LA ABUELA
La abuela vino a vivir con nosotros cuando nos trasladamos a Bogotá. Después de tanto insistir ante la Secretaría de Educación, mamá consiguió el traslado. Muchas veces la acompañé a hacer las diligencias. Cogíamos un bus a las cuatro de la mañana y a las siete ya estábamos en Bogotá. El viaje a esas horas se me hacía muy largo, pero también es cierto que casi siempre me dormía. Cuando nos acercábamos a la sabana, ya eran las seis y media. Me gustaba ver los extensos potreros verdes con algunas vacas dispersas. Conocía de memoria ese recorrido. A lo lejos se divisaban las montañas con casitas que parecían de juguete. Al pasar el Puente del Común encontrábamos un castillo misterioso y enseguida estábamos en Bogotá. Entonces me distraía viendo las vallas publicitarias, hasta que entrábamos en el Centro. Mamá se ponía nerviosa y agarraba muy fuerte el maletín y con el otro brazo apretaba la cartera contra el costado y me daba la mano.
Antes de entrar en la oficina del secretario de Educación, tomábamos un café con leche y un buñuelo. Ella se peinaba, se pintaba los labios y ensayaba lo que tenía que decir. No siempre la recibía. Tuvo que conseguir la ayuda de un político. El señor Martínez le presentó al doctor Renjifo Lopera, representante en la Asamblea. Con una llamada suya salió el nombramiento. Lo que es la palanca, le dijo Beatriz, “la lombriz”. La abuela dijo que tocaba llevarle un pisco a ese doctor y mamá, que eso ya no se usaba, que lo mejor era averiguar la dirección de la casa y enviarle un buen ramo de flores. El señor Martínez aconsejó ayudarle en la campaña. Mamá no entendía de política, pero colaboró. Tuvo que participar en una fiesta para recoger fondos. Ella también pagó la cuota de la entrada e invitó a mis tías, pagando. El doctor Renjifo llegó y saludó a todo el mundo de la mano y se fue enseguida en su Mustang rojo.
Desde el nombramiento la familia se revolucionó. Nadie estaba preparado para cambiar de ambiente. Primero hubo que buscar una casa cerca de la escuela. Los arriendos eran muy caros y en la mayoría de los apartamentos había que compartir la cocina. Por fin encontramos un primer piso totalmente independiente, con un antejardín para jugar y un patio interior donde la abuela dijo que se podía tener una gallina. Antes de decidir que ella venía con nosotros, mamá empezó a buscar una persona para que nos cuidara, ¡qué peligro los niños solos!, hay que estar encima de ellos, evitar que salgan a la calle, que no le abran la puerta a nadie y que no vayan a jugar con el gas, porque son tan tremendos que incendiarían la casa en un abrir y cerrar de ojos, se quejaba.
Mamá estaba preocupada porque no encontraba ninguna persona responsable. Entonces la abuela se ofreció a cuidarnos. Lo único que le molestaba era el frío, pero dijo que poco a poco se acostumbraría. Todos estuvieron de acuerdo en que era más cómodo para ella vivir en Bogotá, no sólo por el tratamiento médico, sino también porque había menos trabajo que en la finca, pero de vez en cuando hay que ver los animales y darse cuenta del rancho, decía en voz baja.
Acostumbrarse a la vida de Bogotá no es fácil, se quejaban ellas. En cambio, nosotros que ya no éramos tan pequeños, nos adaptamos desde el primer momento. En las tiendas había cantidad de cosas que no se veían en La Laguna. En el barrio teníamos un parque donde podíamos jugar basketbol y a dos calles de la casa había un lugar donde alquilaban bicicletas. Los sábados y domingos podíamos ir al cine o visitar a la familia y ver la televisión donde la tía Ana. Mamá insistía en que la gente de los pueblos era más sana, en La Laguna no me daba miedo dejarlos en manos de Felisa, aunque es muy joven. Felisa hacía hogueras en el patio. Un día casi nos incendia la casa, pero mamá no lo supo. Lo que le preocupaba era que Felisa, tan volantona, se enamorara y se escapase o quedara embarazada. Yo siempre me la imaginaba saliendo por la ventana volando. Entonces mamá prefirió llamar al papá y entregársela. Abundino, ahí se la dejo, como me la trajo, le dijo muy seria, y Felisa lloró al despedirse. Yo también. Me dio mucha tristeza verla partir con su cajita de cartón. Ya no teníamos con quién jugar, ni con quién subir a los árboles a coger mandarinas. A veces Felisa se disfrazaba de muerta viva y nos asustaba. Le pedíamos que blanqueara los ojos y nos daba tanto miedo verla así que gritábamos como locos, hasta que mamá se ponía furiosa y decía, Felisa, mire a ver qué le falta en la cocina. La abuela, en cambio, parecía estar siempre de mal humor. A su paso nos iba diciendo, dejen pasar, cojan oficio, el tiempo perdido los santos lo lloran, juego de manos, juego de villanos.
Ella no paraba de quejarse, una sola golondrina no hace verano, ahora ¿cómo hacemos?, con lo caros que están los arriendos, todo sea por estos muchachos que tendrán que ir al colegio y luego a la universidad y aunque no me gusta para nada Bogotá, hay que aguantarse. Eso sí, voy a echar de menos la tranquilidad. Y la abuela le hacía coro, una a todo se acostumbra. Sí, sí, el hombre es un animal de costumbres, dijeron anoche en la televisión, comentaba mi tía. Mamá, que no podía soportar ese aparato, le respondía, nunca podré perder el tiempo de esa manera, unos viejos discutiendo de cosas que no se entienden y unos mechudos moviéndose como borrachos. Pero a mí me encantaba ir a Bogotá y quedarme los fines de semana donde la tía Ana, para ver el Club del Clan. La abuela que tampoco soportaba la televisión, preguntaba, ¿a eso le llaman cantar?
La abuela no hablaba mucho, pero decía cosas con su silencio. Cada vez que presenciaba una pelea trataba de aplacarla con señas. Shisst, no le paren bolas que no está bien de la cabeza, nos decía cuando discutíamos con Héctor. Déjenlo solo y no le hagan caso. Y no valía que le explicáramos que él se metía primero con nosotros, que nos tiraba piedras y que no nos dejaba bajar las mandarinas porque decía que el árbol era suyo. El huérfano, lo llamábamos, porque la mamá murió cuando él era pequeño.
A la abuela le encantaba hacer huevos pericos con chocolate y tajadas de plátano frito. Cuando no había nadie por los alrededores, me llamaba en secreto y comíamos en silencio para que no nos descubrieran. Entonces me atrevía a preguntarle cosas de su vida y ella me contaba historias. En esos momentos su cara cambiaba y a mí me parecía que me quería. Lo único que no me gustaba es que a veces se ponía en mi contra.
Cuando pasábamos vacaciones en la finca, se quedaba sentada, pensando y moviendo la mandíbula. Nosotros nos acercábamos a escuchar. Yo creía que estaba rezando. Tomás decía que hablaba con las almas del purgatorio y les pedía favores. La mirábamos un buen rato, tapándonos la boca para que no se nos escaparan las carcajadas. Ella cabeceaba y luego se levantaba sorprendida, preguntando, ¿qué horas serán?, hay que empezar a desgranar maíz para los animales que están rondando la casa. Y entonces nos nombraba a todos, a medias: Tom-Hec-Jua-Cla-Clara, niñita, tal vez porque se le olvidaban las caras de los nombres.
En la finca podíamos escondernos todo un día y no nos encontraban. Subíamos a los árboles y la dejábamos llamar a sus gallinas. Tuco, tuco, tuco, les decía y todas se acercaban a picotear granos de maíz. A mí me gustaba desgranar el maíz y era la primera que llegaba. ¿Qué estaban haciendo?, nos preguntaba muy seria. Veníamos del río, respondíamos. ¿Cuántas veces tengo que decirles que al río no pueden ir solos? Es mentira, estábamos detrás de la casilla, contradecía otro. No, en el árbol, decía yo. Pues por decir mentiras les va a pasar lo de Gustavo el mentiroso. ¿Qué le pasó a Gustavo el mentiroso? Y ella nos contaba la historia del pastor que asustaba a los campesinos diciéndoles, ¡El lobo! Cuando los pobres hombres llegaban, él se burlaba. Y Gustavo repitió tanto la historia que la gente ya no le creyó más, hasta que una vez vino el lobo de verdad y, aunque él gritó desesperadamente, nadie quiso ayudarlo. Así el lobo se comió las ovejas de Gustavo el mentiroso.
Esas historias nos encantaban, pero también queríamos saber cómo era el abuelo y de qué había muerto. De una enfermedad grave, en ese tiempo no se sabía mucho, decía, como queriendo resumir el tema. Entonces todavía no pasaban los buses y eran más de tres horas de camino hasta el pueblo. Cuando el médico llegaba no había nada que hacer. Y, ¿cómo se curaban los enfermos? Pues, con hierbitas, con remedios caseros. Tomás y yo sabíamos que tuvo otros hijos que murieron antes de que naciéramos nosotros. Debe de ser que las hierbitas no les sirvieron para nada, pensamos. Sólo quedaron mamá, mis dos tías y un tío que iba de sitio en sitio, buscando quién sabe qué cosas, decía la abuela, ganas de ir detrás de lo que no se le perdió.
De repente el tío Eliseo llegaba con la barba de tres días y la ropa sucia. Dios mío, decía la abuela, debe tener hambres atrasadas. Entonces volaba a la cocina y preparaba café con leche, carne asada, huevos fritos, arepas y plátano. El tío comía a toda velocidad y luego nos miraba. Y ¿ésta de quién es?, preguntaba. La mayor de las de Sara, respondía la abuela. No es ni fea la condenada, decía, encerrándose en sus pensamientos.
En realidad, la abuela se llamaba Aurelia, pero todo el mundo le decía Atala. La bautizaron dos veces porque a la bisabuela no le gustó el primer nombre. Un día salió a escondidas y la mandó a bautizar en otra parroquia. Y ¿por qué la bisabuela prefería el nombre de Atala? Pues, porque Atala era su novela preferida. ¿Y por qué era su novela preferida? Porque es la historia de amor más hermosa que se escribió sobre la tierra. Le rogamos que nos contara la historia, pero dijo que otro día porque era muy triste y daban ganas de llorar.
Nos tenía tan intrigados con la novela que todos los días le rogábamos que contara la historia de Atala. Unas veces decía que no se acordaba y otras, que era muy triste porque los enamorados sufrían mucho. Igual que la bisabuela Lucrecia, que la mandaron a un internado para separarla de su enamorado, es decir, el que llegó a ser padre de la abuela y se llamaba don Euclides, un músico que iba de finca en finca dando serenatas y enamorando a las muchachas. Qué nombres tan raros, pensábamos. En esa época era así, decía la abuela.
Todo ocurrió en esta misma casa, hace tantos años, suspiraba. Mamá estaba enamorada de su música y sus canciones, pero la familia se oponía a esos amores porque él no hacía nada más que cantar, irse de parranda con amigos y emborracharse. Ella se escapó del internado y la familia escandalizada los buscó hasta encontrarlos. Querían obligarlos a que se casaran para evitar un escándalo, pero ellos ya se habían adelantado. De todos modos, los separaron. Cuando la abuela nació también la separaron de la mamá y la dejaron al cuidado de unas tías. Luego la llevaron a un internado. La bisabuela no dejó de luchar hasta que la rescató. ¿Por qué eran tan malos? ¿Por qué les gustaba separar a los enamorados y a las madres de sus hijos?, nos preguntábamos desconcertados. Antes era así, decía la abuela, siempre conforme con el pasado.
La finca de los abuelos estaba llena de historias secretas y de baúles llenos de libros, muchos comidos por los ratones. En ese baúl encontré un día Atala y emocionada leí la historia de los desdichados enamorados, pensado que eran mis bisabuelos. La leí a escondidas debajo de los naranjos y escuchando los rumores del río. Lloré muchísimo por todo lo que sufrieron y miré a la abuela con un poquito de tristeza y ya no volví a preguntarle por la bisabuela.
Con nosotros vivían los personajes que habitaron la casa, como Nemesio, especialista en mentiras fantásticas y Martina, experta en preguntas necias. Martina no era una muerta sino un ser mágico que resucitaba cada vez que la nombraban, cuando se hacía una pregunta necia. Abuela, ¿ésta es la masa de las arepas? No hagan preguntas necias como misia Martina, decía. También se hablaba de ayudantas de la cocina, de jornaleros, mendigos y huéspedes que se quedaban a vivir, como un muchacho cuya visita duró diez años. Pero lo que más nos impresionaba era saber que las ánimas en pena rondaban por la casa y se quejaban en la noche, si no rezábamos el rosario.
Los muertos tenían costumbre de despedirse antes de iniciar el viaje al otro mundo. Ella estaba segura de eso. Antes de morir su hermana que vivía en un pueblo, lejos de la finca, a un día de camino, la abuela escuchó una voz que le dijo, adiós, Atala, me tengo que ir. Al comienzo creyó que se trataba de una alucinación, pero al día siguiente vinieron con la noticia de la muerte de su hermana. Los muertos también aparecían en sueños y preguntaban por los seres queridos o hacían advertencias. Tenían el poder de ver el futuro, pero no decían nada del otro mundo. Cuando les preguntaban cómo estaban en ese lugar y qué sentían, desaparecían del sueño.
Y ¿cómo era el abuelo?, le preguntábamos a mamá. Un alma de Dios, mamá era la que regañaba. Una sola mirada de papá bastaba para entender que había que obedecer en el acto. No tenía necesidad de hablar. La abuela transmitía sus mensajes, que dice Ulises que hay que desyerbar el patio, decía en voz baja. Y todo el mundo iba a buscar un azadón. Él, sentado en el corredor, miraba el atardecer, pensativo. Ella siempre en la cocina organizando la comida de los trabajadores, moliendo café, desgranando maíz, pelando y asando plátanos, amasando harina. Él desensillaba el caballo y ordenaba guardar los aperos. Había que hacerlo en el acto, no como ustedes, que empiezan, ya voy, no, eso no se veía en mis tiempos. Él era diferente del resto de los hombres de la familia, borrachos, pendencieros y jugadores. Malos tenían que ser, decía tía Ana, hay que ser malos para encender el cigarrillo con los billetes y no darle de comer a los hijos, como hacía Ernesto con la tía Laura.
A Ernesto, el primo de la abuela le gustaba engañarnos, hacernos maldades y regalarnos dulces con picante. Se irá al infierno, pensaba yo, cuando me hacía esas bro-mas. Lo que no podía entender es por qué fue tan malo con los hijos. Debe de ser que no le gustan los niños, pensé, pero ¿por qué se casaría? Un día que mamá me pegó le pregunté para qué me había tenido y se puso a llorar. Los hijos los manda Dios y hay que aceptarlos, dijo la abuela.
No conocí otra persona más resignada ni más buena con los pobres. Todos los campesinos de los alrededores de la finca la querían y sonreían cuando los regañaba. La gente que pasaba por el camino se detenía a saludarla y se sentaba con ella a tomar café en la cocina, su lugar favorito, de donde salía únicamente para darle maíz a las gallinas.
Los mejores momentos con la abuela los pasé en la cocina, ayudando a moler la masa para las arepas. Eso le encantaba. Me hacía sudar dándole vueltas al molino, aunque metía poquitos granos para que no me costara trabajo. Cuando acabábamos decía, venga mi trabajadora. Yo me quedaba admirada de verla hacer las arepas con tanta rapidez. A mí se me rompían siempre. Ella me regalaba un poco de masa para que ensayara en un sitio al lado de la mesa. La arepa mía era distinta de las demás, torcida y gruesa, como una plasta. La ponía en un sitio aparte y decía, esta es la arepa de la niña. En ese momento había algo especial entre las dos. No decíamos nada, pero había paz y cariño, porque en el fondo me daba tristeza verla trabajar tanto en unas arepas que casi no nos gustaban, pues todos preferíamos el pan. Las comíamos cuando no había más y escondía los pedazos que los gemelos tiraban debajo de los muebles.
¡Dios mío! Nunca se quedaba sin hacer nada en la finca. Pero en nuestra casa se dormía en una silla y al rato se despertaba preocupada, buscaba algo de qué agarrarse, un trapo de la cocina o una escoba. Creo que le hacían falta sus gallinas. No acababa de despertarse cuando volvía a los oficios de la cocina. Al comienzo nos costó acostumbrarnos a ella, pues no era fácil complacerla. Además, nos aburríamos todo el tiempo dentro de la casa y empezábamos a suplicar que nos dejara ir a ver la televisión donde la vecina. Paz con todos y amistad con nadie, decía.
Cuando me mandaba por la leche y el pan, yo entraba donde mi amiga Marta a ver la televisión. Al principio no empezaba sino hasta las seis. A esa hora ponían “Flipper” que era uno de mis programas favoritos. Allí me quedaba con la botella de leche y el pan, hasta que Tomás tocaba la puerta. Mamá y la abuela no se atrevían a llamarme, sólo me amenazaban con que un día iban a sacarme de las mechas por desobediente, pero al final se acostumbraron. Alguna vez les compraré un televisor para que dejen la gana, decía mamá ya cansada, aunque eso es malo para los ojos.
Los domingos armábamos paseo donde la tía Ana. Tomás y yo saltábamos de felicidad porque nos fascinaba “Viaje al fondo del mar” y “Perdidos en el espacio” y la abuela comentaba, ¿qué le verán a esa caja?, yo no sé ni lo que pasa en Losi o como se llame, Lassie, corregíamos nosotros, dizque un perro hablando, eso no tiene fundamento. Y yo pensaba, mientras la escuchaba, pobrecita la abuela, ella no sabe de esas cosas. Entonces la veía como si fuera más pequeña que yo y sentía que la quería desde el fondo de mí, aunque a veces no la comprendiera.