Capítulo 1
¿Por qué nos emborrachamos?

A la gente le encanta beber. Como señala el antropólogo Michael Dietler, «el alcohol es, con creces, el agente psicoactivo más extendido y consumido en mayor cantidad en el mundo. Según los cálculos actuales, hay más de dos mil cuatrocientos millones de consumidores activos en todo el mundo (alrededor de un tercio de la población del planeta)».1 Y no es un fenómeno reciente: los humanos llevamos emborrachándonos muchísimo tiempo.2 Las imágenes de gente bebiendo y de fiesta son tan abundantes en los registros arqueológicos más antiguos como ahora, en el siglo XXI, en Instagram. En una talla de veinte mil años de antigüedad hallada en el sudoeste de Francia, por ejemplo, se ve a una mujer —posiblemente una diosa de la fecundidad— llevándose un cuerno a la boca. Cabría pensar que lo está utilizando como instrumento musical, soplándolo para emitir un sonido, si no fuera porque es la parte ancha la que está más cerca de su boca. Está bebiendo algo, y es difícil creer que sea sólo agua.3

Figura 1.1. Venus con cuerno de Laussel
(colección del Musée d’Aquitaine)

El primer rastro directo de la existencia de las bebidas alcohólicas producidas ex profeso por humanos data de alrededor del 7000 a. C., en el valle del río Amarillo de China, donde se encontraron fragmentos de vasijas de una aldea del Neolítico temprano con restos químicos de una especie de vino —que seguramente no sabría muy bien, según los estándares modernos— elaborado a base de uvas silvestres y otras frutas, arroz y miel.4 Se tienen indicios de domesticación de la uva en la actual Georgia que se remontan al período 7000-6000 a. C. Unos fragmentos de cerámica hallados en la misma región, con representaciones de figuras humanas con los brazos levantados a modo de celebración, hacen pensar que el destino de esas uvas era la copa, no el plato.5 Se han hallado restos de vino de uva, conservados con resina de pino —como se sigue haciendo hoy con los vinos griegos y otros—, en el actual Irán, en cerámicas del período 5000-5500 a. C., y, llegado el año 4000 a. C., la producción de vino ya se había convertido en una importante tarea colectiva. Una enorme cueva en Armenia pudo haberse utilizado como antigua gran bodega, con cuencas para pisar y prensar uvas, cubas de fermentación, vasijas de almacenamiento y varios recipientes para beber.6

Los pueblos neolíticos también fueron creativos a la hora de echarle cosas a la bebida: en las islas Orcadas, en el norte de Gran Bretaña, los arqueólogos han descubierto unas enormes tinajas de cerámica que datan del Neolítico y que al parecer contuvieron alcohol de avena y cebada, al que se le añadieron varios condimentos y alucinógenos suaves.7 El impulso humano de producir alcohol es impresionante por su inventiva y su antigüedad. Los habitantes de Tasmania golpeteaban una especie de árbol del caucho, cavaban un agujero en su base y dejaban que la savia acumulada fermentara y se convirtiera en bebida alcohólica; el pueblo koori, en lo que hoy es Victoria, en el sudeste de Australia, fermentaba una mezcla de flores, miel y resina para elaborar un embriagador licor.8

Como sugiere la existencia de antiguas cervezas alucinógenas —aunque el alcohol sigue siendo la droga preferida en la mayoría de las grandes culturas del mundo—, los humanos han sido muy promiscuos a la hora de elegir su veneno y han añadido al alcohol otras sustancias intoxicantes o han encontrado sustitutos en los lugares donde no había alcohol.9 Los alucinógenos —que se suelen extraer de enredaderas, hongos y cactus— están entre los favoritos, y a veces se les otorga un estatus especial, superior al del alcohol. El pueblo védico de la India antigua, por ejemplo, tenía alcohol, pero le provocaba cierto recelo, ya que cuestionaba la moralidad de esa forma de intoxicación. El mayor prestigio cultural y religioso se le confería al estado psicológico, el mada, producido por el soma, una droga alucinógena. Mada tiene la misma raíz que la palabra inglesa madness [locura], pero en sánscrito significa más bien «arrobamiento» o «dicha», un estado privilegiado de éxtasis religioso.

Se han encontrado botones de peyote y frijoles con mescalina del 3700 a. C., según su fecha de carbono 14, en moradas en cuevas del norte de México.10 Hay enormes tallas en piedra de rostros humanos o animales que incluyen setas con psilocibina y cerámicas donde aparecen cactus de mescalina encima de animales chamánicos, como el jaguar, de hasta el año 3000 a. C., lo que hace pensar que los alucinógenos fueron un factor central en los rituales religiosos de América Central y del Sur.11 Se han encontrado más de un centenar de especies de alucinógenos en el Nuevo Mundo, y todas han sido utilizadas por los seres humanos desde hace milenios. El alucinógeno más extraño no puede ser otro que la secreción cutánea de ciertos sapos venenosos de América Central, la cual se puede disfrutar secando la piel y fumándola o añadiéndola a algún brebaje;12 si vas con prisa, también puedes sujetar al sapo y lamerlo sin más.

En el Pacífico, culturas que nunca adoptaron el consumo de alcohol —posiblemente por la interacción negativa entre el alcohol y las toxinas adquiridas al ingerir el marisco del lugar— acabaron decantándose por la kava como intoxicante preferido.13 La kava se elabora con la raíz procedente de un cultivo sometido a la domesticación intensiva, y que los humanos empezaron a dominar posiblemente en la isla de Vanuatu; los humanos llevan cultivándola tanto tiempo que ya no puede reproducirse por sí sola.14 Tiene efectos narcóticos e hipnóticos y es un eficaz relajante muscular. La kava —que tradicionalmente se mascaba y se escupía en un cuenco que después se pasaban unos a otros siguiendo un estricto ritual— induce un estado de satisfacción y sociabilidad, y provoca un colocón más suave que el alcohol.

Y, hablando de colocones, seríamos muy descuidados si no citásemos el cannabis, originario de Asia Central. Al parecer, los humanos de Eurasia llevan al menos ocho mil años fumando y «desconectando» y, en el 2000 a. C., el cannabis se convirtió en una droga recreativa muy comercializada y consumida.15 Para hacernos una idea de lo antigua que es nuestra afición a la marihuana, baste con saber que, en un lugar de enterramiento en Eurasia Central del primer milenio a. C., se encontró a un ocupante masculino envuelto en un sudario confeccionado con más de una decena de plantas de cannabis.16 En el siglo V a. C., el historiador griego Heródoto habló de unos aterradores guerreros escitas (nómadas a caballo de Asia Central) que, para relajarse, levantaban carpas con armazones de madera, disponían una enorme estufa de bronce en el centro a la que echaban un puñado de cannabis y procedían a agarrarse un colocón. Esta práctica la han corroborado otros hallazgos arqueológicos recientes, y se cree que la tradición de fumar marihuana en Asia Central podría remontarse a cinco mil o seis mil años atrás.17 El Nota18 estaría orgulloso.

Otros pueblos de Eurasia que no disponían de cannabis se conformaron con fumar y mascar otras cosas. Los indígenas de Australia llevan milenios produciendo pituri, una mezcla de narcóticos, estimulantes y ceniza de madera que se consume como el tabaco de mascar, dejándose un montoncito en la cara interna de la mejilla. Sus principios activos son distintas variedades de tabaco local y un arbusto narcótico al que a menudo también se lo llama pituri. Es significativo que, en América del Norte, uno de los pocos lugares del mundo donde las poblaciones nativas no producían ni consumían alcohol, existiera un sistema muy sofisticado de cultivo y comercio regional del tabaco, y que los arqueólogos hayan recuperado allí varias pipas que datan del período 3000-1000 a. C.19 Aunque no tendemos a pensar en el tabaco como un intoxicante, las variedades cultivadas por los indígenas americanos eran mucho más fuertes e intoxicantes de lo que hoy se puede comprar en el estanco de la esquina. Cuando se mezcla con ingredientes alucinógenos, como era lo típico, pega muchísimo.20 El opio es otra droga que los humanos disfrutan desde que nuestros antepasados lejanos descubrieron sus efectos sobre el cerebro. Restos hallados en Gran Bretaña y otras partes de Europa indican que treinta mil años atrás la gente ya consumía amapolas opiáceas, y otros rastros arqueológicos muestran que en el Mediterráneo se adoraba a las diosas de las amapolas en el segundo milenio a. C.21

De modo que la gente lleva intoxicándose —emborrachándose, emporrándose o flipando con psicodélicos— muchísimo tiempo, en todo el mundo. No faltan libros amenos que documentan el gusto de nuestra especie por los intoxicantes y nuestras muy diversas formas de satisfacer el deseo de alterar la conciencia.22 Como observa el gurú de la medicina alternativa Andrew Weil: «La ubicuidad del consumo de drogas es tan sorprendente que debe de constituir un apetito humano básico».23 En su repaso general de la impresionante variedad de tecnologías de intoxicación empleadas en todo el mundo, el arqueólogo Andrew Sherratt sostiene asimismo que «la búsqueda deliberada de la experiencia psicoactiva es probablemente tan antigua como, al menos, los seres humanos modernos, en términos anatómicos (y conductuales): es una de las características del Homo sapiens sapiens».24

Sin embargo, una incógnita relacionada con nuestro gusto por la bebida que no se suele analizar en los estudios históricos y antropológicos es por qué, de entrada, los humanos queremos emborracharnos.25 Desde el punto de vista práctico, emborracharse o colocarse parece una muy mala idea. A nivel individual, el alcohol es una neurotoxina que afecta a la cognición y la función motora y perjudica al cuerpo. A nivel social, el vínculo entre embriaguez y desorden social no es un invento de los hooligans del fútbol moderno o de los estudiantes universitarios. Las salvajes y peligrosamente caóticas bacanales —palabra derivada de Baco, el nombre que daban los griegos al dios Dionisio— eran parte de la vida cotidiana en la Grecia antigua. Las descripciones y representaciones visuales de los rituales y banquetes regados con alcohol en la Antigüedad, desde Egipto hasta China, evidencian que hace mucho tiempo que el desorden, las broncas, la enfermedad, la inconsciencia inoportuna, las vomitonas y las relaciones sexuales ilícitas son un producto común del consumo de alcohol.

Los diversos alucinógenos consumidos por los humanos en todo el mundo son aún más peligrosos y desestabilizadores. Además de desconectarte por completo de la realidad, su propia composición química puede matarte fácilmente. Un pequeño árbol que crece en el desierto de Sonora, Sophora secundiflora, produce unos frijoles tan tóxicos que basta uno solo para casi matar de inmediato a un niño. Cabría pensar que la gente aprendería muy pronto a no acercarse a ellos. No fue así. Esto se debe a que el llamado «frijol de mezcal» también te puede provocar un supercolocón. Aunque no se tiene constancia de ningún valor culinario, se han descubierto trazas de frijol en restos arqueológicos de varios milenios atrás, cuando las culturas del desierto lo empleaban, obviamente, por su efecto intoxicante. Para un adulto, la dosis adecuada es medio frijol, y conviene no equivocarse. Comer más de eso provoca «náuseas, vómitos, dolor de cabeza, sudores, salivación, diarrea, convulsiones y parálisis de los músculos respiratorios. La muerte es por asfixia».26 Sin duda, debieron de morir unas cuantas personas hasta que por fin se averiguó esto.

¿Por qué arriesgarse? Ya hablemos de frijoles alucinógenos terriblemente peligrosos, de narcóticos estupefacientes o del desorientador y tóxico alcohol, ¿por qué la gente no dice simplemente «no»? Dados los costes y los posibles daños que suponen los intoxicantes, se justifica que descartemos las justificaciones débiles y ad hoc, como ese puro cuento de que ayudan a hacer la digestión o a calentarse la sangre. A principios del siglo XIX, un defensor de la ley seca se burló, con razón, del tipo de racionalizaciones no respaldadas con pruebas que la gente acostumbra a soltar como justificación para darse a la bebida:

El aguardiente, de un tipo u otro, es el remedio para todas las enfermedades, el elixir para todas las penas. Debe honrar la celebración en una boda; debe incitar a la tristeza en un funeral. Debe animar las relaciones de los amigos y aligerar la fatiga del trabajo. El éxito merece una copa, y el desengaño la necesita. La gente ocupada bebe porque está ocupada; los ociosos beben porque no tienen otra cosa que hacer. El agricultor necesita beber porque su trabajo es duro; el mecánico, porque su trabajo es sedentario y aburrido. Si hace calor, los hombres beben para refrescarse; si hace frío, beben para entrar en calor.27

Podemos hacerlo mejor. Empecemos echando un vistazo a las explicaciones científicas comunes sobre el impulso humano de emborracharse. Tienen mejor pinta, a priori, que las racionalizaciones de las que se burlaban los prohibicionistas, pero al final son similarmente insatisfactorias.

El pirateo del cerebro: porno y moscas de la fruta muy salidas

A la gente le gustan los orgasmos. Desde un punto de vista científico, esto no es ningún misterio. Los orgasmos son placenteros porque es la forma que tiene la evolución de decirnos: «Buen trabajo. Sigue haciendo eso que estabas haciendo». En los entornos en los que hemos evolucionado, el orgasmo es una señal de que estamos avanzando hacia el objetivo central de la evolución, que es la transmisión de los genes a la siguiente generación.

No es un sistema perfecto, desde luego. Todo tipo de especies animales lo han sorteado con triquiñuelas desde que se inventó: desde los monos que se masturban, hasta los perros que intentan montarte la pierna. Sin embargo, los peores son los humanos. Por ejemplo, el Homo sapiens lleva produciendo pornografía el mismo tiempo que lleva haciendo cualquier cosa. Al parecer, cualquier nueva tecnología —talla lítica, pintura, litografía, cinematografía, internet— se utiliza al principio para la pornografía, principalmente. El tipo de figuras voluptuosas que aparecen en los yacimientos arqueológicos, como la Venus mostrada antes, suelen ser glosadas por los académicos como diosas madres o de la fecundidad. Puede ser. Es igual de probable que fuesen las precursoras de las páginas centrales de Playboy y sirvieran para la misma finalidad a quienes las crearon. En cualquier caso, desde el erotismo de la Antigüedad hasta las muñecas sexuales modernas, a la hora de engañar a la evolución, como en la mayoría de los frentes, los seres humanos no tenemos parangón.

Aun así, la evolución se ha mantenido bastante indiferente ante estas artimañas. No le preocupa la perfección, se conforma con lo que sea suficiente. Sin un método anticonceptivo fiable, el diseño básico que vincula el orgasmo al buen trabajo de transmitir tus genes ha funcionado muy bien a lo largo de la historia. Sin embargo, los recientes desarrollos tecnológicos trastocan gravemente esta relación. El preservativo y la píldora anticonceptiva separan el acto sexual del resultado para el que fue diseñado. Con la imprenta, las revistas de moda, las cintas VHS, los DVD y, por último, internet, cualquier persona ha podido acceder a una cantidad y variedad, antes inimaginables, de imágenes sexuales en la intimidad de su hogar. Este pirateo concertado de nuestros sistemas de recompensa puede, llevado a los extremos, socavar en parte los planes de la evolución.

Quizá el punto de vista más común sobre nuestro gusto por la intoxicación es que ésta conlleva precisamente ese tipo de pirateo de impulsos antes adaptativos. Según las teorías del «pirateo», el alcohol y otros intoxicantes son como la pornografía: algo que sólo desencadena los sistemas de recompensa del cerebro originalmente diseñados por la evolución para fomentar las conductas adaptativas, como el sexo. Esto no fue un problema durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, cuando era difícil conseguir dichas drogas y su potencia era relativamente débil. La evolución podía permitirse que los primates y otros mamíferos disfrutaran de algún colocón ocasional con alguna fruta fermentada que se encontraran caída en la selva, como también pudo permitirse pasar por alto un poco de masturbación o sexo no reproductivo. Sin embargo, no pudo prever que uno de estos primates, con su gran cerebro, su uso de herramientas y su ca­pacidad para acumular innovaciones culturales, averiguaría de repente —en un abrir y cerrar de ojos, en términos evolutivos— cómo elaborar cerveza, vino y, después, asombrosos licores eficazmente destilados. Las teorías del pirateo sostienen que estos venenos pudieron penetrar nuestras defensas evolutivas porque la evolución es muy perezosa ante una rápida innovación humana.

Un defensor clásico de este punto de vista es el fundador del campo de la medicina evolutiva, Randolph Nesse, que escribe:

Las drogas psicoactivas puras y las rutas de administración directas son, por lo que respecta a la evolución, características nuevas de nuestro entorno. Son intrínsecamente patógenas, porque sortean los sistemas de procesamiento de la información adaptativos y actúan de forma directa sobre antiguos mecanismos cerebrales que controlan las emociones y la conducta. Las drogas que inducen emociones positivas emiten la falsa señal de un beneficio adaptativo. Estas señales interceptan los mecanismos incentivadores como «gustar» y «querer», lo que puede dar lugar a un consumo de drogas continuado que ya no produce placer [...]. Las drogas de consumo recreativo crean una falsa señal en el cerebro de la llegada de un inmenso beneficio adaptativo.28

El psicólogo evolutivo Steven Pinker considera asimismo que el consumo moderno de intoxicantes es fruto de la confluencia de dos rasgos de la mente humana: nuestro gusto por las recompensas químicas y nuestra capacidad para resolver problemas. Una sustancia que logre forzar la cerradura del placer en nuestro cerebro, aunque sea por casualidad, se volverá central en la búsqueda de objetivos e innovación, aunque perseguir esa sustancia acarree —desde una perspectiva puramente adaptativa— consecuencias neutras o negativas.29 Nuestro impulso sexual es, como decíamos, otro buen ejemplo de esta dinámica. La evolución nos provee de un eficaz sistema de incentivos, en forma de placer sexual y orgasmos, y después se limpia las manos y se marcha satisfecha, creyendo ingenuamente que acaba de asegurarse de que ahora sólo queramos relaciones heterosexuales y vaginales y que, de ese modo, nuestros genes se transmitan a la siguiente generación. Es obvio que no tiene ni idea de lo que son capaces los humanos. Como ejemplo de antiadaptación a causa del pirateo de los sistemas de recompensa, Pinker señala que «las personas consumen pornografía cuando de hecho podrían salir a buscar pareja». Por supuesto, esto es sólo un hilo en el rico tapiz de travesuras sexuales no reproductivas a las que somos propensos, pero apunta a por qué la evolución debería estar muy alerta a la subversión de sus diseños.

Un estudio, que consistía básicamente en trolear unas moscas de la fruta privadas de sexo, refuerza esta preocupación. Dado lo pequeñísimas que son y lo mucho que, en apariencia, se diferencian de nosotros, resulta sorprendente que las moscas de la fruta (Drosophila) sean tan buenas sustitutas de los humanos en muchos aspectos, incluida su forma de procesar el alcohol.30 A las moscas de la fruta les gusta beber, se emborrachan, y eso estimula sus sistemas de recompensa de manera similar a la nuestra. También se pueden volver alcohólicas: acaban prefiriendo la comida muy cargada de alcohol a la normal y, con el tiempo, ese deseo es cada vez más intenso. Si se las priva del alcohol, se dan un atracón cuando se les vuelve a administrar.31 Todo esto es claramente antiadaptativo, al menos en los niveles de alcohol utilizados en el laboratorio, donde la comida que se baña con él suele alcanzar la graduación de un contundente shiraz australiano (alrededor de 15°-16°). A las moscas de la fruta que beben shiraz les cuesta volar en línea recta y, por tanto, localizar comida y parejas. El estudio realizado con las moscas de la fruta privadas de sexo reveló además que, en esencia, cuando se les niega el sexo, recurren a la botella.32 El consumo de alcohol desencadena de forma artificial la misma señal de recompensa que el apareamiento, lo que significa que las moscas de la fruta borrachas tienen un menor interés en la conducta de cortejo, ya que consiguen su placer en otra parte. A las moscas quizá les vaya bien así, pero no tanto a sus genes.33

Resacas evolutivas: monos borrachos, kimchi líquido y agua contaminada

Las teorías del pirateo, que se solapan un poco con las teorías de la «resaca» comentadas en la introducción, sostienen que nuestro gusto por los intoxicantes es un nuevo problema evolutivo. Sin embargo, según estas teorías, ciertos rasgos de la psicología humana no son fruto de un pirateo accidental de nuestros sistemas de recompensa, sino que obedecen a lo que originalmente fue un buen objetivo adaptativo, y ahora han perdido su utilidad. La comida basura es un ejemplo clásico. La evolución nos ha diseñado para recibir pequeños chutes de recompensa por consumir menús con una alta densidad calórica, en especial si contienen grasa o azúcar. Al ser ciega y bastante lenta, no pudo prever la llegada de las tiendas que venden una asequible infinidad de golosinas industriales con azúcar, patatas fritas y productos cárnicos procesados.

En lo que respecta a nuestro gusto por el alcohol, tal vez la teoría de la resaca más destacada sea la hipótesis del «mono borracho» propuesta por el biólogo Robert Dudley.34 En las densas selvas tropicales donde evolucionaron al principio los humanos, las células de levadura producen alcohol en la fruta madura y caída como parte de su guerra química contra las bacterias, que son menos tolerantes al alcohol y compiten con la levadura por los nutrientes de la fruta. El alcohol, por tanto, debe su propia existencia a una histórica y violenta batalla entre las levaduras y las bacterias. Dudley sostiene que una característica secundaria del alcohol (etanol, en su término técnico) es la clave de por qué los primates adquirieron el gusto por él. El etanol es muy volátil, es decir: es una molécula diminuta y ligera que puede viajar largas distancias en el aire. Por tanto, sus condiciones son las ideales para servir de gong olfativo y anunciar la cena a muy diversas especies; entre ellas, sin duda, las moscas de la fruta, cuyo gusto por el alcohol está probablemente relacionado con la capacidad de guiarse hacia la fruta.

Dudley afirma que ocurrió lo mismo con los humanos, y también con algunos de nuestros antepasados y primos primates: al seguir el olor de las moléculas del alcohol para encontrar e identificar la rara presa que era la fruta caída, acabaron asociando el alcohol en pequeñas cantidades con una nutrición de alta calidad. Aquellos especialmente prendidos de su sabor o sus efectos farmacológicos habrían sido más propensos a buscarlo, adquiriendo así más calorías que sus congéneres abstemios. Esta ventaja adaptativa favoreció el desarrollo del gusto por el alcohol, y también de la capacidad para metabolizarlo. Así, Dudley argumenta que el alcohol nos hace sentir bien porque, en nuestro entorno evolutivo, estaba asociado a un alto beneficio calórico y nutritivo. No es más que por una resaca evolutiva por lo que los urbanitas modernos siguen obteniendo placer del alcohol cuando hoy sólo tiende a causar daños hepáticos, obesidad y muertes prematuras. Como dice Dudley: «Lo que una vez dio buenos resultados y seguros en la selva, cuando las frutas contenían sólo pequeñas cantidades de alcohol, puede ser peligroso cuando vamos al supermercado a por cerveza, vino y licores destilados».35

Otras teorías de la resaca aducen que la fermentación de cereales y frutas fue útil para hacer sus calorías más transportables y duraderas, lo que permite la conservación de recursos que, de otro modo, se echarían a perder en un mundo sin frigoríficos.36 El alcohol, según este punto de vista, servía tradicionalmente como una versión más divertida del kimchi o los pepinillos. Es obvio que esto no es un beneficio menor de la fermentación: hoy en día sigue habiendo emprendedores en el norte de Tanzania que fermentan vinos a base de plátano y piña para conservar frutas que de otro modo se pudrirían enseguida tras la cosecha y, por supuesto, para producir una riquísima cerveza.37 Otra ventaja de la fermentación, al menos cuando hablamos de la transformación de cereales en cerveza, es el «ennoblecimiento biológico», como lo denominó el nutricionista británico B. S. Platt tras observar que, al fermentar maíz para producir cerveza, su contenido en micronutrientes y vitaminas esenciales aumentaba al doble.38 Esta transformación nutricional, por efecto de las levaduras en la fermentación del cereal, pudo ser de especial importancia en las sociedades agrícolas premodernas. La arqueóloga Adelheid Otto sostiene que, al menos en Mesopotamia, el contenido nutricional de la cerveza fue vital para completar la «deprimente dieta» de las personas, basada casi sólo en las féculas, con muy pocas verduras, frutas y carnes frescas.39 Se cree que, aún en la Inglaterra previctoriana, la cerveza representaba una considerable parte de la ingesta calórica de una persona promedio.40

Esto apunta a otra ventaja del alcohol para los pueblos premodernos: su elevado aporte calórico. Un gramo de alcohol puro tiene siete calorías, frente a las nueve de la grasa y las cuatro de la proteína. Es preocupante darse cuenta de que un modesto trago de 150 ml de vino tinto tiene tantas calorías como una porción de brownie de 12 cm2 o una bola de helado pequeña (unas 130 calorías). En varios estudios se ha calculado que, en ciertas culturas históricas e incluso contemporáneas, la cerveza puede constituir hasta un tercio o más de la ingesta calórica.41 Como sabe tristemente cualquiera que esté a dieta, las bebidas alcohólicas tienen tanta densidad calórica que hay algo de verdad en el eslogan de la Guinness, esa venerable cerveza negra: «Una comida en cada vaso». Como ocurre con muchos aspectos de nuestra biología, lo que es un problema para los bebedores modernos pudo ser un gran beneficio para nuestros antepasados, siempre hambrientos y necesitados de nutrientes.

Hay otra categoría de teorías de la resaca que no se centran en la volatilidad del alcohol o su capacidad de conservar las calorías o aportar vitaminas, sino en sus propiedades antigérmenes. Como dijimos, el alcohol es antibacteriano, ya que lo producen las levaduras y lo utilizan como arma contra las bacterias para aventajarlas en la descomposición de la fruta y los cereales. De ahí que el alcohol puro sea un excelente desinfectante. Incluso en la forma consumida por los humanos, más diluida, parece conservar ciertas propiedades antimicrobianas y antiparasitarias. Por eso no es desaconsejable beber alcohol cuando comes sushi: maridar el pescado crudo con sake puede ayudar a matar cualquier mal bicho que ronde por ahí.

Incluso las moscas de la fruta aprovechan el alcohol de ese modo. Ya hemos señalado que pueden ser unas auténticas bebedoras, y su alimentación, basada en la fruta, las hace relativamente tolerantes al alcohol, como las levaduras. Las moscas de la fruta hacen un genial truco evolutivo cuando notan la presencia de avispas parasitoides. Estas avispas son unos repulsivos depredadores que, sin ningún miramiento, depositan sus huevos dentro de los huevos de las moscas de la fruta. En unas circunstancias normales, este huevo se desarrolla y se convierte en una pequeña larva de avispa que, después, se alimenta de las larvas de la mosca, las devora desde dentro y después sale a buscar nuevas víctimas. En un entorno donde dichas avispas son una amenaza, las moscas hembras buscan frutas con un alto contenido en alcohol para poner sus huevos en ellas. El alcohol no les sienta muy bien a sus propias larvas, y ralentiza su crecimiento, pero las moscas de la fruta pequeñas toleran el etanol mucho mejor que las sensibles larvas de la avispa, que suelen morir. Sacrificar una parte de su descendencia envenenándola con alcohol es un precio pequeño que pagar si al menos pueden sobrevivir algunas. La relativa tolerancia de la mosca de la fruta al alcohol, potenciada en un principio por su dependencia de la fruta para alimentarse, se convierte de este modo en un arma contra un odiado enemigo.42

Por último, el proceso de fermentación de las bebidas alcohólicas también tiene un efecto desinfectante sobre el agua con la que se elaboran. Durante buena parte de la historia de la humanidad, sobre todo tras el surgimiento de la agricultura y la densa vida urbana, era muy peligroso beber el agua de la que disponían. Es posible, por tanto, que la fermentación alcohólica sirviese también para hacer que el agua contaminada fuese potable. En algunas comunidades sudamericanas, la chicha (cerveza de maíz) sigue siendo una importante fuente de hidratación en las regiones que carecen de tratamiento de aguas.43 También se han citado varias propiedades medicinales para explicar nuestro gusto por los intoxicantes de origen vegetal; muchos de ellos, además de hacernos ver extrañas figuras de colores, dioses o animales parlantes, son medicinas bastante eficaces contra los parásitos.44

No sólo Twinkies y porno: más allá de las teorías de la resaca y del pirateo

Cuando las personas se han preguntado en serio por los orígenes de nuestro gusto por la intoxicación, muy pocas han ido más allá de este tipo de relatos sobre los Twinkies y el porno. De entrada, no son inverosímiles. Las teorías de la resaca, en particular, son intuitivamente convincentes, porque hay algo de verdad en ellas: el alcohol sí realiza todas esas funciones superútiles. Su olor puede señalizar recompensas muy ventajosas en forma de fruta. Tiene valor nutricional, desinfecta y sabe muy bien.

Pero, a fin de cuentas, todas producen al final una cierta insatisfacción, como media pinta tibia de cerveza ligera en una calurosa tarde veraniega. Las teorías del pirateo chocan contra el firme muro del puro y brutal coste del consumo de alcohol y otros intoxicantes. Las teorías de la resaca, como la hipótesis del mono borracho, han sido cálidamente recibidas por los primatólogos y ecologistas, que señalan que los primates salvajes parecen evitar el tipo de fruta madura que da lugar al etanol, y apuntan a los estudios que indican que los humanos preferimos con creces la fruta en su punto de madurez (sin etanol) a la fruta muy pasada45 (yo sí, desde luego). Otras teorías de la resaca se topan con la mala suerte de que las funciones postuladas del alcohol u otras drogas en el entorno de nuestros antepasados también las podían cumplir otras cosas que no te paralizaban buena parte del cerebro ni te provocaban una aguda jaqueca al día siguiente.

Por ejemplo, se puede «ennoblecer» biológicamente un cereal como el trigo, el mijo o la avena fermentándolo para producir gachas, una práctica común en pequeñas comunidades agrícolas en todo el mundo. Las gachas fermentadas también resuelven el problema del almacenamiento. Por ejemplo, una costumbre irlandesa es convertir la avena en unas gachas que fermentan durante semanas, solidificándose poco a poco hasta adquirir la consistencia de una masa similar a la del pan que se puede cortar en rebanadas y freír cuando sea necesario. Están riquísimas, sobre todo con tocino. Convertir cereales en gachas es darles un uso más eficiente en términos nutricionales que elaborar cerveza con ellos. Las gachas de avena no te darán un agradable puntillo, ciertamente, pero eso nos hace preguntarnos por qué, para empezar, somos vulnerables a ese pirateo del cerebro. Si el criterio al que obedece es la conservación de los alimentos, ¿por qué la evolución no hizo que las personas se pirrasen por las gachas, en vez de por la cerveza? Estarían presumiblemente más sanas que sus primos bebedores de cerveza, y una cultura que se limitara sólo a las gachas evitaría muchas conductas de riesgo, accidentes físicos, cantos desafinados y resacas. Sin embargo, por lo que sabemos, en Irlanda las gachas han sido históricamente un desayuno reconfortante para la mañana siguiente, en vez de un sustituto para las sustancias causantes de ese malestar.

O pensemos si no en la hipótesis del agua contaminada: si tu agua está infestada de bacterias, sólo tienes que hervirla. Por supuesto, la teoría de los gérmenes es bastante reciente, y aún queda gente en el mundo que no está al tanto de ella. Sin embargo, como han demostrado las soluciones humanas a la mayoría de los problemas adaptativos, no necesitamos saber nada sobre la correspondiente causalidad real para resolver un problema a través de la prueba y el error. Las personas lo hacen todo el tiempo. A las culturas se les da aún mejor, ya que tienen muy buena capacidad para «recordar», buscar soluciones a los problemas y transmitirlas para el beneficio de los miembros de dichas culturas o ayudar a la expansión del propio grupo.46

Imaginemos una situación donde varios grupos compiten por los recursos en un paisaje lleno de ríos y lagos, pero infestados de patógenos. No hace falta que nos preocupemos por los grupos que no elaboran alcohol, ya que murieron mucho tiempo atrás; como era de esperar (para los observadores externos), más o menos cuando el agua empezó a ponerse mala. Los grupos sobrevivientes han descubierto el alcohol y han desarrollado la práctica de beber sólo cerveza, que ha depurado el agua a través de la fermentación. Uno de los grupos, sin embargo, descubre que beber el agua donde han hervido el pescado de la cena los hace sentirse con más energía a la mañana siguiente, con menos diarrea, retortijones y demás síntomas que conocemos bien todos los que hemos bebido un agua que no debíamos. Algunas personas empiezan a beber sólo esta «agua de pescado» mágica y evitan la cerveza y el agua sin tratar. Se vuelven más activas y sanas y les van mejor las cosas que a quienes no la beben, de modo que este grupo acaba creyendo que sólo el agua bendita por el Dios Pescado es apta para el consumo humano, y que todas las demás bebidas son tabúes. El Clan del Dios Pescado empieza a superar a sus vecinos, los bebedores de cerveza. Éstos también se han librado de las enfermedades transmitidas por el agua; pero las resacas y el cansancio tras sus largas veladas bebiendo alcohol los hacen llegar un poco más tarde a las pesquerías. Los bebedores de agua de pescado empiezan a eliminar o asimilar poco a poco a los bebedores de cerveza; o los grupos de bebedores de cerveza ven la luz y deciden convertirse a la secta del Dios Pescado y renuncian a todas las demás bebidas. Al cabo de unas pocas generaciones, tras el descubrimiento del agua de pescado, el consumo de alcohol ha sido completamente erradicado.

Tal vez la muestra histórico-cultural más evidente contra la idea de que fue la necesidad de depurar el agua lo que impulsó el invento del alcohol es el caso de China. En las esferas culturales chinas, se bebe té desde siempre (bueno, al menos desde hace algunos milenios), y durante mucho tiempo también tuvieron unas estrictas normas culturales contra la ingesta del agua sin tratar. Como es natural, no es así como lo enmarcan: según las creencias de la medicina tradicional china, beber agua fría daña el qi, o la energía, o el estómago. Si necesitas beber agua, debe ser «agua clara» (kaishui), hervida y tomada tibia o al menos a temperatura ambiente. La teoría se centra en la temperatura y su efecto sobre el qi, no en el peligro de los patógenos transmitidos por el agua, pero su función es la misma: no bebas agua a menos que esté hervida y se hayan matado todas sus porquerías. Parece, pues, que las culturas chinas y las de su influencia —en conjunto, una altísima proporción de las personas que han vivido jamás en la Tierra— han resuelto el problema de los patógenos a través del recurso de beber sólo té o agua hervida.

Y aun así tienen bebidas alcohólicas. A mares. Desde la época de la dinastía Shang (1600-1046 a. C.) hasta el presente, el alcohol ha dominado las reuniones rituales y sociales en el ámbito cultural chino como en cualquier otra parte del mundo, si no más. Esto no tendría sentido si matar los patógenos en el agua o en el estómago fuese la función principal de las bebidas alcohólicas. Una vez que los chinos descubrieron el té y adoptaron normas contra la ingesta de agua no tratada, el consumo de alcohol debería haber ido en descenso hasta desaparecer, ya que su función principal ha sido suplida por algo mucho menos peligroso, costoso y fisiológicamente nocivo. Que lamentablemente siga existiendo el baijiu (alcohol blanco), un espirituoso a base de sorgo con unos efectos tremebundos, nos recuerda que no ha sido así. También es importante señalar que, en realidad, la hipótesis del agua contaminada no encaja con otras normas culturales que nos encontramos al echar un vistazo por el mundo. Hay grupos que tienen cerveza o vino y suelen beber agua no tratada, o que mezclan sus bebidas con ella.47 Nada de esto tendría sentido si la principal función adaptativa del alcohol fuese ayudarnos a evitar los dolores de tripa.

Dados los evidentes costes del consumo de alcohol, las dinámicas evolutivas culturales hacen pensar que se habrían descubierto y aprovechado rápidamente soluciones alternativas a los problemas del agua contaminada, la falta de micronutrientes o la conservación de los alimentos. No es esto lo que ha sucedido, por decirlo suavemente.

Un auténtico misterio evolutivo: el enemigo
en la boca que se escabulle del cerebro

Se formulen como pirateos del cerebro o como resacas evolutivas, las teorías existentes coinciden en considerar un error nuestro gusto por la intoxicación, y que los intoxicantes desempeñan una escasa o nula función en las sociedades humanas contemporáneas. ¿Necesitas localizar regiones densas en calorías en tu entorno? Ve a un supermercado. ¿Necesitas conservar tus alimentos? Guárdalos en el frigorífico. ¿Tienes problemas de lombrices al defecar? La mayoría de los médicos te recetarían un antihelmíntico antes que una cajetilla de cigarrillos. ¿El agua está contaminada? Simplemente hiérvela. Sin embargo, la realidad sigue siendo que a la mayoría de la gente le gusta beber y colocarse, resistiéndose a unas fuertes presiones selectivas contrarias. Los grupos culturales han sido similarmente obstinados en su perseverante entusiasmo por el alcohol y otras drogas.

Lo maravilloso de los enfoques evolutivos no es sólo que nos ayudan a explicar aspectos desconcertantes de la conducta humana, sino que también nos permiten detectar la propia existencia de esos misterios. Un ejemplo es la religión. Soy historiador de la religión por formación, y todo mi campo siempre ha dado por sentado —como base, como punto de partida sin más comentario— que los seres humanos, en todos los lugares y épocas, han creído en seres sobrenaturales, les han ofrendado enormes cantidades de riqueza y han incurrido en grandes costes para servirlos. La interminable lista de conductas dolorosas, costosas o simplemente muy inoportunas que han inspirado las religiones del mundo es alarmante, una vez que empiezas a pensar en ella. Extirparse el prepucio, renunciar a los deliciosos y nutritivos mariscos y al cerdo, ayunar, autoflagelarse, corear mantras, sentarse a escuchar durante horas aburridos sermones con un traje incómodo en tu único día libre, atravesarte las mejillas con estacas de metal, interrumpir lo que estés haciendo para inclinarte en una dirección concreta cinco veces diarias. Nada de esto tiene ningún sentido desde el punto de vista biológico. Es al ponernos nuestras gafas darwinianas cuando vemos el carácter desconcertante de estas conductas.

Los humanos, en grupos, son igualmente pródigos en sus modos de adoración. En la China antigua, se enterraba una buena parte del PIB junto con los muertos. Quienes visitan la tumba del primer emperador Qin se maravillan con los detalles de cada soldado de terracota, los carros completamente intactos y el asombroso espectáculo de todo un ejército dispuesto para proteger al emperador muerto. Rara vez, o nunca, surge la pregunta de por qué alguien construiría algo así para tamaño desperdicio. Recordemos: todo esto fue construido con un coste enorme y después se enterró sin más, junto con una inquietante cantidad de caballos y personas recién sacrificados. Y China no es un caso aparte. Pensemos en las pirámides egipcias o aztecas, los templos griegos o las catedrales cristianas. Podemos apostar que el edificio más grande, caro y lujoso de cualquier cultura premoderna está dedicado a finalidades religiosas.

Visto desde una perspectiva evolutiva, todo esto es muy estúpido. Si partimos, en cuanto científicos, de que los seres sobrenaturales a los que supuestamente sirve no existen, en realidad, la conducta religiosa es muy derrochadora y antiadaptativa. Puesto que no se cierne sobre ella ningún castigo sobrenatural, una persona que renuncia al dolor y al riesgo de atravesarse las mejillas con estacas de metal, que dedica su tiempo a actividades pragmáticas, en vez de rezar a un ser inexistente, y que disfruta de las proteínas y calorías dondequiera que las encuentre, debería tener más éxito y salud y, por tanto, procrear más descendientes que un creyente practicante. Puesto que ningún inexistente espíritu ancestral tiene el poder de castigar a los vivos, las culturas que invirtieron su trabajo en mejorar las murallas de las ciudades, construir canales de riego o entrenar a sus ejércitos en vez de erigir monumentos inútiles o enterrar ejércitos enteros de mentira deberían haber superado a los grupos religiosos. Y, sin embargo, no es esto lo que vemos en los registros históricos. A las culturas que sobreviven, se expanden y engullen a otras les suele gustar el despilfarro y el sacrificio de seres humanos en proporciones grotescas. Como científicos, sólo podemos concluir que deben de estar influyendo otras fuerzas adaptativas, como la necesidad de la identidad de grupo o la cohesión social.48

El consumo de intoxicantes debería desconcertarnos tanto como la religión, y se presta de manera similar a un análisis científico como es debido. Sin embargo, como ocurre con las creencias y prácticas religiosas, la ubicuidad de la intoxicación humana eclipsa el misterio de su existencia. Sólo cuando analizamos el consumo de intoxicantes desde la perspectiva del pensamiento evolutivo, se manifiesta con nitidez el verdadero y extraño carácter del fenómeno. Dados los costes sociales del alcohol y otros intoxicantes químicos —maltrato doméstico, broncas de borrachos, recursos desperdiciados, resacas e inútiles soldados y trabajadores—, ¿por qué la producción y el consumo de alcohol y otras sustancias similares mantuvieron su centralidad en la vida social humana? Como es bien sabido, George Washington venció a una fuerza muy superior de mercenarios hessianos porque éstos quedaban indispuestos tras sus juergas con alcohol. Sin embargo, no dejó de insistir en que los beneficios de un alto consumo de alcohol para las organizaciones militares estaban universalmente reconocidos y que no se debían poner en tela de juicio, y aconsejó al Congreso que creara destilerías públicas para asegurar los suministros de ron al nuevo ejército de Estados Unidos.49 A pesar de este extraño compromiso con el veneno líquido, a Estados Unidos y a su ejército les ha ido al final bastante bien.

Igual de sorprendente es el papel central que la producción y el consumo de intoxicantes desempeña en la vida cultural, desde la Antigüedad a los tiempos modernos. En todo el mundo, allá donde encuentres personas, verás que gastan una descabellada cantidad de tiempo, riqueza y esfuerzo con el único fin de colocarse. Se calcula que, en la antigua Sumeria, la producción de cerveza —un pilar del ritual y la vida cotidiana— se tragaba casi la mitad de la producción total de cereales.50 Buena parte de la mano de obra organizada del Imperio inca se destinó a la producción y distribución de chicha, el intoxicante derivado del maíz.51 Incluso los muertos de la Antigüedad estaban obsesionados con encurdarse. Es difícil encontrar una cultura que no despachara a sus muertos con copiosas cantidades de alcohol, cannabis u otros intoxicantes. Las tumbas chinas de la dinastía Shang estaban repletas de sofisticadas vasijas de vino de todas las formas y tamaños, de cerámica y de bronce.52 Esto representaba una inversión cultural que hoy equivaldría a enterrar varios SUV Mercedes nuevos con los maleteros llenos de Borgoña de reserva. Las élites del Egipto antiguo —los primeros esnobs del vino del mundo— eran enterradas en unas tumbas llenas de tinajas donde se señalaba cuidadosamente la añada, la calidad y el nombre del productor de su contenido.53 Debido a su centralidad en la vida humana, el poder económico y político se ha basado a menudo en la capacidad de producir o suministrar intoxicantes. El monopolio del emperador inca sobre la producción de la chicha simbolizaba y reforzaba su dominio político. Al principio del período colonial en Australia, el poder dependía hasta tal punto del control y la distribución del ron que el primer edificio de Nueva Gales del Sur fue un «depósito seguro donde guardar las bebidas espirituosas», donde se protegía el precioso líquido importado, que allí también hacía las veces de principal moneda de cambio.54

El maridaje de la civilización y la fermentación ha sido, por tanto, un tema recurrente en la historia de la humanidad. En nuestros mitos más antiguos se equipara beber con ser humanos en toda regla. Como hemos visto, en la mitología sumeria se presenta el placer generado por la cerveza como la clave para transformar al animalesco Enkidu en un ser humano. En la mitología egipcia, Ra, el dios supremo, enfadado por algo que la gente había hecho, ordena a Hathor, la feroz diosa con cabeza de león, que destruya por completo a la humanidad. Después de que ella proceda alegremente a arrasarlo todo, Ra se compadece de los seres humanos y decide suspender la orden, pero Hathor lo desoye. Ra sólo consigue que se retire tras engañarla para que bebiera de un lago de cerveza, teñido de rojo para asemejar la sangre humana. Ella se emborracha y se queda dormida. Y así es como la cerveza «salvó a la humanidad», observa Mark Forsyth.55

También se puede seguir el rastro de la expansión de las culturas por el olor del alcohol. Al referirse a los asentamientos en el viejo Oeste estadounidense, Mark Twain calificó el whisky de «primer pionero de la civilización», por delante del ferrocarril, el periódico y los misioneros.56 Con mucho, los artefactos más avanzados tecnológicamente y valiosos que se encontraban en los primeros asentamientos europeos del Nuevo Mundo eran los alambiques de cobre, importados a un gran coste y cuyo valor superaba su peso en oro.57 Como ha explicado Michael Pollan, Johnny Appleseed —al que la mitología estadounidense presenta hoy como si su intención fuese obsequiar a los hambrientos colonos con unas sanas manzanas llenas de vitaminas— era en realidad el «Dionisio americano» que llevaba un muy necesitado alcohol al viejo Oeste. Las manzanas de Johnny, muy demandadas por los colonos estadounidenses, no estaban destinadas a la mesa, sino a la producción de sidra y applejack (aguardiente de manzana).58

La centralidad de la embriaguez continúa hasta hoy en día. En un hogar tradicional de los Andes sudamericanos, por ejemplo, siguen destacando los diversos cacharros necesarios para obtener chicha del maíz, un proceso que requiere varios días y cuyo producto se estropea enseguida59 (y con eso ya está todo dicho sobre la teoría de la conservación).60 Una mujer andina dedica buena parte de la jornada laboral a mantener las provisiones; lo mismo ocurre con la cerveza de mijo en África, cuya producción define los roles de género y rige los ritmos agrícolas y domésticos.61 En las culturas de la kava de Oceanía, la producción de ese tubérculo intoxicante monopoliza una inmensa parte de la tierra arable y del trabajo agrícola, y su consumo domina los actos sociales y rituales.62 En lo que respecta a las economías de mercado, los hogares contemporáneos de todo el mundo declaran oficialmente un gasto en alcohol y cigarrillos de al menos un tercio de lo que invierten en comida; en algunos países (Irlanda, República Checa), esta proporción crece hasta la mitad o más.63 Dada la prevalencia de los mercados negros y los datos que no se declaran, el gasto real podría ser bastante mayor. Esto debería dejarnos atónitos. Es mucho dinero para estar gastándolo en un error evolutivo.

Además, si de errores se trata, éste tiene muchos costes personales y sociales, y también es económicamente caro. En Oceanía, el consumo de kava tiene amplias consecuencias negativas para la salud, desde resacas y dermatitis a graves daños hepáticos. El alcohol es peor. Un instituto de investigación canadiense calculó que, en 2014, el coste económico anual del alcohol —incluidos sus efectos sobre la salud y el orden público y la productividad económica— fue de 14.600 millones de dólares, que no es poco para un país del tamaño de Canadá. Ese cómputo incluye 14.800 muertes, 87.900 hospitalizaciones y 139.000 años de vida productiva perdidos.64 Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés) calculan que, entre 2006 y 2010, el abuso del alcohol provocó 8.000 muertes anuales, 2,5 millones de años potenciales de vida perdidos y daños económicos por valor de 249.000 dólares. En 2018, en un artículo de la revista médica británica The Lancet que gozó de mucha difusión, se concluía que el consumo de alcohol se sitúa entre los factores de riesgo más graves para la salud humana en todo el mundo, y se ha relacionado con casi el 10 por ciento de las muertes de personas de entre 15 y 49 años a nivel mundial. «Es necesario revisar la consideración generalizada de los beneficios para la salud del alcohol, sobre todo cuando unos métodos mejores y los análisis siguen demostrando lo mucho que contribuye el alcohol a las muertes y discapacidades a nivel mundial. Nuestros resultados muestran que el nivel de bebida más seguro es ninguno», era su conclusión.65

Dados los peligros del consumo de intoxicantes, deberíamos solidarizarnos con la aflicción y confusión del Casio de Shakespeare: fue despedido por un enojado Otelo a causa de su embriaguez, después de que el taimado Yago lo engatusara para que bebiera más de la cuenta:

Ah, tú, invisible espíritu del vino,

si no tienes nombre con que ser conocido,

te llamaremos diablo. [...]

¡Ah, Dios, que los hombres se metan un enemigo

en la boca que les robe los sesos!

¡Que nos transformemos en bestias

con gozo y alegría, fiesta y aplauso!66

¿Por qué envenenamos voluntariamente nuestro cerebro? Que sigamos haciéndolo de forma tan activa y entusiasta nos transforma en bestias, a pesar de todos los costes que conlleva, y es un misterio aún más sorprendente a la luz del tipo de criaturas que de verdad somos. A esas otras cosas que subvierten nuestro cerebro —la pornografía y la comida basura— se les da rienda suelta porque los seres humanos, hasta la fecha, no tenemos preparadas unas defensas contra ellas. El caso de los intoxicantes es distinto. A diferencia de otras especies, los humanos tienen defensas genéticas y culturales contra este «enemigo en la boca» que «les roba los sesos». Merece la pena considerarlos con cierto detalle.

Un misterio genético: somos simios
hechos para drogarnos

Muchos animales se emborrachan por accidente. Desde las moscas de la fruta y las aves a los monos y los murciélagos, a muchos animales les atrae el alcohol, y a menudo para su grave perjuicio.67 Por ejemplo, en mi familia se cuenta que unos parientes míos de Bolonia tenían como mascota ilegal un lémur que se volvió adicto al alcohol desinfectante; una de ellos era comadrona y tenía grandes cantidades en casa. Un día, la desgraciada criatura se metió en una bolsa llena de hisopos empapados en alcohol, se agarró una curda y se cayó por el balcón del apartamento, en un último piso. Hay historias parecidas de aves borrachas que se rompen el cuello al estrellarse contra ventanas o que se echan una siesta en jardines vigilados por gatos. Tal vez las historias más dramáticas sean las de los elefantes borrachos que corren enloquecidos y pisotean y destruyen todo a su paso.

Tampoco es extraño oír hablar de personas que corren la misma suerte que el lémur boloñés. Sin duda, ha caído muerto más de un Homo sapiens. Sin embargo, es importante entender que nosotros no estamos limitados, como sí lo están otros animales, a las incursiones ocasionales en hisopos empapados en alcohol. De hecho, las dosis concentradas de alcohol nos deben a nosotros su existencia.68 Y, hasta ahora, que yo sepa, las comadronas boloñesas nunca han sentido la tentación de emborracharse con alcohol desinfectante. Ellas, como todo su entorno, están rodeadas de cantidades de alcohol ilimitadas, en múltiples formas y diversos grados de exquisitez. Dado ese acceso, debería sorprendernos que sean tan pocas las personas que se caen por el balcón de sus apartamentos boloñeses y se maten. Por la exquisitez y potencia de los vinos tintos de la región, lo esperable sería una lluvia constante de cadáveres amontonándose en los patios de toda la provincia, sin hablar de la excelente grappa. Sin embargo, que yo sepa, la de este desafortunado lémur es la única caída mortal relacionada con el alcohol de la que se tiene constancia en Bolonia, al menos en ese edificio de apartamentos. Imaginemos un mundo habitado por miles de millones de lémures o elefantes con pulgares oponibles, un cerebro grande, tecnología y un suministro interminable de bebidas alcohólicas de alta graduación: el caos y las matanzas serían de tal magnitud que sólo pensar en ello produce escalofríos; pero no vivimos en ese mundo.

Esto se debe en parte a que nuestro particular linaje de simios parece estar adaptado genéticamente al procesamiento del alcohol y su rápida eliminación del cuerpo. Las alcohol-deshidrogenasas (ADH) —que producen muchos animales, sobre todo los que se alimentan en gran medida de fruta— son una clase de enzimas ligadas al procesamiento del etanol, la molécula del alcohol. Un pequeño conjunto de primates, entre ellos los humanos, posee una variante superpotenciada de las ADH, llamada ADH4. En los animales que la poseen, esta enzima es la primera línea de defensa contra el alcohol, ya que descompone rápidamente el etanol en sustancias químicas que el cuerpo pueda utilizar enseguida o eliminar. Una teoría sostiene que esta variante de enzima brindó una ventaja evolutiva crucial al antepasado africano de los simios modernos (gorilas, chimpancés y humanos). Este simio ancestral había dejado de vivir en los árboles para buscar su alimento en el suelo, posiblemente como reacción a la competencia de los monos. La ADH4 le permitió hacer uso de una nueva y valiosa fuente de alimento: la fruta caída y muy madura.69 Esto pone en entredicho cualquier versión demasiado simplista de la teoría del pirateo sobre el consumo de intoxicantes.

El antropólogo evolutivo Ed Hagen y su equipo70 han mostrado asimismo que, en lo que respecta a las drogas recreativas de origen vegetal, como el cannabis o los alucinógenos, la teoría del pirateo pierde fuerza ante los indicios de que los seres humanos se han adaptado biológicamente a consumirlas.

Pensemos en el cannabis, por ejemplo. El THC, el componente del cannabis que produce el colocón, es en realidad una neurotoxina amarga que la planta produce para evitar que se la coman. Todas las drogas vegetales, incluidas la cafeína, la nicotina y la cocaína, son amargas por una razón. Su sabor astringente es un mensaje para los herbívoros: atrás, si te comes esto, te dolerá la tripa o te afectará a la cabeza o probablemente ambas cosas. La mayoría de los herbívoros son prudentes y evitan este tipo de vegetales. Sin embargo, los que son especialmente tenaces —o que les gusta demasiado la coca— desarrollan medidas defensivas y evolucionan para producir encimas que desintoxiquen los intoxicantes. Es significativo que los humanos parezcan haber heredado estas antiguas defensas de los mamíferos ante las toxinas vegetales, lo que hace pensar que las drogas derivadas de ellas, como el alcohol, no son un nuevo flagelo evolutivo, sino más bien un viejo amigo.71

Otra forma de decirlo es que somos animales hechos para drogarnos. Esto hace menos plausible la teoría del pirateo y sugiere que el alcohol y otros intoxicantes han sido, desde hace mucho tiempo, parte del entorno adaptativo en el que hemos evolucionado, en vez de una amenaza reciente e imprevista. Aun así, siguen quedando sobre la mesa las teorías de la resaca. Puede que estemos biológicamente preadaptados a tolerar los niveles de alcohol presentes en la fruta pasada, relativamente bajos, o a procesar las toxinas de la hoja de coca, pero esto también nos deja indefensos una vez que el desarrollo de la agricultura, las sociedades a gran escala, la tecnología y el comercio ponen a nuestra disposición potentes vinos, cervezas y licores destilados, o nos tientan con la cocaína refinada o variantes de cannabis con un nivel muy alto de THC. Los antiguos escitas, a pesar de ser unos temibles guerreros, se habrían visto reducidos a tontos de baba de haber tenido acceso a la Maui Wowie o la Bubba Kush que puedo comprar en el dispensario de cannabis de mi barrio. Las teorías de la resaca admiten ciertas adaptaciones antiguas a los intoxicantes, que compartimos con otras especies, pero asumen que los únicos cambios experimentados por el Homo sapiens en los últimos nueve mil años —y que nos catapultaron desde la vida de cazadores-recolectores a pequeña escala a la de urbanitas globalizados— se produjeron demasiado rápido para que la evolución genética igualara su ritmo.

Este supuesto no es muy cauteloso. Es común pensar que la evolución genética tarda mucho en actuar y que sólo produce adaptaciones en escalas temporales del orden de cientos o miles de millones de años. Dado que los humanos sólo llevan entre ocho mil y diez mil años viviendo en grandes sociedades, esto significaría que no hemos cambiado genéticamente desde que éramos cazadores-recolectores en las llanuras africanas del Pleistoceno. Otra creencia común es que, desde el surgimiento de las grandes sociedades y el invento de la agricultura, los humanos se han desecho de los grilletes de los peligros cotidianos para la supervivencia y, por tanto, se liberaron de las presiones de la evolución genética.

Ninguna de estas creencias es cierta. Por ejemplo, personas de culturas que criaban ganado se adaptaron genéticamente, en algún momento en los últimos ocho mil años, a la digestión de la leche en la edad adulta. La meseta del Tíbet, con una elevación media de 4.500 metros, es un entorno increíblemente hostil. Sin embargo, entre doce mil y ocho mil años atrás, sus habitantes empezaron a desarrollar adaptaciones genéticas que los protegían de los bajos niveles de oxígeno que hay allí. Asimismo, los pescadores del Sudeste Asiático que tienen que bucear en el mar para obtener su alimento han desarrollado a lo largo de los últimos dos mil años la capacidad de aguantar la respiración mucho tiempo.72 Así que han pasado muchos años desde el surgimiento de la agricultura para que evolucionaran las adaptaciones contra el abuso del alcohol. Si las teorías de la resaca sobre el consumo humano de intoxicantes fuesen ciertas, lo esperable sería que la evolución genética trabajase horas extra para eliminar nuestro gusto por drogarnos. También cabría esperar que cualquier población humana que hubiese desarrollado una defensa contra este «enemigo en la boca» prosperara mucho y, en consecuencia, los correspondientes genes se propagaran rápidamente a cualquier región del mundo donde hubiese una disponibilidad de intoxicantes muy potentes.

Por supuesto, la evolución genética puede ser a veces bastante estúpida, como atestiguan las alternativas de la masturbación y la comida basura. También hay muchos problemas con los que la evolución, simplemente, no puede ayudarnos. Pensemos en la columna vertebral humana. Es un diseño terrible para un organismo vertical y bípedo, y por eso hay tantas personas aquejadas de lumbalgia. Sin embargo, la evolución no tiene el lujo de diseñar desde cero. Tiene que hacer lo mejor que puede con lo que se le ha dado, un esquema corporal diseñado para trepar y vivir en los árboles, modificado y parcheado gradualmente hasta que pudiera caminar erguido.73 La selección natural no puede echar un vistazo antes de doblar una esquina, ni ver más allá de los valles adaptativos, y a menudo se queda atrapada en los surcos de los caminos evolutivos elegidos en un principio por razones que desde hace mucho tiempo son irrelevantes. Es teóricamente posible, pues, que nuestro gusto por el alcohol sea como nuestras doloridas lumbares: un desafortunado ejemplo de cómo la evolución genética está tan constreñida por decisiones previas que, a todos los efectos, tiene las manos atadas. Los biólogos evolutivos llaman a esto «dependencia del camino». También sucede que la selección no puede actuar sobre una mutación que no existe. Así, quizá sea biológicamente posible una cura para nuestro gusto por la intoxicación y la ruleta de la mutación genética aún no se haya detenido en ella. Esto sería un simple problema de disponibilidad.

Al menos en lo que respecta a nuestro gusto por el alcohol, se pueden descartar tanto la dependencia del camino como los problemas de disponibilidad. Esto se debe a que ya existe una magnífica solución a este supuesto error evolutivo, a este parásito de la mente humana, en el acervo génico humano, y desde hace muchísimo tiempo.

Hemos hablado de la enzima ADH, la primera línea de defensa del cuerpo contra venenos como el alcohol. La ADH toma la molécula del etanol, C2H6O, y la despoja de un par de átomos de hidrógeno (de ahí su nombre, «alcohol deshidrogenasa»). La molécula resultante, C2H4O, o acetaldehído, sigue siendo bastante tóxica y, desde luego, no te conviene tenerla flotando por ahí en el cuerpo. Aquí es donde se hace cargo una segunda enzima hepática, las aldehído deshidrogenasas (ALDH). Mediante un proceso de oxidación —que consiste en añadir un átomo de oxígeno extraído de una molécula de agua al pasar—, convierte el acetaldehído en ácido acético, una sustancia química mucho menos peligrosa, y que se puede convertir con facilidad en agua y dióxido de carbono y ser eliminada del cuerpo (figura 1.2).

Figura 1.2. Conversión que realizan las ADH y ALDH
del etanol en acetaldehído y luego en ácido acético

Las cosas se ponen feas cuando este segundo paso se retrasa. Si la ADH está convirtiendo alegremente alcohol en acetaldehído, pero la ALDH vaguea en su trabajo, el acetaldehído empieza a acumularse en el cuerpo. Esto es malo. El cuerpo indica su desagrado y su alarma en forma de rubor en la cara, urticaria, náuseas, palpitaciones y dificultad para respirar. El mensaje para nosotros es: sea lo que sea lo que estés haciendo, para ahora mismo. El peor de los casos sería que la ADH hiciese muy bien su trabajo y produjera montones y montones de acetaldehído, pero que la ALDH rindiese mucho peor de lo normal y dejara que esa sustancia tóxica se acumulara y empezara a extenderse por todas partes, como un desventurado Charles Chaplin en la cadena de montaje. Sorprendentemente —teniendo en cuenta que no existe un vínculo directo entre los genes que co­difican para estas dos enzimas—, esta extraña pareja de ADH supereficiente y ALDH terriblemente vaga está presente en algunas poblaciones humanas. Es más común en los asiáticos orientales, y por eso a veces se llama «síndrome del rubor asiático» a la afección que provoca. Al parecer, también evolucionó de forma independiente en algunas partes de Oriente Próximo y Europa.

El cuerpo no es estúpido. Los síntomas producidos por el exceso de acetaldehído son tan desagradables que las personas que los experimentan toman nota y aprenden enseguida a evitar meterse grandes cantidades de alcohol en el cuerpo. De hecho, la reacción del rubor hace el consumo de alcohol tan aversivo que se utiliza un fármaco capaz de inducirlo en personas genéticamente normales para tratar el alcoholismo.74 Los portadores del gen que codifica para esas variantes de enzimas, así como mutaciones funcionalmente análogas que se encuentran en partes concentradas de poblaciones no asiáticas, se han librado, en efecto, del deseo de beber alcohol. Pueden beber con moderación, así que disfrutan de cualesquiera beneficios que brinde el consumo moderado de alcohol: tratamiento antimicrobiano, oligoelementos y vitaminas y calorías, si escasean. Sin embargo, el dramático conjunto de síntomas desagradables que aparecen cuando beben más de lo que pueden manejar sus ineficientes enzimas ALDH significa que están protegidos de los excesos de las borracheras y del alcoholismo. Así que se pueden comer su pastel sin riesgo de acabar hundiendo la cara en él. ¡Qué solución tan estupenda para el problema de la resaca! Es como si hubiera un gen que hiciera poco atractiva la pornografía sin afectar al impulso del sexo reproductivo, o que hiciera que los Twinkies supieran a cartón y el brócoli como la ambrosía más deliciosa. Qué gran golpe maestro genético.

Esta panacea genética para el problema del alcohol lleva mucho tiempo dando vueltas por el acervo génico humano, desde hace unos siete mil o diez mil años, en el este de Asia. Curiosamente, su distribución en el este de Asia parece seguir el rastro del surgimiento y la difusión de la agricultura basada en el arroz. Esto puede indicar una reacción a la repentina disponibilidad del vino de arroz,75 pero algunas teorías plantean que su función adaptativa original era la protección contra el envenenamiento por hongos.76 Los cazadores-recolectores comen verduras, frutas y carnes silvestres, y no son muy dados a almacenar alimentos. Sin embargo, una vez que cuentas con el cultivo del arroz, tienes grandes cantidades de granos que, si se guardan para más tarde en un entorno húmedo, son invadidos enseguida por los hongos. Aunque es desagradable experimentar altas concentraciones de acetaldehído en el cuerpo, también son muy eficaces para eliminar las infecciones por hongos. Por tanto, pudo ser que la reacción del rubor resultara rentable, por así decirlo, al permitir que los bebedores que lo experimentaban también consumieran arroz almacenado sin riesgos. Otros observan que la forma ineficiente de ALDH parece proteger contra la tuberculosis, y que pudo ser seleccionada por la evolución por el mayor riesgo de enfermedad una vez que las personas empezaron a vivir en grupos grandes y densos gracias a la agricultura.77 En cualquier caso —fungicida o medicina contra la tuberculosis—, el efecto protector de un alto nivel de acetaldehído contra el alcoholismo sería simplemente un grato efecto secundario.

Pero ¡qué gran efecto secundario! Si el consumo de alcohol fuese un mero accidente contraproducente de nuestra historia evolutiva, cabría esperar que los genes del «rubor asiático» se extendieran como la pólvora en cualquier lugar donde el consumo excesivo de alcohol fuese un problema potencial. En otras palabras: en casi todo el mundo civilizado. Dada la rapidez con que otras nuevas adaptaciones genéticas —como la tolerancia a la lactosa o el rendimiento en las grandes alturas— se han apoderado de las regiones donde son útiles, cualquiera capaz de leer este libro debería ruborizarse tras un par de copas.78

Es obvio que no es éste el caso. Los genes que producen esta reacción siguen confinados a una región relativamente pequeña del este de Asia, y ni siquiera son universales allí. El alcance de las versiones que evolucionaron de forma independiente en Oriente Próximo y Europa es igualmente limitado.

Cuando la evolución genética resuelve un problema grave, no tiene reparos en compartirlo. Que haya tan pocos beneficiarios de la «cura» milagrosa para nuestro gusto por emborracharnos hace muy cuestionable cualquier teoría del error evolutivo.

Un misterio cultural: la prohibición que
no se impone en el mundo entero

En 1921, un erudito islámico llamado Ahmad Ibn Fadlan fue enviado por el califa de Bagdad en una misión diplomática/religiosa a visitar a los bulgáricos del Volga. Acababan de convertirse al islam y vivían a las orillas del río Volga, en lo que hoy es Rusia, y, al parecer, el califa temía que hiciera falta pulir un poco sus conocimientos sobre su nueva religión.

En el camino, la embajada se encontró con un grupo de vikingos, e Ibn Fadlan se quedó impresionado con su estatura y su físico, pero le horrorizaron sus repugnantes hábitos personales, sus orgiásticas ceremonias fúnebres y su descontrol con la bebida. «Beben hidromiel hasta aturdirse, noche y día. A menudo, sucede que uno de ellos muere con la copa todavía en la mano», escribe.79

A los vikingos les iba mucho el alcohol. El nombre de su dios principal, Odín, significa «el extasiado» o «el borracho», y se decía que subsistía con nada más que vino. Mark Forsyth observa la importancia de esto: si bien muchas culturas tienen un dios del alcohol o de la borrachera, y así reconocen al alcohol algún papel en la sociedad, para los vikingos, el dios principal y el dios del alcohol son el mismo: «Eso es porque el alcohol y la embriaguez no necesitaban encontrar su lugar dentro de la sociedad vikinga, ya que eran la sociedad vikinga. El alcohol era la autoridad, el alcohol era la familia, la sabiduría, la poesía, el servicio militar y el destino».80

Esto tuvo sus inconvenientes como estrategia cultural. Al lado de los vikingos medievales, los chicos de las fraternidades modernas parecerían abuelitas tomando té de hierbas. Como apunta Iain Gately, el consumo excesivo de alcohol tuvo un papel tan central en su cultura que «una sorprendente cantidad de sus héroes y reyes murieron de accidentes relacionados con el alcohol»,81 desde ahogarse en enormes cubas de cerveza hasta ser masacrados por sus rivales mientras ellos se revolcaban presas del estupor alcoholizado. Unos guerreros que siempre iban bebidos y fuertemente armados también representaban una amenaza para los de su alrededor. El mayor elogio concedido al legendario héroe vikingo/anglosajón Beowulf fue que «jamás mataba a sus amigos mientras estaba borracho». Como observa Forsyth, «esto sin duda suponía una proeza, algo tan extraordinario como para mencionarlo en un poema».82 Además de estas desventajas, más dramáticas y violentas, la sociedad vikinga también tenía que soportar los enormes costes materiales de la producción de intoxicantes y las consecuencias para la salud a largo plazo de beber en exceso, como el cáncer y los daños hepáticos.

Los increíbles costes materiales del alcohol, las consecuencias para la salud y el desorden social han sido los principales argumentos de los activistas en contra de su consumo, de todas las tendencias y en todas las épocas. La literatura prohibicionista se remonta nada menos que a la China del segundo milenio a. C. Un poema del Libro de las odas, titulado «Cuando los invitados toman su asiento», da voz a un lamento que le resultará muy familiar a cualquiera que haya celebrado una cena y se haya alargado demasiado:

Cuando los invitados toman su asiento,

¡qué tranquilos están y qué decorosos son! [...]

Los que están borrachos se comportan mal;

los que no lo están sienten bochorno.

Una oda posterior advierte a los últimos reyes de la dinastía Shang, famosos por darle fuerte a la bebida: «El Cielo no os permitió daros el gusto del vino / y seguir caminos contrarios a la virtud».83 Los historiadores chinos tradicionales sostienen que fue precisamente su desmedida afición al alcohol y a las mujeres lo que condujo a la caída de la dinastía. Al reflexionar sobre su comportamiento, un miembro de la dinastía Zhou Occidental (1046-771 a. C.), sucesora de la Shang, se sintió inspirado para pronunciar un discurso titulado «Contra el vino» donde se lamentaba de su alcoholismo, su vicio sexual y el descuido de sus deberes rituales. En vez del aroma de las fragancias y las correspondientes ofrendas a los antepasados, en los últimos años de la dinastía Shang lo único elevado al cielo fueron «las quejas del pueblo y el nauseabundo hedor a alcohol de los funcionarios borrachos».84 El Cielo no estaba contento y encomendó a las gentes de Zhou la destrucción de los Shang.

A China le preocupa el alcohol desde entonces.85 En sus mitos, atribuían las políticas prohibicionistas a sus primeros reyes/sabios. Se cuenta que el legendario Yu, el supuesto fundador de la dinastía Xia (tradicionalmente datada en el período 2205-1766 a. C.), probó un poco de vino, se deleitó con su sabor y desterró de inmediato a la mujer que lo había preparado para él. El vino debía prohibirse, dijo al parecer, porque «algún día destruiría el reino de alguien».86 China también es responsable de los que probablemente sean los primeros intentos de prohibir por ley el alcohol como política pública. El discurso «Contra el vino» va un paso más allá del destierro, al declarar que cualquiera que fuera sorprendido bebiendo vino debía ser ejecutado. Se desconocen los orígenes de este documento, pero tenemos indicios de proclamaciones similares a partir de objetos de bronce que sin duda datan del período Zhou temprano,87 y hubo después otros gobernantes chinos que emitieron constantes edictos contra la bebida.88

La Grecia antigua mezcló el aprecio por la utilidad social de la bebida moderada con el desprecio por los borrachines y las rotundas advertencias contra los peligros de los excesos alcohólicos. Uno de los primeros dramaturgos pone varios consejos sobre las virtudes de la moderación y la sobriedad en boca del dios del vino, el mismísimo Dionisio:

Sólo tres cílicas [copas] propongo para los hombres sensatos: una para la salud, la segunda para el amor y el placer y la tercera para el sueño; cuando se han apurado éstas, los invitados prudentes se marchan a casa. La cuarta cílica ya no es mía, sino que pertenece a la soberbia; la quinta, al griterío; la sexta, a la jarana; la séptima, a los ojos amoratados; la octava, a los alguaciles; la novena, a la bilis, y la décima, a la locura y al destrozo del mobiliario.89

Más tarde, en Occidente, varias formas de cristianismo libraron una larga guerra contra la bebida, a veces bajo el término general de gula, uno de los siete pecados capitales. Hoy, tendemos a pensar en la gula en el sentido de comer demasiado, y claro que en el pecado entra comerse una chuleta de cerdo más de la cuenta. Sin embargo, beber en exceso no sólo figuraba tradicionalmente en las diatribas moralistas contra los vicios, sino que a menudo era su principal objeto de atención. «La lista de los posibles efectos del pecado de la gula incluía la locuacidad, el alborozo indecoroso, la pérdida de la razón, apostar en juegos de azar, pensamientos impuros y malas palabras», señala una estudiosa de los manuales de penitencia del siglo XV. «Estos vicios no parecían ser resultado de comer en exceso», apostilla con ironía.90 Un cruzado contra la bebida más reciente, William Booth, fundador del Ejército de Salvación, afirmó que «el problema con la bebida está en la raíz de todo. Nueve décimas partes de la pobreza, la miseria, los vicios y la delincuencia que tenemos brotan de esta venenosa raíz primaria. Muchos de nuestros males sociales, que ensombrecen la tierra como árboles upas, menguarían y morirían de no ser regados constantemente con aguardientes».91 Hoy vivimos en la feliz ignorancia del peligro que representan los árboles upas, autóctonos del Sudeste Asiático, y supuestamente tan venenosos que su mero olor podría matar, pero el mensaje queda claro. Beber es malo.

Dados los evidentes costes de la intoxicación, no sorprende que muchos líderes políticos vean la abstemia como el secreto para el éxito cultural. Por ejemplo, para Tomáš Masaryk, pensador checo de principios del siglo XX y primer presidente de Checoslovaquia, la abstemia era la clave de la liberación del pueblo checo. En unas declaraciones dirigidas a sus compatriotas, que bebían de lo lindo, afirmó que «una nación que bebe más sucumbirá sin duda a la más sobria. El futuro de cada nación, y en especial de una pequeña, depende de [...] que deje de beber».92

Cualquiera que haya estado en esa parte del mundo puede atestiguar que los checos no dejaron de beber. De hecho, aún conservan el honor de beber más per cápita que cualquier otra nacionalidad, y siempre ocupan los puestos más altos en consumo de alcohol general per cápita del mundo.93 Y, sin embargo, la República Checa, a pesar de su breve sometimiento a la URSS, igual de bebedora, no ha sido borrada del mapa. La prohibición tampoco despegó en China; las mismas tumbas de la dinastía Zhou que contienen trípodes de bronce donde se declara la muerte a quienes consuman alcohol también están llenas hasta los topes de caras y sofisticadas tinajas de vino, y nunca prosperó ningún intento de limitar el consumo de alcohol. Aun así, la cultura china ha tenido un largo recorrido. A los alcoholizados vikingos, a los que Ibn Fadlan despreciaba por considerarlos unos sucios borrachos, también les fue muy bien como grupo cultural. Dominaron y aterrorizaron grandes áreas de Europa, descubrieron y colonizaron Islandia, fueron los primeros europeos en llegar al Nuevo Mundo y acabaron engendrando a buena parte de los europeos del norte modernos. No parece que mantener una postura laxa respecto al alcohol ralentice mucho a los grupos culturales.

Esto es todavía más desconcertante que la no propagación del gen del rubor asiático en el mundo. Como entendió claramente Tomáš Masaryk, una cultura que se pasa noches enteras consumiendo neurotoxinas líquidas —creadas a expensas y en perjuicio de la producción de alimentos nutritivos— debería traducirse en una enorme desventaja respecto a grupos culturales que evitan por completo los intoxicantes.

Dichos grupos existen, y desde hace bastante tiempo. Tal vez el ejemplo más destacado es el mundo islámico, que engendró a Ibn Fadlan. La prohibición no fue una característica del período inicial del islam, pero, según un hadiz, o tradición popular, fue la consecuencia de una cena concreta donde los acompañantes de Mahoma se emborracharon demasiado para recitar correctamente sus oraciones. En cualquier caso, hacia finales de la era profética, en el 632 d. C., se estableció la prohibición total del alcohol como ley islámica. No se puede negar que, en el juego evolutivo cultural, al islam le ha ido muy bien. Desde sus orígenes entre las tribus nómadas de la península arábiga, el islam se ha convertido en una de las grandes religiones del mundo y domina vastas franjas del continente euroasiático y el sur y el sudeste de Asia. No obstante, el islam sigue teniendo que codearse con religiones abiertas al alcohol, como el cristianismo o el confucianismo —por no hablar de los vikingos—, cuando las teorías del pirateo y de la resaca le atribuirían una ventaja decisiva en el juego evolutivo cultural.

Para mayor desdoro de cualquier teoría no adaptativa del consumo de intoxicantes, la situación con respecto al islam es en la práctica mucho más complicada de lo que querría la teología. En primer lugar, se suele interpretar que la prohibición del jamr (o intoxicantes) sólo afecta a las bebidas alcohólicas, o incluso sólo al alcohol fermentado a partir de uvas o dátiles, y a ningún otro intoxicante. El más destacado de estos intoxicantes alternativos es el cannabis, y, por lo general, el hachís. Los sufíes un tanto herejes eran especialmente aficionados a él, pero también era muy tolerado por la población general.94 Además, a pesar de la prohibición teológica, las culturas islámicas han variado históricamente en su rigurosidad a la hora de hacer cumplir la prohibición del alcohol. En la mayoría de las culturas islámicas, se ha permitido el consumo del alcohol en los domicilios particulares, sobre todo entre las élites, y en algunos lugares y momentos incluso ha tenido un destacado papel en la vida pública. Como observa un historiador, «a lo largo de la historia, los gobernantes musulmanes y sus cortesanos han consumido alcohol, a menudo en grandes cantidades y a veces a la vista del público; los ejemplos de musulmanes corrientes que se saltan la prohibición del alcohol de su religión son demasiado numerosos para contarlos [...]. La proscripción islámica del alcohol fue un proceso gradual, casi a regañadientes, que se manifiesta como algo relativo, a pesar de su aparente carácter absoluto, con resquicios que permiten los subterfugios y dejando abierta la posibilidad de que a uno lo absuelvan de su culpa».95 Merece la pena señalar que el mundo islámico nos ha dado la palabra alcohol (del árabe al-kohl) y los primeros relatos sobre su destilación, así como parte de nuestra mejor poesía sobre el vino. El célebre Hafez de Shiraz, poeta del siglo XIV, llegó a afirmar que beber vino era la esencia misma de ser humanos: «El vino ha corrido por mis venas como la sangre. / Aprende a ser disoluto, sé amable: esto es mucho mejor / que ser una bestia que no quiere beber vino y no puede convertirse en hombre».96 Si la prohibición del alcohol fuese una killer app de la evolución cultural, cabría esperar que su implantación fuese más estricta.

Otra cultura abstemia que vale la pena mencionar es la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, coloquialmente conocida como los mormones. Al igual que Mahoma, Joseph Smith, fundador del mormonismo, llegó un poquito tarde al juego prohibicionista. El Libro de Mormón comparte el punto de vista general del cristianismo sobre el vino como una sustancia sacramental, y presenta la intoxicación, al menos leve, como un genuino placer aprobado por Dios. En sus inicios, la Iglesia mormona empleaba el vino en las reuniones religiosas, e incluso mezclaba los banquetes y bailes regados con alcohol en el propio templo. No fue hasta la revelación de Joseph Smith de 1833, llamada «Palabra de Sabiduría», cuando se les dijo a los mormones que Dios no quería que consumieran alcohol, bebidas con cafeína o tabaco. Se suprimió entonces el consumo del alcohol, pero poco a poco. La abstemia no se convirtió en doctrina oficial de la iglesia hasta 1951.97 Es justo decir, no obstante, que la actual Iglesia mormona ha adoptado la prohibición con un impresionante fervor.

Los mormones, por tanto, parecen tomarse en serio que se eliminen de nuestra vida las sustancias que nos piratean la mente, lo que a su vez debería procurarles una enorme ventaja frente a otros grupos. Y la historia de la religión mormona es, de hecho, la de un considerable éxito. Aunque en los últimos años su tasa de crecimiento se ha ralentizado un poco, sigue superando el ritmo de crecimiento de la población general, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de las religiones.

Sin embargo, el fervor y la exhaustividad de la guerra de la Iglesia mormona contra los psicoactivos debería darnos una pista sobre su función real. La mezcla mormona de la prohibición de la Coca-Cola y el café con la del alcohol tiene poco sentido si lo que pretende es atajar el coste de la intoxicación. A diferencia del alcohol y otras drogas intoxicantes, parecería que la cafeína tiene sólo beneficios positivos para la fe individual y el éxito del grupo. La leyenda dice que el té surgió entre los monjes budistas en Asia —por lo demás abstemios— para ayudarlos a mantener largos períodos de meditación, y, sin café y nicotina, es difícil saber cuántos miembros de Alcohólicos Anónimos serían capaces de aguantar una reunión. De hecho, podría decirse que la vida moderna se detendría de pronto sin cigarrillos, café y té.

Como ha sostenido el historiador de la religión estadounidense Robert Fuller, la prohibición mormona de las sustancias psicoactivas parece apuntar menos al problema específico del alcohol y más a «una estrategia para acentuar la diferencia respecto a otros grupos religiosos».98 Se han aducido argumentos similares sobre la abstemia islámica, que pudo servir en su origen para distinguir al mundo musulmán temprano de las culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo a su alrededor, aficionadas al vino.99 La prohibición es una drástica declaración cultural, que sirve como eficaz demarcador del grupo, y un costoso alarde que inspira lealtad. En el caso de la Iglesia mormona, su capacidad para distinguirse de otros mediante la abstemia se ha combinado con otras creativas e impresionantes prácticas, como exigir una misión de dos años a todos los devotos varones y permitir el bautismo por poderes para antepasados fallecidos mucho tiempo atrás. Es probable que, más que la prohibición del alcohol, sea este conjunto de innovaciones evolutivas culturales lo que explique el relativo éxito de la religión mormona.

Para resumir, si la intoxicación tuviese efectos negativos generales sobre los grupos culturales, esperaríamos que las normas contra ella fuesen universales, sobre todo si tenemos en cuenta que la evolución cultural avanza mucho más rápido que la genética. Sin embargo, si las prohibiciones del alcohol van camino de dominar el mundo, desde luego se están tomando su tiempo. ¿Cómo explicamos el fracaso de la prohibición en la China antigua o Estados Unidos, y que siga existiendo Francia, por ejemplo? Los grupos que han prohibido oficialmente los intoxicantes químicos a menudo hacen la vista gorda al consumo privado o miran a otro lado cuando las élites lo hacen en público. Muchos que se toman más en serio prohibir la intoxicación, como los pentecostales o los sufíes, sustituyen los placeres de la bebida con alguna forma de éxtasis no químico, como el don de lenguas o la danza extática. Todo esto sugiere que la intoxicación está desempeñando una función crucial en nuestra sociedad. Esto la hizo resistir a los intentos de eliminación mediante decreto cultural y creó un vacío que llenar en los raros casos donde sí se ha hecho desaparecer del todo.

¿Pepinillos para los antepasados?

Nuestros primeros registros escritos de la China antigua, los llamados «huesos oraculares», que se remontan a la dinastía Shang, nos permiten hacernos una idea de la vida ritual y religiosa en la China primitiva. El jiu (, «vino») —término genérico para referirse a una cerveza derivada del mijo, pero también a bebidas de uvas silvestres y otras frutas— ocupa un lugar destacado y orgulloso en los sacrificios rituales sagrados. De hecho, el historiador religioso Poo Mu-chou observa que, a pesar de que también se quemaban y ofrendaban distintos alimentos a los dioses y antepasados, el vino era tan central que su uso era sinónimo de la propia ceremonia, y el carácter que se refiere a la ofrenda ritual (dian, ) parece representar una jarra de vino colocada en un soporte.100 En un poema del Libro de los cantos, quizá el más antiguo de los documentos chinos que tenemos, se describe un antiguo ritual Zhou celebrado con ocasión de una abundante cosecha:

Hacemos vino y licor dulce

como ofrendas a los espíritus ancestrales de la tierra y los granos

junto con otros objetos de sacrificio,

para traer bendiciones para todos.101

La ceremonia se centra en el «vino y licor dulce», que parecen ser del especial gusto de los espíritus ancestrales. También se hacen otras ofrendas, presumiblemente alimentos, pero es difícil saberlo: sólo se nos habla de la bebida y, después, ya se sabe: bla-bla-bla y otras cosas. Esto es típico de la China primitiva, donde las celebraciones rituales y los sacrificios a los espíritus se centraban exclusivamente en la ofrenda de bebidas alcohólicas.102

La cultura china no es un caso atípico, en este aspecto. En todos los lugares y épocas, el alcohol y otros intoxicantes —kava, cannabis, setas mágicas, tabaco mezclado con alucinógenos— tienden a ser la ofrenda principal en los sacrificios a los antepasados y los dioses, así como el centro de los rituales comunitarios, tanto los cotidianos como los formales. Los artefactos más espectaculares en las tumbas de las élites de la Edad de Hierro en Europa eran unos enormes recipientes para beber,103 y los antepasados egipcios exigían ofrendas de vino a sus descendientes. En la cena de Séder, se deja una copa para Elías; al parecer, le decepcionaría llegar y encontrarse sólo un seco pedazo de matzá en su asiento. Como señala Griffith Edwards, autor de Alcohol: su ambigua seducción social, los brindis sociales siempre se hacen con bebidas alcohólicas, y parte de su efecto parece derivar de su esencia embriagadora: «Con “¡A tu salud!” tenemos el ejemplo más cotidiano y generalizado de bebida ritual, con un toque de magia». Además, observa que «la necesidad del alcohol para este ritual es una presuposición muy antigua y extendida», y cita al periodista y escritor victoriano Edward Spencer Mott: «¿Que expresemos nuestra alegría y gratitud sinceras porque nos reine una gran reina brindando con agua con gas sin burbujas? ¡Prohíbase tal acto!».104

Todo esto debería provocarnos más desconcierto. Los banquetes y rituales religiosos centrados en el kimchi y el yogur nos proporcionarían todos los beneficios del alcohol planteados, sin ninguno de los costes. Los espíritus estarían perfectamente felices con unos buenos y nutritivos pepinillos, en vez de una bebida venenosa y amarga. Sin embargo, ninguna cultura del planeta ofrece pepinillos a los antepasados, y el mundo no ha visto aún el auge de una supercivilización abstemia basada en el kimchi. Esto es una convincente señal de que el alcohol tiene algo especial y de que su función intoxicante va más allá de lo que somos conscientes.

¿Cuál podría ser esta función? No podemos responder esta pregunta sin conocer los problemas para los cuales la intoxicación representa una solución. Los humanos son el único animal que se emborracha adrede y metódicamente. También somos muy atípicos en muchos otros aspectos. Como veremos en el siguiente capítulo, los que vivimos en civilizaciones basadas en la agricultura somos aún más extraños. Con el fin de desentrañar el misterio evolutivo de nuestro gusto por la intoxicación, hemos de comprender las dificultades que sólo afrontan los seres humanos, simios egoístas que se comportan, al menos en apariencia, como insectos sociales altruistas.