(1967)*
Es sabido que En busca del tiempo perdido es la historia de una escritura. Quizá no esté de más recordarla para captar mejor la forma en que llegó a su desenlace, ya que este desenlace es, en definitiva, lo que permite al escritor escribir.
El nacimiento de un libro, que no conoceremos, pero cuyo anuncio es el propio libro de Proust, se desarrolla como un drama en tres actos. En el primer acto tenemos la voluntad de escribir: el joven narrador percibe en su interior esta voluntad a través del placer erótico que le procuran las frases de Bergotte y el júbilo que siente al describir los campanarios de Martinville. El segundo acto, muy largo, pues ocupa la mayor parte de En busca del tiempo perdido, trata de la impotencia del escritor. Esta impotencia se articula a su vez en tres escenas, o, si preferimos decirlo así, tres desazones: primero Norpois transmite al joven narrador una imagen desalentadora de la literatura, una imagen ridícula que ni siquiera tendría el talento de convertir en realidad escrita; mucho más tarde, una segunda imagen lo deprime todavía más: un pasaje que descubre en el Diario de los Goncourt, tan prestigioso como irrisorio, le confirma, por comparación, su impotencia para transformar la sensación en anotación; finalmente, más grave todavía, porque ya no se trata de su talento sino de su sensibilidad misma, un último incidente lo disuade definitivamente de la escritura: al ver desde el tren que lo lleva de vuelta a París tras una larga enfermedad tres árboles en el campo, el narrador solo siente indiferencia ante su belleza, y de ello concluye que no escribirá jamás. Tristemente liberado de toda obligación ante un deseo que se ve decididamente incapaz de hacer realidad, acepta dedicarse a la vida social frívola y asistir a una matiné de la duquesa de Guermantes. Aquí es cuando, con un giro propiamente dramático, tras llegar al fondo mismo de la renuncia, el narrador recuperará, disponible y a su alcance, el poder de la escritura. Este tercer acto ocupa El tiempo recobrado en su totalidad y también tiene tres episodios. El primero son tres iluminaciones sucesivas: tres reminiscencias (San Marcos, los árboles del tren, Balbec) surgidas de tres incidentes insignificantes cuando está llegando a la mansión de Guermantes (los adoquines desiguales del patio, el ruido de una cucharilla, la servilleta almidonada que le tiende un criado); estas reminiscencias son momentos de felicidad que ahora necesita comprender, si desea conservarlos o al menos poder traerlos a su memoria a voluntad. En un segundo episodio, que constituye el meollo de la teoría proustiana de la literatura, el narrador explora de forma sistemática los signos que ha recibido e intenta comprender en un único impulso el mundo y el Libro, el Libro como mundo y el mundo como Libro. Un último suspense retrasa el poder de escribir: al encontrar frente a él a invitados que no veía desde hacía tiempo, el narrador percibe con estupor que han envejecido; el Tiempo, que le ha devuelto la escritura, podría arrebatársela en ese mismo momento: ¿vivirá lo suficiente para escribir su obra? Sí, si acepta retirarse del mundo y perder su vida social para salvar su vida de escritor.
La historia que relata el narrador tiene todos los elementos dramáticos de una iniciación; se trata de una verdadera mistagogía, articulada en tres momentos dialécticos: el deseo (el mistagogo postula una revelación), el fracaso (asume los peligros, la noche, la nada) y la asunción (en la cima del fracaso alcanza la victoria). Para escribir En busca del tiempo perdido, el propio Proust conoció, en su vida, este camino iniciático. Al deseo muy precoz de escribir (presente desde la secundaria), sucede un largo periodo, no de fracasos, sino de tanteos, como si estuviera buscando la obra auténtica y única, la abandonase, la recuperase de nuevo sin llegar a encontrarla. Como la del narrador, esta iniciación negativa, por así decirlo, tiene lugar a través de una determinada experiencia de la literatura: los libros de los demás lo fascinan, luego lo decepcionan, como los de Bergotte o de los Goncourt fascinaron y decepcionaron al narrador. Esta «travesía de la literatura» (adaptando una expresión de Philippe Sollers), tan similar al trayecto de las iniciaciones, sembrado de tinieblas e ilusiones, tiene lugar a través del pastiche (¿qué mejor testimonio de fascinación y desmistificación que el pastiche?), la obsesión desenfrenada (Ruskin) y el cuestionamiento (Sainte-Beuve). Proust se acercaba así a En busca del tiempo perdido (algunos de cuyos fragmentos, como es sabido ya están en el Sainte-Beuve), pero la obra no termina de «cuajar». Las unidades principales estaban ahí (relaciones entre los personajes,1 episodios cristalizadores),2 probando distintas combinaciones, como en un caleidoscopio, pero seguía faltando el elemento aglutinador que permitiría a Proust escribir En busca del tiempo perdido sin rendirse, desde 1909 hasta su muerte, a cambio de un retiro que, como es sabido, remite al del propio narrador al final de El tiempo recobrado.
No intentamos aquí explicar la obra de Proust a través de su vida; solo nos ocupamos de los hechos interiores al propio discurso (por consiguiente, poéticos, y no biográficos), ya sea este discurso el del narrador o el de Marcel Proust. Ahora bien, la homología que, evidentemente, regula ambos discursos, pide un desenlace simétrico: a la fundación de la escritura por la reminiscencia (en el narrador) corresponde (en Proust) un descubrimiento similar, que puede fundamentar de forma definitiva, en su continuidad inmediata, toda la escritura de El tiempo perdido. ¿Cuál es, pues, el accidente, no biográfico, sino creador, que reagrupa una obra ya imaginada, intentada, pero no escrita? ¿Cuál es el nuevo cemento que conseguirá aportar la gran unidad sintagmática a tantas unidades discontinuas, dispersas? ¿Qué permite a Proust enunciar su obra? En pocas palabras, ¿qué simetría encuentra el escritor para las reminiscencias que el narrador había explorado y aprovechado en la velada matutina de Guermantes?
Los dos discursos, el del narrador y el de Marcel Proust, son homólogos, pero no análogos. El narrador escribirá, y este futuro lo mantiene en el ámbito de la existencia, no del habla; se enfrenta con una psicología, no con una técnica. Por el contrario, Marcel Proust escribe, lucha con las categorías del lenguaje, no con las del comportamiento. Al pertenecer al mundo de las referencias, la reminiscencia no puede ser directamente una unidad del discurso y lo que Proust necesita es un elemento propiamente poético (en el sentido que Jakobson da a esta palabra); pero también este rasgo lingüístico, como la reminiscencia, debe tener poder para constituir la esencia de los objetos literarios. Hay una categoría de unidades verbales que posee en el más alto grado este poder constitutivo: la de los nombres propios. El Nombre propio tiene tres propiedades que el narrador reconoce a la reminiscencia: el poder de esencialización (ya que solo designa un único referente), el poder de cita (ya que es posible invocar a discreción toda la esencia encerrada en el nombre, al proferirlo), el poder de exploración (ya que «desplegamos» un nombre propio exactamente como lo hacemos con un recuerdo). El Nombre propio es en cierta medida la forma lingüística de la reminiscencia. El hecho (poético) que «desencadena» El tiempo perdido es el descubrimiento de los Nombres. Sin duda, desde el Sainte-Beuve, Proust disponía de algunos nombres (Combray Guermantes), pero no constituirá hasta 1907 y 1909 el sistema onomástico de En busca del tiempo perdido en su conjunto: una vez encontrado el sistema, la obra se escribe inmediatamente.3
La obra de Proust describe un aprendizaje inmenso, incesante.4 Este aprendizaje tiene siempre dos momentos (en el amor, en el arte, en el esnobismo): una ilusión y una decepción; y de estos dos momentos nace la verdad, es decir, la escritura. Pero entre el sueño y el despertar, antes de que surja la verdad, el narrador proustiano debe llevar a cabo una tarea ambigua (pues conduce a la verdad a través de muchos errores) que consiste en interrogar desesperadamente los signos: signos emitidos por la obra de arte, por el ser amado, por los círculos que frecuenta. El Nombre propio es también un signo, y no un simple indicio que designa, sin significante, tal y como pretende la teoría generalizada, de Peirce a Rusell. Como signo, el Nombre propio se abre a una exploración, un desciframiento: es a un tiempo un «medio» (en el sentido biológico de la palabra) en el que hay que sumergirse, nadando indefinidamente en todos los ensueños que transporta,5 y un objeto precioso, comprimido, embalsamado, que hay que abrir como una flor.6 En otras palabras, si el Nombre (a partir de ahora nos referiremos así al nombre propio) es un signo, es un signo voluminoso, un signo siempre preñado de un espesor cargado de sentido, que ningún uso reducirá, aplanará, al contrario del nombre común que solo entrega uno de sus sentidos por sintagma. El Nombre proustiano es, y en todos los casos, el equivalente de una rúbrica completa del diccionario: el nombre de Guermantes abarca inmediatamente todo lo que el recuerdo, el uso, la cultura pueden incluir en él; no conoce restricción selectiva, el sintagma en el que está situado le resulta indiferente; es, por lo tanto, en cierta forma, una monstruosidad semántica, pues, provisto de todos los caracteres del nombre común, puede existir y funcionar al margen de toda regla proyectiva. Es el precio (o el rescate) del fenómeno de «hipersemanticidad» del que es la sede7 y que lo relaciona, por supuesto, muy estrechamente, con la palabra poética.
Por su textura semántica (casi quisiéramos poder decir: por su «hojaldrado»), el Nombre proustiano se abre a un auténtico análisis sémico, que el propio narrador no deja de postular o de esbozar: lo que llama las diferentes «figuras» del Nombre8 son auténticos semas, dotados de una validez semántica perfecta, a pesar de su carácter imaginario (lo que demuestra una vez más hasta qué punto es necesario distinguir el significado del referente). Guermantes contiene así varios primitivos (retomando un término de Leibniz): «una torre sin espesor que solo era un hilo de luz anaranjada desde lo alto del cual el señor y su dama decidían de la vida o la muerte de sus vasallos»; «una torre amarillenta con sus florones, que atraviesa los siglos»; la residencia parisina de los Guermantes, «límpida como su nombre»; un castillo feudal en el centro de París, etc. Estos semas son, por supuesto, «imágenes», pero en la lengua superior de la literatura no dejan por ello de ser significados puros, que se ofrecen como los de la lengua denotativa a toda una sistemática del sentido. Algunas de estas imágenes sémicas son tradicionales, culturales. Parma, por ejemplo, no se refiere a una ciudad de la Emilia, a orillas del Po, fundada por los etruscos y con una población de 138.000 habitantes; el auténtico significado de estas dos sílabas está formado por dos semas: la dulzura stendhaliana y el reflejo de las violetas.9 Otros son individuales, memoriales: Balbec tiene por semas dos palabras dichas hace tiempo al narrador, una de boca de Legrandin (Balbec es un lugar de tormentas, en el fin del mundo), otra por Swann (su iglesia es de estilo gótico normando, con algo de románico), de modo que el nombre siempre tiene dos sentidos simultáneos: «arquitectura gótica y tempestad sobre el mar».10 Cada nombre tiene así su aspecto sémico, variable en el tiempo, según la cronología de su lector, que suma o resta sus elementos, exactamente como hace la lengua en su diacronía. El Nombre es catalizable; podemos llenarlo, dilatarlo, colmar los intersticios de su armazón sémico con infinitos añadidos. Esta dilatación sémica del nombre propio se puede definir de otra forma: cada nombre contiene varias «escenas» surgidas primero de forma discontinua, errática, pero que solo están pidiendo organizarse para formar un pequeño relato, porque relatar es solo ligar entre ellas mediante un proceso metonímico un número reducido de unidades plenas: de esta forma, Balbec lleva en su interior, no solo varias escenas, sino también el movimiento que las puede agrupar en un solo sintagma narrativo, pues sus sílabas heterogéneas nacieron probablemente de una forma anticuada de pronunciar, «que estaba seguro de encontrar hasta en el posadero que me serviría café con leche al llegar, y me llevaría a ver el mar embravecido ante la iglesia, y al que prestaba un aspecto belicoso, solemne y medieval de un personaje de fabliau».11 Porque el Nombre propio se abre a una catálisis de riqueza infinita es posible decir que, poéticamente, la obra principal de Proust ha nacido de algunos nombres.12
Lo que ocurre es que hay que elegirlos (o encontrarlos) bien. Y aquí es cuando aparece, en la teoría proustiana del Nombre, uno de los problemas fundamentales, si no de la lingüística, al menos de la semiología: la motivación del signo. Quizá este problema sea aquí un tanto artificial, ya que solo se plantea en realidad para los novelistas, que tienen la libertad (y el deber) de crear nombres propios inéditos y «exactos» al mismo tiempo. A decir verdad, el narrador y el novelista recorren en sentido inverso el mismo trayecto: uno cree que descifra en los nombres que le son dados una forma de afinidad natural entre el significante y el significado, entre el color vocálico de Parma y la suavidad malva de su contenido; el otro, cree que debe inventar un lugar que sea normando, gótico y ventoso al mismo tiempo, debe buscar en el pentagrama general de los fonemas algunos sonidos que se ajusten a la combinación de estos significados; uno descodifica, el otro codifica, pero se trata del mismo sistema y ese sistema es de una u otra forma un sistema motivado, basado en una relación de imitación entre el significante y el significado. Codificador y descodificador podrían retomar aquí la afirmación de Crátilo: «La propiedad del nombre consiste en representar la cosa tal y como es». A los ojos de Proust, que se limita a teorizar sobre el arte general del novelista, el nombre propio es una simulación o, como decía Platón (con desconfianza, bien es verdad), una «fantasmagoría».
Las motivaciones alegadas por Proust son de dos tipos, naturales y culturales. Las primeras corresponden a la fonética simbólica.13 No es el lugar para retomar el debate sobre esta cuestión (antes conocida con el nombre de armonía imitativa), en el que encontraríamos entre otros, los nombres de Platón, Leibniz, Diderot y Jakobson.14 Solo recordaremos este texto de Proust, menos célebre, pero quizá igual de pertinente que el soneto de las «Vocales»:
Bayeux, tan alta en su noble encaje rojizo, cuyo punto más alto se ilumina con el oro viejo de su última sílaba; Vitré, cuyo acento agudo enmarcaba con madera negra el vitral antiguo; el dulce Lamballe, que en su blancura va del amarillo cáscara de huevo al gris perla; Coutances, catedral normanda coronada por su doble consonante final, untuosa y amarillenta, con una torre de mantequilla.15
Los ejemplos de Proust, por su libertad y su riqueza (ya no se trata de atribuir a la oposición «i/o» el contraste tradicional entre lo «menudo/gordo» o «afilado/redondo», como se suele hacer: Proust describe toda una gama de signos fónicos), muestran claramente que por lo general la motivación fonética no es directa. El descodificador intercala entre el sonido y el sentido un concepto intermedio, entre abstracto y material, que funciona como una clave y realiza el tránsito, en cierta forma multiplicado, del significante al significado: si Balbec significa por afinidad un complejo de olas con altas cimas, acantilados escarpados y arquitectura erizada, es porque tenemos un relé conceptual, el de «rugoso», que es válido para el tacto, el oído, la vista. En otras palabras, la motivación fonética exige un nombramiento interior: la lengua entra de forma subrepticia en una relación que, míticamente, postulábamos como inmediata. La mayor parte de las motivaciones aparentes descansan así en metáforas tan tradicionales (lo «rugoso» aplicado al sonido) que ya no se perciben como tales, pues se han desplazado en su totalidad al lado de la denotación,16 lo cual no impide que la motivación se determine a cambio de una antigua anomalía semántica o, en otros términos, una antigua transgresión. Porque, evidentemente, debemos vincular a la metáfora los fenómenos de fonetismo simbólico, y no serviría de nada estudiar el uno sin la otra. Proust nos ofrecería un buen material para este estudio combinado, pues sus motivaciones fonéticas implican casi todas (salvo quizá Balbec) una equivalencia entre el sonido y el color: «ieu» es oro viejo, «é» es negro, «an» es amarillento, rubio y dorado (en «Coutances» y en «Germantes»), «i» es púrpura. Es, evidentemente, una tendencia general: se trata de transferir a los sonidos unos rasgos que pertenecen a la vista (y más especialmente al color, a causa de su naturaleza simultánea de vibración y modulación), es decir, en suma, se trata de neutralizar la oposición de algunas categorías virtuales, nacidas de la separación de los sentidos (¿Y esta separación es histórica o antropológica? ¿De cuándo data? ¿De dónde proceden nuestros «cinco sentidos»? Un estudio renovado de la metáfora debería pasar seguramente por un inventario de las categorías nominales reconocidas por la lingüística general). En suma, si la motivación fonética implica un proceso metafórico y, por consiguiente, una transgresión, esta transgresión acontece en puntos de tránsito reconocidos, como el color. Por esta razón, quizá, las motivaciones que alega Proust, además de estar muy desarrolladas, parecen «acertadas».
Queda otro tipo de motivaciones, más «culturales» y en esto análogas a las que encontramos en la lengua: este tipo de motivación regula a un tiempo la invención de los neologismos, alineados sobre un modelo morfemático, y la de los nombres propios, «inspirados» en un modelo fonético. Cuando un escritor inventa un nombre propio debe ajustarse a las mismas reglas de motivación que el legislador platónico cuando quiere crear un nombre común; debe, en cierta forma, «copiar» la cosa y, como evidentemente es imposible, al menos debe copiar la forma en que la propia lengua ha creado algunos de sus nombres. La igualdad del nombre propio y del nombre común ante la creación está claramente ilustrada por un caso extremo: cuando el escritor finge que utiliza palabras corrientes, aunque las está inventando totalmente; es el caso de Joyce y de Michaux; en el Voyage en Grande Garabagne, palabras como arpette no tienen, obviamente, sentido alguno, pero no dejan por ello de estar impregnadas de un significado difuso, no solo por el contexto, sino también por su sometimiento a un modelo fónico muy habitual en francés.17 Es lo que ocurre con los nombres proustianos. Que Laumes, Argencourt, Villeparisis, Combray o Doncières existan o no es irrelevante en el sentido de que presentan (y eso es lo que importa) una «verosimilitud francofónica»: su auténtico significado es «Francia», o más bien la «francitud»; su fonética, y, al menos en la misma medida, su grafía, están elaboradas de conformidad con los sonidos y los grupos de letras propios y específicos de la toponimia francesa (y más específicamente, «francista»): es la cultura (la de los franceses) la que impone al Nombre una motivación natural. No es la naturaleza lo que se imita, sino la historia, una historia tan antigua que constituye la lengua que se deriva de ella como una verdadera naturaleza, fuente de modelos y de razones. El nombre propio, y singularmente el nombre proustiano, no tiene un significado común: significa al menos la nacionalidad y todas las imágenes que pueden estar asociadas a ella; puede remitir incluso a significados más particulares, como lo provinciano (no como región, sino como ambiente) en Balzac o como la clase social en Proust. Y no porque su forma remita a los patronímicos de la nobleza, que sería un artificio burdo, sino por la institución de un vasto sistema onomástico articulado por la oposición entre lo aristocrático y lo plebeyo, por una parte, y por la oposición entre sílabas largas y finales con vocal muda (como si arrastraran una larga cola) y sílabas breves y abruptas, por otro: por un lado está el paradigma de los Guermantes, Laumes, Agrigente y, por otro, el de los Verdurin, Morel, Jupien, Legrandin, Sazerat, Cottard, Brichot, etc.17
La onomástica proustiana parece hasta tal punto organizada que es como si fuera el punto de partida definitivo del Tiempo perdido: gestionar el sistema de los nombres era para Proust (y es para nosotros) controlar los significados esenciales del libro, el armazón de sus signos, su sintaxis profunda. El nombre proustiano dispone plenamente de las dos grandes dimensiones del signo: por una parte, puede leerse de forma independiente, «en sí», como una totalidad de significado (Guermantes contiene varias figuras), es decir, como una esencia (una «entidad original», dice Proust), o mejor, como una ausencia, ya que el signo designa lo que no está ahí;18 y, por otra parte, mantiene con sus congéneres relaciones metonímicas, es el fundamento del Relato: Swann y Guermantes no son únicamente dos caminos, dos zonas, son también dos fonetismos, como Verdurin y Laumes. Si el nombre propio tiene en Proust esta función ecuménica, que resume en suma todo el lenguaje, es porque su estructura coincide con la de la obra misma: avanzar poco a poco en los significados del nombre (como hace constantemente el narrador) es una iniciación al mundo, es aprender a descifrar sus esencias, porque los signos del mundo (del amor, de la vida social) tienen las mismas etapas que sus nombres. Entre la cosa y su apariencia se desarrolla el sueño, de la misma forma que entre el referente y su significante se interpone el significado; el nombre no es nada si, desafortunadamente, lo articulamos directamente sobre su referente (¿qué es, en realidad, la duquesa de Guermantes?), es decir, si no somos capaces de percibir su naturaleza de signo. El significado es el espacio del imaginario: este es, sin duda, la novedad que introduce Proust, con la que desplazó, históricamente, el antiguo problema del realismo que, hasta llegar él, solo se planteaba en términos de referentes: el escritor trabaja, no sobre la relación entre la cosa y su forma (lo que llamábamos en la época clásica, su «pintura» y, más recientemente, su «expresión»), sino sobre la relación entre el significado y el significante, es decir, sobre un signo. Proust nos ofrece constantemente la teoría lingüística de esta relación en sus reflexiones sobre el Nombre y en las discusiones etimológicas que pone en boca de Brichot, que no tendrían sentido alguno si el autor no les confiriese una función emblemática.19
Estas pocas observaciones no solo están guiadas por el deseo de recordar, siguiendo a Claude Lévi-Strauss, el carácter de significado, y no de indicio, del nombre propio.20 También quisiéramos insistir en el carácter cratileano del nombre (y del signo) en Proust, no solo porque Proust ve la relación entre el significante y el significado como una relación motivada —en la que el uno copia al otro y reproduce en su forma material la esencia significada de la cosa (y no la cosa misma)—, sino también porque, para Proust como para Crátilo, «la virtud de los nombres es enseñar»;21 es decir, existe una propedéutica de los nombres que nos conduce, por caminos a menudo largos, variados, tortuosos, a la esencia de las cosas. Por esta razón nadie está más cerca del Legislador cratileano, creador de los nombres (demiourgos onomatôn) que el escritor proustiano, no porque tenga libertad para inventar los nombres que desee, sino porque está obligado a inventarlos «rectamente». Este realismo (en el sentido escolástico de la palabra) que pretende que los nombres son el «reflejo» de las ideas, adopta en Proust una forma radical, pero nos podemos preguntar si no está presente de forma más o menos consciente en todo acto de escritura y si es realmente posible ser escritor sin creer, de alguna manera, en la relación natural entre los nombres y las esencias: la función poética, en el sentido más amplio de la palabra, se define así mediante una conciencia cratileana de los signos, y el escritor pasa de este modo a ser el recitante de este gran mito secular según el cual el lenguaje imita a las ideas y, al contrario de lo que defiende la ciencia lingüística, los signos están motivados. Esta consideración debería inclinar más todavía al crítico a leer la literatura desde la perspectiva mítica que fundamenta su lenguaje y a descifrar la palabra literaria (que no tiene nada que ver con la palabra corriente) no como la define el diccionario, sino como la construye el escritor.