París

1

En febrero del 74 viajé a París con la anacrónica intención de convertirme en un escritor de los años veinte, estilo «generación perdida». Fui con ese digamos que singular objetivo y, aunque era muy joven, esto no fue obstáculo para que, nada más comenzar a pasear por la ciudad, advirtiera que París estaba ensimismada en sus últimas revoluciones, entrándome entonces una pereza inmensa, monumental, una flojera grandísima ya sólo de pensar que tenía que convertirme allí en escritor y, encima, cazador de leones a lo Hemingway. 

Al diablo con todo, especialmente con mis aspiraciones, me dije un atardecer caminando por el Pont Neuf. Tengo que hacer algo para escapar de este destino, pensaba cada dos minutos aquel día, sin darme tregua. Y, al final, acabé adentrándome por una calle mal iluminada y poniendo en marcha una vida de delincuente que me devolvió de algún modo a un estado de ánimo adolescente que creía superado: el clásico estado exasperado del joven que encuentra en la «intemperie de su alma» y en la palabra soledad los dos ejes alrededor de los cuales tendrían que girar los grandes poemas que, demasiado ocupado en el trapicheo de drogas, nunca escribirá. 

En París, en todo caso, no fui tan idiota de dejarme embaucar por el vacío absoluto, que era algo que ya me había reventado en Barcelona la primera juventud, y me limité a permitir que me absorbiera un sinsentido controlado, rayando en lo fingido, dedicándome casi exclusivamente a recorrer a fondo, de arriba abajo, el París más canalla, el París brutal, el genial París que describe Luc Sante en The Other Paris (unos barrios repletos de flâneurs, apaches, estrellas de la chanson, clochards, valientes revolucionarias y artistas callejeros), el París de los marginados, el París de los exiliados antifranquistas con su bien organizada red de venta de droga, el París de los destrozados, el París del gran vértigo social. 

Un París que, muchos años después, sería el paisaje de fondo de mi crónica sobre aquel periodo en el que me volqué en el tráfico de hachís, marihuana y cocaína y no me fue posible dedicarle a la escritura ni un minuto, a lo que habría que añadir mi repentino desinterés por la cultura misma en general; un desinterés que, a la larga, pagué caro y se reflejaría incluso en el patoso título elegido para mi crónica de aquellos destemplados días: Un garaje propio.

Para mí, París, en aquella primera estancia de dos años, fue sólo un lugar donde ejercí exclusivamente de vendedor de droga y, durante un breve periodo de tres meses que pasó volando, fui un consumidor habitual de ácido lisérgico, de LSD, lo que me hizo comprender que lo que llamamos «realidad» no es una ciencia exacta, sino más bien un pacto entre mucha gente, entre muchos conjurados que un día en tu ciudad natal, por ejemplo, deciden que la avenida Diagonal es un paseo con árboles cuando en realidad, si tomas tu ácido, puedes ver que es un zoológico atiborrado de fieras y de cotorras con vida propia, todas sueltas, algunas subidas a las copas de los árboles.

Mi mundo en París se redujo a un modesto espacio en el que reinaban traficantes de poca monta y a algunas fiestas de vez en cuando con decaídos exiliados españoles, fiestas baratas, pero con bastante vino tinto, y de las que únicamente recuerdo que adquirí la costumbre de despedirme diciéndoles a los pseudoamigos o conocidos, a todos, sin excepción:

—¿Ya sabéis que he dejado de escribir?

Y casi siempre alguien saltaba enseguida para corregirme:

—¡Pero si tú no escribes! 

Y así era, en efecto, no escribía o, mejor dicho, no había vuelto a hacerlo desde los días en que había publicado mi primer y único libro, el ejercicio de estilo que había llevado a cabo en unas dependencias militares de la ciudad africana de Melilla y que titulé Nepal y que trataba soterradamente de la destrucción de la familia burguesa y de cómo yo me proponía —santa inocencia, aún no había puesto el pie en París, en la calle mal iluminada— permanecer de un modo absolutamente idéntico a mí mismo toda la vida, es decir, enamorado de las sanas tendencias hippies que tanto me habían seducido, hasta que unos despiadados contraculturales, libertarios y pacifistas me llevaron a trabajar a una cosecha de remolacha y todo cambió de golpe. 

Nadie sabía en París, y evidentemente nadie tenía por qué saberlo, que yo había escrito y publicado un libro al regresar de África, una novelita que simulaba haber sido escrita en Katmandú y en la que trataba a la prosa de un modo tan experimental que la crítica a la familia burguesa pasaba desapercibida. De aquellos días que yo había pasado en Melilla jugando a sentirme Gary Cooper en Marruecos, de Von Sternberg (aunque me faltaba todo para serlo, para empezar Marlene Dietrich) nadie tenía la menor noticia, lo cual me ofrecía, entre otras cosas, la oportunidad de probar a ser otro, de inventarme una nueva identidad, aunque siempre acababa descubriendo que, aunque yo deseaba ser muchas personas y haber nacido en muchos lugares distintos, no había día en que no acabara constatando que somos demasiado parecidos a nosotros mismos, y el riesgo estriba precisamente en que acabemos pareciéndonos a nosotros mismos. 

2

En París era muy raro no escribir, eso ha de quedar aquí bien claro. Cioran describió este fenómeno al transcribir lo que un día le había dicho la portera de su inmueble: «Los franceses ya no quieren trabajar, todos quieren escribir». 

«¡Pero si tú no escribes!», me rectificaban siempre en las fiestas de las que me marchaba con cargas explosivas de vino y hachís. Con todo, volvía a despedirme de la misma forma días después; me gustaba tanto proclamar que había dejado de escribir para poder oír aquel fantástico «¡Pero si tú no escribes!», que me fui acostumbrando a simular que no oía, consciente de que esto me facilitaría en otros momentos poder seguir repitiendo mi frase de despedida.

Hoy creo comprender que, ya mucho antes de escribir —o habiendo escrito Nepal, que para el caso venía a ser lo mismo, porque no era escritura, ni llegaba a ejercicio de estilo—, deseaba de un modo casi irresistible dejar atrás la escritura, un asunto que he hecho bien en no perder nunca de vista. De hecho, esa poética de querer abandonar la obra antes de que hubiera obra fue la que a la larga me convirtió en un experto en dar bandazos de un lado a otro por el círculo de las cinco tendencias narrativas, que siempre pienso, siempre intuyo que son seis, sin que acierte a encontrar la sexta. 

Por el círculo de las cinco tendencias narrativas viajé en una época como un loco, aunque nunca visité la cuarta casilla, reservada para Dios y para el tío de Kafka, más conocido por «el tío de Madrid», pareja impresionante, pero de la que no se sabe nunca dónde recala. 

Viajes agitados por cuatro de las cinco casillas. Porque empecé por ser en Barcelona, cuando era muy joven, uno más de «los que no tienen nada que contar» (primera tendencia) y, por tanto, sólo saben patear guijarros por las calles de su propio e infinito aburrimiento. Luego di el salto a la segunda tendencia y me fui convirtiendo en un especialista en callar determinados aspectos de las historias que contaba y sacar un alto rendimiento de esa estrategia, hasta el punto de que me convertí en un virtuoso de las narraciones en las que deliberadamente no se narra nada. Ese periodo me allanó el camino hacia la tercera tendencia, que es por la que se mueve más gente, ocupada por los que dejan algún cabo suelto en la historia que cuentan y esperan que algún día se la complete Dios o, en su lugar, el tío de Kafka, los dos únicos amos y señores de la cuarta tendencia, entes legendarios —más el primero que el segundo— de los que siempre se comentó que, dispuestos a decir algo sensato, acababan no diciendo nunca nada, como si fueran enemigos de cualquier tipo de elocuencia. En cuanto a los activos hackers del futuro (que en parte ya están entre nosotros, como los marcianos, y a veces toman el nombre genérico de «las redes»), cabe esperar que con el tiempo sólo sepan trabajar como si pertenecieran al sistema de espionaje norteamericano; un sistema que, a su vez, y por raro que parezca, tiene puntos en común con la «máquina soltera» que utilizó el genial Raymond Roussel para escribir su obra. 

Aquel invento del autor de Impresiones de África —genio avanzado a su tiempo y precursor de la era digital— escupía lenguaje de un modo inagotable en una deslumbrante creación de interminable escritura expulsada, provista de un sinfín de ecos internos que vigilaban que la «máquina textual» no se encallara jamás. 

En fin, que fui de un lado al otro, conociendo mejor unas tendencias que otras, pero a larga teniendo alguna experiencia en cada una de ellas, salvo en la de los enemigos de la elocuencia, casilla en la que, si no me engaño —porque en Montevideo tuve la sospecha de haber dado unos pasos de más en la oscuridad— nunca puse un pie. 

Enumero las cinco tendencias: 

1) La de quienes no tienen nada que contar.

2) La de quienes deliberadamente no narran nada.

3) La de quienes no lo cuentan todo.

4) La de quienes esperan que Dios algún día lo cuente todo, incluido por qué es tan imperfecto.

5) La de quienes se han rendido al poder de la tecnología que parece estar transcribiéndolo y registrándolo todo y, por tanto, convirtiendo en prescindible el oficio de escritor.

La casilla primera —la única que transité en aquel París de los años setenta— acababa siempre por enviarme a un paisaje gris de posguerra en Barcelona con una figura solitaria en el centro de la escena, en medio del paseo de San Juan, un flaco y pavoroso colegial aburrido, yo mismo sin ir más lejos. Una figura solitaria que asocio hoy en día con un comentario de Ricardo Piglia sobre su juventud y sobre los primeros años de sus diarios («Porque allí lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad. ¿Y qué podría pasar?»), y también con el diario de Paco Monteras, el único compañero de colegio que sabía simular que se divertía, pero que, décadas después, me dio a leer sus páginas, no sin antes advertirme que eran ferozmente aburridas y «tan ocres», dijo remarcando el adjetivo ocres (que yo nunca había oído), que los detalles allí recogidos sólo servían para conocer el parte meteorológico de los días pacientemente barajados. 

3

Una amplia zona de Montparnasse, pero más concretamente la brevísima rue Delambre, donde vivieron Gauguin, Breton y Duchamp entre tantos otros, fue, durante mis dos años en París, el eje de mis actividades pseudocomerciales: humildes y trabajosas ventas de droga en la calle, venta exclusiva a ciertos clientes que salían del bar Rosebud, o del hotel Delambre. La calle del Hambre la llamaba yo, y a veces hasta me sentía satisfecho de haberle encontrado el nombre adecuado a aquel territorio en el que para poder comer —mejor dicho, sobrevivir— vendía lo que fuera, siempre consciente de que, como decía un colega español, tan desdichado como yo, el soldado raso en el campo de batalla lo único que tiene es la supervivencia. 

El Rosebud era el bar y a la vez la cueva de jazz de París que cerraba más tarde. Un día volveré al Rosebud, pero como cliente, me decía yo a veces, siempre tratando de no desalentarme. Precios asequibles para los noctámbulos profesionales y frecuentado sobre todo por los americanos más ameri­canos —tradúzcase, si se quiere, por los más hemingwayanos— de la ciudad. Sigue abierto a día de hoy el Rosebud, no hace mucho pude comprobar que idéntico a sí mismo, aunque ahora cierra más pronto y hay que ir a fumar afuera, a la calle. Los cócteles siguen siendo los mismos de aquellos años y suenan como si fueran de otra época. De hecho, serían hoy nombres casi arcaicos (Sidecar, Sling...) de no haber sido porque los volvió a poner de moda Don Draper en Mad Men

4

Me reía cuando pensaba que había ido a París para convertirme en un norteamericano de otro tiempo y había acabado vendiéndoles drogas a los norteamericanos del momento. 

Ocurrió muy cerca del Rosebud, en el 25 de la misma calle del Hambre, en el legendario Dingo American Bar, hoy pizzería Auberge de Venise. Fue una noche en la que andaba más atareado que de costumbre tratando de deshacerme de mi mercancía del día. Y en eso conocí a un militante de la casilla cuatro, un «narrador omnisciente» (tipo Dios, pero sin que pareciera tener la supuesta categoría incontestable de éste), un narrador con aspiraciones de pertenecer a la cuarta tendencia, pero con equivocadas ínfulas divinas. Por si había algún chivato cerca, yo estaba mirando al cielo para simular que no estaba incurriendo en nada delictivo cuando se me acercó «el omnisciente», un viejo con gafas de sol y un tanto extravagante, vestía de riguroso blanco en invierno, y se dirigió a mí para preguntarme si me orientaba en el cielo. Pensé que era un confidente de la policía o algo parecido, pero mi temor era del todo infundado. 

Usted, joven, mira hacia arriba y se orienta, ya lo veo, pero sepa que fui yo quien creó el cielo, dijo el viejo. No estaba borracho, por lo que posiblemente era un perfecto gran abuelo loco. Mantuve el tipo y le pregunté si también había creado la luna. Y las estrellas, dijo, ninguna me es ajena y si quiere se lo puedo contar todo. 

—¿Todo? 

—Sí, la Creación entera —dijo—. ¿Alguna vez alguien le explicó de forma completa cómo se llevó a cabo la creación del mundo? 

Nada que pudiera sorprenderme. Porque, ¿a cuántos habré visto yo utilizar cualquier pretexto para intentar contármelo todo, sabiendo que jamás captaron ni la millonésima parte de lo que ha venido sucediendo en el mundo desde al menos la era paleolítica? Pero, ya se sabe, el mundo está lleno de perseguidores de la totalidad, algunos de una valía y valor incalculables, como Herman Melville, que es en quien pienso cuando me paseo por el mundo de los rastreadores del Todo. Siempre he pensado que en Moby Dick trazó una inmensa metáfora de la inmensidad, de la inmensidad de nuestra oscuridad. 

Un día, en el Bronx, cuando oscurecía, en el interminable cementerio de Woodlawn, viendo que mi amigo Lake y yo no habíamos dado todavía con la tumba de Herman Melville, le preguntamos a la «Cemetery Police» (constituida por dos guardianes de la ley puertorriqueños, en coche patrulla y armados con pistolas casi del Far West) dónde podíamos encontrar esa tumba y, tras desplegar nuestro inmenso plano del lugar, quizás porque no habían oído hablar nunca de Melville, entendieron literalmente que buscábamos la tumba de Moby Dick y nos indicaron una mancha gigantesca, un punto verde un tanto confuso, de aquel mapa, donde se suponía que descansaba la famosa ballena. 

Dios santo, pensamos, estos policías piensan que buscamos la tumba más colosal del lugar, tal vez ideada para acoger al mundo entero. Y, al pensar en los perseguidores del Todo, aquel mismo día me acordé de Miklós Szentkuthy, otro sospechoso de haber querido abarcar lo absoluto, genio húngaro que decía desear ver, leer, pensar, soñar, engullirlo todo, absolutamente todo. Y, por supuesto, me acordé del desorbitado Thomas Wolfe, que en su afán por abarcar todas las historias del mundo se ahogó en la tempestad de unos materiales que parecían escapar a su gobierno. Ya ese afán de Wolfe por reinar sobre el tiempo se detectaba en su torrencial primera novela El ángel que nos mira, donde había unas palabras que siempre consideré dignas de constante reflexión, quizás el posible centro mismo de mi poética: 

«Buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero (...). Cada uno de nosotros es el total de sumas que aún no ha sumado: reducidnos de nuevo a la desnudez y a la noche, y veréis cómo empezó en Creta, hace cuarenta mil años, el amor que ayer terminó en Texas...». 

5

En ese decalaje de cuarenta mil años me concentré precisamente anoche, viendo fascinado el documental que Werner Herzog rodó en la cueva de Chauvet, esa gruta situada en Ardèche, al sur de Francia: catedral del Paleolítico, de acceso vedado al público. No puedo negar que lo vi con entusiasmo pues, a mi regreso de Melilla, había dedicado mucho tiempo al estudio del Paleolítico y, pasados los años, no había perdido el más mínimo interés por él, todo lo contrario; mi mente llevaba impregnados muchos recuerdos de mi dedicación a la inacabable materia. Entre ellos, una frase de Georges Bataille, escrita en Les larmes d’Eros, mucho antes, evidentemente, que el documental de Herzog; una frase que me dio a conocer en su día el escritor Juan Vico: «Estas cavernas sombrías fueron consagradas a aquello que es, en un sentido profundo, el juego: el juego que se opone al trabajo, y cuyo sentido ante todo es el de obedecer a la seducción, el de responder a la pasión».

Sólo los arqueólogos y paleontólogos que trabajaban sobre el terreno para documentar lo encontrado tuvieron acceso al enclave de Chauvet, al que consiguió entrar Herzog con un permiso especial y un reducido equipo de rodaje. Entre quienes fueron con él se encontraba Jean-Michel Geneste, arqueólogo del Paleolítico al que una vez tuve el honor de tratar y del que anoté sus reveladoras palabras al final del documental. Las anoté porque tuve la impresión de que me habían situado por primera vez en mi vida en una pista muy convincente de lo que durante tanto tiempo busqué: «el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero» del que hablaban el mismo Wolfe y tantos otros. 

Del «perdido sendero» me pareció que hablaba con todo detalle Geneste cuando, al final del documental comentaba que los humanos de hace cuarenta mil años, los humanos del Paleolítico, tenían probablemente dos conceptos que cambian bastante nuestra percepción actual del mundo: el concepto de fluidez y el de permeabilidad. Fluidez significaría, según Geneste, que las categorías que manejamos —mujer, hombre, caballo, árbol, puerta— pueden cambiar, modificarse. Del mismo modo que un árbol puede tomar la palabra, un hombre, siempre y cuando se den las circunstancias, puede transformarse en un animal y viceversa. 

Y el concepto de permeabilidad, por su parte, responde a la idea de que no hay barreras, por así decirlo, en el mundo de los espíritus. Y no sé, pero intuyo que esos dos conceptos citados por el arqueólogo Geneste habrían encajado de maravilla en esa biblia que fueron siempre para mí las Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino. Es más, habría sido extraordinario poder ver cómo, gracias al añadido de esos dos conceptos de Geneste, las Seis propuestas integraban también entre ellas una antigua percepción más fluida y espiritual de nuestro mundo.

Una pared, nos dice Geneste, puede hablarnos, aceptarnos, o rechazarnos. Un chamán, por ejemplo, puede enviar su espíritu al mundo de lo sobrenatural, o puede recibir dentro de sí la visita de los espíritus sobrenaturales. Si juntamos fluidez con permeabilidad nos podemos dar cuenta de lo enormemente distinta que debió de ser la vida de entonces con respecto a la de hoy en día. Los humanos hemos sido definidos de muchas formas. Homo sapiens es una de ellas, pero que nos llamemos así a nosotros mismos hace reír, más bien porque se trata de una definición tirando a presumida cuando, después de todo, ni siquiera llegamos a saber que lo único que sabemos es que no sabemos nada. Homo spiritualis parece, en cambio, una definición más ajustada a lo que somos. ¿O acaso no logra el film de Werner Herzog sobre la cueva francesa de Chauvet que detectemos de lejos el origen del alma humana moderna? Anoche, la sensación de haberlo casi detectado —ese origen, tan visible de algún modo en la cueva francesa— me dejó caminando por el «perdido sendero», el mismo por el que a veces avanzo, o creo avanzar, algo que me sucede cuando siento que soy espoleado por una voz que me anima, que literalmente me lleva a buscar mi alma: «Vamos, que nos espera un largo trecho». 

6

De Thomas Wolfe, uno de los pioneros del siglo pasado en hablar de ese «perdido sendero», me fascinó su afán por abarcarlo todo, sus interminables esfuerzos por registrar en su memoria cada ladrillo y adoquín de todas y cada una de las calles por las que había caminado, cada rostro en medio de cada confusa multitud en todas las ciudades, cada calle, cada pueblo, cada país, sí, incluso todos los libros de la biblioteca cuyos estantes abarrotados había tratado en vano de devorar en la universidad.

Tenía algo de novelista dotado de ciertos dones divinos, si es que éstos pueden llegar a formar parte del alma de un narrador. La primera vez que leí algo agresivo con esa clase de autores totalitarios —los estrechos y también algo desesperados competidores de Dios— fue en un coloquio en el que participaba Antonio Tabucchi, de quien justo había empezado a admirar Dama de Porto Pim, maravilloso libro fronterizo publicado en Palermo y traducido en Barcelona en febrero de 1984, libro tan dispar como unitario que reunía en muy pocas páginas cuentos breves, fragmentos de memorias, diarios de traslados metafísicos, notas personales, una breve biografía de Antero de Quental, astillas de una historia cazada casualmente en la cubierta de un barco, recuerdos inventados, mapas, bibliografía, abstrusos textos legales, canciones de amor: toda una serie de elementos, algunos a primera vista enemistados entre sí y sobre todo enemistados con la literatura, pero transformados por una firme voluntad literaria en ficción pura. 

Me encantó de Dama de Porto Pim su nada corriente organización de los textos, su estructura tan parecida —al menos desde mi punto de vista— a la de Noches insomnes, otro libro fronterizo de gran calado, también tan dispar como unitario, donde, a través de fragmentos de memorias y notas personales, Elizabeth Hardwick iba componiendo el retrato de una creadora hecha a sí misma, con algunas influencias evidentes, pero en el fondo creadora única, siempre algo cansada, como una Billie Holiday de la literatura, rodeada de músicos aún más fatigados que ella, gafas de sol, insomnio ceniciento, gabanes agobiantes y las esposas de los músicos, todas tan rubias y tan y tan agotadas. 

Hay páginas de Hardwick que quisiera saberme de memoria, como aquella en la que nos dice que, cuando piensa en las personas desgraciadas a las que ha conocido, tiene la impresión de que todo lo que les rodea se les parece: las ventanas se duelen de sus cortinas; las lámparas, de su pantalla de tela; la puerta, de su cerradura; el ataúd, de la capa de suciedad que lo ahoga. 

De entre lo que más recuerdo de Dama de Porto Pim está su levedad poética al escribir sobre cuestiones difíciles y complicadas y lograr que éstas pierdan su pesadez. Es como si Tabucchi pensara que sólo la levedad puede transmitir el verdadero carácter de las cosas y que todo lo que tenga un peso de plomo ciega siempre al lector y le impide leer. En su libro y, por supuesto, sin decirlo, Tabucchi propone nada menos que un Moby Dick en miniatura.

Leí su minúsculo gran libro viajero en los días en los que justo descubrí, transcurridos ya diez años de mi regreso de París, que mis mejores amigos de Barcelona se habían situado bien en la vida, mientras que yo, en cambio, sólo estaba perdido por completo en ella. Y si no ando equivocado, fue muy poco después de leer Dama de Porto Pim cuando tuve la sensación de pasar por una experiencia epifánica y acabé decidiendo —con una alegría y un instantáneo sentimiento de liberación descomunal— que volvería a la escritura, como si ésta pudiera rescatarme de algo, como mínimo del hundido sótano en el que notaba que, burda e innecesariamente, me había precipitado. 

Buscando no acabar como uno de esos tipos que tienen a las ventanas de su casa doliéndose de sus cortinas, resultó para mí providencial mi inmersión intensa en la reproducción en un periódico español de un coloquio en el que había participado el propio Antonio Tabucchi. Se trataba de un encuentro en Roma entre diversos narradores italianos. En él, Tabucchi decía de pronto que, «por su omnipresencia», el novelista decimonónico se parecía demasiado a Dios (que estaba en todo, y lo veía todo, y era Todo), y también decía que esto en realidad le remitía a algo muy mugriento del pasado. «Y, como tal cosa del pasado, muy triturable», concluía con soltura un divertido Tabucchi. La risa me duró días, porque no podía sacarme de la cabeza aquella conclusión o, mejor dicho, aquel inesperado adjetivo final: triturable.

Cuando meses después, por pura curiosidad, viajé a Italia para ver Vecchiano y pasar unos días en Roma en el alegre Albergo del Sole de la plaza del Panteón, leí, en un periódico encontrado en la recepción del Albergo y nada menos que en la mitad misma de un artículo de fútbol, una frase de Voltaire que me sorprendió, quizás porque simplemente no me la esperaba en la sección de deportes: 

«El secreto de aburrir es contarlo todo».

Me dio que pensar. Los partidos de fútbol, por ejemplo, lo contaban todo y muchas veces no aburrían nada. ¿Se inventaron las prórrogas para los partidos que no acababan de resolver lo que en ellos había sucedido?

El secreto de aburrir es contarlo todo, decía Voltaire. Pero no parece que el joven Kafka pensara lo mismo cuando en uno de sus textos más tempranos, Descripción de una lucha, exigió que todo, absolutamente todo, le fuera contado: «Y de pronto exclamé: ¡Cuente de una vez esas historias! Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo, del principio al fin. Menos no pienso escuchar, se lo digo desde ahora. Es el conjunto lo que me fascina».

7

Decir que el secreto de aburrir era contarlo todo fue, siempre para mí, una buena forma de acabar de un plumazo con el narrador decimonónico y su abrumadora versión de sabelotodo. Pero hubo un día en que reparé por fin en que también existían un tipo de narradores omnipresentes que nada tenían de pesados, todo lo contrario. Herman Melville, el autor de Moby Dick, por ejemplo. Lo escribí en una libreta y de inmediato me llegó la satisfacción de haber acabado con mi absurda rutina —que había llegado a durar décadas— de ir sistemáticamente, sin hacer distinciones, contra el narrador decimonónico, una manía a la que, aunque tarde, supe ver a tiempo que me urgía ponerle un final. 

Acabar con la rutinaria frase sobre los decimonónicos me abrió panoramas y me permitió, además, iniciarme en el arte de ir oscilando de un lado para otro, como un barco en alta mar, y cotejar de vez en cuando el contraste maravilloso, por ejemplo, entre lo miniaturizado por Tabucchi en Dama de Porto Pim y la vertiente colosal de Moby Dick, donde todo era monumental; las ballenas, para empezar. Y donde, además, brillaba, de un modo innegable y atractivo, el inmenso afán enciclopédico de Herman Melville, que, entre otras cosas, nos informó en su libro de que los mejores balleneros del mundo solían proceder de la imponente isla de Pico, en las Azores. 

Meses después de mi paso por Vecchiano y Roma, conocí a Tabucchi en una fiesta en Barcelona en el hotel Colón junto a la catedral. Quise contarle que había visitado Vecchiano, su ciudad natal, pero él, sin mirarme siquiera, me propuso que le siguiera hasta una barra de bar que estaba al otro lado de la sala. Para llegar a la barra dorada había que apartar a mucha gente, así que el camino que emprendimos fue largo. Empecé a andar detrás de Tabucchi, que parecía que llevara un machete porque mostraba una asombrosa facilidad para abrirse camino en la selva de bebedores. Y en un momento de ese trabajoso trayecto hacia el otro lado de la sala me preguntó a bocajarro y mezclando acento italiano y portugués: 

—Amigo, ¿por qué me perxigues?

Capté al vuelo el sentido de la pregunta: estaba claro que él sabía que en uno de mis artículos de prensa había yo copiado literalmente parte de su descripción del Peter’s Bar, un fantástico antro de las Azores que no tardaría yo mismo en conocer, pero que, antes, gracias a Dama de Porto Pim, había podido describir como si lo hubiera frecuentado toda la vida. 

Ese día, mientras cruzábamos la selva de aquella sala hasta la barra más inmediata, hice como que no captaba su indirecta (y tarjeta de presentación) y me dediqué a contarle que en París había renunciado a escribir, pero que luego, de vuelta a Barcelona, había cambiado de idea y me había puesto a redactar historias como un loco, llegando incluso a dejar tirada en una cuneta la vida misma. 

Querrás decir transformando la vida en literatura, dijo Tabucchi, porque piensa que el mismo hecho de decirme que en París renunciaste a escribir ya es literatura, y a esa ley no podemos sustraernos, ni tú ni yo, ¿no te parece? 

8

El tipo del que me gustaría hablar ahora parece salido de un cuento de Navidad, pero también es un ser humano muy real, un clochard que se sentaba en el suelo todos los días, a finales del siglo pasado, en la puerta de entrada de una librería de París, en el boulevard Saint-Germain, frente a un histórico quiosco de revistas. La librería ya no existe, y del clochard hace años que dejé de tener noticias; sólo el quiosco de prensa sigue ahí. 

El hombre que se sentaba en el suelo —el suelo sigue estando ahí; le dedico una rápida mirada cada vez que visito París— era de los más refinados que he conocido, ya no sólo por su elegante forma de comportarse, ya no sólo porque daba los buenos días a los transeúntes que se detenían frente al quiosco o entraban en la librería, sino porque se dedicaba a leer a los clásicos, sentado allí sobre los cartones que ordenadamente había dispuesto en el suelo y desde donde contemplaba de vez en cuando el tráfico general del mundo. En ocasiones, con las maneras del Che Guevara, le había visto ponerse de repente en pie y fumar, casi arrogante y con la mirada en el horizonte, un colosal puro habano que desconcertaba a más de un transeúnte. 

Si bien le había visto ya a veces en mi primera etapa en París, en mi etapa de inquilino de un fragmento de garaje en el norte de la ciudad, lo seguí viendo en las sucesivas ocasiones y diversas circunstancias en las que regresé a París. Pero nunca imaginé que un día, en Florencia, el escritor Antonio Tabucchi me hablaría de aquel clochard de los puros habanos. 

Sentados en un café con terraza estival junto al río Arno, Tabucchi me dijo que había hablado una vez con aquel clochard, tan popular en el boulevard Saint-Germain. Y la escena que pasó a contarme sucedía en un atardecer en el que nevaba copiosamente en París y Tabucchi estaba solo en la ciudad y, sintiéndose angustiado en su pequeño apartamento de la rue de l’Université, decidió salir a dar una vuelta por el barrio y no encontró a nadie, hasta que tropezó con su amigo el clochard, al que le comunicó su desasosiego absoluto por estar vivo y por la crudeza de aquel día de invierno. 

El hombre, por toda respuesta, le invitó a sentarse a su lado, sobre los cartones desplegados en la acera, y a mirar el mundo desde su modesta posición a ras de suelo. Tabucchi no dudó en aceptar y estuvieron largo rato en silencio, allí en la entrada de la librería, contemplando desde abajo el paso apresurado y a veces errante, pero siempre indiferente, de los transeúntes invernales, hasta que el clochard rompió el silencio para decirle algo que a Tabucchi le quedó grabado para siempre: 

—¿Lo ves, amigo? Desde aquí uno puede verlo muy bien. Pasan los hombres y no son felices. 

A la vuelta de Florencia, pensando en aquella frase del clochard cuyo nombre nunca supe, me acordé de lo que decían Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs en el prólogo a aquella Antología del cuento triste que ellos compusieron en 1992: «Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si es verdad, como creemos, que la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste». 

Claro que también se decía en ese prólogo que la parte alegre de la vida tiene a veces su fundamento en la parte triste, y viceversa, lo que muchas veces me ha llevado a pensar que aquel clochard de París tenía algo también de animal feliz, algo en concreto de aquellas ballenas felices que observan a los hombres y los describen en un relato de Dama de Porto Pim. Las ballenas, en aquel cuento, creen observar, con trágica ternura, que los hombres que se les acercan «enseguida se cansan y, cuando cae la noche, se duermen o contemplan la luna. Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes». 

A veces, los relatos breves (en Tabucchi era fácil de percibir) son láminas de vida con una extraña adherencia a la realidad. Sobre todo si quienes los narran son personas o ballenas felices que necesitan de la tristeza para vivir y morir. «Verme morir entre memorias tristes», decía Garcilaso. 

9

Cae un rayo en Barcelona y de inmediato la memoria me transporta al Teatro Marigny, de Champs Élysées. 

A aquel París de droga y de renuncia a escribir, volví unos quince años después y comprendí que me había reconciliado con la ciudad en el instante mismo en el que un día, en plena tormenta eléctrica, agradecí —jamás pensé que podría pasarme algo así— seguir estando vivo. El instante fue apocalíptico, allá, bajo la marquesina del Teatro Marigny. La marquesina era mi paraguas y de pronto fue también mi terror cuando caí en la cuenta de que me había refugiado en un lugar en el que la muerte tenía un prestigio muy bien consolidado. 

Me acuerdo con tanta exactitud de aquellos momentos de pánico que mejor será que los cuente como si estuvieran sucediendo ahora mismo; a fin de cuentas, son instantes que me acompañan siempre.

Antes de refugiarme en la entrada del Marigny, viendo la proximidad del aguacero, he ido descendiendo deprisa y eufórico por Champs Élysées, creyendo que la alegría que va ese día conmigo sólo puede ser imparable. Y en realidad no hay para menos, porque es una felicidad que proviene de saber que llevo por fin en mi bolsillo una traducción francesa del Tristram Shandy, de Laurence Sterne, un libro con duende y que, para mí, tras superar multitud de pruebas, ha demostrado siempre ser mi amuleto de la suerte. Independientemente de que sea una novela infinitamente divertida, ese libro me ha dado siempre una fuerza espiritual extraña. Es por eso que, a pesar de que el día es duro, con amenaza de tormenta agresiva sobre París, voy por Champs Élysées con un sentimiento de exultante felicidad. 

Me detengo de pronto cuando recuerdo que con la felicidad es mejor no confiarse y que lo más sabio es dejar que sea efímera y no querer abrazarla tanto. De modo que rebajo yo mismo el ímpetu de mi alegría y me dedico a imaginar que voy lentamente ensombreciendo mi rostro, mientras aligero aún más mis pasos: un juego al que siguen otro y otro más hasta que, ante la proximidad de la tempestad eléctrica, recupero la seriedad y tomo por fin conciencia de que he de buscarme un refugio para la lluvia. Lo encuentro en la espléndida marquesina del Marigny, hasta que me llevo el susto del año al caer en la cuenta de que me he situado justo en el lugar en el que, en una noche trágica, el escritor Ödön von Horváth esperó largo tiempo al director de cine Robert Siodmak y, viendo que no llegaba, decidió reemprender la marcha cayéndole entonces encima una rama que se desprendió de un castaño violentamente afectado por un rayo, a cuatro pasos exactos de la marquesina. 

Miro al árbol que tengo ante mí y compruebo, con mayor terror si cabe, que efectivamente es un castaño, y toco entonces en mi bolsillo mi amuleto de la suerte y trato de distraerme recordando la historia un tanto insólita del pobre Horváth, quien, un día, paseando por los Alpes, se topó con un hombre que se notaba que había muerto hacía muchos meses y que no era cadáver, sino esqueleto, aunque tenía intacto a su lado un bolso con una tarjeta postal que el muerto había escrito y que decía: «Lo estoy pasando muy bien». Los amigos le preguntaron a Horváth qué había hecho con la postal, y él les dijo: «Busqué la oficina de correos más próxima y la envié. ¿Qué otra cosa podía hacer?».

No estaría mal, me digo, morir en pleno Champs Élysées partido por un rayo, sería un bello cierre de mi biografía shandy, pero también es verdad que no debería precipitarme, no puede haber llegado ya mi hora. Y elijo evocar al joven Ernst Jünger cuando, entre combate y combate en Bapaume, se dedicaba en pleno frente, con alegría shandy, a leer el Tristram, que para él era una fuente de diversión y de energía en medio del desastre bélico. 

No fue, en el asunto que nos ocupa, la rama de un castaño, pero sí un disparo el que dejó fulminado al joven Jünger, aunque en su caso no hubo gravedad ni muerte, pues despertó en un hospital militar donde pudo retomar la lectura del Tristram, porque el libro se había quedado en el bolsillo de su abrigo y, es más, había ejercido de oportuno freno para una bala que había buscado matarle. Fue para él, y así lo contó después, como si todo lo acaecido en el intermedio (el disparo en medio del combate, la herida, el hospital, la enfermera, el despertar a la realidad y también el despertar a este mundo marciano) sólo pudiera ser un sueño o pertenecer al contenido mismo del libro de Sterne, una especie de inserto espiritual que vendría incluido con el libro. 

Sigo estacionado bajo la marquesina, consciente de que aventurarme fuera de ella podría costarme la vida y entregándome, más que nunca, al culto absorbente del shandysmo, mi talismán. Qué duda cabe que ese culto, me digo, viene ya de lejos y merece verse incluido en este intento de «biografía de mi estilo» que creo que estoy empezando a escribir. 

Cae un rayo. 

Y cae como si quisiera advertirme de que en modo alguno estoy escribiendo una «biografía de mi estilo», si acaso unas prosas intempestivas, unas leves notas de vida y letras con las que estaría buscando averiguar quién soy realmente y quién es mi escritor preferido. 

Espero otro rayo bien pronto. Pero ya no estoy tan asustado y ahora miro cara a cara al castaño asesino, mientras me acuerdo de Fleur Jaeggy, la escritora que un día contó que, tras escribir Los hermosos años del castigo, regresó a Appenzell —el país de Robert Walser, habitante único del territorio cherokee por excelencia de la literatura—, y lo hizo la gran Fleur de la misma forma que una asesina acababa volviendo al lugar del crimen. Fue a ver el internado suizo de señoritas de su novela y se enteró de que había pasado a ser una clínica para ciegos. Y después, como ese antiguo internado estaba muy cerca de Herisau, fue a ver cómo era ese sanatorio mental en el que había pasado Walser veintisiete años de su vida. Era un lunes de Pascua, y de entrada sólo vio a una enfermera que le dijo que no la podía atender demasiado porque estaba muy ocupada. Como no había nadie más, Fleur compró unas tarjetas postales. De pronto, la enfermera se volvió gentil y acabó presentándole a algunos pacientes, con los que pudo hablar. «Fue como si yo hubiera hecho un viaje tras las huellas de Walser, buscando los árboles que le vieron morir», comentó Jaeggy después de la visita. 

No me altero. El criminal castaño sigue ahí. Se nota que estoy en un teatro y el rayo podría ser un efecto especial, aunque en el fondo no ignoro que no es así y que si llega de verdad la muerte no lo hará de un modo que haya pensado yo previamente. ¿O sí? Claro que sí, por qué no, la muerte sabe saltarse las reglas.

10 

Me resisto a plegarme ante el miedo absoluto. Mi shandysmo, me digo, no ha hecho tan largo viaje por la vida hasta aquí para sentir ahora más terror del que puedo soportar. Además, ¿no perfeccioné mi coraje en Barcelona, en la Sociedad de Amigos de Laurence Sterne? Sonrío. Y lo hago sobre todo al pensar en las diferentes sociedades y clubs a los que pertenezco. Las reuniones de la Sociedad de Amigos de Sterne vienen celebrándose los 24 de noviembre, cuando conmemoramos el aniversario del nacimiento de ese gran escritor, oriundo de Clonmel (Irlanda). Si los seguidores de James Joyce han sido siempre unos fanáticos que desayunan cada 16 de junio té, tostadas y riñón de cerdo, los amigos de Laurence Sterne no les vamos a la zaga y nos reunimos a cenar cada 24 de noviembre en un restaurante de las afueras de Barcelona, que se llama precisamente Clonmel y que regenta John William Walsh, oriundo de esa población irlandesa, un tipo que, aun siendo un lector insaciable, curiosamente nunca ha sido admirador de lo shandy, del mismo modo que, siendo un irlandés de los que no dejan dudas de que lo sean, él se siente australiano.

Me río a solas todos los años en el Clonmel cuando recuerdo las furibundas envestidas que Sterne pone en marcha en su libro contra las novelas más solemnes de sus contemporáneos. Y me dejo sorprender cada año por el levísimo contenido narrativo del libro, donde, como es sabido, el narrador no nace hasta muy avanzada la novela; antes está siendo concebido, lo que hace que podamos leer Tristram Shandy como «la gestación de una novela» y divertirnos sin límites con sus constantes y gloriosas digresiones y los comentarios eruditos que puntúan todo el texto. 

Y, por encima de todo, me río cada 24 de noviembre con su gran exhibición de ironía cervantina, sus asombrosas complicidades con el lector, la utilización del flujo de conciencia que luego tantos dirían que fueron ellos quienes lo inventaron.

Es Tristram Shandy un libro en el que su protagonista no quiere nacer porque no quiere morir, al igual que no quiero morir yo ahora en Champs- Élysées y me agarro a mi Tristram de bolsillo para no descartar la posibilidad de que sea éste quien me proteja con más efectividad que la marquesina del Marigny. 

No, no quiero morir y paso revista rápida a mi vida y veo que el cometa Shandy, desde que apareciera en ella, me la ha alegrado siempre. Me fascina esa novela tramada con un tenue hilo de narración y unos monólogos donde los recuerdos reales ocupan muchas veces el lugar de los sucesos imaginados y donde la risa está siempre a punto de estallar y de pronto se resuelve en lágrimas. Donde uno descubre de golpe, al borde del llanto alegre, que la vida puede ser triste. Claro que sí, por supuesto que la vida es triste, del mismo modo que también puede ser shandy

Tristram no sólo es mi amuleto, sino la columna vertebral de todo lo que he escrito. En esa posible biografía de mi estilo, que ya he abandonado, habría ocupado sin duda un lugar central. De hecho, no se puede entender casi nada de mí sin la influencia relampagueante del libro de Sterne. 

Cae un rayo.

11

Ayer encontré en el archivo de mi ordenador un antiguo mensaje de Tabucchi escrito en un italiano contaminado de español, o viceversa. Leí el documento con sorpresa y como una señal de algo y presté atención a unas palabras que, a causa del ritmo enloquecido de vida que yo llevaba en aquella época, había olvidado por completo y que, por faltarme, además, el contexto en el que fueron escritas, a estas horas me siguen resultando imposibles de descifrar, por lo que he decidido interpretarlas a mi aire. 

Decía Tabucchi en su mensaje: «Amigo: che bella sorpresa. E che bel testo. / Grazie. E grazie per le vostre notizie, che ci fanno molto piacere. / Me hablas de una época remota, quando existían los cetáceos. / Fue una época antediluviana, y sin embargo la he vivido. Que cosa rara. / Se venite a París, sarà un piacere ridere di nuovo insieme. Nos quedamos hasta fin de marzo. / Un abrazo muy fuerte. Antonio». 

Creo o quiero ver que, aparte de una improbable pero siempre posible referencia a Moby Dick, al hablarme Tabucchi de cetáceos no sólo estaba refiriéndose a las ballenas de las Azores, sino también a los escritores de antes, una raza especial, una clase de autores que, cuando él escribió aquel mensaje, sin duda habían ya empezado a extinguirse y luego, a gran ritmo, han seguido desapareciendo. 

El concepto escritores de antes lo encontré en un ensayo de Fabián Casas en el que éste, al recordar a Roberto Bolaño, hablaba de lo mucho que los echaba en falta, a gente como Julio Cortázar, decía, que fueron mucho más que simples escritores y también «maestros, ejemplos de vida, faros potentes en los que él y sus amigos se proyectaban».

Estaba pensando en esto cuando caí en la cuenta de que, por pura inercia, había dado por hecho que, aun habiendo ya muchos menos, seguían quedando escritores de antes y demás cetáceos cuando en realidad, como si fueran seres del Paleolítico detectados por Herzog, podía ser que fueran ya casi una reliquia total del pasado y quizás quedaran de ellos ya sólo algunas huellas, ciertas trazas que pudieron en su momento dejar en algunas cuevas dispersas por entre las ruinas de la modernidad. 

Huellas, trazas, por ejemplo, del cetáceo Lezama Lima en La Habana, escribiendo en una vivienda minúscula en contraste con la magnitud de su gran Obra-Ballena. Y también trazas del propio Roberto Bolaño, riendo en su cueva de Blanes y mostrando su lúcido inconformismo con la obra de los contemporáneos que no le gustaban, que eran mayoría, aunque iba cambiando de opiniones, algo comprensible, dado que le gustaba confeccionar listas y ser arbitrario y no tomarse demasiado en serio la literatura, lo que, a mi modo de ver, siempre ha sido la mejor forma precisamente de tomársela en serio de verdad. 

«El oficio de escritor es un oficio bastante miserable, pero es que, además, está poblado de tontos que no se dan cuenta de la fragilidad inmensa, de lo efímero que es», había dicho una vez Bolaño en la televisión chilena. Ignoro si él estaría de acuerdo —imagino que no, porque le gustaba estar en desacuerdo con todo—, pero para mí, cuando alguien me hablaba de «un escritor de verdad», o de «un escritor de antes», o simplemente de un escritor al que se le pudiera llamar escritor y que por tanto no fuera un impostor más, siempre, siempre, lo imaginaba, lo sigo imaginando, vestido de riguroso negro y muy francés (aunque no sea francés), frente al Mediterráneo. Y, además, poeta, mucho más allá de las poesías chilena y francesa. 

Un poeta, había dicho también Bolaño, lo podía soportar todo, lo que equivalía a decir que un hombre lo podía soportar todo. Pero Bolaño no estaba conforme con esto último, porque le parecía que eran pocas las cosas que un hombre podía soportar, mientras que un poeta, en cambio, lo podía aguantar todo. 

¿Seguro? Creo o quiero ver que también el mundo de la poesía está poblado de tontos. Según W. H. Auden, uno de ellos fue Alfred Tennyson, que en su juventud tenía pinta de gitano y más tarde parecía un monje viejo y sucio. De todos los poetas ingleses, decía Auden, el que había poseído el oído más fino había sido Tennyson, pero probablemente había sido también el más tonto de todos. 

12

Mallarmé no era tonto, tenía un finísimo oído, y él sí que podía sobrellevarlo todo, con su intemporal aire de poeta encerrado entre las cuatro paredes de su casa de la rue de Rome. Vivía en un ambiente lacrado, casero, con «olor de encierro, de tabaco de pipa y de sedas viejas y viejos pergaminos», que es como yo había pensado de joven que podía ser su gabinete de trabajo, y cuya descripción incluí en mi segundo libro, una novela breve que, con el tiempo, me acostumbré a explicar a todo el mundo que era «capaz de matar a quien la leyera». En realidad, tras esta frase se escondía el inmenso pánico que despertaba en mí cualquier lector, fuera quien fuera. Y, sin duda, fue por eso por lo que construí una máquina criminal de narrar que, a través del mismo texto, asesinaba a todo aquel que se asomaba a mis páginas homicidas y, al leerlas, descubría lo inexperto que era yo narrando, aunque quizás no tan inepto a la hora de matar desde mi texto. 

¿Era únicamente francés el olor a encierro de Mallarmé? En la misma medida en que podía serlo el de Miles Davis cuando le vi tocar hacia 1965 en el Palau de la Música Catalana. El trompetista tocó de espaldas al público y, en medio de un griterío monumental, creado por los entonces muy clasistas aficionados al jazz de aquella ciudad franquista, todos convencidos de que «el negro» los despreciaba y por eso les daba la espalda. 

Quedé fascinado por esa idea de «dar la espalda al público» y me cobijé en ella para justificar que en mi segundo libro diera la espalda a todos y, por si no era suficiente, buscara la muerte del lector. Cuando recuerdo la época en la que lo escribí, recuerdo también «la cocina del libro», todo aquello que no se encuentra en él pero que está detrás de él, y así recuerdo bien que, en realidad, en mi mente, toda la novelita transcurría «entre sedas viejas y viejos pergaminos»; es decir, que transcurría en lo que yo imaginaba que había sido el gabinete de Mallarmé, en el 89 de la rue de Rome, de París. 

Y también recuerdo que a veces me divertía haciendo que Miles Davis visitara a Mallarmé con una intención que siempre era la misma: animarle a acabar el poema que estuviera forjando y lograr que lo terminara como un digno escritor francés. En una de sus visitas, parece que Miles Davis le preguntó a Mallarmé cómo veía él su obra dentro de la historia de la literatura. Y Mallarmé, teniendo en cuenta que Miles Davis aún tenía que nacer, le dijo que llegaría un día, que aún no había llegado, en el que la literatura quedaría establecida como un fin en sí mismo, es decir, sin Dios, sin justificación externa, sin ideología que la sustentara, como un campo autónomo.

Cuando llegue ese día, le dijo Mallarmé a Davis, usted ya habrá muerto hará tiempo, y yo ni digamos. Miles Davis sonrió, dejó la trompeta sobre un sillón forrado de seda azul y, después de pensarlo bastante (no quería pasar por un descerebrado), dijo:

—¿Y no será que usted escribe sobre aquello que le impide escribir? ¿Y no será que si yo toco piezas de jazz es porque éstas hablan de lo que me impide tocar? 

Con esa pregunta, Davis, no podía saberlo, se adelantaba a unas palabras que diría Samuel Beckett muchos años después: «Se pinta aquello que impide pintar».

—¿Jazz? —preguntó Mallarmé.

Era tan difícil la respuesta que nunca llegó, y Mallarmé pudo confirmar que estaba hablando con alguien, pero en el fondo estaba solo.

13

No consigo frenar mi emoción al prepararme para decir esto: en literatura me gustan especialmente los que vienen a ser como el paradigma de la más fría e incisiva inteligencia, los que llevan al límite lo que alguien llamó la «temible disciplina del espíritu». Y eso es todo, podría ya acabar aquí. Pero me parece que haré bien en añadir que quizás la cualidad que más aprecio en los «escritores franceses» es su absoluta autonomía. Porque si algo tiene de extraordinario la literatura es que es un espacio de libertad tan inmenso que permite todo tipo de contradicciones. Por ejemplo, en un mismo párrafo se puede creer y no creer en Madeleine Moore. Y me vienen ahora a la memoria los relatos de Liz Themerson, donde se dan la mano la epifanía de la fe y la de la Nada más radical y no es posible saber si Themerson es o no creyente o es, simplemente, una persona ambigua a todas horas. 

«Escritores franceses» son, por ejemplo, Clarice Lispector y Julien Gracq, Ida Vitale y Felisberto Hernández, Felipe Polleri y Harry Mathews, Madeleine Moore y Conde de Lautréamont. 

O Jean-Yves Jouannais, que, en su caso particular, como en el de Moore y Gracq, es, además, francés de nacimiento y, por tanto, si se quiere, doblemente francés, aunque no estoy seguro de que se pueda ser doblemente francés, porque la suma es imposible: o se es un escritor verdadero (y entonces se es francés, aunque uno sea noruego), o no se es: el caso, sin ir más lejos, de Dios cuando escribe, que dista mucho de ser francés.

14

Jouannais es el perseguidor de una obsesión: abarcar todas las guerras que ha habido a lo largo de la historia. Sus conferencias o performances —una mensual desde hace más de diez años en el Beaubourg de París—, todas dentro de su ciclo «Enciclopedia de las Guerras», han sido siempre discursos escenificados: una especie de interminable puesta en escena en la que, sesión tras sesión, Jouannais —siempre con el brazalete militar de su abuelo y el reloj de bolsillo de su bisabuelo, artillero asesinado en la batalla del Somme— teatraliza el proceso de escritura de su gigantesca, infinita Enciclopedia.

Esa Enciclopedia, como cabe imaginar, abarca desde la Ilíada hasta nuestros días, y, por su propio carácter de proyecto inagotable, lleva el camino, más que seguro, de prolongarse indefinidamente, lo que quizás a Jouannais le da tranquilidad a la hora de desarrollar su libro, porque nada calma tanto como saber que uno no ha de contarlo todo cuando el Todo que ha elegido a todas luces es inabarcable. Porque Jouannais es un poeta de fondo que trabaja con el eterno borrador de una novela que no tendrá nunca que publicar, no hay material ni tiempo en el mundo para imprimirla, y para la que, por tanto, no tendrá que imaginar en ningún momento formas definitivas. 

A veces pienso que no está mal pensado escribir un libro que sabemos que ni siquiera podrá acabarse cuando termine nuestra vida. Me recuerda a Macedonio Fernández, el maestro de Borges, que comenzó a escribir Museo de la Novela de la Eterna en 1925 y estuvo trabajando en ella veintisiete años, hasta que la muerte interrumpió su escritura y dejó eterno, por inacabado, aquel Museo de la Novela, en realidad una «antinovela», escrita en un estilo nada lineal, incluyendo todo tipo de reflexiones, discusiones y juegos, además de cincuenta prólogos previos al texto supuestamente central de la historia. Cuando trece años después de la muerte de Macedonio, en 1965, fue publicada en Argentina, no tardó en descubrirse que, como uno de esos soldados decapitados que en pleno combate continúan avanzando sin cabeza, era uno de esos libros que tienen vida propia, es decir, que continúan novelándose solos. 

De libros con vida propia está claro que sabe mucho Jouannais. Es muy probable que seamos amigos desde hace una gran cantidad de años, aunque jamás nos hayamos visto personalmente o, mejor dicho, nos hayamos visto una vez, de lejos en el Beaubourg, pero no dimos ni un solo paso para saludarnos. Y también creo que siempre ha habido algo muy deliberado, por parte de los dos, en estos desencuentros «amistosos». 

Si jamás hemos llegado a saludarnos, si ambos hemos rehuido el encuentro, puede que se deba a que la relación se fundó a través de una intensa correspondencia, a la que nunca después quisimos traicionar pasándonos al correo electrónico, o a los vulgares y efusivos abrazos en público. Nuestra amistad, pues, rinde homenaje al casi clausurado mundo de la correspondencia, a los gloriosos días del pasado, al mundo de las cartas, hoy en día impíamente reducido y en completa deriva trágica.

Todo esto, de algún modo, me recuerda que mi gran amistad con Madeleine Moore se mantuvo a través del tiempo en gran parte debido a que ella no entiende excesivamente mi idioma, y mi francés siempre ha sido imperfecto. Recuerdo el día en que Madeleine le comentó a su amiga Dominique Gonzalez-Foerster acerca de su relación conmigo: «De haber entendido él y yo todo cuanto nos decíamos, a estas alturas tendríamos una amistad con un grado de intensidad más bajo, seguro».

Jouannais, escritor de los de antes, encarna por sí solo una variante de la casilla tres, la de quienes no lo cuentan todo. Y es que, aun deseando narrarlo todo —en su caso, la historia de todas las guerras—, obviamente no le resultaría posible hacerlo por dificultades internas, por problemas inherentes a su propio proyecto literario. De algún modo, nos recuerda la pregunta de Miles Davis a Mallarmé: «¿Y no será que usted escribe sobre aquello que le impide escribir ?».

15

En tiempos del correo electrónico, he recibido una larga carta manuscrita de Enzo Cuadrelli, al que a veces algunos llaman Modugno, por su, para mí, vago parecido con el cantante. Escritor de mi generación, nacido en La Plata, profesor y novelista, con casa en los últimos cinco años en Nueva York y antes en Boston, donde también trabajó de profesor, para la Boston University. Amigo desde un remoto encuentro que tuvimos en la bahía de Matanchén, más amigo que enemigo, aunque nunca lo he llegado a saber bien. 

En su carta me explica que en Buenos Aires ha habido los tornados más fuertes de toda su historia y han dejado diecisiete muertos, muchos heridos y cien mil árboles caídos. Pero él no vive en Buenos Aires, me recuerda. «Ni que decir tiene que me alegro de vivir en Nueva York, donde, de todos modos, puede haber tornados en cualquier momento», concluye la breve primera parte de su carta. En la segunda, más extensa, me explica que está terminando un libro en torno a la figura de «ese hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción», es decir, el oficinista Bartleby, y dice que ha reunido muchos datos biográficos del personaje que, a fin de cuentas, aun habiendo sido inventado por Herman Melville, tuvo una biografía como todo el mundo. «Es un libro —termina diciéndome Cuadrelli— que elude a propósito el cada día más insufrible cliché melvilliano del preferiría no hacerlo que, por cierto, tanto utilizaste en Virtuosos de la suspensión.» 

Seguro que Cuadrelli no previó nunca la alegría que iban a producirme estas palabras y su espléndida decisión de aplastar, de una vez por todas, el «I would prefer not to» de marras, al que le tengo verdadera fobia. 

¡Pero si llevaba yo tiempo esperando a que alguien se decidiera a liberarme de esa insufrible frase, ese tremendo cliché que tanto me persigue desde que publicara Virtuosos de la suspensión, donde hará ya veinte años analicé casos de escritores afectados por ese síndrome del No al que llamé «síndrome Rimbaud»! A la larga, ese libro se fue convirtiendo en una pesadilla que he venido soportando en los últimos años, una pesadilla empotrada en carne viva, como aquella manzana que le arrojó su padre a Gregor Samsa y que a Gregor le quedó incrustada en su cuerpo y con el tiempo acabó pudriéndose.

Me había interesado, en su momento, acercarme al mundo de quienes, habiendo escrito mucho o poco, se dejaron llevar por la pulsión negativa o atracción por la nada y dejaron de escribir. Pero el problema de la persecución a la que me somete este libro, y que vengo intuyendo desde hace tiempo, es que, cualquier día de éstos, me vea yo mismo convertido en la víctima de mi propio síndrome. 

Si eso sucediera —a veces lo veo venir—, lo aceptaría como una experiencia nueva y al mismo tiempo como una fatalidad que a fin de cuentas —pensaría— ya había previsto. Pero me enojaré conmigo, porque no podré decir que no fui ampliamente advertido por Antonio Tabucchi, por ejemplo, de que algo así podía pasarme. Una noche en el Siete Puertas, restaurante de Barcelona, me avisó de que nombrar tanto a Rimbaud podía desembocar en un atasco de escritura. Nada que debiera sorprenderme demasiado, vino a decirme, sobre todo si uno sabía que el mito en Occidente de este poeta se basaba en un pequeño equívoco sin importancia, porque Rimbaud no abandonó la literatura porque sintiera que no tenía nada más que decir, sino simplemente porque decidió hacerlo. 

«En cuanto aparezca tu biografía de Bartleby que señalará como cliché el preferiría —le he escrito por carta a Cuadrelli— la apoyaré con todas mis fuerzas, porque me viene de perlas y porque no puedo estar más a favor de acabar con la fatigada matraca de la frase del copista.» 

En la segunda parte de la carta le he recordado lo que dijo su compatriota Bioy Casares acerca del afortunado destino de algunos libros y lo contrariados que a veces se sienten sus autores por ese éxito, que es lo que viene pasándome ya hace años, a modo casi de maldición, con Virtuosos de la suspensión, que escribí despreocupadamente y que desde entonces me persigue del modo más preocupante, como si fuera el único libro que hubiera escrito: «Hay obras que siguen un patético destino de infelicidad. Lo que un hombre trabajó con su más lúcido fervor se marchita, calcinado por una secreta voluntad de morir, y lo que hizo como en un juego, o para cumplir con un compromiso, perdura, como si la creación despreocupada comunicara un hálito inmortal».

16

¿No es un buen título La creación despreocupada? Ha muerto hoy Tabucchi antes de que pudiera hacerle esta pregunta, y muchas otras. Admiraba en él su imaginación y también su capacidad para investigar en la realidad y terminar llegando a una realidad paralela, más profunda, esa realidad que a veces acompaña a la visible. Recuerdo que le gustaba Drummond de Andrade, el poeta brasileño que veía el misterio del más allá como si fuera sólo un viejo palacio helado. Pienso en esto mientras toco en el portón del tiempo perdido y veo que nadie responde. Vuelvo a tocar, y de nuevo la sensación de que golpeo en vano.

La casa del tiempo perdido está cubierta de hiedra, por un lado, y de cenizas, por el otro. Casa donde nadie vive, y yo aquí golpeando y llamando por el dolor de llamar y no ser escuchado. Nada tan cierto como que el tiempo perdido no existe, sólo el caserón vacío y condenado. Y el viejo palacio helado.

Me persigue la muerte de Tabucchi, tanto que ahora recuerdo su viaje a Corvo, la isla más remota de las Azores. Sólo se puede llegar a ella en lancha o en barco. Nunca olvidaré el día en que desembarcamos allí los dos y vimos a un hombre que tenía un molino de viento para triturar el grano y que no daba crédito a que aún quedara gente que se molestara en ir a Corvo para ver cómo era la isla, la menos habitada de todas las Azores. 

—Señores, ¿se puede saber a qué han venido aquí? 

—A Corvo se va por ir —dijo Tabucchi.

17

Algún tiempo después de aquella incursión en Corvo, voy sentado en el último asiento del último vagón del TGV que va de Burdeos a Lyon. Ha empezado el invierno en Francia y voy a dar una conferencia en un ciclo titulado «La llegada del invierno». El tema es rocoso. El invierno llega todos los años, es lo único que se me ocurre decir. O bien: en invierno el frío es suave en Barcelona. Pero tampoco es tan sorprendente que hayan elegido este tema. Creo estar más que habituado a ciclos de conferencias que debaten cuestiones que se escapan de lo habitual. No en vano, tengo cierta experiencia en invitaciones a congresos, con temas a cuál más raro, y encontrándose siempre detrás de ellos, como motor creativo insaciable, Yvette Sánchez, catedrática de la Universidad de St. Gallen. 

Congresos sobre el fracaso, sobre el mundo de los bonsáis díscolos, sobre las duchas mortales en el cine, sobre la enigmática alegría de los osos de Berna... Por eso, el tema aparentemente algo gratuito del encuentro de Lyon, «La llegada del invierno», no me desconcierta tanto. Es, si se piensa bien, una cuestión amplia, infinita, cargada de posibilidades. Me da vergüenza abordarla en público, eso también es cierto. Y, además, voy nervioso, porque no he preparado nada. Me la voy a jugar. Pasaré un rato de horrible bochorno si al final acabo tomando la palabra y me quedo en blanco y como esperando que con la llegada del invierno me llegue la inspiración. 

Voy pensando en todo esto en el TGV, mientras miro por la ventanilla. No hay viaje en tren en el que la ventanilla no me lleve, por un momento, a recordar la historia que se cuenta del poeta W. H. Auden, que iba cruzando en ferrocarril los Alpes junto a unos amigos y leía con atención un libro, pero sus acompañantes no dejaban de lanzar exclamaciones de éxtasis ante lo majestuoso del paisaje; durante unas décimas de segundo, despegó la vista del libro, miró por la ventanilla del vagón y regresó a su lectura diciendo: «Con una mirada alcanza y sobra». 

Toda ventanilla de tren me recuerda, no la llegada del invierno, sino la actitud y la frase de Auden, que a su vez coloca en primer plano al Quijote, que cazaba un atisbo de la realidad y dejaba que la imaginación hiciera el resto. 

Miro por el cristal y veo humo en las chimeneas de unas casas lejanas, cercanas a Limoges. Eso también es la llegada del invierno, me digo. Y me acuerdo, diría que casi milagrosamente, de dos líneas de Julien Gracq en las que habla de esa simple corriente de aire que percibimos de pronto cuando aún pensamos que nos encontramos en otoño y de golpe se nos presenta el invierno, llegándonos en forma de «frío que mana a ras de suelo y que parece haber hecho su sigilosa aparición para no marcharse». 

Me impresionó cuando leí esto del gran Gracq, que venía a decir: cada segundo está lleno de señales para nosotros, pero casi todas nos pasan desapercibidas. Y recuerdo que la fuerte impresión dio paso muy pronto a la fascinación que aún siento por esa imagen de frío y muerte que mana a ras de suelo. Y tanto es así que ahora mismo doy vueltas a esa imagen mientras me pregunto si podré dar toda una conferencia en torno a ella. La conferencia, me digo, debería durar un minuto, o los segundos que empleó Auden para despegar la vista de su libro y mirar por la ventanilla de su tren. 

En el vagón bar me asusto sólo pensando en la vergüenza que puedo llegar a sentir si la conferencia es un desastre. Temo quedarme en blanco, como me sucede en los momentos más terroríficos de mis sueños. Pero luego me acuerdo de que alguien dijo que la vergüenza era genial, porque servía para aguzar el ingenio. Y seguramente se quedó corto ese alguien al decirlo, observó en Noches insomnes Elizabeth Hardwick cuando hace años, en un tren canadiense que iba de Montreal a Kingston, cayó en la cuenta de que, por vergüenza, ella, antes de iniciar aquel viaje, había prestado extraordinaria atención a su aspecto: la ropa, los zapatos, los anillos, los relojes, los acentos, los dientes, los modales, todo lo que podía reflejar rasgos de su personalidad. 

Cuando salgo del vagón bar, empiezo ya a saber qué escena centrará la conferencia. Estará relacionada sin duda con la llegada del invierno y en ella se podrá ver a un Baudelaire inédito, a un Baudelaire escuchando en París el rumor continuo de los troncos que van cayendo sobre el adoquinado de los patios. Troncos que están descargando de carretas, casa por casa, ante la inminencia del frío. Los leños caen al suelo, y Baudelaire está allí emboscado, prestando atención al sonido monótono de los troncos que caen. En esa escena con el poeta emboscado no va a suceder mucho más, salvo que Baudelaire lo escuchará todo, estudiándolo, analizándolo, intuyendo horrorizado que los nuevos tiempos van a tener ese sonido tosco de troncos estrellándose contra el empedrado.

No le gustaba la vida moderna, pero al mismo tiempo se sentía fascinado por ella. Era muy ambiguo, nos dice Antoine Compagnon en Baudelaire, el irreductible, porque su antimodernidad representaba en realidad la modernidad auténtica, la que se resistía a la vida moderna pese a estar irremisiblemente comprometida con ella. ¿No viene todo esto a recordarnos que «para ser realmente contemporáneos hay que ser intempestivos»? ¿Y no es acaso eso lo que gritaba Nietzsche en Turín cuando decía que «para ser realmente contemporáneos» había que ser ligeramente inactual, mantener una distancia crítica que nos permitiera esbozar una discrepancia política frente al presente?

Y en todo ese espionaje de la caída de los leños sobre el adoquinado de los patios, en todas las investigaciones que lleva a cabo Baudelaire acabarán mezclándose, como almas gemelas, la música grosera y reiterada del momento con la manía del poeta, la costumbre nada noble —siempre más bien oscura, sórdida y reiterada— de abusar de la indulgencia de sus amigos. De actitud psicótica, la calificó alguien, que señaló que el poeta siempre estaba, por así decirlo, «en sus últimos leños». «Escribo mientras quemo mis dos últimos leños», era el estribillo de sus cartas. No tenía dinero, eso era cierto, pero no podía culpar a nadie, salvo a sí mismo, había huido de trabajar y pagaba ciertas consecuencias. En fin, que ya veo cómo empezaré mi conferencia: «Queridas y queridos congresistas, a la llegada del invierno yo la llamo siempre Baudelaire».

18

Tras las experiencias de la calle del Hambre, en realidad una prolongación de los años en que luchaba con el vacío casi total, reaparecí en el París de finales de los ochenta, cargado de planes, aunque sin la intención clara de concretar ninguno. Tenía para entonces ya tres libros publicados, todos irregulares, y la impresión, por no decir la certeza, de que había ingresado en el mundo literario, lo que en realidad no significaba más que había ya gente juzgando mi obra sin haberla leído. 

De mis antiguos copains sólo busqué, en mi segundo viaje a París, a Madeleine Moore, porque tenía su dirección y habíamos mantenido una divertida correspondencia. En aquellos días, ella se estaba abriendo camino como artista de performance, y también como incisiva crítica de arte. Quedamos en La Closerie des Lilas, que Madeleine llamaba «la casa del diablo Vauvert», porque, por lo visto, ese famoso fantasma, tan inseparable de todas las leyendas de París, había vivido un tiempo en los ruinosos sótanos de la mansión que existió en aquel lugar antes de la Closerie. 

Vauvert era un antiguo habitante de París, aparecía y reaparecía en los más variados barrios de la ciudad y en siglos distintos, pero nunca fallaba. Tenía ya unos seiscientos años de vida y era un diablo muy querido por el populacho. Es más, de él se llegó a decir que él mismo era la configuración del enardecido pueblo de París. Corría el rumor de que posiblemente era él quien había embrujado el interior de la Closerie, hasta el punto de que, cuando el establecimiento abrió por primera vez, Hemingway picó en el anzuelo: se acercaba a escribir allí por las mañanas, que era cuando no tenían abierto a los clientes, pero le dejaban una mesa bien iluminada junto a una ventana. Todo lleva a pensar que, sin que Hemingway llegara ni siquiera a intuirlo, le inspiraba la atmósfera que dejaba Vauvert cada vez que pasaba por allí. 

En cuanto vi a Moore entrar por la puerta giratoria de La Closerie, quedé impresionado. Estaba luminosa, y asombraba la seguridad que había adquirido. Aquella joven tan inteligente como frágil, atrapada por todo tipo de problemas, había sabido salirse de las trampas que la vida, en sus primeros años de juventud, le había tendido. Fue estimulante reencontrarse con Moore y ver cómo había sabido redirigir su mundo y sustituido la venta diaria de papelinas de cocaína por actividades menos arriesgadas. 

De nuestro reencuentro en París, en ese mi segundo viaje a la ciudad, nunca he olvidado que Moore, tras confesarme que un día le gustaría ser escritora —de un solo libro, anunció; y así ha sido, no ha habido ni habrá más—, tuvo a bien anunciarme que íbamos hacia un futuro en el que tendríamos que convivir con todo tipo de escritores fascinados por lo digital y por las posibilidades que la tecnología iba a ofrecer para que cambiara el modo de leer. Y acertó, siempre me quedo pasmado cuando lo recuerdo.

Escúchame bien, acabó diciéndome Moore, no se trata de combatir a tope a los imbéciles digitales, porque imbéciles los hay en todos los círculos; se trata de oír lo que dicen y entenderlos y luego crearnos un mundo en el que los idiotas no entren. 

Con el tiempo, yo creo que tanto ella como yo nos hemos creado ese mundo, aunque yo menos. Así que tenían mucho sentido aquellas palabras, porque después se ha visto que el único libro de Moore exhibe un rasgo original: se coloca más allá de la problemática crítica del último medio siglo. De hecho, Moore escribe como si no hubiera sido ella tocada por los debates sobre la narración en primera persona, la autoficción (que no existe, porque todo es autoficcional, ya que lo que se escribe siempre viene de uno mismo; hasta la Biblia es autoficción, porque empieza con alguien creando algo), la autorrepresentación, la no ficción, que tampoco existe porque cualquier versión narrativa de una historia real es siempre una forma de ficción, ya que desde el instante en que se ordena el mundo con palabras se modifica la naturaleza del mundo. 

19

Las palabras de Moore sobre los idiotas digitales podrían haber sido el único recuerdo inolvidable de aquel reencuentro de no haber sido por lo que ocurrió cuando pedimos la cuenta y ésta empezó, primero, a tardar en llegar y después a dar señales de que no llegaría nunca, nunca. La pedimos a los prestigiosos camareros unas cinco veces, pero parecían estar dirigidos por el maître Vauvert. Pedimos la cuenta incluso a Dios y al tío de Kafka, pero no había forma de que nos vieran; se mostraban indiferentes a nuestra cortés petición de pago. Y era tan irritante aquello, y al mismo tiempo tan diabólicamente divertido, que nos pareció que la situación requería que nosotros tomáramos alguna medida, incluso represalia. Y la tomamos. Como Moore tenía aparcado su Citroën Tiburón enfrente mismo de La Closerie, propuso que nos marcháramos sin pagar, de modo que, en un momento dado, sin pensarlo dos veces, enfilamos hacia la puerta giratoria del local —en la que en un momento dramático estuvimos a punto de quedar atrapados— y salimos al boulevard Montparnasse para subirnos a toda prisa al coche y huir felices, sumamente eufóricos de haber llevado a buen término lo que en aquel momento nos pareció una transgresión de un cierto nivel, pues La Closerie parecía invulnerable.

La historia de aquella huida la contaría años después, en el hotel Le Littré, en una entrevista para Libération, y el periodista debió de expandirla por ahí en los meses siguientes porque un guionista de televisión no tuvo mejor idea, con motivo de un reportaje, que llevarme de nuevo a la puerta giratoria y, bajo la fingida vigilancia indolente de los camareros, pedirme que volviera a poner en escena la gran fuga. 

Mientras repetía la antigua huida, me acuerdo de que se me ocurrió simular que por unos segundos quedaba atrapado en la puerta giratoria, y lo simulé con tanto realismo que, por un momento, temí que aprovecharan los camareros la circunstancia para presentarme la vieja cuenta y exigieran que les pagara allí mismo, sin mayor dilación, cobrándose el local los correspondientes y monumentales intereses. 

Y también me acuerdo de que, por si acaso eso sucedía, tenía preparada la respuesta que Josep Pla, ruborizando a sus compañeros de mesa —periodistas, escritores y demás curiosos que subían desde Barcelona para verle y confiaban en ser invitados por el maestro—, solía dar en el Motel Ampurdán de Figueres cuando le presentaban la cuenta de sus almuerzos: 

No tenim diners. Som escriptors. 

(No tenemos dinero. Somos escritores.)

20 

Algún tiempo después de aquella incursión en Corvo, me encuentro a muy pocos metros del banco verde que hay en Saint-Germain y que sigo considerando mío, aunque sólo sea porque hablé ahí, largo y tendido, con Tabucchi, acerca del suicidio en las Azores del gran poeta de las islas, Antero de Quental. 

He ido al mediodía a la terraza de Les Deux Magots y estoy esperando a Moore, que, tras hacer un alto en su largo camino de creadora de todo tipo de «acciones artísticas», acaba de publicar La concession française, que será, tal como ha prometido siempre, el primer y único libro de su vida. He ido a esta terraza porque me ha pedido que la acompañara en la entrevista que concede a Chic to Cheek y tengo pensado ocultarle la envidia que me da —me gustaría que fuera mío— el título de su libro. 

Viéndome sentado tan pacífico en esta terraza, no parezco un potencial generador de caos, y sin embargo por dentro me noto exaltado, no paro de pensar en Moore y en su libro, del que, aparte de su título, me fascina, por encima de todo, la singular severidad de sus rechazos, es decir, su original buen gusto al descartar las opciones más en boga de la literatura actual. Y mientras pienso en esto y espero que llegue pronto ella, no paro de idear lo que le preguntaría si fuera el entrevistador, siempre y cuando no trabajara para una revista como Chic to Cheek, que se dedica a hacer preguntas triviales, cuando no directamente tontas. 

Mientras espero a Moore, doy por supuesto que ella llegará con René, su novio de hace ya tanto tiempo, joven cineasta enamorado de las películas de los años sesenta. De Week-end, de Godard, por ejemplo, que se inspiró indirectamente en «La autopista del sur», el cuento de Cortázar, que, a su vez, yo creo que se inspiró en El ángel exterminador, de Buñuel. 

Me ha apasionado la lectura de La concession française por su extremada exigencia. Y me fascina el modo de ser, cada día mejor, de Moore. La semana pasada la definieron con sumo acierto como una artista que explora un tipo de literatura expandida, es decir, que comunica y se proyecta en otras artes, incluido el arte ambiguo de las «apariciones» y de las «desapariciones». Moore es una artista que metaboliza referencias literarias y cinematográficas, arquitectónicas y musicales, científicas y pop. Y que crea como nadie «habitaciones», «interiores», «jardines» y «planetas». Entre sus proyectos a largo plazo se encuentra un «Alienarum 5», donde espera preguntarse qué sucedería si los extraterrestres se enamoraran de nosotros, qué cambiaría, por qué y cómo. 

La estoy esperando, pero también al periodista, que se retrasa. ¿O he llegado muy adelantado? No he dormido nada en toda la noche y estoy todo el rato al borde de caerme redondo en mi silla de Les Deux Magots, circunstancia que, por un lado, me hace sentir inquieto, pero, al mismo tiempo, muy libre. 

Como si tuviera alguna relación con el título de La concession française, ella no hace en el libro precisamente ni la más mínima concesión a los lectores no activos. Y en muchos momentos vincula el texto a sus «acciones artísticas» habituales, tan centradas en los últimos tiempos en la exploración de la intrincada maraña que va creando la identidad alrededor de cada uno de nosotros. 

¿Sería tan dramático que perdiéramos la identidad? La pregunta cruza todo su libro, de arriba abajo. Hija de un militar británico —que se suicidó cuando ella tenía cinco años— y de una madre marsellesa que heredó una gran fortuna, al parecer de turbia procedencia, ha dividido toda su existencia entre París y Río de Janeiro, habiendo pasado una larga y misteriosa temporada en Shanghái, adonde fui una vez a verla y llegué a estar incluso frente a la casa en la que, de riguroso incógnito, vivía frente al mar, pero no logré jamás encontrarme con ella, descubriendo que más que riguroso era rigurosísimo su incógnito. Esta rara experiencia —ir tan lejos para ver a alguien que dice que te espera frente al mar de China y ni tan siquiera ver a esa persona ni por casualidad— me inspiró un libro que titulé Falso movimiento, como aquella película de Wim Wenders que en su momento tanto me gustó.

La estoy esperando. Para no mostrarme inactivo y al borde del sueño más tonto ante la gente de la terraza, que yo sé que es crítica y espía todo, hojeo La concession française, aunque en realidad no hago más que leer una y otra vez la muy oportuna cita de Flaubert que abre el libro: «El arte es un lujo que precisa de manos tranquilas y blancas. Haces un día una concesión y luego viene otra, y al final ya todo da igual».

No es extraño, me digo, que ella haya terminado elaborando un libro tan perfecto, pero lo digo no pasando de esa página, porque el libro ya lo leí dos veces, y ahora lo que para mí va por delante de todo es dar una buena impresión a los selectos y no tan selectos clientes de Les Deux Magots, entre los que creo ver a Jean-Pierre Léaud. Sí, lo es. Pero, al cruzar una mirada con él, ha pasado de estar muy serio a de pronto carcajearse a solas.

La estoy esperando, y en mi mente ahora sólo estoy pateando guijarros, como cuando vivía en mis días de adolescente sin que me pasara nunca nada, en el más profundo de los vacíos. 

La estoy esperando mientras recuerdo que a veces ella dice que espera al Gran Lector, porque exige de quienes vayan a leerla una interpretación muy personal de lo que escribe. Es como si quisiera dirigirse a inteligencias separadas, conquistadas una a una; inteligencias que sólo se parecerían entre ellas por su afición a huir de la unanimidad. «Parece dirigirse sólo a seres que buscan en exclusiva para ellos una descripción minuciosa de sus abismos personales», dijo de ella Tabucchi, que llegó a conocer parte del primer borrador de La concession française, leído por él con asombro en París, en la temporada en la que alquiló un pequeño apartamento en la rue de l’Université. 

A propósito de Tabucchi. Creo que, como a la isla de Corvo, al mundo tan único de Moore también se va por ir y siempre sabiendo que algo nuevo veremos. Le honra a Moore el rigor extraordinario de los rechazos de las decenas de vías literarias distintas con los que ha construido su libro. De hecho, es casi asombrosa la cantidad de sendas literarias que ha ido desdeñando, hasta encontrar esa voz tan diferente, que es difícil no percibir en su libro único. 

21

A todo esto, acaba de llegar el entrevistador, le reconozco enseguida porque me recuerda a un de­saparecido gran actor francés, el hoy algo olvidado Michel Simon. La semejanza con el desaparecido —que brillara especialmente en la legendaria L’Ata­lante, de Jean Vigo— es inquietante, y quizás por eso, un tanto intimidado, no sé qué decirle, salvo invitarle a que se siente en la que en breves momentos pasará a ser, le digo, la mesa de «madame Madeleine Moore». 

En eso llega Moore, que viene sin René. Ojos con legañas, como si aún transportara brumosos sueños de la noche pasada. Hago las presentaciones. Llega la primera pregunta del falso Simon. Y luego otras muchas, hasta que me canso de no hablar y dificulto al entrevistador para hacer una pregunta en voz alta a Moore; pregunta a la que ella responde como un autómata, pero acompañándose de un total agradecimiento de poder contestarme a aquello: 

—Tendencia absoluta a la extrema perfección en el trabajo. ¿Está claro?

Eso es, pienso. Tanto ella como yo hemos valorado siempre mucho que para ciertos escritores el esmero en el trabajo sea nuestra única convicción moral. 

Con tanta agilidad en la respuesta de Moore, ha podido hasta parecer que la escena la habíamos ensayado. Y el caso es que, al oír esa respuesta, el hombre de Chic to Cheek ha cambiado la dirección de sus preguntas y sorprendentemente ha elevado el nivel.

—A la hora de escribir, ¿qué puede tentar más a una escritora de hoy? 

¿Dónde oí esa pregunta antes? Da igual, es casi idéntica a la mía, pero formulada de otra forma, y lo que ahora cuenta es que supera con creces a las anteriores que el falso Simon ha formulado hasta el momento. La pregunta consigue de Moore una respuesta que siembra confusión al simular, cuando nadie le ha preguntado nada sobre esto, que le ha ofendido que se interesaran por los días en que desapareció en China. 

—Si no aparece en La concession française, ¿no esperará usted que le desvele ahora lo que hice en las afueras de Shanghái en mis días más secretos?

Me río en silencio de la expresión de total estupor del entrevistador. 

Y es cierto. De Shanghái habla Moore en el libro sólo de sus dos años de trabajo en el gran hotel Cathay, a los que siguieron otros dos en una galería de «arte contemporáneo» a dos pasos del Jardín Yuyuan, para a continuación, sin explicar por qué, desaparecer en una casa junto al mar, hasta que volvió a ser vista paseando por el legendario Bund en un día de invierno y le habló a todo el mundo de lo que había dejado atrás con tanta pena: su vieja estufa negra, encendida sin cesar, como una señal de fuego eterno, en una casa en la costa central de China. 

22

—¿Usted sabe que llevamos dos siglos buscando la cabeza de Goya? —oigo que acaban de preguntarle a Moore. 

No puedo ni creerlo. ¿Por qué el entrevistador habla de una cabeza? ¡Y de Goya nada menos! Enseguida percibo que algo ha dejado de ir bien en la mía. Y, al ser consciente de esto, me despierto de golpe de la brevísima cabezada que me he permitido dar en pleno Les Deux Magots y compruebo que el entrevistador ha hecho esa pregunta sobre Goya. Pero algo me he perdido. Quizás la involuntaria cabezada ha durado más de lo que creía. Nunca imaginé que, por mucho que me perdiera en el intrincado humo de un sueño de terraza de París, sería capaz de pensar todo lo que he pensado de La concession française. Y lo que más temo es que haya hablado dormido, lo que entonces explicaría la cara de fastidio de Moore. Ojalá no se haya enterado de que en el sueño me ha parecido ver que su prosa seca y desnuda deja ver a veces una cierta falta de sustancia, y a veces hasta permite que veamos el vacío puro. 

El problema mayor lo veo en que, ya despierto, continúo sintiéndome crítico con el libro, diría que incluso implacable, casi no me reconozco a mí mismo al verme conspirando en silencio, a solas, contra mi amiga de genio, lo que en el fondo equivale a conspirar contra uno mismo, dañarse a uno mismo, y quizás por eso hago ahora como que inspecciono a fondo si tengo la cabeza entre las manos, o la llevo puesta, y acabo preguntándome si no será que aquello que llevo en mí de desconocido es lo que va logrando que finalmente me vaya conociendo. 

Por si el drama no avanzara con suficiente firmeza, al entrevistador no se le ocurre nada mejor que preguntarle a Moore qué es en definitiva para ella escribir. Y ella le da una respuesta de ametralladora, demoledora, probablemente ensayada antes en casa: 

—Escribir es, como decía el doctor Johnson, expresarse por medio de letras, es grabar, es imprimir, es ejecutar la escritura, es actuar como autor, es hablar en los libros, es reírse de las moscas de origen belga, es expulsar a la Tierra fuera del Sistema Solar, es extraer algo de la nada, es hablar sin que nadie te interrumpa...

Cuando he visto que se desviaba tanto del Diccionario británico del doctor Johnson, he interrumpido sus ráfagas de kaláshnikov para decirle que yo no creía en absoluto en el mundo interior. El mundo se ha detenido en ese momento, como si hubiera salido del Sistema Solar, ha sido espantoso. Cuando se ha vuelto a poner en marcha, le he explicado a Moore que si le había dicho que no creía en absoluto en el mundo interior había sido sólo para frenarla de algún modo y que aquella entrevista no durara tanto. 

Moore me estaba mirando tan horrorizada que yo habría preferido desaparecer del modo más fulminante posible de allí. De hecho, lo he intentado volcándome precisamente —contradicción pura— en mi mundo interior, hundiéndome en lo más profundo del recuerdo de mi viaje de hacía años al manicomio de Herisau, en el cantón suizo de Appenzell, y de cuando vimos de pronto asomarse a un joven clérigo, de espectacular altura —casi dos metros—, a la puerta de una iglesia de Straubenzell.

«¡Oh, no!, nos persiguen los párrocos», dijo Yvette Sánchez, buena amiga de St. Gallen y organizadora de todos aquellos congresos insólitos y a quien debía aquella incursión en un lugar bien especial de Suiza, el espacio espiritual y geográfico de Robert Walser. Nos acompañaba, recuerdo muy bien, su amiga austriaca Beatrix, que sonrió cuando oyó lo de los párrocos perseguidores, tal vez porque estaba ya enterada de la horrenda cena de la noche anterior y de mi absurda, por innecesaria, discusión con un venerado párroco suizo, amigo de Yvette. Y yo, a la vez, me acordé de Robert Walser cuando, en compañía de su interlocutor Carl Seelig, vio a un joven fraile asomado a la ventana de un convento y comentó: «Tiene nostalgia del exterior, como nosotros del interior».

Volcado en mi mundo interior y en el recuerdo de aquel viaje a Herisau, el automóvil de Beatrix ha girado en una curva y, perdiéndole por momentos la pista, he vuelto a Les Deux Magots, donde la expresión de Moore sigue siendo dura y yo he buscado en vano un clima mental estable para refugiarme unos minutos en él, pero St. Gallen ha revelado no ser el lugar apropiado y al final no he alcanzado a dar con ninguno, y me he quedado anímicamente a la intemperie.

—¿Dónde le gustaría estar ahora? —pregunta el entrevistador.

Y contesta Moore, animándose mucho a medida que habla:

—Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles, lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios morales. Y que usted volara por los aires. 

El periodista cae en un tremendo silencio, mientras Moore, sin duda buscando reconciliarse conmigo, me dirige una mirada afable y, refiriéndose al periodista, me dice: 

—¿Y qué te voy a decir? Desde luego no es Wittgenstein.

El masacrado entrevistador ya no se recuperará del golpe. Poco después le veremos marcharse sin despedirse, irse cabizbajo en dirección Odeón. Y observamos que, cuanto más se aleja, más se tambalea la sombra de su silueta de un lado al otro del bulevar. 

23

Me pregunto si La concession française sería un libro a situar en la línea de sucesión de las propuestas de Valéry para la novela contemporánea. Y la respuesta más rápida y honesta es que no debería situarlo ahí. Tal como lo veo, una más justa heredera o continuadora de esas propuestas valeryanas —en realidad relacionadas con la estructura de Discurso del método, de René Descartes— sería, por ejemplo, la que podríamos definir como «la parcial novela de un cerebro» que Rodrigo Fresán ha construido en La parte inventada, primera parte de lo que va a convertirse, parece, en una trilogía sobre los mecanismos y engranajes que hacen funcionar la mente de un escritor contemporáneo. 

Hay en esta línea digamos cerebral otros libros, pero me parece suficiente con nombrar La parte inventada para que podamos hacernos una idea del tipo de escritura de la que hablo y que, casual o no casualmente, conecta con Monsieur Teste, donde Valéry, en un prefacio que escribió para una segunda edición, dice: «En este extraño cerebro, donde la filosofía tiene poco crédito, donde el lenguaje está siempre en entredicho, apenas si existe un pensamiento que no esté acompañado del sentimiento de ser provisional».

El señor Teste gasta su vida intensa y breve en supervisar el mecanismo por el que las relaciones de lo conocido y lo desconocido están instituidas y organizadas. Rodrigo Fresán supervisa también el mismo mecanismo, aunque centrándolo en ese tipo de creación literaria que inventa todas las mañanas lo desconocido. Conecta también Fresán con un estilista genial, John Banville. Ambos son escritores más comprometidos con el lenguaje y sus ritmos que con la trama, los personajes o el ritmo de la historia. 

Los libros fundamentales en mi vida de lector transcurren dentro de una cabeza, y eso es lo que he hecho yo mismo como escritor, dice Fresán, a quien lo que le interesa especialmente contar es la historia del estilo, o de la búsqueda del estilo, un proceso que transforma el cómo en el qué. Después de todo, también piensa Fresán que, en los libros revolucionarios, ya sea el Ulises, Tristram Shandy, el Quijote, Moby Dick, la trama la puedes resumir en tres líneas. 

A veces, me parece que La parte inventada habría podido ir perfectamente encabezada por la frase para mí más representativa de Valéry, una frase clave de 1902, de sus Cahiers:

«Los demás hacen libros. Yo hago mi mente».

Así que, por este lado y no otro, parece ir la línea menos espuria de sucesión de Valéry, una vía que de algún modo éste abrió en una de las muchísimas cartas que le envió a André Gide, compañero de generación. Seiscientas cartas se cruzaron Gide y Valéry, y ya es raro que fueran tantas, porque no podían ser realmente más diferentes uno y otro. Entre otras cosas, a Gide le animaba y hasta le excitaba leer a los otros, mientras que a Valéry lo que escribían los demás llegaba incluso a molestarle cuando no le ofuscaba, y sólo lo admitía si lo leía como una ratificación de su propio pensamiento. El caso es que Valéry, en sus cartas a Gide, manifestó reiteradamente sus reservas acerca de los novelistas, tanto si contaban historias con oficio, como si deliberadamente no contaban nada, o eran de los que dejaban un pérfido o a veces muy sencillo cabo suelto en lo narrado. 

¡Los narradores! ¿Cómo podía Valéry apreciarlos si sentía que habían inyectado en sus venas una incomodidad sin fin, hasta el punto de que cada día veía con mayor repugnancia la actividad de relatar? Valéry no solía soportar las novelas, y en un párrafo que en su momento dio la vuelta a Francia dijo no estar hecho para ellas, pues «sus grandes escenas, cóleras, pasiones y momentos trágicos, lejos de entusiasmarme, me llegan como míseros estallidos, estados rudimentarios en los que toda necedad se desata, en los que el ser se simplifica hasta la memez». 

24

—París —digo de pronto, creyendo que con esa palabra es suficiente para expresar todo un estado de ánimo. Pero ¿decir París es decirlo todo? Tal vez me equivoque al pensarlo, o quizás no vaya tan errado, porque París para mí es Beckett cuando empezó a decirlo todo y se dedicó a no parar de andar sin moverse por el camino de Finnegans Wake, como lo hacen los dos personajes de Esperando a Godot:

 

Vladimir: ¿Qué? ¿Nos vamos?

Estragón: Vamos. 

No se mueven. 

 

—París —digo para mí mismo—. Lugar estable, inmóvil, intangible. 

Lo más raro llega más tarde, cuando le repito a la horrorizada Moore aquello que tanto la ha enfurecido, le digo que no creo en absoluto en el mundo interior, y creo que se lo digo sólo para perjudicarme a mí mismo, no encuentro otra explicación.

No me muevo de donde estoy, dispuesto a afrontar mi responsabilidad.

Aguardo la tormenta. Y observo que me he dejado llevar por mi diablo Vauvert interior y por los deseos de socavar la calma y estabilidad del momento. Y lo he logrado. Se le nota por la mirada a Moore que acaba de confirmar ya plenamente que he encontrado más defectos a su libro de los que cabía esperar. 

Y tal vez por eso, porque ha tomado nota perfectamente de que, en realidad, medio en secreto, pero también delatándome, disiento de algún pasaje de La concession française, ella se crece por momentos. Más allá incluso de lo previsible, lo que me lleva a suponer que mi mejor amiga —aquella que para mí es siempre «mi amiga de genio»— podría ahora levantarse y marcharse. 

Y sin embargo nada de todo eso sucede. Lo compruebo poco después cuando veo que se va a quedar donde está, maravillosamente estable, inmóvil, intangible, como París, permitiéndome recordar cómo un día descubrí que podía permitirme pasiones de orden intelectual, secretas, como la que, a medida que avanzo en este texto, crece en mí en torno a la escritura de Paul Valéry, también a sus intempestivos horarios para llevarla a cabo, sujetos siempre a una rigurosidad de otro mundo.

Daría lo que fuera por ir caminando un día por alguna calle de alguna ciudad del mundo y encontrarme con alguien que salga a mi encuentro para decirme que cada día le está costando más entender lo que escribo. Sería genial oírlo, porque me permitiría ser Valéry por unos segundos en toda mi vida y responder al reproche con las mismas palabras que le dijo a su amigo, el abad y crítico literario Bremond, cuando éste le regañó por lo mismo. Valéry miró al clérigo de arriba abajo y le dijo que tenía que comprender que no había estado levantándose toda la vida entre las cuatro y las cinco de la mañana para escribir necedades.

25

—París —digo para mí mismo—. Lugar estable, inmóvil, intangible. 

Anoche me desperté recordando el momento en que, el día anterior, había dicho París y había acabado emocionándome al pensar en la figura intelectual de Valéry, figura fría con la que yo me había calentado mucho. 

Anoche —será mejor decir a las cinco de la madrugada, ya sólo me faltaba un chal— imaginé trazas de antiguos animales, huellas de insectos en la nieve de Roma, luces y vacíos de la ciudad de Reikiavik, telarañas en pleno desierto de Sonora. Y después quedé alterado, como si me hubiera anticipado a algo que no sabía cómo cristalizaría si algún día llegaba a ser algo. Y acabé pensando en el «fantasma del escritor» del que hablaba Barthes. Era un espectro, venía a decirnos, que regía antes para cierta juventud francesa y que prácticamente desapareció cuando en Francia empezó a ser raro encontrar a un adolescente al que le impresionara encontrar a un escritor sentado en un café y pensara que un día le gustaría ser como él.

Y se acordaba Barthes de muchos de los jóvenes de su generación que, deslumbrados por «el fantasma del escritor», que no por la obra de éste, ambicionaban ser esa clase de fantasmas y no copiar la obra, sino las acciones de la vida corriente, esa manera de pasearse por el mundo, evocaba Barthes, con una libreta de notas en el bolsillo y una frase en la mente, «como veía yo a Gide deambulando por Rusia o el Congo, leyendo los clásicos y escribiendo sus diarios en el vagón-restaurante, esperando los platos; tal como le vi, un día de 1939, al fondo de la brasserie Lutétia, comiéndose una pera y leyendo un libro». 

Para Barthes, ese fantasma ya bien antiguo de «querer ser escritor» nació de un equívoco notable, porque trataba de imponernos la figura del autor de obra literaria tal como uno podía verle en su diario personal, es decir, nos hacía «ver al escritor sin su obra, que es precisamente la forma suprema de lo sagrado, la marca y el vacío».

A un lado, pues, en aquellos días de los que hablaba Barthes, estaría el escritor sin obra, leyendo un libro en el Lutétia bajo la mirada de nadie, pero con algún joven observándole a distancia, seguramente ansiando comerse la misma pera, pero más bien ignorando que tendría nada menos que escribir cuando le llegara la hora de la escritura. 

¿Y casualmente no es eso lo que me ocurrió con Mastroianni cuando tenía quince años y le vi interpretar al escritor Pontano en La notte, de Michelangelo Antonioni? Todo indica que quise ser como él o, mejor dicho, quise ser él, olvidándome de que para serlo había, de entrada, que escribir y, además, no bastaba con «ir de escritor por la vida». Pero es que todavía en esos días ignoraba que escribir obligaba, además, a «dejar de hacerse pasar por escritor», e incluso, si se terciaba, a borrarse uno totalmente detrás de su propia escritura. 

26

Así pues, a un lado, tendríamos a Pontano, con una pera en la mano y sin obra, a palo seco, incluso sin cuchillo para su fruta, lo más parecido a un escritor fantasma. Y, en el otro, a unos cuantos «escritores franceses», no siempre franceses, pero todos escritores verdaderos, atentos a la discipline de l’esprit, que es siempre inestable y móvil, pero idónea para no tener que instalarse, aunque seas un escritor francés, en ninguna parte, ni siquiera en París.