La desaparición
EL ÚLTIMO DÍA QUE LA VIERON
Viernes, 3 de diciembre de 1926
Agatha abrió los ojos y se despertó sola. Archie se había levantado antes del amanecer y había dejado atrás la noche que habían pasado juntos como solo hacen los hombres. Se duchó para lavarse el olor de su esposa y dejó que cualquier emoción que hubiera sentido por ella quedase abandonada en el dormitorio. En cambio, Agatha se desperezó y el descubrimiento anómalo de encontrarse desnuda bajo las sábanas le recordó de inmediato todo lo que había ocurrido. Sonrió, victoriosa, y se estiró. Archie volvía a ser suyo. Lo había recuperado.
Mientras tarareaba para sí misma, se vistió con lo que se habría puesto para dormir, un camisón largo de seda. Antes de bajar, se puso también una bata de franela. Una mirada rápida en el espejo le mostró que solo le hacía falta pasarse los dedos por el cabello pelirrojo pálido. Incluso ella, la mayor crítica de sí misma, era capaz de ver que estaba preciosa. Sonrojada de felicidad. Felicidad. El aspecto que Archie más admiraba. Ese día, en cuanto la viera así de radiante, se sentiría henchido de amor, un amor evidente. Se apresuró a bajar las escaleras para alcanzarlo antes de que se marchase al trabajo.
Imagina la consternación que debió de sentir al llegar al final de la escalera y encontrar a Archie ya vestido, con la maleta preparada y una actitud endurecida.
—¿No pensarás irte el fin de semana de todas maneras? —Agatha palideció y el rubor la abandonó. Todo el placer y la alegría se desvanecieron antes de que Archie llegara a verlos.
—Agatha. —Su voz era una advertencia. Una regañina. Como si fuera una niña que se portaba mal.
—Agatha —imitó ella. Su voz se elevó, aguda, y subió en espiral por las escaleras. Tal vez atravesó la puerta de la habitación de la niña, donde Teddy estaba dormida o despierta; ninguno de sus padres había entrado a ver cómo estaba—. Agatha —volvió a decir—. Suenas como si fuera yo la que está haciendo algo mal. Como si yo fuera la que está causando problemas. Yo digo que eres tú. Tú. Archie. Archie. Archie.
Archie suspiró y miró hacia la cocina, donde la cocinera preparaba el desayuno. Honoria haría bajar a Teddy en cualquier momento. No quería que nadie escuchara a Agatha, cuya histeria no haría más que aumentar cuando le dijera lo que ya no había forma de evitar. Tenía un plan y nada iba a desbaratarlo. Tenía mi anillo de compromiso en el maletín, tras haber pagado la totalidad de su elevado precio.
—Ven aquí. —Mantuvo el tono de un padre que regaña a una niña rebelde—. Hablemos en mi estudio. —Dio un paso adelante y la agarró por el codo.
Agatha no tenía un despacho propio. Escribía dondequiera que se encontrara, siempre que tuviera una mesa y una máquina de escribir. En realidad, ni siquiera se consideraba una autora. Su principal ocupación e identidad era la de Señora Casada. Eso era. Casada. Con Archie. ¿Quién sería, si ese ya no fuera el caso?
Tomó asiento en el sofá de seda del estudio. Peter entró trotando y saltó a su lado. A Archie no le gustaba que los perros se subieran a los muebles, pero tenía asuntos más importantes que tratar, así que se mordió la lengua y cerró la puerta con un chasquido.
Agatha me contó una vez que, tras su primer desengaño amoroso, provocado por un chico al que adoraba, había corrido hacia su madre con labios temblorosos. Clarissa Miller le había entregado a su hija un pañuelo con una mano y había levantado la otra con el índice estirado mientras lo movía arriba y abajo para remarcar las sílabas. «No te atrevas a llorar. Te lo prohíbo». Obediente por naturaleza y deseando más que nada complacer a su madre, Agatha se había estremecido una vez y se había tragado las lágrimas cuando amenazaron con caer.
Pero no solo había habido desengaños. En su juventud había sido alegre y vivaz, mientras rechazaba una propuesta de matrimonio tras otra. Cuando Archie puso su mano sobre la suya, ya estaba prometida con otro joven, Tommy, que era tímido y amable y nunca, de eso estaba segura, la habría llevado a aquel momento, en el que tenía que esforzarse por seguir los antiguos consejos de su madre.
Archie no se sentó junto a ella en el sofá, sino que se acomodó en un sillón con respaldo, lo bastante cerca como para que ella lo alcanzase. Era un gesto natural después de la noche que habían pasado juntos, así que Agatha cedió y extendió la mano.
—Agatha —fue la dura respuesta, seguida de las palabras que había temido durante meses—. No hay forma fácil de decir esto.
—Entonces no lo digas —suplicó mientras dejaba caer sus patéticos brazos extendidos y se subía a Peter al regazo para calmarse al acariciarlo—. Por favor, no lo digas.
—Solo voy a decirte lo que ya tienes que saber. Amo a Nan O’Dea y voy a casarme con ella.
—No. No lo permitiré. No puede ser. Tú me amas. —Los recuerdos de la última noche la rondaban con claridad, tan cerca que casi parecía que seguían pasando. A diferencia de Archie, ella no se había duchado y su olor se aferraba a su piel, ahogando el perfume de lavanda—. Soy tu esposa.
—Un divorcio —dijo Archie. Era más fácil soltar la palabra como una simple declaración de un hecho. Un objetivo final tan obvio que no necesitaba contexto ni explicación, ni siquiera una frase completa. Qué triunfo sobre la emoción. Archie no sintió nada, ni siquiera le preocupaba que su esposa se derrumbara frente a él, solo el compromiso con la palabra. Divorcio.
Agatha se quedó en silencio. Con la mano recorría cada vez más rápido el suave pelaje del terrier, sin cambiar la expresión. Archie, envalentonado e imprudente, comenzó a hablar. Confesó que nuestra relación duraba ya casi dos años.
(—No hacía falta que se lo contaras —dije, aunque sabía que odiaba que lo reprendieran.
—Tienes razón —reconoció—. Su silencio me engañó. No me lo esperaba. Fue como si no me hubiera oído).
Entró demasiado deprisa en detalles y le indicó a Agatha que solicitara el divorcio.
—Tendrá que ser por adulterio. —En aquellos tiempos, esa era la principal reclamación que aceptaban los tribunales—. He hablado con Brunskill…
—¡Brunskill! —Era el abogado de Archie, un hombre torpe y bigotudo. Otro ultraje más, que él hubiera sabido que aquel asalto la acechaba.
—Sí. Brunskill dice que puedes indicar simplemente que hay una «tercera parte sin identificar». Lo importante es mantener el nombre de Nan fuera de todo esto.
Las nerviosas caricias de Agatha a Peter se detuvieron de sopetón.
—¿Eso es lo importante?
Archie debería haberse dado cuenta de su error, pero en lugar de ello siguió adelante.
—Todo esto podría salir en los periódicos, por tus libros. Tu nombre es bastante conocido ahora.
Agatha se levantó y Peter cayó al suelo con un gritito de reproche. Aunque siempre se mostraba solícita con el perro, en ese momento apenas se daba cuenta de su presencia.
Él siguió sentado. Como me dijo más tarde, «no tiene sentido intentar razonar con una mujer una vez que se ha desquiciado».
El marido de Agatha estaba enamorado de otra persona. Una transgresión que cambia la vida y que le había transmitido como quien da la hora. ¿Se suponía que debía recibir la información con calma y dignidad? Archie había roto las reglas con la pasión como excusa y a ella se le pedía que recogiera los pedazos mientras se mostraba racional. Que tomara medidas para proteger la reputación de su rival. Era más de lo que podía soportar. Apretó los puños y soltó un grito, fuerte y lleno de rabia.
—Agatha. Por favor. Te van a oír los sirvientes y la niña.
—La niña. ¡La niña! No te atrevas a mencionarla. —Como él se negó a ponerse de pie, Agatha tuvo que doblarse desde la cintura para golpearlo; con los puños cerrados, los descargó sobre su pecho compuesto. Los golpes no le causaron ningún dolor. Me dijo que tuvo que contenerse para no reírse.
—Qué cruel eres —le dije, pero dejé salir las palabras con ligereza, como si la crueldad no me molestara lo más mínimo.
Pobre Agatha. Se había despertado del sueño más bonito para entrar en su peor pesadilla. Y nada de lo que dijo o hizo consiguió arrancarle la más mínima emoción a su marido.
Al final, Archie se levantó. La agarró por las muñecas para detener los golpes.
—Ya basta. Me marcho. Después del trabajo, me iré a pasar el fin de semana con los Owen. Arreglaremos el resto la semana que viene.
—¿Supongo que ella también estará allí?
—No —dijo Archie, porque creía que era la respuesta que causaría la menor reacción y porque la mentira se había convertido en su segunda naturaleza desde la primera vez que se enredó conmigo.
—Estará allí. Sé que sí. Una fiesta casera, un fin de semana en pareja. Salvo que tú no irás con tu esposa, sino con ella, con esa ramera. Una ramera asquerosa.
Un error común que cometen las esposas cuando sus maridos se marchan. El camino para recuperar los afectos de Archie no estaba pavimentado con insultos contra mí. Era la más impenetrable de las criaturas, un hombre encaprichado. El ceño más oscuro cruzó su rostro y apretó el agarre.
—No hables de Nan de esa manera.
—¿Vas a decirme lo que no debo hacer? Tú no deberías irte con una mujer que no fuera tu esposa. No deberías dejarme ahora, cuando más te necesito. Hablaré de Nan como quiera.
—Cálmate, Agatha.
Le dio una patada en la espinilla. Como solo llevaba zapatillas, apenas hizo que se estremeciera. Qué desquiciante debió de ser la ineficacia de su propia fuerza. Agatha se retorció las muñecas para librarse del agarre con tanta furia que, cuando él la soltó, cayó hacia atrás. Archie notó que empezaban a aparecerle rojeces mientras se acariciaba las muñecas por turnos, pero no fue capaz de arrepentirse, tan firme era su convicción de que ella misma se lo había buscado. Tenía un único objetivo y era deshacerse de su esposa.
La noche anterior había sucumbido a la nostalgia y al anhelo carnal, pero esa mañana había retomado su misión. Como todo buen fanático, no se dejaría disuadir. Con largas zancadas, cruzó el estudio para volver al pasillo principal. Recogió la maleta y salió a por el coche, un Delage de segunda mano que Agatha le había comprado con el dinero de su último contrato. Era un coche bastante grande y Archie se enorgullecía de su presencia, como si fuera una posesión que hubiera conseguido por sí mismo. Tenía un motor de arranque eléctrico, sin necesidad de manivela; podía subirse y escapar. A ella debió sacarla de quicio salir por la puerta y verlo alejarse con el extravagante regalo.
—¡Archie! —gritó mientras corría por el largo camino de entrada—. ¡Archie!
Los neumáticos levantaron una nube de polvo frente a ella. Archie ni siquiera se volvió para mirar por el parabrisas trasero. Tenía los hombros rígidos, firmes y decididos. Se había alejado y se había vuelto inalcanzable, en todos los sentidos posibles.
«Inalcanzable» era la misma palabra que Honoria usaría más tarde para describir a Agatha. Su trabajo era despertar a Teddy y prepararla para la escuela. Después de levantarse, escuchó voces fuertes que salían del interior del estudio del señor Christie, una disputa marital y de las malas. Así que subió a la habitación de la niña, donde Teddy estaba sentada en un rincón, ya despierta y jugando con sus muñecas. Así era ella, una niña de siete años capaz de salir de la cama y divertirse sola, sin molestar a nadie.
—Hola, Teddy.
—Buenos días. —Se apartó el pelo oscuro de los ojos. No le sorprendió ver a Honoria. A menudo, Teddy se despertaba y sus padres ya se habían marchado para el resto del día. Antes de cumplir los cinco años, la habían dejado un año entero para viajar por el mundo. A la propia Agatha la había criado en gran parte una querida sirvienta a la que llamaba Nursie. Según su experiencia, era una forma perfectamente razonable de educar a un niño.
—Ven —dijo Honoria y le tendió la mano—. Vamos a darte el desayuno. Luego te vistes y te vas a la escuela.
Teddy se levantó y le dio la mano a Honoria. Las dos llegaron a lo alto de la escalera justo cuando Archie escapaba del histrionismo de Agatha en el estudio. La niña levantó el bracito, con intención de saludar, pero su padre no la vio. Cerró la puerta tras de sí. Solo estuvo cerrada un momento antes de que Agatha saliera; el aire a su alrededor estaba tan cargado de urgencia que por un instante Honoria pensó que la habían atacado. La sirvienta se adelantó cuando Agatha abrió la puerta de golpe y salió corriendo. Teddy se agarró al borde de su rebeca para retenerla a su lado y Honoria abrazó a la niña junto a su amplia cadera mientras le daba palmaditas de consuelo. De fondo, Agatha gritaba:
—¡Archie! ¡Archie!
Honoria esperó dentro y fingió con educación que nada había ocurrido. Oyó que el coche se alejaba, pero Agatha no regresó, así que guio a Teddy escaleras abajo y a la cocina. Luego, volvió a salir al vestíbulo. Styles tenía unos grandes ventanales en la parte delantera y trasera. A través de las ventanas del frente, Honoria vio a Agatha de pie, en bata y zapatillas; su pelo se agitaba con el ligero viento y el polvo a su alrededor se asentaba en la tenue luz de la mañana. Nunca había visto a una persona tan inmóvil y, a la vez, que emanara una sensación de alteración tan enérgica.
—¿Agatha? —la llamó al salir. Las dos mujeres eran lo bastante íntimas como para dejar de lado la formalidad entre empleada y señora. Honoria extendió la mano y le tocó el hombro—. Agatha, ¿estás bien?
Se quedó quieta, como si no la oyera, mientras miraba el coche, ya desaparecido, con incredulidad. Cuando Honoria volvió a hablar, Agatha no respondió. A la sirvienta no le parecía bien volver dentro y dejarla, pero se sentía muy rara, las dos solas allí. Una completamente arreglada y lista para el día, y la otra tiesa como una estatua, vestida como una inválida y con un largo camino de recuperación por delante.
El hechizo no duró demasiado. Agatha se despertó y se dirigió al estudio de Archie, donde se sentó a escribir una carta a su marido. Tal vez fuera una súplica. Tal vez, una declaración de guerra. Nadie lo sabría nunca, salvo Archie, que la leyó una vez y luego la tiró al fuego.
Me pregunto ahora si Agatha tenía un plan. Después de todo, una escritora habría considerado con detalle cada línea de prosa que escribía y cada posibilidad que pudiera surgir de su siguiente movimiento. Cuando me la imagino ante el escritorio, no veo a una mujer en estado de fuga ni a una persona al borde de la amnesia. Veo el tipo de determinación que solo reconoces si lo has sentido tú misma. La determinación que nace de la desesperación y se transforma en decisión. Poco después, cuando me enteré de que había desaparecido, no me sorprendió lo más mínimo. Lo entendí.
Yo también había desaparecido una vez.