el K, que, en su estado auténtico, no es más que un anestésico disociativo para gatos, como decimos cuando le explicamos a alguien que no sabe qué diablos es esa maravilla que quién sabe de dónde saldría, y que disocia la mente del cuerpo. Según se lee en el prospecto que acompaña el frasco, se trata de una droga que ejerce su acción interrumpiendo el flujo de información de las zonas inconscientes del cerebro a las conscientes, produciendo un estado cataléptico con hipertonía muscular. «Originariamente se usó como anestésico para humanos —explicamos casi al unísono— pero ahora es más utilizada en animales porque puede provocar alucinaciones. Y como a los médicos no les importa que los animales alucinen, pues se las aplican. Eso significa que es la droga que le inyectan a un gato cuando lo van a operar, por ejemplo, en una pata porque lo atropelló un carro. Entonces, le inyectan esto y le duermen la pata, pero el resto del cuerpo sigue como si nada». Obviamente siempre compramos el frasquito más barato que se consigue en el mercado veterinario y, una vez preparado, nos dura barbaridades. Para colmo, la preparación es de lo más sencillo del mundo: solamente tienes que verter (verter, qué palabra más elegante) el líquido en un plato de esos de cerámica y lo metes al maicrowey tres minutos, solo tres minutos, óyeme bien, bruta, solo-tres-minutos porque si no se te quema; después, con un par de tarjetas —que bien podrían ser las de crédito, que es para lo único que sirven— recoges el polvito que queda en el plato y lo metes en un dispensador como los de coca al que le pones una K. Le tienes que poner la K porque si no te confundes y no sabes si estás metiendo coca o K, y ese es un problema grave porque, ya sabes, los resultados son diferentes. Si tú quieres levantarte y estar alegrón debes meter coca, pero si lo que quieres es volar, el cuento es con el K. Claro que también existe el Calvin Klein, que es cuando has metido mucho K y entras a un K hole y necesitas coca para salir y volver a estar okay. A mí me pasó una noche hará unos cuatro meses, y fue terrible. Además, para colmo de males, fue la noche de la Black Party en Nueva York y creí que me iba a tirar la fiesta acostado en una cama pensando que moriría como Joey Stefano, el actorcito porno divino que se puso de bruto a meter K solo, encerrado en una habitación de un motel de Hollywood, y lo encontraron frito tres días después tirado en el piso. Por el olor en la habitación, imagino, lo encontraron. Esto, por supuesto, lo leí en la Out, porque si uno quiere estar enterado de los chis-mes de las locas gringas tiene que irse al Tower Records del Centro Andino y leer la Out y, créanme, la gente queda descrestadísima cuando uno dice: Es que en la Out salió este mes un artículo sobre la prostitución masculina en Shanghái; y una queda regia como la más culta, y todo el mundo patiquieto.

El cuento es que íbamos para la Black Party y mi amigo Franky, que se droga hasta con la mierda de caballo pulverizada en su Panasonic, me puso su dispensador de K en la nariz y yo ni sé cuánto alcancé a esnifar y, claro, a los cinco minutos estaba volando, pero por la luna, Júpiter, Saturno, Plutón, o qué sé yo por dónde, porque cuando Federico llegó a casa de Migue para irnos juntos a la famosa fiesta yo estaba pero en la estratosfera total. Cómo sería mi vuelo que cuando me levanté de la silla para saludarlo me sentí cual Neil Armstrong el 20 de julio del 69 tratando de pisar la luna, y nada, nada que podía darle la mano. Y, claro, Federico, que es más mamador de gallo que el mismísimo Gabito, me la montó toda la noche con el cuento del astronauta, y yo estaba tan trabado que ni siquiera pude desquitarme con el cuento de Mamá, Fededico me está modestando. Así que, consciente de mi maluquera, me fui para el cuarto del Migue y me tiré en su cama a esperar que me pasara el efecto de esa mierda porque yo no quería dañarme mi noche de mierda después de haber pagado setenta y cinco dólares de mierda para ir a una fiesta de mierda que ni siquiera sabía cómo mierdas era.

Tardó dos horas en pasarme el efecto. Dos horas acostado en una cama mirando para el techo porque si me volteaba era peor y me mareaba y veía las nebulosas encueras. Y todo el tiempo así, groguis, como perdido en el infinito, como con ganas de hacer algo pero con el cuerpo sin responderme. Entendí, finalmente, qué era esa vaina del analgésico disociativo que tanto había explicado, y es que la mente está completamente lúcida pero el cuerpo no le responde para nada.

Por fin, como a las tres de la mañana, cansado de oír afuera de la habitación a todos los amigos burlándose de mi estado de postración, en un momento que no recuerdo por cuál movimiento se originó, me dieron unas ganas de vomitar pero horribles las hijueputas ganas y, la verdad, no entiendo aún cómo llegué hasta el baño, metí mi cabeza en el inodoro y vomité hasta la primera papilla que tomé en mi niñez. Duré como media hora vomite y vomite. Pero siquiera, porque al final me sentía como el mejor y, cuando salimos para la famosa fiesta, mis amigas estaban que no estaban, o sea, «volaban», y me tocó a mí darle la dirección al taxista en mi costeñinglis y no sé cómo diablos me entendió. No solo por la «buena» pronunciación sino porque hacía un frío de los cojones que me impedía musitar cualquier palabra en cualquier idioma.

Por supuesto, quien más se gozó la fiesta fui yo, porque el efecto de esa mierda ya me había pasado y estaba más lúcido que una cigarra. Pero, sobre todo, porque semejante provinciano, salido de semejante pueblo perdido en la inmensidad colombiana, de repente se encuentra en un lugar donde hay diez mil machos requeteespectaculares vestidos de negro todos, o al menos con algo negro en su cuerpo, porque había, por ejemplo, algunos desnudos, pero con un cock ring negro, o con una tira negra que le colgaba del piercing de su pezón, o detallitos así: elegantes pero casuales.

La Black Party es la fiesta más grande que imaginar se pueda. De racamandaca dirían por estos lares. Esta de Nueva York se realiza el fin de semana del día de san Patrick, patrono de Irlanda, y consiste en una disco inmensa de varios pisos a la que asiste cualquier cantidad de homosexuales a divertirse durante dos días seguidos, con el requisito de que solo se puede ir vestido de negro, o con algo negro bien llamativo como ya les conté. En estos dos días hay espacios para la «recreación» diferentes al baile, por ejemplo, sexo en vivo presentado por los más exquisitos dioses helénicos de que se tenga conocimiento sobre la tierra; y hay un tiempo, también, en el que no es permitido el consumo de licores porque allá también hay Ley Zanahoria y, por lo tanto, hay que distraerse con gaseosas, o sodas que le llaman los gringos. Por supuesto, la mayoría se la pasa tomando agua, pero no por la dieta sino porque andan extasiados, y si no toman agua se deshidratan. Pero yo esa noche no quise extasiarme, y me la pasé sin nada en la cabeza ya que no quería perderme detalle, y ver a esos actores divinos del sexo en público jugar con esas culebras vivas que se metían por el culo, o a esos negros que se pegaban unos latigazos como para acabar matorrales, o a esos gatitos que se comían entre varios o, simplemente, ese cuarto oscuro —juro que jamás había estado en un cuarto oscuro tan grande— en donde uno ni entendía qué diablos era lo que estaba pasando de tanto gentío que había ahí metío. Por lo único que me arrepentía de no estar drogado era por la música porque, my Dragness, ¡qué música! En mi vida he escuchado algo siquiera parecido. Y no me refiero a la música techno del primer piso donde bailaba todo el mundo en una pista como de mil metros cuadrados, sino a la música del cuarto oscuro, donde estaban un par de negros tocando, cual Coribante, tambores y timbales, y una negra —creo que la única mujer en el sitio— con una voz como de Farinelli que, Dios mío, ¿qué es esta mierda de música tan arrechante?, ¿quién diablos se inventó esta vaina?, ¿de dónde sacaron esta maravilla que bien podría llamarse como La diosa coronada de Leandro Díaz?

Pero dejemos esos cuentos a un lado porque ya dije que de lo que quería hablar era de Roberto. Lo que pasa es que en estos días me fui a su apartamento a visitarlo pues no lo veía desde el narcopaseo, y siempre me hace falta hablar con él, sobre todo ahora que ando en esta preocupación con lo de Jorge Mario, ya que hace un par de días estoy que le escribo y le escribo y él nada que me contesta. Y, sí, definitivamente fue una buena idea la de visitar a Roberto, porque, como ya lo dije, él es más adivino que Proteo, y sabe hasta de maternidad de gallinas; así pues que, luego de leerme el tarot, me aseguró: «Esta vez sí te va a resultar la parejita, no te preocupes que eso es cuestión de poco tiempo». En conclusión, me vaticinó que ahora sí me casaba con este nuevo levante, pues era demasiada casualidad que lo hubiera conocido en un chat, y como la loca habla hasta francés, me explicó: «Chat en francés significa gato», y yo siempre ando hablando de los gatos, y en especial de los gatitos, que son los muchachitos entre diecisiete y veintidós, es decir, los más ricos, porque no saben ni mierda y se les puede joder para amoldarlos como uno quiera. Esa cábala me alegró la tarde, y ya sé que siempre es bueno desahogarse con los amigos, pero con los que puedan dar buenos consejos y lo guíen a uno por el camino del bien. Y en ese preciso momento recordé a mi abuela, quien repetía constantemente que así estaba escrito en el libro de Job, que ser inteligente era apartarse del mal, y como apartarse del mal es acercarse a lo que nos conviene, ahora trato de rodearme de gente sabia que, como Roberto, pueden hasta averiguar qué nos depara el futuro.

Aunque mientras llega el futuro creo que tengo tiempo para contarles lo del narcopaseo que recién sucedió la semana pasada: resulta que a un tal míster Tofel, que imagino será el dueño de la franquicia de los exámenes de inglés, se le ha ocurrido decir por estos días que Colombia dizque es una narcodemocracia. El man como que es un pesado de la embajada gringa porque se ha armado un revuelo de los mil cojones. Y, claro, con el humor epidérmico de los colombianos, enseguida comenzamos a llamarlo todo anteponiéndole el prefijo narco: narcoperros, narcocalles, narcoamigos, narcoaviones y, por supuesto, narcopaseo, pues nosotros no nos pensábamos quedar rezagados con semejante modita tan circuspiscuis. De manera pues que armamos el narcopaseo casi sin saberlo debo decir, porque el nombre se lo inventamos fue al regreso de esa finca en El Carmen de Apicalá adonde nos fuimos a pasar el puente del San Pedro. Y es que, imagínense, hasta Teresa, la cachorra labrador de Francisco, se trabó: le agarramos la cabeza y le dimos a aspirar popper y, my Dragness, con semejante hocico, ¿se imaginan la drogada de la perra? Cada vez que le dábamos a esnifar, la pobre perrita corría por todas partes y ponía una miradita como de ternera degollada escuchando letanías. Y es que creo que la cachorrita, cuando ladraba, cantaba la canción esa de Los Prisioneros, la que dice: la estamos pasando muy bien yeah yeah yeah, nos trabamos bastante iaiaiao, todo esto es fantástico, tralalalala

Ahora bien, armemos el rollo desde el principio porque si no no vale la pena, ¿cierto? Mi amigo Rodrigo estaba saliendo por entonces con un hembrito nuevo a quien conoció un día que andaba con deseos de tatuarse y yo lo acompañé al Harold’s Tatuajes. Pues resulta que a este gatito le gustaba el piercing, y justo ese día le estaban perforando un pezón para ponerle un aretico, y ahí mismo que se conocieron con Rodrigo, Cupido hizo de las suyas.

Se llamaba Javier y le acababan de prestar una finca en El Carmen de Apicalá. Eso fue un jueves en la noche cuando Rodrigo llegó al apartamento con la noticia, así que inmediatamente agarramos el teléfono y llamamos a todo el mundo a ver quiénes se animaban a ir ese fin de semana a descansar en semejante pueblo tan caliente perdido entre las cordilleras de los Andes colombianos. La patota fue grande, ya que al final resultamos yendo nosotros tres y Hernán sin el marido, porque este andaba por Europa visitando al entrañable Leo, que recién enviudó de nuestra llave del alma; Ricardo, que estaba enmozado con un gatito, al que también llevó (este en cuestión tenía el pelo verde pistacho, un tatuaje gigantesco de una boa en la espalda y piercing en el ombligo y en la lengua); Pedro Pablo y Enrique; Óscar sin su marido; Roberto; Francisco, también sin el marido, porque Álvaro se había ido a Nueva York; el hipocondríaco de Santiago, quien fue con su amor de ese fin de semana, a quien bautizamos Rey del Meneíto, pues se la pasaba haciendo pasos de ese ritmo corronchón y démodé; Iván y Fernando, y no recuerdo quién más… ¿quién era… quién era…? Ah, claro, la Pérez, cómo me iba a olvidar de la Pérez si en ese paseo fue que le pusimos el apodo de ATH —como los cajeros automáticos— porque es tan perra tan perra tan perra que cambia de marido A Toda Hora y, de hecho, fue en El Carmen de Apicalá donde terminó quitándole el marido al pobre Álvaro, que bien se lo tiene merecido: quién lo manda haberse ido al Gay Parade y dejar solo al paticaliente de Francisco, a quien todavía sigue llorando.

Ese viernes por la noche, a la hora de la cita para la partida a la finca del amigo del marido de Rodrigo, el paseo casi se viene a pique, como el Titanic, solo que el protagonista del rollo no fue —¡qué lástima!— ningún Leonardo DiCaprio sino la güeva del Alejandro, a quien un día de estos me gustaría zamarrearlo a ver si deja de ser tan aletargado; y es que esa tarde, ya a última hora, recibió la cuenta de Celumóvil y el teléfono se lo habían clonado y andaba en una superdepre por los tres millones que debía pagar. Yo, tan pronto me pispié el ajetreo, ahí mismito me dije con permiso yo me piso y ni me metí en el asunto, para que no recordara que fui quien le insinuó que cancelara los servicios de Comcel y se pasara a Celumóvil, pues en esta empresa de telefonía celular no clonaban los teléfonos. Así que se fue un grupo de «adelantados» —como llamaban a los conquistadores— a casa de la Pérez con el firme propósito de convencerlo de viajar con nosotros. Y es que su presencia era importantísima ese fin de semana: él tiene carro y, de no ir, debían quedarse los otros tres amigos que viajaban en su Mazda, pues los otros dos carros ya llevaban cupo completo.

Finalmente, como a las nueve de la noche lograron convencerlo de viajar y, a esa hora, nos fuimos al supermercado Carulla de la 63 —conocido como Gayrulla porque es el levantadero más grande de la ciudad, ya que está ubicado en pleno Gay Hills— a mercar para los dos días de finca. Obviamente, la compra importante no era la de Gayrulla, y ni siquiera debíamos ir a ninguna parte a buscarla porque era a domicilio, sino la de Loli, la super Loli, que debería llamarse más bien Loli’s drugstore porque creo que vende hasta penicilina la hijuemadre.

Loli llegó a casa de Rodrigo a eso de las once y media de la noche, con un vestido fluorescente de fondo verde con flores fucsias, y unos zapatos mostaza que hacían juego —por lo carnavalesco— con sus cabellos rubios platinados. Traía un maletín ejecutivo de Ses que abrió inmediatamente sacando al tiempo toda la provisión que se necesitaba para el viaje: coca —que nos salió baratísima porque Loli esa noche estaba en promoción: por la compra de cuatro gramos nos regalaba uno adicional, así que compramos cincuenta gramos y nos encimó diez más—; cinco paquetes de mariguana, para quienes sabían fumar, y varias pastillitas de éxtasis, no recuerdo exactamente cuántas. No quisimos comprar nada más porque Roberto estuvo esa tarde en un almacén veterinario cualquiera de la avenida Caracas comprando cinco frasquitos de K, los cuales ya habían sido pulverizados en su maicroway. Del popper me encargué yo, y para tal efecto me fui al sex shop de La Caja de Pandora donde el papito rico de Enrique siempre me fía. Algún día le pagaré, pero será con mi credicuerpo porque plata no tengo, y sé que él así lo preferirá.

Loli, definitivamente, es un personaje sacado de Alicia en el país de las maravillas, por las maravillas que vende, claro está. Fue un aporte de Assesinata a nuestra campaña de No compres droga en la calle porque te pilla la policía y, desde el principio, la amé. A Assesinata se la presentaron sus compañeros de oficina una noche de trabajo, a eso de las dos de la mañana, hora en que la llamaron para un domicilio. Ella se apareció —me contaría después la drag— en el elegante edificio donde nueve o diez pilísimos ejecutivos aún trabajaban, tan tarde en la madrugada, tratando de evitar la quiebra de su empresa. Al igual que la noche del narcopaseo, vestía una indumentaria bastante llamativa: pantalones y chaqueta de cuero naranja y botas negras altas. Assesinata también la amó inmediatamente: vendía la mejor coca de Bogotá a cinco mil pesos el gramo, y llevaba también la más variada colección de pastillitas de éxtasis, todas con nombres del Cartoon Network: Pájaro Loco, Tom y Jerry, Mickey Mouse… Cada una con un tiempo de efecto diferente, pero todas de la mejor calidad. Aunque estas drogas sí eran costosas: treinta mil pesos cada una, pero el efecto dura, mínimo, tres horas, lo que significa que en una noche no es necesario comprar nada más para sentirte bien, salvo botellitas de agua Manantial porque la sed es tenaz.

De manera que Loli entró a formar parte de nuestra familia a partir de esa noche. La llamamos en cualquier momento a su celular y se aparece en menos de media hora en su Renault Seis modelo ochenta, color verde limón, y con su maletín elegantoso de Ses.

A la finca llegamos como a las tres de la mañana. ATH nos cantaleteó todo el camino por la irresponsabilidad de hacerle meter su Mazda por semejante carretera a semejantes horas de la madrugada. Le mamamos gallo todo el tiempo haciéndonos los locos, pero, la verdad, él tenía razón: era peligroso, con toda la guerrilla y la inseguridad de este país, viajar a semejante finca perdida quién sabe en dónde, porque ni siquiera quedaba cerca del pueblo sino que debíamos tomar una carretera destapada y polvorosa durante media hora más. Aunque también era poco probable que apareciera guerrilla por esa zona, pues al lado de El Carmen queda Melgar, y ya se sabe que en Melgar existen como veinte batallones del ejército. Sin embargo, pensaba para mis adentros, si aparecía la guerrilla qué rico: que nos violaran a todas, pero sin muertes, claro está, porque saldríamos al día siguiente en los titulares de Bogotá Hoy: «Apuñaleadas dieciséis locas en vía a El Carmen». Terrible la noticia, sobre todo porque si fuera en primera página de El Tiempo, vaya y venga, pero semejante periodiquillo amarillista como es Bogotá Hoy, ¡horror de los horrores! Y peor si hubiera sido por radio. Habrían dicho algo así como: «¡Alerta Bogotá! ¡Alerta Bogotá! En la madrugada de ayer, quince locas plebeyas y una princesa barranquillera mancharon con su sangre pecaminosa el suelo colombiano…».

Tan pronto organizamos las camas nos fuimos a la piscina, y comienza entonces el desfile de drogas: la coca la pasábamos con el popper, el éxtasis con la mariguana, el K con la coca. Se nos volvió un círculo vicioso. Qué problema: debimos llevar más variedad. Lo cierto es que la mesa ubicada al lado de la piscina no tenía nada que envidiarle al comedor de cualquier Hotel Plaza: todo estaba servido como en el mejor bufé. Al lado de cada droga, y bellamente decoradas, estaban las uvas, y las manzanas, y las peras y, por supuesto, las botellitas de agua Manantial.

A los dos días, como ya dije, hasta Teresa, la perra de Francisco, andaba toda zurumbática, hastiada de tanta droga, así que nos sentamos y nos tomamos de las manos, como en una película de boy scouts, y juramos no consumir más drogas durante quince días.

¡Hasta el momento lo hemos cumplido!