Aquí yace la hermana Mary

Tal vez te resulte difícil mostrarte benevolente con una destrozahogares como yo. Sin embargo, no busco simpatía. Solo te pido que me imagines en un día de invierno en Irlanda, subida a un carro de leche prestado. Tenía diecinueve años.

Un irlandés apesadumbrado, viejo según mis estándares de la época, sujetaba las riendas de los dos caballos desgreñados que tiraban del carro. Mi abrigo no era lo bastante caliente para el frío húmedo. Si Finbarr me hubiera llevado en lugar de su padre, me habría acurrucado a su lado para entrar en calor, pero Finbarr nunca me habría llevado adonde nos dirigíamos. A pesar de todo, el señor Mahoney no carecía por completo de amabilidad. De vez en cuando, soltaba una mano de las riendas para darme una palmadita en el hombro. Tal vez a él le sirviera para sentirse mejor, pero a mí no me hacía nada. Las botellas de leche vacías tintineaban mientras recorríamos los caminos de tierra. Si las botellas hubieran estado llenas, supongo que la leche se habría congelado para cuando llegáramos al convento. Fue un camino largo hasta Sunday’s Corner desde Ballycotton.

—No estaré aquí mucho tiempo —dije, y permití que el acento irlandés de mi padre se filtrase en el ritmo de mis palabras, como si algo pudiera granjearme el cariño del señor Mahoney—. Finbarr vendrá a buscarme en cuanto se recupere.

—Si se recupera. —Tenía los ojos sombríos y miraban a cualquier parte menos a mí. Me pregunté qué sería peor. ¿La muerte de su único hijo? ¿O que se recuperara y me reclamase a mí y la vergüenza que le había traído? Para su padre, el mejor resultado sería que Finbarr se recuperara y luego se olvidara de que jamás se había fijado en mí. Por el momento, lo único que quería era que yo estuviera a salvo y encerrada para volver a casa y ver a su hijo vivo al menos una vez más.

—Se recuperará —dije, ansiosa por creer en lo imposible, como solo les ocurre a los muy jóvenes. Debajo del abrigo, el vestido que llevaba tenía una tenue salpicadura de sangre por la tos de Finbarr.

—Suenas como una chica irlandesa. No es mala idea seguir así. Los ingleses no son muy populares por aquí estos días.

Asentí, aunque en ese entonces no entendiera sus palabras. Si hubiera dicho «Sinn Féin» en voz alta, no habría significado nada para mí. No habría sido capaz de decir qué representaba el IRA. Mi Irlanda era el mar, los pájaros de la costa, las ovejas. Las colinas verdes y Finbarr. Nada que ver con ningún gobierno, ni suyo ni mío.

—Eres una chica afortunada —dijo el señor Mahoney—. No hace mucho, el único lugar para ti habría sido el hospicio. Pero estas monjas cuidan de las madres y sus bebés.

Pensé que habría sido mejor que el hospicio fuera el único lugar para mí. Pero el señor Mahoney no habría tenido el valor de llevarme a un sitio destinado a los delincuentes, así que habría dejado que me quedase con su familia. Tal como estaban las cosas, me había gastado hasta el último centavo en el viaje hasta su puerta. Supongo que lo acompañé de manera voluntaria, aunque no me parece la palabra adecuada cuando no se tiene ningún sitio adonde ir.

Al final llegamos al convento de Sunday’s Corner. El señor Mahoney saltó del carro y me ofreció una mano ancha y callosa para ayudarme a bajar. El edificio era precioso. Con ladrillos rojos y torretas, se alzaba y extendía, en un cruce entre una universidad y un castillo, lugares que nunca esperé ver por dentro. En la hierba de la entrada había una estatua de un ángel alado, con las manos cerradas a los lados en lugar de levantadas en oración. Sobre la puerta del convento, en un rincón abovedado donde debería haber estado una ventana, había otra estatua de yeso de una monja con un hábito azul y blanco, con las palmas de las manos hacia fuera, como si ofreciera refugio a todos los que entraran.

Mis padres nunca habían sido religiosos. «Los domingos son para descansar», decía mi padre para explicar por qué no iba a misa. Mi madre era protestante. Solo había ido a la iglesia con mi tía Rosie y mi tío Jack.

—Será la Virgen María —murmuré.

El señor Mahoney soltó una carcajada sin alegría, un sonido que se burlaba de lo poco que yo sabía del mundo. Había llegado a Irlanda con la esperanza de vivir en su modesta casa de suelos de tierra. Tenía unas ojeras profundas bajo los ojos, pero me di cuenta de que, en un tiempo, serían como los de Finbarr. Lo miré, con la esperanza de que me viera y cambiara de opinión.

—Las hermanas cuidarán bien de ti. —Tal vez creyera que era cierto. Su voz era suave, casi arrepentida. Tal vez se alejara un poco del camino y luego se diera la vuelta para regresar a por mí antes de que me diera tiempo a deshacer el equipaje—. Te avisaremos de lo de Finbarr. Te lo prometo.

Sacó mi maleta de la parte trasera del carro, la maleta de mi madre, que le había robado antes de irme. Me la habría dado si se la hubiera pedido. Más aún, me habría rogado que me quedara o se habría escapado conmigo. «¿Cómo pudiste pensar lo contrario? —me preguntaría después, demasiado tarde—. Habría hecho cualquier cosa, me habría enfrentado a cualquiera, incluso a tu padre, con tal de no perder a otra hija».

Si hubiera sabido en aquel momento lo que sé ahora, me habría alejado del convento por mí misma. Habría bajado por el largo camino, por las colinas, y habría cruzado a nado el gélido Mar de Irlanda, de vuelta a Inglaterra.

Dentro, las monjas me cambiaron la ropa por un vestido soso y sin forma que no haría falta cambiar por mucho que me creciera la barriga y un par de zuecos mal ajustados. Una monja joven de rostro dulce se llevó mi maleta. Me sonrió con amabilidad y me prometió que la cuidarían bien. No volví a verla. Una monja mayor me sentó y me cortó el pelo hasta que apenas me cubría las orejas. Siempre lo había llevado largo y me preocupaba lo que pensaría Finbarr cuando viniera a buscarme.

No seguí el consejo del señor Mahoney de hablar con acento irlandés. Después de que las monjas me explicaran las normas de mi nuevo hogar, apenas hablé, durante semanas.

Una persona joven no puede conocer su vida, lo que será o cómo se desarrollará. Al crecer, adquieres la sensación de que las dificultades se limitan a momentos concretos en el tiempo, de que pasarán. Sin embargo, cuando eres joven, un único instante parece el mundo entero. Lo sientes permanente. Años después, pasaría a vivir una vida mejor. Viajaría por el mundo. Pero aquel invierno era apenas una niña. Solo conocía dos lugares, Londres y el condado de Cork, y solo pequeñas partes de ambos. Sabía que era joven, pero no entendía cuán joven, ni que la juventud era una condición fugaz. Sabía que la guerra había terminado, pero aún no lo creía. La Gran Guerra no parecía tanto un acontecimiento como un lugar, inmóvil como Inglaterra, pero ni de lejos tan destructible. En Londres, el pub favorito de mi padre había quedado reducido a escombros y los barriles de cerveza habían rodado por la calle mientras caían más bombas. Durante el resto de su vida, mi padre diría que el mundo había perdido la inocencia durante la Gran Guerra.

La primera tarea que me encomendaron en el convento, tras esquilarme el pelo y quitarme la ropa, fue cuidar el cementerio de las monjas. Con otras dos chicas, ambas muy embarazadas, salí a barrer, rastrillar y limpiar el liquen de las lápidas. El aire frío quizá me habría sabido a libertad de no haber sido por las barras de hierro que rodeaban todo hasta donde me alcanzaba la vista. A la derecha se alzaba un alto muro de piedra. Por encima de él llegaban unos ruidos tenues, que no me di cuenta de que eran las voces de niños pequeños, a los que habían sacado a tomar aire antes de la cena. A través de los barrotes de hierro se veía el camino que se alejaba del convento, sin señales de que el señor Mahoney fuera a volver a buscarme tras cambiar de opinión. Ninguna de las otras chicas me habló. Se suponía que no debíamos hacerlo, ni siquiera debíamos conocer los nombres de las demás.

Las lápidas de las monjas eran gruesas cruces, todas grabadas con las mismas palabras: «Aquí yace la hermana Mary». Como si solo hubiera muerto una mujer, pero por algún motivo necesitara cincuenta tumbas. Pasé el burdo paño por las piedras y sumergí los dedos en las palabras grises de las tallas. En ese momento lo supe. El mundo nunca había sido inocente.

Sin embargo, yo sí lo había sido.

Volvamos un poco más atrás. Antes de la guerra, esta vez. Imagíname a los trece años, delgada y ágil como un grillo, la primera vez que mis padres me enviaron a pasar el verano a la granja de los tíos Jack y Rosie.

—A Nan le gusta correr —dijo mi padre mientras formulaba el plan—. Su sitio no está en la ciudad, ¿verdad que no? —Trabajaba en la compañía de seguros contra incendios Porphyrion y a menudo decía esas mismas palabras sobre sí mismo, que su sitio no estaba en la ciudad. Le dolía pasar largas horas sentado a una mesa por poco dinero. Siempre sospeché que mi padre se habría arrepentido de dejar Irlanda, si eso no hubiera significado arrepentirse de nosotras. Su mujer era inglesa, lo que implicaba que su familia también lo era. Excepto, al parecer, por mí.

Mis hermanas Megs, mayor que yo, y Louisa, la más pequeña, eran chicas como Dios manda, a las que les interesaba la moda, los peinados y la cocina. Al menos eso era lo que fingían que les interesaba. A mi hermana Colleen, la mayor, solo le importaban los libros y los estudios. A mí también me gustaba leer, pero además dar patadas al balón con los chicos del barrio. A veces, al anochecer, mi padre me encontraba con ellos, sudorosa y mugrienta en un solar vacío.

—Si fuera un chico, sería toda una campeona —presumía.

—Ya es demasiado mayor para eso —se quejaba mi madre, pero a mi padre le daba pena.

—Las otras tres son tuyas —le decía a mi madre—, pero esta es mi irlandesa.

Mi padre había crecido en una granja a las afueras del pueblo pesquero de Ballycotton. Desde que yo había nacido, había ido de visita una o dos veces, cuando su hermano le pagaba el viaje. Sin embargo, nunca había dinero suficiente para que fuéramos todos. La idea de que yo fuera a ir, y además durante todo un verano, era emocionante. Sabía que era una casa modesta, pero mucho más espaciosa que nuestro piso de Londres, que solo tenía dos habitaciones, una para mis padres y otra para nosotras cuatro. Al tío Jack le había ido bien con la granja. Su esposa Rosie había heredado una pequeña cantidad de dinero al morir su padre y habían añadido suelos de madera maciza y forrado las paredes del salón con estanterías. Mantenían bien cortado el césped cercano a la casa, para jugar al tenis. («Tenis —se burló mi padre cuando nos lo contó—. Eso sí que está muy por encima de su nivel»).

Conservaba el paisaje en mi mente, el verde más vivo. Colinas onduladas y bajos muros de piedra, kilómetros ininterrumpidos para que diera patadas a un balón de fútbol por los prados con mi primito Seamus. Junté las manos y me arrodillé junto a mi madre para rogarle que me dejara ir, bromeando solo en parte por el fervor.

Mi madre se rio.

—Es que te echaré de menos.

Me levanté de un salto y la abracé. Tenía una cara agradable y pecosa y unos ojos verdes muy abiertos. A veces me arrepiento de haber perdido el acento del East End, porque eso supuso perder su sonido.

—Yo también te echaré de menos —reconocí.

—No serán unas vacaciones —advirtió mi padre—. Jack te pagará el pasaje, pero harás muchas tareas para devolvérselo.

La mayoría de las tareas serían al aire libre, con caballos y ovejas, una alegría para mí. Agradecí que mi tío estuviera dispuesto a contratar a una chica para hacerlas.

Así llegamos al chico irlandés. Finbarr Mahoney era hijo de un pescador. Dos años antes de que nos conociéramos, se topó con un granjero de avanzada edad en los muelles del pueblo, a punto de tirar un cachorro, el más pequeño de una camada de border collies, al mar helado.

—Tenga. —Finbarr levantó un cubo de caballa—. Se lo cambio. —Nadie habría notado la urgencia que sentía por la transacción. Tenía un aire relajado y sonriente. Como si todo fuera fácil, incluso la vida y la muerte. Abrazó al cachorro bajo la barbilla y entregó el cubo, consciente de que tendría que pagarle a su padre por el pescado.

—Ese hombre estaba a punto de tirarlo —lo regañó—. ¿De verdad crees que esperaba que le pagaran por él?

Finbarr llamó Alby al perro; primero le dio el biberón y luego lo adiestró. El tío Jack lo contrataba de buena gana para que fuera en bicicleta a la granja los días que no estaba en el barco y lo ayudara a trasladar a las ovejas de un prado a otro. Jack decía que Alby era el mejor perro pastor del condado de Cork.

—Es por el chico —dijo la tía Rosie—. Tiene un don con las criaturas, ¿verdad? Sería capaz de convertir a una cabra en una campeona de pastoreo. Estoy convencida de que otro adiestrador no habría conseguido los mismos resultados con ese perro.

El collie de mi tío era un pastor pasable, pero nada que ver con Alby. Para mí, aquel perrillo pequeño, ágil y elegante era lo más hermoso que había visto nunca. Finbarr, de pelo negro y sedoso, que brillaba casi azul bajo el sol del verano, me parecía lo segundo más hermoso. Tenía un don para las criaturas, como había dicho la tía Rosie, y después de todo, ¿qué era yo? Era unos años mayor. Cuando se pasaba por allí, fingía inclinar un sombrero que no llevaba. Nunca me ha gustado la gente que sonríe todo el tiempo, como si todo les pareciera gracioso, pero Finbarr sonreía de una manera especial, no por diversión, sino por felicidad. Como si le gustara el mundo y disfrutara de vivir en él.

—Tiene que ser maravilloso estar siempre feliz —le dije a la tía Rosie aquella tarde, mientras lavábamos los platos.

Enseguida supo a quién me refería.

—Ha sido así toda la vida —dijo con un profundo cariño—. Pura alegría. En mi opinión, demuestra que no importa si eres rico o pobre. Algunas personas nacen felices, sin más. Es la mayor fortuna. Si resplandeces por dentro, nunca tienes que preocuparte por si brilla el sol.

Una tarde, después de la cena, Finbarr vino en bicicleta a casa cuando Seamus y yo estábamos jugando al tenis. Había aprendido a jugar la primera semana y ganaba todos los partidos.

—No sé de dónde sacáis la energía después de un día entero de trabajo —nos había dicho el tío Jack mientras sacudía la cabeza en señal de admiración.

—¿Dónde está Alby? —preguntó Seamus a Finbarr. Tenía entonces diez años y estaba tan fascinado por el perro como yo.

—Lo he dejado en casa. Pensé que estaríais jugando al tenis. Perseguiría las pelotas y estropearía el juego.

El collie de mi tío, Brutus, estaba tumbado bajo el porche, cansado tras un día de pastoreo, sin ningún interés en jugar.

—Si quieres, juega con Nan —dijo Seamus, y le entregó a Finbarr su raqueta—. Gánale por mí, ¿vale? —Tenía los rizos rojos despeinados por el intento fallido de superarme.

Hice rebotar la pelota en la raqueta, consciente de que estaba alardeando, pero sin poder evitarlo. Finbarr sonrió como siempre, con los ojos azules casi grises por la luz del sol del atardecer.

—¿Listo, entonces? —Lancé la pelota por encima de la red antes de darle tiempo a responder. Jugamos así un rato, peloteando sin más. Luego nos pusimos serios. Gané dos partidos antes de que Alby apareciera corriendo por las colinas. Fue directo hacia Finbarr y después cambió de rumbo para saltar y robar la pelota en el aire.

Tiramos las raquetas al suelo y lo perseguimos. Había otras pelotas, pero nos pareció lo más natural. Las risas llenaron el cielo. El tío Jack y la tía Rosie salieron al porche para reírse con nosotros. Por fin, Finbarr dejó de correr, se quedó inmóvil y gritó:

—Alby, quieto.

El perro se detuvo de inmediato y con tal precisión que era evidente que habría podido pararlo en cualquier momento.

—Suelta —ordenó, y el collie escupió la pelota en el césped. Finbarr se le acercó con pasos comedidos, recogió la pelota y la sostuvo en el aire—. Nan, pide un deseo.

—Ojalá pudiera quedarme en Irlanda para siempre.

Lanzó la pelota, que dibujó un largo arco, y Alby echó a correr tras ella; la atrapó en el aire, con las patas a kilómetros del suelo.

—Concedido —dijo Finbarr y se volvió hacia mí. Era demasiado mágico como para que fuera real.

Unos días más tarde, se pasó por la casa después de ayudar al tío Jack. Acababa de terminar de limpiar los establos y estaba tumbada en la colina en un lecho de tréboles; todavía apestaba a estiércol y leía Una habitación con vistas. Brutus estaba tumbado a mi lado, con la cabeza apoyada en mi barriga.

—Tu tío va a necesitar otro perro dentro de poco —dijo Finbarr. Alby se puso a su lado, con las orejas levantadas—. Sabes que se están haciendo viejos cuando están cansados al final del día.

—¿Acaso Alby no se cansa nunca? —Me protegí los ojos del sol para verlo.

—Nunca —lo dijo con una confianza tan firme que tenía que ser una ilusión.

—Bueno, Brutus nunca se hará mayor —dije, también con deseo, mientras le acariciaba la estrecha cabeza leonada. Desde algún lugar cercano una alondra piaba, incansable y quejicosa. Por supuesto que había pájaros en Londres, pero nunca les había prestado mucha atención. Desde que había llegado a Irlanda, había aprendido que el cielo era un universo aparte, justo encima de nuestras cabezas, repleto de su propia vida cantarina.

—Te he traído algo. —Finbarr me tendió un trébol de cuatro hojas.

Lo acepté sin incorporarme y enseguida la cuarta hoja se cayó. La había sujetado con el dedo.

—Suerte falsa. —Lo aparté con una carcajada, sin perder la alegría.

Finbarr se tumbó a mi lado. Nunca le importó que le llevaran la contraria, como tampoco le importaba que le ganase al tenis una y otra vez. Nunca le importó nada.

—Espero no oler a pescado —dijo.

Pensé en mentir y decirle que no. En vez de eso, dije:

—Bueno, yo huelo a oveja y a boñiga de caballo, así que hacemos buena pareja.

—Yo también huelo a esas cosas. —Entrelazó los dedos, arqueó los brazos detrás de la cabeza y se hizo una almohada con las manos—. Te gusta leer, ¿verdad?

—Sí.

—Podría leer ese libro cuando lo terminases. —Miró al cielo, no al libro—. Así hablamos de él.

—¿Te gusta leer?

—No, pero podría empezar.

—Este trata sobre todo de una chica.

—No me importa leer sobre chicas.

Volví la cabeza y lo miré, y él se inclinó hacia mí. Unas largas pestañas negras enmarcaban unos ojos de varios tonos de azul. Pronto el tío Jack subiría por la colina y no le gustaría vernos, tumbados uno al lado del otro, aunque estuviéramos a medio metro de distancia.

—Creo que me gustaría ser escritora —dije. No se me había ocurrido antes. Me gustaba leer, pero nunca había intentado escribir cuentos ni poemas.

—Serías una gran escritora —dijo Finbarr—. Serías buena en cualquier cosa.

Se puso una brizna de hierba entre los dientes y volvió a mirar el cielo. Cruzó las piernas por los tobillos. Alby le tiró de las perneras del pantalón, insatisfecho con un día entero corriendo, o bien ansioso por llegar a casa para la cena.

—Nan O’Dea —llamó mi tía desde la casa—. Levántate ahora mismo y aséate para la cena.

Sabía que la severidad de su voz se debía a que Finbarr y yo estuviéramos recostados juntos y no a que tuviera que lavarme. Nos levantamos de un salto, los dos con el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas por el sol tras un día de trabajo al aire libre.

—¿Te quedas a cenar, Finbarr? —preguntó la tía Rosie, perdonándolo, como todo el mundo hacía sin poder evitarlo.

—Me encantaría, señora O’Dea.

Con tanta energía como el más joven de los dos perros, echamos una carrera hasta la casa. Finbarr ganó. Saltó al porche con los dos pies y levantó los brazos en el aire. Victoria.

A veces te enamoras de un lugar, de forma tan dramática y urgente como lo harías de una persona. Empecé a suplicar por volver a Irlanda casi en el instante en que llegué a Londres. Mis hermanas pertenecían a mi madre y a Inglaterra, pero mi sitio era Irlanda. No me sacaba de la cabeza las verdes colinas. El lugar se me había metido en los huesos y me dolía cuando estaba lejos. A esa edad, cuando pensaba en Finbarr, lo veía como una parte más del paisaje.

—Solo te enviaré de vuelta si prometes no quedarte allí —dijo mi madre—. No quiero que ninguna de mis hijas viva lejos de casa. Ni siquiera tú, Colleen.

A esas últimas palabras las pronunció con un tono cariñoso, pero mi hermana no respondió. Estaba sentada a la mesa de la cocina, con los ojos verdes fijos en las páginas de un libro de Filson Young sobre el Titanic. El pelo rubio y salvaje se le derramaba sobre la mesa y le escondía la cara. Las demás teníamos el pelo y los ojos castaños como nuestro padre.

Mi madre se rio y sacudió la cabeza.

—Se nos podría caer el techo encima y ni se daría cuenta.

Louisa, la más práctica de todas, le dio un manotazo en el hombro a Colleen. La aludida levantó la vista y parpadeó como si acabara de despertarse.

—Ya vive lejos de casa —comentó Louisa, y dio un toquecito con el dedo a las páginas del libro.

Vamos a parar aquí un segundo para analizar la escena. Colleen, diecisiete años, con toda la vida por delante. Todas juntas y con esperanzas para el futuro, en la pequeña y destartalada cocina que era el corazón de nuestro hogar. Nuestra madre, aún convencida de que sus cuatro hijas pasarían sin problemas de una casa llena de hijas a una llena de nietos.

Mi padre entró de golpe y rompió el júbilo, como hacía a veces, al arrastrar consigo la pesadez de su día.

—Ese chico, Jones, te estaba esperando fuera —le dijo a Colleen.

Ella dejó el libro a un lado y se levantó el pesado cabello para anudárselo en la parte superior de la cabeza. Años más tarde, leería un poema de William Butler Yeats y me irritarían los versos: «Solo Dios, querida, podría amarte por ti misma y no por tu pelo dorado». Me trajeron a la mente a mi hermana y cómo los chicos que no sabían nada de ella se enamoraban solo con verla. Mi madre trabajaba algunos días a la semana en una mercería, Buttons and Bits. Una vez, Colleen le cubrió un turno y la dueña le prohibió volver a trabajar allí porque atraía a demasiados chicos, que se apoyaban en el mostrador sin interés por comprar nada. El pelo de mi hermana era como una sirena que cantaba a las calles de la ciudad, llamando la atención, y no precisamente la de Dios. Odiaba ese poema.

Cada noche, cuando las hermanas nos acomodábamos en nuestras camas en la habitación que compartíamos, Colleen nos contaba historias, a veces sacadas del libro que estuviera leyendo y otras inventadas por ella. Algunas mañanas, las cuatro nos despertábamos con la espalda encorvada y con dolor de estómago, de tanto habernos reído la noche anterior. Me habría encantado que Colleen no tuviera pelo. También Megs y Louisa. Y mi madre.

—Que espere todo lo que quiera —dijo Colleen—. Nunca le dije que fuera a ir a verlo.

—Algo debes hacer para alentar a esos tipos —dijo mi padre mientras se quitaba el abrigo.

Colleen soltó una risa rápida e indignada. El día anterior, sin ir más lejos, Derek Jones y otros dos chicos nos habían perseguido a las dos de camino a la biblioteca de Whitechapel.

Nos estáis estropeando el paseo, les había dicho al cabo de un rato, tajante y firme, y se marcharon mientras lanzaban miradas anhelantes por encima del hombro. Colleen llevaba un gorro de lana de punto que se ponía sobre las orejas. Por mucho que le gustara desaparecer en los libros, cuando volvía al mundo era directa y sin rodeos. «Menuda suerte tengo con semejantes admiradores, ¿eh, Nan?», me había dicho.

—A callar —le dijo mi madre a nuestro padre—. Lo único que hace es vivir en el mismo mundo que ellos. ¿Quieres que le afeite la cabeza? Deja a la chica en paz.

Colleen agarró el libro y desapareció en nuestra habitación mientras los demás preparábamos la cena. Mi madre me dio una palmadita en la espalda, porque era la que estaba más cerca y siempre la tranquilizaba tocar a una de sus hijas. Tal vez pensaba en lo que ya tenía que saber; a veces basta con vivir en el mismo mundo que ellos.

El verano siguiente, Finbarr vino a la granja a jugar al tenis casi todas las noches. Adiestró a Alby para que se quedara quieto pasara lo que pasase. Creo que el collie habría gastado menos energía corriendo quince kilómetros que la que le hizo falta para contener todos sus instintos y permanecer inmóvil ante aquella pelota de tenis que rebotaba sin parar. Sin embargo, se quedó quieto y no se levantó hasta que Finbarr le dio la orden.

—Listo. Pelota —decía Finbarr, y entonces el perro por fin podía catapultarse en el aire.

En otoño, de vuelta a casa, en la mesa de mi familia en Londres, enumeré los trucos que Alby sabía hacer.

—Finbarr hace que camine en lateral hacia un lado y luego al otro. Le dice que se quede quieto hasta que le ordena que se mueva.

—No es tan impresionante para esa raza —dijo mi padre; por su cara, debía de estar recordando los perros de su juventud.

—No he terminado. Conoce todos los trucos habituales, sentarse, estar erguido, tumbarse. El tío Jack dice que es el mejor perro pastor que ha visto. —Eso significaría que sería el mejor que mi padre hubiera visto—. Y Finbarr le ha enseñado a atrapar una pelota de fútbol y a equilibrarla sobre el hocico. Le ha enseñado a saltar sobre el lomo de un caballo y a sentarse allí.

—Haces que parezca que Finbarr es el listo —dijo Megs—. Yo diría que es el perro.

—Los dos son listos. —Pero sabía que Finbarr sería capaz de hacer lo mismo con cualquier perro. Tenía un don.

—Quizá yo también vaya el próximo verano —dijo Megs.

—Dale a tu hermana algo de competencia por ese chico Mahoney tan listo —dijo mi padre.

Mis hermanas y yo teníamos una mirada particular que intercambiábamos cuando mi padre decía alguna ridiculez. Nunca nos pelearíamos entre nosotras por un chico.

Mi madre cortó la conversación como lo hacía siempre; se dirigió a mí, pero miró a Colleen.

—No vayas a casarte con ese chico de Ballycotton. No quiero tener nietos a los que solo vea una vez al año.

—¿Por qué siempre me miras a mí primero? —protestó Colleen—. Sería la última en dejarte, mamá. —Se levantó y recogió los platos. Se detuvo para darle a nuestra madre un beso en la mejilla.

Esa noche, en la habitación, Colleen dijo:

—¿Y si voy contigo el próximo verano? Estaría bien salir de la ciudad. ¿Crees que me gustaría?

Colleen y yo dormíamos en una cama, junto a la ventana; Louisa y Megs en otra, pegadas a la pared.

Me incorporé.

—Te encantaría. —Empecé a enumerar mis habituales alabanzas sobre Irlanda.

Colleen me tapó la boca con la mano.

—Sí, lo sé. Es el paraíso. Pero ni siquiera el paraíso es para todo el mundo.

—Tal vez el paraíso, no; pero Irlanda, sí.

El verano siguiente tenía quince años. La granja del tío Jack iba muy bien, pero no tanto como para pagarnos el pasaje a dos de nosotras.

—Tal vez debería ser el turno de Colleen —dijo nuestra madre, cuando nuestro padre recibió la carta de Jack. Se estaba atando un lazo en el cuello de la camisa para intentar parecer elegante de camino al trabajo en Buttons and Bits.

—Jamás le quitaría Irlanda a Nan —se apresuró a decir Colleen, antes de que a mí me diera tiempo de ponerme pálida por la pérdida.

—Mejor así —dijo mi padre—. Prefiero tenerla aquí, donde pueda verla.

Le dio un golpecito en la barbilla con cariño, pero, por la forma en que Colleen se mordió el labio, me di cuenta de que sabía que solo bromeaba a medias.

El intercambio fue tan rápido que solo comprendí al contarlo después la deuda que tenía con mi hermana. Volvería a viajar a Irlanda por mi cuenta. Durante esa época, seguro que tenía mi propia cuota de dudas y presentimientos, como nos ocurre en todas las etapas de la vida, incluso en la infancia. Sin embargo, lo que recuerdo es una preciada ignorancia en cuanto a todo lo que me deparaba el futuro. Desconocía la guerra que se avecinaba y cómo impregnaría nuestros días futuros. Mi realidad no era el periódico que hacía que mi tío frunciera el ceño de preocupación. Era la forma en que el mar se transportaba por el aire que respiraba. Eran las sábanas blancas y limpias que colgábamos en el tendedero para que se secaran al sol, de modo que cuando las poníamos en las camas un toque de salmuera se quedara con ellas y nos llenara los sueños de olas, rocas y focas. Mi realidad era el chico de pelo negro y ojos azules con su perro que recorría las verdes colinas para verme.

—Nan —me llamó la tía Rosie. Era por la mañana. Acababa de bajar las escaleras y me estaba atando el delantal para ayudarla en la cocina—. Finbarr Mahoney está fuera. Quiere que vayas con él.

—¿Puedo?

—Claro, por qué no. —Por mucho que mi madre odiara la idea de que un día me mudara a Irlanda, a su cuñada le encantaba—. Jack tiene recados en la ciudad, así que hoy no tendrás trabajo con él. Monta a Angela y que Finbarr tome el caballo de Jack. Vuelve a tiempo para ayudarme con la cena. Y llevaos a Seamus.

Los tres cabalgamos casi un kilómetro por el camino, en dirección a la orilla. Alby trotaba a nuestro lado. Finbarr detuvo al caballo y sacó unos peniques del bolsillo. Le lanzó la moneda a Seamus. Fue un buen lanzamiento, pero mi primo falló. Tuvo que bajarse del caballo para recogerla.

—Eres un buen muchacho —dijo Finbarr—. Vete un rato por tu cuenta, ¿quieres? Nos encontraremos aquí dentro de unas horas.

Seamus le devolvió la moneda. Solo tenía doce años, pero sabía que lo habían enviado como carabina.

—Creo que me quedaré —dijo mi primo, y volvió a subirse al caballo.

Finbarr se rio. Chasqueó la lengua y su caballo salió al galope hacia la playa de Ballywilling. Comprendí que debía seguirlo y dejar atrás a mi primo, pero Seamus era inquebrantable y se dio cuenta del plan. Además, prácticamente había nacido en la silla de montar y era mucho mejor jinete que Finbarr, que nunca había tenido un caballo propio, o que yo, que solo había aprendido a montar dos años antes. Así que, tal y como había sido la intención de la tía Rosie, los tres cabalgamos juntos, entre los correlimos y los chorlitos que se elevaban hacia el cielo para apartarse de nuestro camino. Las nubes se alejaban para dar paso al sol. Habría traicionado a mi madre en un instante, me habría marchado con mis futuros hijos lejos de Londres, al otro lado del mar, para poder vivir en aquellas costas para siempre.

—Ha bajado la marea —dijo Finbarr, mientras mi caballo se acercaba al suyo—. Podemos cruzar las marismas para ir de una playa a otra.

Las pezuñas de los caballos se deslizaron sobre pequeños guijarros y se sumergieron en el agua salada. Alby chapoteó entre las olas y se zambulló por las zonas más profundas. Nos bajamos de los caballos y Finbarr me enseñó algunos silbidos que había estado practicando como órdenes. Seamus se quedó rezagado, a una distancia educada, sin apartar la vista de nosotros.

—Así —dijo Finbarr para intentar enseñarme a silbar. Me puso la mano alrededor de la barbilla para que frunciera los labios.

Intenté emitir el mismo sonido agudo que había hecho que Alby corriera hacia delante y luego retrocediera en un amplio círculo, pero solo me salió un triste soplido.

—Prueba con los dedos. —Finbarr se metió los dos índices en la boca y soltó un ruido tan fuerte que me hizo saltar. Alby corrió hacia delante y se detuvo sentado a nuestros pies. Finbarr sacó una pequeña pelota de goma del bolsillo y ladeó el brazo para lanzarla.

—Pide un deseo —dijo.

—Deseo que este día no termine nunca.

La pelota y el perro volaron.

—Concedido —dijo Finbarr cuando Alby la atrapó.

Volvió trotando hacia nosotros y escupió la pelota a nuestros pies. Me arrodillé para abrazarlo.

—Gracias, Alby. Eres precioso. Eres perfecto.

—Como tú. —Finbarr se arrodilló a mi lado y me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—De eso nada —advirtió Seamus. La voz todavía no le había cambiado.

—Gracias por acompañarme, Nan —dijo Finbarr después de devolver los caballos al establo—. Siempre hay trabajo que hacer, pero espero que tengamos tiempo de dar otro paseo juntos antes de que termine el verano.

—Yo también lo espero.

Llegó agosto y, con él, la guerra. Finbarr se presentó en nuestra granja. Así había llegado a pensar en ella. No solo la granja de Jack, Rosie y Seamus. La mía también.

Por la ventana de la cocina lo vi acercarse por la colina, con Alby pisándole los talones. El muchacho y el perro con pasos iguales, decididos y despreocupados a la vez. No había servicio militar obligatorio, Finbarr se había alistado en las fuerzas británicas con la bendición de sus padres porque en aquellos días así entendía el patriotismo cierto tipo de personas. Los británicos nunca, nunca, nunca serán esclavos y Aporta tu granito de arena. Mi tío Jack también se alistaría, una vez que las fuerzas se movilizaran. Pero aún no lo sabíamos. Por entonces, la guerra era un asunto de jóvenes.

—Sal —dijo la tía Rosie, cuando me pilló mirando por la ventana. Esa vez no mandó a Seamus conmigo. Sabía lo que Finbarr había venido a decir. Se hacen excepciones especiales para los soldados, incluso en lo que respecta a las chicas.

—Siento irme. —La voz de Finbarr sonaba triste, pero la ligereza no lo había abandonado. Nada de aquello era real. La guerra no sería más que un verano perdido—. No era así como imaginaba que irían las cosas.

Las lágrimas me nublaron los ojos. Al principio me avergonzó, pero Finbarr me tendió la mano.

—¿Tienes miedo? —pregunté.

—Claro, eso creo. Aunque no sé muy bien de qué hay que tener miedo. No consigo imaginar cómo será. —El mundo que nos rodeaba se mantenía verde e imperturbable—. ¿Sabes lo que sí me imagino? Cuando todo acabe. La guerra no durará mucho. Seis meses como máximo y habrá terminado. Entonces vendrás a Irlanda para quedarte y tendremos una granja propia; yo adiestraré perros y tú escribirás libros.

Mi cara se ensanchó en una sonrisa que casi me partió en dos. No había dicho la palabra «matrimonio», era demasiado joven para eso, pero todo lo demás que había dicho lo daba a entender, ¿verdad? Me casaría con Finbarr. Me casaría con Irlanda. Mi futuro estaba sellado, solo había que superar una guerra rápida.

—¿Rezarás por mí? —preguntó.

Mi padre había abandonado la religión al marcharse de Irlanda. Nunca había rezado en la vida, ni siquiera cuando iba a la iglesia con Rosie y Jack, pero le prometí que lo haría.

—¿Me das una foto tuya? —dijo, otra petición de soldado.

—No tengo ninguna aquí. —Mis padres tenían una única foto mía, con mis tres hermanas, tomada y enmarcada hacía años—. Pero me haré una y te la enviaré. Te lo prometo.

Finbarr me estrechó entre sus brazos y me abrazó un buen rato. No se balanceó ni se movió. Se limitó a quedarse en el sitio, apretando los brazos, nuestros cuerpos juntos. Deseé quedarnos en esa quietud. No avanzar hacia el futuro, ni abandonar nunca ese preciso lugar. Los labios de Finbarr se posaron en la curva de mi cuello. Sentía a la tía Rosie observando desde la ventana, pero no me importó, ni siquiera cuando Finbarr se apartó por fin y me dio un largo beso en los labios, hasta que Rosie golpeó el cristal con suficiente fuerza como para que la oyéramos y nos separáramos.

—Eres mi chica. —Me sujetó por los hombros—. ¿Verdad que sí, Nan?

—Sí. Lo soy.

Sacó un anillo Claddagh del bolsillo y me lo puso en el dedo anular derecho, con la corona apuntando hacia mí. Me quedé prendada. En la corona había una diminuta esmeralda, no más grande que la miga de una rebanada de pan de molde. Me resulta terrible admitirlo, pero la principal emoción que sentí fue una alegría que me recorrió todo el cuerpo. ¿Cuántas chicas habrán sentido ese verano la misma felicidad, cuando un chico les declaró su amor y les regaló un anillo antes de marcharse a la guerra? No sabíamos lo que significaba. Ninguna lo sabía.