La desaparición
UN DÍA ANTES
Jueves, 2 de diciembre de 1926
En el curso de la historia, los hombres siempre les han hecho el mismo relato a sus amantes. Él no quiere a su mujer, quizá nunca la haya amado. Hace años que no hacen el amor, ni siquiera lo mencionan. Su matrimonio carece de pasión, afecto y alegría. Es un lugar estéril y miserable. Y él se queda por los niños, o por dinero, o por las propiedades. Es una cuestión de conveniencia. La nueva amante es lo único que le da paz.
¿Cuántas veces ese relato es verdad? Sospecho que no muchas. En el caso de los Christie, sé que no lo era.
Aquella tarde, Archie recorrió el trayecto de siempre de Londres a Sunningdale. La pareja había llamado «Styles» a su casa, en honor a la mansión de la primera novela de Agatha. Era una casa victoriana encantadora con amplios jardines. Cuando Archie entró por la puerta principal, su esposa lo estaba esperando, vestida para la cena. Nunca me contó lo que llevaba puesto, pero sé que era un vestido de gasa del tono del agua de mar. Imagino un escote que acentuaba la hinchazón de su pecho, pero él solo me dijo que la vio tan abstraída que decidió esperar hasta por la mañana para decirle que se iba. «Las emociones son más fuertes por la noche, ¿no crees?», me dijo.
Agatha, que sabía que la noticia se acercaba, decidió presentar una batalla silenciosa. Normalmente, su pequeño terrier, Peter, no se separaba de ella, pero esa noche envió al perro a la cama con Teddy para que no fuera una molestia. Intentó mostrar el semblante alegre que exigía su marido.
En más de una ocasión, he pensado que Agatha inventó a Hércules Poirot como el contrapunto de Archie. Poirot jamás pasaba por alto la más mínima señal emocional ni existía ninguna emoción desatinada por la que no sintiera simpatía. Sabía asimilar y evaluar la tristeza de una persona, para después perdonarla. Por su parte, Archie se limitaba a decir «anímate» y esperaba que se cumpliera la orden.
Tras haber decidido posponer la inevitable escena, se sentó a cenar tranquilamente con su esposa, cada uno en un extremo de la larga mesa del comedor. Cuando le pregunté de qué habían hablado, me dijo:
—De cosas triviales.
—¿Cómo estaba?
—Huraña. —Pronunció la palabra como si fuera una gran afrenta personal—. Se mostró autoindulgente y malhumorada.
Después de la cena, Agatha le pidió pasar al salón para tomar una copa de brandy. Él declinó y subió a ver a Teddy. Honoria, que hacía las veces de secretaria personal de Agatha y de niñera de la niña, la estaba acostando.
El perrito salió corriendo por la puerta en cuanto Archie entró y Teddy soltó un gemido de protesta.
—¡Mamá me prometió que Peter dormiría conmigo esta noche!
Por suerte Archie tenía mi regalo, Winnie-the-Pooh, para ofrecérselo como consuelo. Después de que la niña arrancase con entusiasmo el envoltorio, le leyó el primer capítulo. Le rogó que continuase, de modo que, para cuando se retiró, Agatha, sin saber que aquella era su última oportunidad de recuperarlo, ya se había dormido.
—Como un muerto —me dijo Archie.
Sin embargo, cuando el sábado siguiente me presenté en Styles para devolver el coche de Archie desde Godalming, vi el cuento de Winnie-the-Pooh en una mesa del vestíbulo, todavía dentro de su envoltorio de papel marrón. Además, en la comida en Simpson’s, Agatha había tenido el aspecto errático y apenas animado de una persona insomne, que se abría paso durante el día después de demasiadas noches sin dormir. Amaba a su marido. Tras doce años de matrimonio, lo amaba ciegamente y con esperanza, como si en sus treinta y seis años de vida no hubiera aprendido nada del mundo.
Sé que no se habría ido a dormir antes de que Archie se acostara.
Esto es lo que creo que pasó en realidad.
Agatha lo estaba esperando cuando Archie llegó a casa. Esa parte debe haber sido cierta. El color de sus mejillas era vivaz y resuelto. Estaba decidida a recuperarlo, no con ira y amenazas, sino con la pura fuerza de la adoración, y por eso se había vestido con cuidado. Sé bien lo que llevaba puesto porque el sábado por la mañana seguía arrugado en el suelo de la habitación, pues la criada estaba demasiado disgustada para recogerlo y lavarlo. Cuando lo vi allí, me arrodillé y lo levanté; lo sostuve contra mí como si fuese a probármelo. Me quedaba demasiado largo y la gasa de color verde mar me llegaba más allá de los pies. Olía a perfume Yardley, Old English Lavender, ligero y coqueto.
Una prenda tonta para llevar en pleno invierno, y aun así. Habría estado guapísima al recibirlo. Las pecas le salpicarían la nariz y los pechos, altos y visibles. Tal vez tuviera una copa en la mano, no para ella, que casi nunca bebía, sino para dársela a él, su whisky favorito.
—AC —le dijo al acercarse y le puso una mano en el pecho. Esperó a que cambiase el abrigo de invierno por la bebida. Desde su noche de bodas, se habían llamado así el uno a la otra, AC.
—Toma —Archie no le devolvió la muestra de cariño. Junto con el abrigo, le entregó el libro infantil envuelto—. Es para Teddy.
No le dijo quién lo había comprado, pero es probable que ella lo sospechara. A Archie no le gustaban los libros; ni siquiera había leído las novelas que ella había escrito, no desde que se publicó la primera. Agatha dejó el paquete sin abrir en la mesa.
En la sala de estar, se sirvió agua. Se le daba bien esperar. Había esperado años para casarse con Archie y luego tuvo que esperar otra vez a que pasara la guerra para vivir juntos. Envió su primera historia a una editorial y aguardó dos años antes de que la aceptaran, de modo que, cuando recibió la noticia, casi se le había olvidado que había escrito un libro. Firmó un contrato miserable con Bodley Head para sus cinco primeras novelas, se dio cuenta del error casi de inmediato y, en lugar de aceptar las numerosas ofertas de renegociación que recibió, esperó. Por entonces era libre y había cambiado a una editorial muy superior. Una persona tiene que ponerse un objetivo y esperar lo mejor. Una persona tiene que estar dispuesta a esperar su momento.
La casa estaba demasiado fría. Se le puso la piel de gallina en los brazos desnudos, lo que la empujó a acercarse a Archie. Él tenía un aspecto saludable e impenetrable; irradiaba calor, no del tipo emocional, sino calor auténtico.
—¿Dónde está Teddy? —preguntó.
—Arriba, con Honoria. Se está bañando y luego se irá a la cama.
Él asintió e inhaló la lavanda. A un hombre le gusta que una mujer se esfuerce, sobre todo cuando es una extraña para él, y en eso se había convertido su esposa en el momento en que había decidido decirle que se iba. Agatha le había encargado a la cocinera que le preparara su comida favorita, solomillo Wellington, una buena cena de invierno. Encendió unas velas. Ellos dos solos y una botella de buen vino francés. Agatha se sirvió una copa para acompañarlo, pero no tomó ni un sorbo. Se sentó, no al otro lado de la mesa como me dijo Archie, sino justo a su lado. Él era zurdo, ella diestra, y sus codos chocaban con la intimidad de quienes han pasado horas y horas en la misma casa, durmiendo en la misma cama. Archie era humano y, lo que es peor, un hombre. Una especie de melancolía se apoderó de él. No era cierto que nunca la hubiera amado. De hecho, su determinación de casarse conmigo le hizo recordar la última vez que había sentido una urgencia similar, la de casarse con Agatha, a pesar de que la guerra hacía estragos, no tenían dinero y las familias de ambos, sobre todo la madre de él, insistían en que esperasen. En ese momento, a la luz de las velas, Agatha tenía el mismo aspecto que en su noche de bodas. Se acercaba su aniversario, en Nochebuena. Imposible no pensar en recuerdos como aquel en esa época del año.
Él terminó de comer y no pasó por la habitación de la niña para darle las buenas noches a Teddy. Era tarde, después de todo, y ya estaría dormida.
Sé que fue Archie quien le quitó el vestido a su mujer y lo dejó tirado en el suelo. Le gustaban las mujeres desnudas mientras él seguía completamente vestido. Además, era su última oportunidad con esa mujer en particular. A solas en el dormitorio, Agatha temblaba de alivio y alegría tanto como de frío. La criada había encendido la chimenea en la habitación. A la luz tenue y parpadeante, parecía vulnerable por la adoración.
El matrimonio. La forma en que dos vidas se entrelazan. Es una cuestión obstinada y difícil de soltar. Archie no era un hombre sin sentimientos y, en esa última noche con su esposa, después de muchos meses de poner un dique a lo que sentía por ella, dejó que las compuertas se abrieran por última vez.
—Agatha —le dijo, una y otra vez. Sospecho que también le dijo «te quiero». Ella seguramente le devolvió las palabras, con lágrimas en las mejillas, como si lo hubiera recuperado para siempre. Sin darse cuenta, mientras se quedaban despiertos hasta tarde con las sábanas cada vez más enredadas mientras hacían el amor repetidas veces, de que esa noche ella era la amante, y que nunca más sería la esposa.