Shin se apresuró a ir tras los bastidores, con Sanemon pisándole los talones y Kasami justo detrás de los dos, a una distancia respetuosa.
—¿Qué tal tu día, maestro Sanemon? ¿La compañía de las Tres Flores ya está lista para la nueva temporada? —preguntó Shin, hablando hacia atrás mientras caminaba.
—Si las Fortunas lo quieren, mi señor —repuso Sanemon. Luego dudó antes de añadir—: No puedo agradecerle lo suficiente que nos diera esta oportunidad, mi señor. Sin su mecenazgo, muy seguramente habríamos tenido que disolver la compañía. En especial después de… ya sabe. —Gesticuló con impotencia.
Shin asintió al entender a qué se refería. Sanemon y su compañía se habían visto involucrados en un incidente reciente que casi había alterado el delicado equilibrio de poder de la ciudad. Shin los había ayudado con la situación y, en el proceso, se había convertido en su mecenas.
—Ya —repuso Shin—. ¿Y has… sabido algo de ella? —Hizo una pausa—. De Okuni, quiero decir —añadió, con menos elegancia de la que pretendía. Okuni era la actriz principal de la compañía de las Tres Flores, además de una shinobi bastante hábil. Ella se había encontrado en el centro del incidente en cuestión, y Shin solo había podido resolverlo gracias a su ayuda. Tras aquel incidente, la shinobi había desaparecido, una decisión sabia dado todo lo que había ocurrido.
Sanemon no le devolvió la mirada.
—No desde hace varios meses. Creo que ha vuelto a casa.
—Ah. —Shin se obligó a sonreír—. Lástima. ¿Qué es una compañía de teatro sin su actriz principal?
—Precisamente quería hablarle de eso, mi señor. —Sanemon se lamió los labios, nervioso—. ¿Podríamos… podríamos hacer una audición para encontrar una sustituta?
Shin lo miró de reojo.
—¿No crees que vaya a volver?
—No estoy seguro —repuso Sanemon, encogiéndose de hombros—. Lo único que sé es que necesitamos una nueva actriz principal.
—Estoy seguro de que Nao no estaría de acuerdo —dijo Shin, refiriéndose al actor principal de la compañía.
—Nao se sobrestima a sí mismo.
Shin rio por lo bajo.
—Tal vez, aunque no seré yo quien se lo diga. —Se detuvo y se volvió para mirar a Sanemon—. Me parece bien. Prepara la audición, cuentas con mi beneplácito.
—¿Le gustaría asistir, mi señor?
Shin lo consideró por un momento antes de rechazar la idea.
—Creo que no, maestro Sanemon. Eres tú quien dirige la compañía, debe ser tu decisión. —Se permitió esbozar una ligera sonrisa—. Si no, ¿para qué te estoy pagando?
Sanemon se puso un poco pálido, pero consiguió soltar una pequeña carcajada. Aún no estaba seguro del todo sobre qué pensar de su nuevo mecenas, por lo que Shin a menudo tenía que contener sus instintos más bromistas.
—He llevado a la dama al vestuario de Nao —dijo Sanemon, cambiando de tema—. Él no está, por el momento, y he pensado que allí tendrían más privacidad.
—Bien hecho, maestro Sanemon. Tu consideración dice mucho de ti.
Delante de ellos, un par de guardaespaldas ataviados con el uniforme de los Unicornios ocupaban el estrecho pasillo. Ambos iban armados, aunque no llevaban armadura y sus espadas estaban atadas con el nudo de la paz, lo que indicaba que no tenían intenciones hostiles. Sanemon se detuvo.
—Dejaré que se encargue de sus asuntos, mi señor.
Shin asintió, distraído.
—Sí. Ah, maestro Sanemon.
—¿Sí, mi señor?
—Hay un señor en mi palco que está intentando resolver las finanzas del teatro. ¿Podrías enviar a alguien para que compruebe si necesita algo? No inmediatamente, sino de vez en cuando. Odiaría que pensara que nos hemos olvidado de él.
Sanemon se inclinó con respeto.
—Por supuesto, mi señor. —Luego se retiró con tanta velocidad como le permitía la dignidad, y Shin lo observó marcharse con una sonrisa.
—Está mejorando —dijo en un hilo de voz.
—Sigue estando más nervioso de lo que me gustaría —repuso Kasami antes de mirar a Shin—. Sabe más de lo que dice. Sobre Okuni.
—Claro que sí, pero no veo motivo para insistir. Regresará cuando esté lista… o no. Las Fortunas dirán.
—Pero usted espera que sí vuelva.
—Necesitamos una actriz principal.
—Y está claro que esa es la única razón.
Shin pasó por alto la insinuación.
—Dos guardias. Prácticamente está viajando de incógnito —dijo Shin, señalando a los guardaespaldas con un ademán de la barbilla. Kasami los examinó durante un momento antes de contestar.
—No quiere llamar la atención.
—Resulta interesante, ¿no crees?
—Resulta peligroso —respondió ella.
—Se trata de una amiga.
—Peor aún. —Kasami frunció el ceño—. ¿Por qué cree que ha venido?
—Tal vez solo quiera charlar un rato.
Kasami clavó la mirada en él, y Shin movió su abanico para restarle importancia.
—Vale, sí, es probable que quiera algo —contestó el Daidoji antes de darse un golpecito en la barbilla con el abanico—. Aun así, no nos enteraremos de qué se trata si nos quedamos toda la vida aquí plantados. Vamos.
La guardaespaldas más alta de los dos, una mujer, hizo una pequeña reverencia al tiempo que Shin se acercaba a ambos. Luego le dio una patada a su compañero en el tobillo y él la imitó un instante después. Shin inclinó la cabeza con educación para reconocer su saludo.
—Kasami, espera aquí, por favor.
Sin decir nada, Kasami ocupó una posición en el lado opuesto a los dos bushi. Shin se sintió aliviado al ver que su guardaespaldas no acercaba la mano a ninguna de sus espadas, sino que cruzaba los brazos sobre el pecho. Shin cerró el abanico de golpe y la primera guardaespaldas corrió la puerta del vestuario. El Daidoji entró para darse cuenta de que había llegado tarde a la conversación.
Iuchi Konomi estaba sentada de forma modesta sobre un duro banco frente a un hombre alto y de rasgos delicados que iba vestido con un ornamentado kimono del color de la puesta de sol. El hombre estaba contándole alguna historia divertida y Konomi soltaba risitas estridentes tras su abanico. Ambos se quedaron en silencio cuando vieron entrar a Shin y volvieron la vista hacia él
—Mi señora Konomi —dijo Shin con una reverencia educada antes de inclinar la cabeza hacia el otro ocupante de la sala—. Y maestro Nao. Pensaba que habías salido hoy.
—Así es, pero he vuelto y he encontrado a su señoría instalada en esto que yo llamo vestidor. —Chasqueó la lengua en un gesto de decepción—. Sanemon no tiene sentido de la decencia. Dejar a una dama de semejante calibre aquí sin nadie que la acompañe y la entretenga…
—Te has encargado muy bien de ambas cosas, maestro Nao —interpuso Konomi. Era una mujer alta y robusta, el tipo de mujer que estaba hecha para cabalgar a través de un terreno hostil ataviada en armadura. Shin había oído que una vez había apuñalado a un pretendiente particularmente molesto con un cuchillo de pelar, aunque el Daidoji no era tan inepto como para preguntarle por el incidente. Konomi hizo un gesto educado con los labios—. Hemos estado disfrutando de una conversación de lo más fascinante mientras le esperábamos, señor Shin.
Nao soltó una risita nerviosa. El actor era, al menos por el momento, el miembro con más talento de la compañía de las Tres Flores. Solía interpretar varios papeles en una misma obra, y su habilidad de pasar de un papel a otro incluso delante de los ojos del público, así como su capacidad de cambiar de un estilo de actuación más grandilocuente a uno más suave y realista en un instante, le habían proporcionado cierto reconocimiento.
Shin, quien había pasado muchas horas hablando con Nao durante los últimos meses, pensaba que era una buena compañía. A pesar de que afirmaba no provenir de ninguna familia de la nobleza, estaba claro que el actor conocía de sobra las reglas de la corte, al menos lo suficiente para incumplirlas de un modo de lo más encantador.
—Me halaga, mi señora —dijo el actor—. No soy más que un histrión que hace lo que está en sus manos para entretener a sus superiores.
—Eso sí que es algo que no pensaba oír nunca: tú refiriéndote a otra persona como a tu superior —dijo Shin. Nao clavó la mirada en él y entornó un poco los ojos. La sonrisa de Shin se mantuvo en su lugar, y Nao apartó la mirada con una fingida dignidad insultada.
El actor se puso de pie, se alisó el kimono y se dirigió a la puerta.
—Con eso último, me retiro, mi señor y mi señora… con su permiso, por supuesto.
—Y con mi beneplácito —añadió Shin, ocupando el asiento de Nao. El actor soltó una carcajada antes de cerrar la puerta tras él para dejar a Shin y a Konomi a solas.
Se quedaron en silencio durante un momento. Shin la examinó, y ella le devolvió el favor. El Daidoji contuvo una sonrisa. Mantener una conversación con Konomi era algo parecido a un duelo: empezaba de forma lenta, con los participantes rodeándose entre ellos. Quien hablaba primero solía tener las de perder.
Finalmente, fue Konomi quien rompió el impasse.
—Ha pasado bastante tiempo desde nuestra última conversación —pronunció ella a media voz y con la boca escondida tras su abanico.
Shin se inclinó hacia delante para oírla mejor.
—Me temo que mis responsabilidades me han impedido cumplir mis obligaciones sociales últimamente, mi señora. Ahora que me lo ha recordado, me esforzaré por corregir mis fallos.
Konomi soltó una carcajada gutural.
—No era una crítica, señor Shin. Solo una observación. Y puede ahorrarse la formalidad, a menos que le plazca seguir con ella.
—A veces olvido cuánto valoran los Unicornios el hablar con sencillez —repuso Shin, sonriendo.
—Depende de quién esté hablando. —Konomi cerró su abanico de golpe y estudió sus alrededores de forma exagerada—. Me gusta cómo está quedando el lugar.
—Me complace que tenga su aprobación.
—Espero con ansias su primera actuación.
—Me aseguraré de que su palco de siempre la esté esperando.
Konomi inclinó la cabeza a modo de agradecimiento.
—Aun así, supervisar todo esto debe ser una ardua tarea. He oído que los teatros son como ciudades en miniatura, con sus propias leyes y facciones.
Shin se rascó la barbilla.
—Hay varias frustraciones, por supuesto. Por ejemplo, por el momento no tenemos ningún supervisor, lo que significa que yo mismo debo interpretar el papel, por muy inadecuado que resulte para un puesto con semejantes responsabilidades.
—¿No puede simplemente delegar las tareas más onerosas a algún individuo en quien confíe? —preguntó ella, y Shin detectó una segunda pregunta escondida tras la primera, por lo que dudó antes de contestar.
—Tal vez, aunque primero tendría que encontrar a semejante individuo.
—No creo que sea una tarea imposible para alguien tan capaz como usted.
—No, imposible no. Pero me temo que debería tener una buena razón para hacerlo. —Se dio un golpecito en la barbilla con el abanico—. Y escapar del tedio es una excusa, no una razón. —La examinó de forma descarada, a la espera de su siguiente movimiento.
—¿Se puede saber por qué compró un teatro, señor Shin?
La pregunta lo tomó por sorpresa durante un instante.
—Es una buena inversión —empezó a decir el Daidoji.
Konomi lo interrumpió alzando un dedo.
—Es una inversión terrible, sea cual sea el contexto. Los teatros no llenan los bolsillos, sino todo lo contrario. Eso lo sabe incluso el hinin más tacaño. Me parece extraño que usted haya querido cargar con algo así.
—Quizá me gustan los retos.
—Eso sí me lo creo. También creo que está aburrido.
—¿Y por qué puede ser eso?
—¿Cuándo fue la última vez que el gobernador Tetsua acudió a usted?
Shin frunció el ceño.
—Hace unas semanas. Un pequeño asunto relacionado con un cargamento de jade robado.
Konomi asintió y, a juzgar por su expresión, Shin supo que estaba enterada del incidente en cuestión. Muy pocas cosas ocurrían en la ciudad sin que ella se enterase. Sus espías tal vez no fueran mejores que el maestro Ito, pero sí eran más numerosos.
—¿Y desde entonces? —preguntó ella.
—Tiene razón —Shin soltó un suspiro—. Últimamente la ciudad ha estado algo… tranquila.
—Quiere decir aburrida.
—No es la palabra que usaría yo. —Shin hizo un gesto con la mano—. Diría… sosegada. Apacible.
—¿En paz?
Shin soltó una carcajada.
—Eso nunca. —La Ciudad de la Rana Rica, en teoría, contaba con un tripartito. Tres clanes, el del Unicornio, el del León y el del Dragón, afirmaban tener dominio de la ciudad y se la habían dividido entre ellos, usando el río de las Tres Orillas y el río del Mercader Ahogado como fronteras naturales. Los otros clanes contaban con sus representantes, por supuesto, pero, allá donde les fuera posible, solían mantenerse al margen de los asuntos de la ciudad. El emperador había asignado un gobernador imperial, Miya Tetsua, para mantener la paz todo lo posible. Hasta el momento, a pesar de algún que otro tropiezo, no había corrido la sangre por las calles de la ciudad.
Shin se había vuelto alguien indispensable para el gobernador en varias ocasiones. La mayoría de las veces se enfrentaba al tipo de rompecabezas inocentes que se le presentaban a cualquiera que observara una gran ciudad. Aun así, algunos habían sido menos inofensivos de lo que le gustaba recordar, como el asunto del arroz envenenado, por ejemplo. O aquel espantoso incidente con un envío de barriles de sake desaparecido y un cadáver descuartizado. Apartó el pensamiento de su mente.
—Admito —continuó Shin— que mis recientes empresas pueden haber estado motivadas por cierto… aburrimiento. Pero algunos dirían que el aburrimiento es algo bueno. En especial en esta ciudad.
—Usted no se encuentra entre ellos.
Shin reconoció que tenía razón inclinando la cabeza.
—Cierto, aunque la modestia me impide decirlo.
Konomi tuvo la cortesía de reír, de reír de verdad. Era una risa interesante, en voz baja, alegre y con mucha calidez. Ella agitó su abanico como para amonestarle y respiró profundamente. Shin esperó a que su invitada recuperara la compostura antes de hablar.
—Vale, lo admito, estoy aburrido. Pero ¿ha acudido aquí para aliviar mi tedio, oh, hija de los Unicornios?
Konomi agachó la cabeza.
—Eso depende de usted. —No le devolvió la mirada del todo—. ¿Diría que le ayudé en cierto modo durante aquel desafortunado incidente que hizo que nos conociéramos? —Se habían conocido durante el mismo asunto que le había llevado hasta Sanemon y la compañía de las Tres Flores. La información de Konomi le había conducido, si bien de forma algo indirecta, a la resolución del asunto.
Shin se reclinó en su asiento, sorprendido por la pregunta. Había sido un poco brusca, incluso para Konomi.
—Pues… sí. Sí me ayudó mucho.
Ella esbozó una débil sonrisa.
—Entonces no verá impertinente que yo le pida un favor a cambio.
—¿Un favor?
—Un favorcito.
—¿Qué tipo de favor?
—Necesito sus servicios.
—¿En qué sentido? —inquirió él, intrigado.
—Como investigador.
—Ah. —La sonrisa de Shin se volvió traviesa—. ¿Y qué es lo que debo investigar?
—Entonces, ¿lo hará? —preguntó ella.
—Como bien ha dicho, le debo un favor. —Shin volvió a sonreír—. Y estoy aburrido. Así que ¿qué voy a investigar? Espero que sea algo interesante.
—Eso creo. —La Unicornio bajó su abanico—. Hisatu-Kesu —dijo—. ¿La conoce?
El Daidoji frunció el ceño. El nombre le sonaba, aunque solo un poco. Pensó que se trataba de una ciudad en algún lugar de la provincia Kaihi.
—Creo que hay unas agradables aguas termales allí.
—¿Algo más?
—Se encuentra en tierras del Clan del Unicornio. —La provincia Kaihi estaba bajo el control de la familia Iuchi, y, según sabía, estaba compuesta en gran parte por campos de arroz y montañas.
—Eso también.
Shin se inclinó hacia delante.
—¿Y qué pasa con la ciudad?
—Quiero que se dirija allí.
—¿Con usted? —preguntó él, alzando una ceja.
—No. Como mi… nuestro representante.
Shin ladeó la cabeza.
—¿Nuestro?
—De los Iuchi.
Shin hizo una pausa para digerir la nueva información.
—¿Y por qué debo emprender este viaje no planeado? Aún no ha mencionado lo que se supone que debo investigar.
Konomi esbozó una sonrisa.
—Según parece, mi señor Shin, se ha producido un asesinato.