LAS VIDAS PARALELAS

(1966)1

A primera vista, no hay nada en la vida de Proust que la predisponga a alcanzar el prestigio de las grandes biografías. No es una vida adolescente (Rimbaud), aventurera (Byron), titánica (Balzac) o trágica (Van Gogh); es la vida de un escritor de buena familia, diletante, ocioso, rico (y hoy en día somos muy desconfiados respecto al dinero de un escritor), que se desarrolla en el escenario, entre haussmaniano y normando de una historia burguesa, habitualmente ironizada con el nombre de belle époque, más materia de películas que sustancia literaria. Y, sin embargo, pasa lo siguiente: la vida de Proust es apasionante, como muestran el éxito del libro de Painter y el placer tan intenso, casi singular, que nos procura. ¿Por qué?

Sin duda, la obra de Proust tiene una relación inmediata con el género biográfico, ya que esta obra única, esta suma, es el relato de una vida que va de la infancia a la escritura, de modo que Marcel y su narrador son como esos héroes de la Antigüedad, que Plutarco emparejó en sus Vidas paralelas. Aquí tenemos una primera paradoja, decepcionante a fin de cuentas: tomadas en su extensión (y no en su sustancia), las vidas paralelas de Proust y de su narrador solo coinciden en unos pocos puntos; lo que uno y otro tienen en común es una serie muy elemental de hechos, o más bien de articulaciones: un largo periodo de vida social intensa, un duelo muy marcado (madre o abuela), una reclusión involuntaria (en una casa de reposo), una secesión voluntaria (en la habitación de corcho) destinada a la elaboración de la obra. Estos puntos en común tienen la misma relevancia en la obra y en la vida, pero no cumplen la misma función: la muerte de su madre supuso en la vida de Proust una fractura decisiva; la de la abuela, en cambio, no cambia nada en la vida del narrador, que delega el pesar en su madre (una sustitución enigmática, por otro lado, y digna de interés); y, por otra parte, el retiro de Proust es muy corto (apenas unas semanas en una clínica de Boulogne), pero el del narrador (en El tiempo recobrado) es muy largo, ya que descubre tras él un mundo extraño que es portador de la máscara de la vejez. En suma, entre la vida vivida y la vida escrita no hay una analogía, sino únicamente una homología. Tenemos aquí dos esbozos que parecen muy conectados en función de una cierta relación de alusión, pero se trata de una relación mate: o es demasiado clara o es demasiado profunda. Así pues, ¿de dónde viene el enigma de estas dos vidas paralelas? Una vez más, ¿por qué podemos leer la vida de Proust con la misma avidez que ponemos en «devorar» una historia?

La realidad es que, paradójicamente, la vida de Proust nos obliga a criticar el uso que solemos hacer de las biografías.

En general, consideramos que la vida de un escritor nos debe informar sobre su obra; queremos encontrar una especie de causalidad entre las aventuras vividas y los episodios narrados, como si las primeras produjeran los segundos; creemos que el trabajo del biógrafo autentifica la obra, que nos parece más «cierta» si nos muestran que ha sido vivida, pues tenemos prejuicios tenaces sobre el hecho de que el arte no es sino ilusión y que, siempre que sea posible, hay que añadirle el lastre de un poco de realidad, de un poco de contingencia. Ahora bien, la vida de Proust nos obliga a invertir este prejuicio: no encontramos la vida de Proust en su obra, sino que encontramos su obra en la vida de Proust. Leer la obra de Painter (que tiene como cualidad su extrema transparencia), no es descubrir el origen de En busca del tiempo perdido, es leer un duplicado de la novela, como si Proust hubiera escrito dos veces la misma obra: en su libro y en su vida. No nos decimos (o al menos es lo que me parece): Montesquiou es claramente el modelo de Charlus, sino todo lo contrario: hay algo de Charlus en Montesquiou, hay algo de Balbec en Cabourg, hay algo de Albertine en Agostinelli.

En otras palabras (al menos con Proust), no es la vida lo que da forma a la obra, es la obra la que irradia, la que explota en la vida y disemina en ella los mil fragmentos que parecen preexistentes a ella. Doäzan, Lorrain, Montesquiou, Wilde no componen Charlus, sino que Charlus irradia y germina en algunas figuras reales, en un número variable, que cada biografía va aumentando astutamente. Esta lectura paradójica se ajusta a lo que entrevemos de la filosofía de Proust (y en particular en el libro de G. Deleuze Proust y los signos): el mundo proustiano es un mundo platónico (mucho más que bergsoniano), está poblado de esencias y estas esencias están dispersas en la obra y la vida de Proust; la esencia (Charlus, Balbec, Albertine, el «motivo») se fragmentan sin alterarse y sus parcelas incompresibles se hallan en apariencias que, a fin de cuentas, poco importa que sean ficticias o reales.

Comprendemos entonces cuán vano es buscar «claves» en En busca del tiempo perdido. El mundo no nos ofrece las claves para interpretar el libro, es el libro el que abre el mundo para nosotros. La vida del propio Proust ofrece un terreno privilegiado para la dispersión de esencias, pero este terreno no es el único posible. Cada una de nuestras vidas particulares puede ser apta para recibir las esencias proustianas; de ahí el sentimiento constante de encontrarnos con el mundo de Proust en nuestra vida (como Swann se encontraba con la Caridad de Giotto o con el dogo Loredano de Rizzo en la criada de los espárragos o en su cochero Rémi). ¿Quién no ha visto, incluso ahora, en 1966, a su alrededor, al señor de Norpois discurriendo sobre literatura o a Octave, joven inculto pero competente en bares, deportes y ropa de vestir? La verdad de Proust no viene de una copia genial de la «realidad», sino de una reflexión filosófica sobre las esencias y sobre el arte. A pesar de la paradoja, cuando el lector lee la vida de Proust, no como anterior, sino como ulterior respecto a su obra, va por el buen camino, al contrario del crítico que intenta explicar la obra de Proust a través de su vida.

Podemos enunciar de otra forma esta paradoja biográfica: las vidas de Marcel y del narrador constituyen dos planos abiertos a la dispersión de las mismas esencias, pero lo que ya no es paralelo entre estos dos planos, porque es único, imbricado, idéntico, es la escritura: aquí es donde se unen las paralelas. Cuando Marcel se encierra en su habitación de corcho, lo hace para escribir; cuando el narrador se despide del mundo (en la matiné de Guermantes) es para poder empezar su libro. Es decir, solo en ese momento las dos vidas paralelas unen indisolublemente sus duraciones: la escritura del narrador es literalmente la escritura de Marcel: no hay ni autor ni personaje, solo hay una escritura.