3, Las cosas siempre vienen de lejos

o estampas de impresionismo sociológico, así como algunas pinceladas que van situando a algunos de los personajes de aquel asalto

Dependiente del Alto Mando del Frente de Guerrilleros, la Agrupación de Guerrilleros de Madrid no eligió la subdelegación-cuartel de Falange de Cuatro Caminos al azar. Había muchas razones para ello.

Naturalmente, la policía solo vio una, y así lo hizo saber a todos los periódicos que recogerían días después la noticia: se trataba de un local desprotegido y vulnerable, en un barrio extremo de Madrid. Únicamente la cobardía de un grupo de desalmados asesinos podía fijar un objetivo como aquel. No era más que un local en el que tenían lugar diversas actividades de carácter cívico y recreativo.

Se trataba en 1945, y se trataba todavía en 1999 (porque era lo único que no habían demolido; ya sí, como he dicho), de un minúsculo chalé construido en los años veinte, como tantos otros que había por allí (bueno, ahora es un bloque feo de apartamentos). No era bonito, pero las casas que fueron apareciendo después hacía que pareciera de Palladio. No lo habían pintado desde la guerra, o sea, que su color naval seguía criando solera. Tenía un aire entre suizo y ferroviario, muy poco alegre. En medio del barrio obrero, aquellos chalecitos manifestaban la prosperidad modesta de unos pequeños industriales a quienes no importó apartarse del centro de la ciudad en busca de tranquilidad y precios más razonables en el suelo edificable, ni convivir con una población mayoritariamente obrera, socialista, anarquista y, ya en los años treinta, comunista.

48. Cubierta del 1 de octubre de 1939 de Flechas y Pelayos (cadetes y alevines, respectivamente, del Frente de Juventudes de Fet de las Jons). Fue la publicación con la que se ideologizaba a los muchachos, depositaria de lemas y consignas de la organización.

El chalé lo levantó un constructor y lo heredaron sus hijas. Este hombre tuvo que exiliarse, primero en Francia y luego en Méjico. Durante la guerra realojaron en él a unas cuantas familias toledanas que venían huyendo del avance del ejército de Yagüe. Acabada la guerra, la Falange Española Tradicionalista de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, amalgama que se conocía por la abreviatura de Fet y de las Jons, se lo quedó, con la voracidad que le caracterizó, en cuanto se disolvió el desfile de la Victoria, y no fue de extrañar que lo convirtieran esos primeros meses en un centro de detención, por lo que voy a contar ahora.

En el barrio algunos aseguran que allí hubo una checa del Socorro Rojo Internacional. Pero eso lo mismo es verdad que mentira. No se puede uno fiar nunca de lo que le dicen, y menos de lo que se jura sobre los muertos. Claro que pudo ser las dos cosas: la casa de la que el Socorro Rojo dispuso para los realojos a primeros de septiembre para los desplazados de Talavera… y antes, una checa. Así figura ya en los listados oficiales de checas de Madrid: «Ávila 29. Centro comunista». Hasta septiembre del 36. De esa fecha en adelante los paseos descendieron.

En 1964, cuando se cerró la Causa General, el dueño del chalé, del Pce, se acogió a la amnistía, volvió de Méjico y reclamó su propiedad, que le fue restituida de mala gana por la Falange, cuyos mandos le advirtieron amenazantes que jamás se le ocurriese abrir el sótano, cuya puerta de entrada llevaba sellada con cemento y ladrillos veinticinco años. Aquel sótano, donde en su día estuvo la caldera y la leñera de la casa, se hallaba ya cegado cuando llegó al chalé la familia del conserje Lara, en 1944, y seguía sellado cuando se lo devolvieron a sus dueñas en 1964, y seguía sellado cuando yo lo visité, bajo el pacífico laboreo del marquetero que tenía en esa planta su taller, subarrendada, guardando sin duda una novela que acaso será mejor que siga durmiendo en el olvido (y que no sé si se desvelaría cuando removieron los cimientos para construir la nueva casa de apartamentos).

En 1999 alguien, un exfalangista, aseguraba que ese chalecito lo habían tirado y, como lo decía con tanta seguridad, ni siquiera fue uno a comprobarlo. Así que cuando un día de febrero de 2001, publicado ya el libro, lo descubrí intacto, me quedé atónito y corrí a fotografiarlo, apuntalando una firmeza: si se trata de la Memoria Histórica cada uno recuerda lo que le da la gana. Unos años después volví a pasar, y ya había desaparecido. También la taberna.

Cuando lo conocí estaba, con sus dos plantas, tal y como sale en las fotos de la época y en las de la policía, tal y como aparece descrito en el atestado judicial, aunque este no dice nada de su estilo arquitectónico, porque esas son cosas que ni le devuelven la vida a los muertos ni ayudan a capturar a los vivos. Yo tampoco sabría describirlo. Es a la arquitectura lo que uno de esos perros callejeros al pedigrí canino: tiene algo de racionalista, cúbico y pesado, tiene también algo muy torpe y floral, en la rejería, y en todo se aprecian emanaciones tristísimas y venenosas: quizá ese pequeño y sucio jardinillo delantero, con el piso de cemento que horadan los alcorques de dos arbolejos, muy municipales ambos, o acaso esa escalera que arranca adosada a la casa y por la que se accede a la primera planta, una escalera quebrada en dos, como si el chalé tuviese un brazo en cabestrillo.

49-52. Chalé donde estuvo la subdelegación-cuartel de Falange de Cuatro Caminos en la calle Ávila, fotografías tomadas en 2001. Hasta su derribo, a comienzos del siglo, se conservó tal cual estaba el día del asalto en que fueron asesinados el conserje Lara y el secretario Mora. Una modesta vivienda unifamiliar, un patinillo y una escalera exterior en cabestrillo en los arrabales de la ciudad fue el escenario perfecto para un crimen que distó de serlo. Sus sótanos guardaron celosamente los secretos de una checa comunista y, tras la guerra, de una checa falangista.

Todo seguía como entonces.

En la planta baja había un salón de actos, llamándole eso a una habitación de cuarenta metros cuadrados, un cuartucho destinado a botiquín y primeros auxilios, por si algún muchacho se despellejaba las rodillas, y una biblioteca sin libros y con una mesa y dos sillas para, sentados, pensar en ellos o imaginárselos. También en esta planta, y sin la menor separación del resto de dependencias, estaba la vivienda del conserje, un habitáculo de unos veinte metros cuadrados con dos camas, en una de las cuales dormían la mujer del conserje y la hija menor, de once años, y en otra, la mayor, de diecinueve, y el hijo de catorce. Al lado estaba una pequeña cocina, donde la familia hacía la vida, y pegado a ella, un cuarto de baño de unos seis metros cuadrados, con una bañera cuyo sumidero llenaba la casa de cucarachas, borborigmos y olores retestinados, y un retrete que usaban también la centuria falangista y las visitas.

53-56. Propaganda del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina (organización de mujeres falangistas) que se repartía en las delegaciones y centros falangistas como el de Cuatro Caminos. Y Flechas y Pelayos de octubre de 1939: tampoco a los niños se les quiso apartar de la cultura de la muerte y de los caídos: «¡La muerte es un acto de servicio!» (José Antonio). «Mártires», fue el calificativo que dio también el Partido Comunista a sus guerrilleros caídos en la lucha. Y a propósito del requeté asesinado a quien se pretendía beatificar por entonces, estas palabras: «En una guerra civil el combatiente sale a eso: a morir… o a matar. No se puede ser mártir con un fusil en la mano». Lo extraordinario de ese aserto es quien lo dijo, y en esos años: José María Pemán.

El piso noble del chalé era el de arriba, al que se llegaba, desde el jardín, por la escalera exterior en cabestrillo. Contaba con un jol raquítico. A mano derecha, entrando, se encontraba el cuarto reservado para los mandos de la Sección Femenina, al que se accedía a través de una puerta con un cristal esmerilado. Las mujeres de la Sección Femenina programaban allí sus campañas de instrucción de la mujer (cómo hacerlas buenas cocineras, cómo hacerlas buenas madres y cómo hacerlas buenas y pacientes esposas).

A la izquierda, enfrente de esa puerta cristalera, se encontraba la secretaría, donde se daban curso a las diferentes diligencias en relación con Falange y se tramitaban las consignas y órdenes del partido. Tenía dos puertas, cada una en un extremo, dando al pasillo. Fue en esa secretaría donde sorprenderían los guerrilleros a las víctimas.

Las tres habitaciones del fondo estaban dedicadas, una, a cuerpo de guardia, aunque era la que usaba el conserje para dormir; otra, a cuarto de banderas, para desengañar a cualquiera que pensara que aquella casa no era sino una institución civil, y, por último, el cuarto del jefe de barrio, o sea, del secretario-subdelegado, despacho al que acudían a dejar los diferentes «jefes de casa» sus minuciosos informes y delaciones sobre el que propalaba comentarios desfavorables a Franco o a la Falange, o chistes sobre ellos, o el que no tomaba precauciones en bajar el volumen cuando escuchaba Radio Pirenaica (que emitía desde Toulouse las consignas y órdenes encriptadas a los comunistas) o la estación de la Bbc, o el que descuidaba su lenguaje, sus modales o su decoro, o aquellos que desatendían sus deberes dominicales para con la Iglesia.

Eso era un cuartel de Falange, una Dgs de juguete.

El domingo 25 de febrero Félix, jefe del grupo, telefoneó a media tarde a casa del falangista, jefe de la subdelegación. Habló con su madre. Le pidió que le diera el recado de que se pasara sin falta a las nueve (en su informe al partido, Manzanares se hace un lío con las horas). Al rato, Félix y Domingo se pusieron en marcha, pero con los nervios que traían, llegaron un poco antes, con tiempo de darse una vuelta por los Cuatro Caminos.

Hoy es un barrio descacharrado, lleno de monstruos arquitectónicos por todas partes, con iglesias de aspecto luterano y casas inverosímiles, levantadas en los años sesenta, y apenas conserva, aquí y allá, algún vestigio de la poesía descoyuntada y vorticista que tuvo hace ochenta años, pero ese domingo de 1945 seguía siendo poco más o menos como había sido siempre, en 1900 o en 1920. Y pese a los tranvías, que daban allí la vuelta, y a una fuente monumental colocada en el centro, sobraba calle por todas partes; los Cuatro Caminos parecían el fin del mundo, un pueblo de casas bajas de uno, de dos o tres pisos a lo sumo, todas ellas de color trapero.

Félix y Domingo, para llegar a la calle Ávila, y camino del fin del mundo, pasaron por delante del Cine Europa, racionalista y decrépito. Era la dimensión metafísica de los Cuatro Caminos. Es un gran edificio de estilo trasatlántico, de líneas rectas y curvas, en el que las rectas son demasiado rectas y las curvas no son nunca demasiado curvas, un buque rumbo a la Utopía.

57. Madrid, Puerta del Sol. Manifestación patriótica en los primeros años cuarenta.

Félix pudo acordarse del día en que vinieron a pegarse con los falangistas, después de un mitin de José Antonio en ese mismo cine, y los recuerdos o los nervios de tener que matar de allí a un rato a unos hombres le volvieron sentimental, porque pudo rememorar también cosas de una juventud que le parecía, sepultada entre los escombros de la guerra, muy lejana, a él que solo tenía veinticinco años.

Domingo escuchaba siempre, como si a él nunca le hubieran ocurrido las cosas, y la verdad es que le habían ya ocurrido tantas como a Félix. Pero este llevaba siempre la voz cantante, y su amigo asentía con devoción. Los falangistas se llevaron lo suyo, le comentó de nuevo a Domingo; y eso salió luego en la colada de los interrogatorios ante la policía, lo de aquel día del mitin de los falangistas. Y cuando dijo él mismo «cosa de muchachos», uno de los policías le enganchó bien y «le tiró al suelo de la hostia que le dio».

58-59. Arriba, Fuerzas vivas, foto de Otto Wunderlich, hacia 1942. Abajo, foto de Santos Yubero: conmemoración en 1943 del célebre discurso de José Antonio de 1936 en ese mismo lugar e imposición de medallas de la Vieja Guardia, en el madrileño Cine Europa, que albergó durante la guerra diferentes ateneos y centros cívico-revolucionarios. Falange volvió a apropiárselo como «santo lugar» para sus actos por los caídos en la Revolución Nacional-Sindicalista. La vida política española fue inseparable de la muerte durante esos años: ni olvido ni perdón, ni perdón ni arrepentimiento.

Luego, en la celda, Félix pensó en lo absurdo de las cosas que recuerda uno y el momento en que las recuerda. ¿Para qué se acordaría entonces del Cine Europa? Lo único que sacó de aquel recuerdo fue «una hostia».

Uno de los policías le habló a Félix del Cine Europa, y Félix tuvo que escuchar. ¿Nadie le había contado que en la última planta montaron una escuela naturalista y en la planta baja, una checa? ¿Nadie le había hablado de Felipe Sandoval? Y Félix no entendía por qué le preguntaban por aquel tipo del que jamás había oído hablar. ¿Era alguien que estaba detenido? ¿Tenía que ver con el asalto al cuartel de los Cuatro Caminos? No. No era más que un facineroso y se había arrojado por una ventana del piso donde lo tenían detenido después de la guerra, y tú, chaval, podías hacer lo mismo, le animaron, si supieras lo que te espera. Lo decían a todos.

Pero en realidad Félix no se acordó en el interrogatorio tanto del Cine Europa como del Quinto Regimiento, que los comunistas montaron en el convento de los Salesianos, un poco más allá del Cine Europa, con aquel Vittorio Vidali, comandante Carlos, que representó el lado más negro del romanticismo totalitario, ideador también del apiolamiento de Trotski.

Y Félix le señaló con la barbilla a Domingo el convento, un edificio muy triste de ladrillos faltos de vida, todo él de color purgatorio, y le dijo que allí se había alistado él. Y se sonrió. No tenía veinticinco años y recordaba ya las cosas como los viejos. Y, acaso, de pronto se puso triste, no tanto por los hombres a los que iba a matar, como por la parte de su corazón que ya había muerto con ellos. Sus ojos habían visto ya demasiados cadáveres.

60. Ernesto Giménez Caballero, que había entrado con las tropas franquistas en Barcelona en 1939 al grito de «La maté porque era mía» y autor de un beligerante Madrid nuestro (1944), en una conferencia durante la exposición ¡Así eran los rojos! Sobre temas de la retaguardia roja, celebrada en Madrid en 1943 (foto de Santos Yubero).

Y después de la guerra, la represión salvaje que se desató en aquel barrio obrero. ¿Quién en él no arrastraba muchos muertos por dentro? ¿En qué familia no había al menos uno a quien dedicar los momentos más venenosos de cada atardecer?

61-62. Nuestra Bandera, número de diciembre de 1944 camuflado en un folleto de Giménez Caballero dedicado al Caudillo y editado por la secretaría de propaganda franquista durante la guerra. Quizá los autores del camuflaje vieran en ello un acto supremo de justicia poética, lo que para el fascista español seguramente no pasaría de desahogo dadaísta.

Félix y Domingo guardaron silencio. A su alrededor pasaban gentes pacíficas, que se recogían después del día de fiesta, parejas de novios, familias con niños, grupos de jóvenes. Risas. Bromas. Ruido. Félix y Domingo no reconocían aquel país, al que habían regresado hacía un par de meses después de cinco años de exilio. Les parecía aletargado, tras la guerra. Ellos habían venido para despertarlo, pero lo cierto es que la mayoría, vencedores y vencidos, solo quería pasar la página cuanto antes, sortear los problemas, olvidar las penas, volver a vivir. Quizá aquello no fuese la felicidad, pero era lo único que tenían; es posible que no fuese nada, pero no querían perderlo con una nueva guerra. La vida se había puesto de nuevo en movimiento muy lentamente, como un tiovivo, como una barca voladora, y solo unos cuantos querían seguir hablando de la guerra y de asaltar los cielos. En Madrid, una ciudad de un millón de cadáveres, apenas unos cientos de militantes. Y Félix y Domingo debieron de percibir en la normalidad festiva de todos su fúnebre soledad. Y eso les hizo guardar silencio cuando, al margen de la vida que les rodeaba, se encaminaban para matar a unos hombres, tras una paz imposible.