
Me llamo Alma.
Alma Florencia Ifigenia Tatiana Rosalinda de Roca-Vientos. Tengo once años y soy la princesa heredera del trono de España.
Pero eso no es lo importante ahora.
Lo importante es que llevo un bebé secuestrado en brazos. Y no cualquier bebé.
Se trata de Keiko, la hija de los emperadores de Japón. La heredera al trono del Crisantemo.
La primera mujer que será emperatriz del país nipón.
Estamos en medio de una batalla.
Una batalla a los pies del monte Fuji.
Una batalla muy desigual de ninjas contra samuráis.
En un bando, luchan diez mil samuráis dirigidos por Hitachi, emperador de Japón.
Diez mil guerreros que han decidido desempolvar las legendarias armaduras de sus antepasados.
Diez mil guerreros que han abrazado el bushido, la ley de los samuráis.
Diez mil guerreros que están dispuestos a entregarse a la muerte para defender sus ideales.
También luchan para recuperar al bebé con el que yo corro entre los brazos.
En el otro bando, trescientos ninjas comandados por el viejo general Yorimato.
Trescientas sombras salidas de la nada, educadas en el arte del ninjutsu.
Trescientos expertos en atacar por sorpresa, en robar secretos, en deslizar sus cuchillos en medio de la noche. Luchan por derrocar la monarquía japonesa.
Y están dispuestos a todo para conseguirlo.
Lo sé porque soy una de esas sombras.
Yo también visto el traje negro de los ninjas.
Soy una princesa europea que acaba de cumplir once años. Y al mismo tiempo… ¡una ninja japonesa!
—¡Sal de aquí! —me advierte Yorimato, el general ninja—. ¡Son muchos más, la batalla está perdida!
Está luchando contra un samurái gigantesco.
Pero no puedo obedecerlo.
Da igual que solo sean trescientos contra diez mil.
Da igual que nos sobrevuelen los helicópteros del ejército del emperador.
Da igual que las katanas de los ninjas y los samuráis llenen la madrugada de gritos.

Tengo que seguir corriendo.
No puedo detenerme.
No ahora.
Debo encontrar al samurái de la armadura dorada, es fundamental.
Dicen que soy una cabezota.
Pues bien, este es un buen momento para demostrarlo.
No me atemorizan las espadas ni los golpes.
Bueno, un poco sí.
Pero lo que más miedo me da es el odio en las miradas de los hombres que luchan.
Corro desesperadamente.
Me agacho para esquivar el filo de una katana.
Salto sobre dos samuráis que luchan espalda contra espalda.
Paso entre las piernas de un ninja enorme.
Empujo a un samurái que está a punto de golpear por la espalda a un enemigo.
Y, por último, vislumbro al samurái que busco.
Está entre docenas de guerreros sanguinarios.
Aprieto a Keiko con fuerza.
Ella también parece haberlo reconocido.
La mirada del samurái se clava en el bebé.
En sus ojos se adivina el temor.
Y también el amor.
Abre la boca, está a punto de exclamar algo, tal vez de dar una orden definitiva.
Pero no puede decir nada.
En ese momento… la tierra comienza a temblar bajo mis pies.

¿Qué ocurre?
Es…, o sea, es…
—¡Un terremoto! —grita uno de los ninjas.
—¡El volcán! —grita otro.
El terror se apodera de todos los presentes.
Las tripas del monte Fuji están rugiendo.
¡El volcán más famoso de Japón ha decidido entrar en erupción en este preciso momento!
De su boca nevada, escapa una gruesa columna de humo negro.
Y también fuego.
Explosiones de lava ardiente.
El volcán se derrama como si el fin del mundo hubiese llegado.
Los ríos de magma arrasan todo lo que encuentran a su paso.
Se dirigen hacia nosotros.
Al campo de batalla.
Si no dejan de pelear y huyen, todos morirán atrapados por la lava.
Los diez mil samuráis y los trescientos ninjas, y puede que muchas más personas.
Pero su ansia por luchar es superior a todo.
—¡NO DEJÉIS NI UN NINJA VIVO! —clama Hitachi, que ha vuelto al fragor de la batalla—. ¡POR LA PRINCESA KEIKO! —¡POR LOS NINJAS DE LA MEDIA LUNA! —responde Yorimato—. ¡POR JAPÓN!
El general que dirige a los ninjas llega frente al samurái de la armadura dorada.
Debo impedir que continúen con esta locura. Los dos hombres, el emperador y el general, se atacan el uno al otro sin piedad.
Parecen ajenos a los movimientos de tierra, a la lava y a todo lo demás.
Están obsesionados por acabar con su enemigo. —¡Parad de una vez! —grito.
Pero no me escuchan.
Solo oyen su furia interna.
Entonces, Keiko, que no deja de llorar, pega un berrido. Ese sonido parece llegar al corazón del samurái. Se vuelve y mira al bebé que llevo entre los brazos. —¡KEIKO! —grita.
El general Yorimato aprovecha su distracción. Apunta su lanza hacia el pecho del samurái y ataca con todas sus fuerzas.
—¡NOOOOOOO! —grito, desesperada.
La punta de la lanza está a punto de atravesar el pecho del emperador.
El suelo vuelve a temblar con fuerza.
Y una luz dorada nos envuelve, cegándome.
No puedo ver nada en esta claridad.
No puedo oír nada.
De pronto, un estruendo me hace temblar.
Levanto la vista.
Los helicópteros del ejército empiezan a caer del cielo derribados por una fuerza invisible.
