La desaparición
UN DÍA ANTES
Jueves, 2 de diciembre de 1926

Le dije a Archie que no era el momento adecuado para dejar a su esposa, pero no lo dije en serio. En lo que a mí concernía, aquel juego había durado demasiado. Era el momento de sacar la mano ganadora. Pero a él le gustaba creer que las cosas eran idea suya, así que protesté.

—Está demasiado frágil —dije. Agatha todavía sufría por la muerte de su madre.

—Clarissa murió hace meses —dijo Archie—. Además, no importa cuándo se lo diga, será atroz de todos modos. —«Frágil» es una palabra que nadie usaría para describirlo a él. Se sentaba ante el gran escritorio de caoba de su despacho londinense, todo pompa y poder—. Es imposible contentar a todo el mundo —añadió—. Alguien tiene que ser infeliz y estoy cansado de ser yo.

Me encontraba delante de él, en el sillón de cuero que solía reservar para los financieros y los hombres de negocios.

—Querido. —Mi voz nunca alcanzaría los tonos gentiles de la de Agatha, pero para entonces al menos había conseguido borrarle el acento del East End—. Necesita más tiempo para recuperarse.

—Es una mujer adulta.

—Nadie deja nunca de necesitar a su madre.

—Eres demasiado indulgente, Nan. Demasiado amable.

Sonreí como si fuera verdad. Lo que Archie más odiaba en el mundo era la enfermedad, la debilidad y la tristeza. No tenía paciencia para dejar sanar a alguien. Como su amante, procuraba mantener siempre una actitud alegre. Ligera y displicente. El contraste perfecto con su esposa, no tan ingenua y desconsolada.

Suavizó el gesto. Una sonrisa asomó en la comisura de sus labios. Como les gusta decir a los franceses, «las personas felices no tienen historia». Archie nunca se había interesado por mi pasado. Solo le importaba mi presente, sonriente y dispuesto. Se pasó una mano por el pelo y recompuso lo que nunca se había movido. Me fijé en que empezaban a salirle algunas canas. Le daban un aspecto distinguido. Era posible que mi relación con Archie tuviera un elemento comercial, pero eso no significaba que no pudiera disfrutar de él. Era alto, guapo, y estaba enamorado de mí.

Se levantó de la mesa y cruzó la habitación para arrodillarse junto a mi sillón.

—Archie —dije y fingí regañarlo—. ¿Qué pasa si entra alguien?

—No va a entrar nadie.

Me rodeó la cintura con el brazo y apoyó la cabeza en mis muslos. Llevaba una falda plisada, una blusa de botones, un cárdigan holgado y medias. Un collar de perlas falsas y un sombrero nuevo y elegante. Le acaricié la cabeza, pero al tiempo la aparté con tacto mientras presionaba la cara contra mí.

—Aquí, no —dije, pero sin urgencia. Alegre, alegre, alegre. Una chica que nunca enfermaba y no había estado triste ni un solo día de su vida.

Archie me besó. Sabía a humo de pipa. Agarré las solapas de su chaqueta y no me opuse cuando me envolvió un pecho con la mano. Esa noche, se iría a casa con su mujer. Para que los acontecimientos que había planeado con muchísimo cuidado siguieran su curso, lo mejor era enviarlo con ella pensando en mí. Una esponja empapada en sulfato de quinina, que me había procurado mi hermana menor casada, montaba guardia dentro de mí y me protegía del embarazo. Ni una sola vez me había encontrado con Archie sin prepararme antes de esa manera, aunque, por el momento, la precaución había resultado innecesaria. Volvió a colocarme la falda con modestia en su sitio y alisó los pliegues; luego se levantó y volvió a rodear el escritorio.

Casi en el mismo instante en que volvió a sentarse, entró Agatha. Llamó suavemente a la puerta al mismo tiempo que la empujaba para abrirla. Sus delicados tacones apenas hacían ruido en la alfombra. A sus treinta y seis años, el pelo castaño rojizo empezaba a desvanecerse hacia un marrón más apagado. Era varios centímetros más alta que yo y casi diez años mayor.

—Agatha —dijo Archie con brusquedad—. Podrías haber llamado.

—Archie, por favor. Esto no es un vestuario. —Se volvió hacia mí—. Señorita O’Dea. No esperaba verla aquí.

La estrategia de Archie siempre había sido esconderme a plena vista. A menudo me invitaban a fiestas en casa de los Christie e incluso a pasar algún fin de semana. Seis meses antes, al menos se habría inventado una excusa para justificar mi presencia en su despacho. Stan me ha prestado a Nan para que taquigrafíe, tal vez habría dicho. Stan era mi jefe en la Imperial British Rubber Company. Era amigo de Archie, pero nunca le prestaba nada a nadie.

Esa vez Archie no ofreció ni una sola palabra como explicación por mi presencia, pertrechada donde no me correspondía. Agatha arqueó las cejas al darse cuenta de que su marido no pensaba molestarse con el subterfugio habitual. Se recompuso para dirigirse a mí.

—Mírenos. —Señaló mi atuendo y después el suyo—. Somos gemelas.

Me costó mucho no tocarme la cara. Me había sonrojado como un tomate. ¿Qué habría pasado si hubiera entrado dos minutos antes? ¿Habría fingido ignorancia a pesar de las pruebas irrefutables, con la misma tenacidad que entonces?

—Sí —dije—. Es verdad, lo somos.

Esa temporada casi todas las mujeres de Londres lo eran, con la misma ropa y el mismo corte de pelo hasta los hombros. Sin embargo, el traje de Agatha era un Chanel auténtico y sus perlas no eran falsas. No hizo notar las discrepancias con ningún desdén, si es que llegó a percatarse de ellas. No era esa clase de persona, una virtud que se volvía en su contra cuando se trataba de mí. Nunca se había opuesto a que la hija de un oficinista, una simple secretaria, entrara en su círculo social.

—Es amiga de la hija de Stan —le había dicho Archie—. Una excelente golfista.

No le hicieron falta más explicaciones.

En las fotografías de aquella época, Agatha parece mucho más oscura y menos bonita de lo que era en realidad. Tenía ojos brillantes y azules, unas pocas pecas en la nariz y una cara que cambiaba con rapidez de una expresión a otra. Por fin, Archie se levantó para saludarla y le tendió la mano como si fuera una socia de negocios. Decidí, como decidiría alguien que hace algo cruel, que todo era para bien, que aquella mujer guapa y ambiciosa se merecía algo mejor que Archie. Se merecía a alguien que la llevase en brazos con una adoración descarada y que le fuera fiel. Cuando el sentimiento de culpa empezó a desanimarme, me recordé que Agatha había nacido privilegiada y que siempre seguiría así.

Le dijo a Archie, probablemente por segunda o tercera vez, que había tenido una reunión con Donald Fraser, su nuevo agente literario.

—He pensado que podríamos comer juntos, ya que estoy en la ciudad. Antes de que te marches el fin de semana.

—Hoy no puedo. —Señaló su mesa vacía sin mucho convencimiento—. Tengo una montaña de trabajo de la que ocuparme.

—Ah. ¿Seguro? He reservado mesa en Simpson’s.

—Seguro —dijo—. Me temo que has venido para nada.

—¿Le gustaría acompañarme, señorita O’Dea? Un almuerzo de chicas.

No soportaba ver cómo la rechazaban dos veces.

—Claro. Suena de maravilla.

Archie tosió, irritado. Otro hombre se habría puesto nervioso ante la combinación de esposa y amante, pero a él ya no le importaba. Quería poner fin a su matrimonio y, si ello tenía que pasar como consecuencia de que Agatha nos descubriera, que así fuera. Mientras su mujer y yo íbamos a comer, acudiría a una cita en Garrard and Company para comprar un anillo precioso, mi primer diamante auténtico.

—Tiene que hablarme de ese nuevo agente literario —dije mientras me levantaba—. Qué carrera tan emocionante tiene, señora Christie. —No lo decía por adulación; la carrera de Agatha me resultaba muchísimo más interesante que el trabajo de Archie en finanzas, aunque todavía no era muy conocida en aquel momento, no como lo sería después. Una estrella en ascenso que apenas estaba empezando. La envidiaba.

Agatha enlazó el brazo con el mío y acepté el gesto con facilidad. Nada me resultaba más natural que la intimidad con otras mujeres, pues tenía tres hermanas. Esbozó una sonrisa que logró ser al mismo tiempo soñadora y decidida. Archie se quejaba a veces del peso que había ganado en los últimos siete años, desde el nacimiento de Teddy, pero su brazo lo sentí fino y delicado. Dejé que me guiara por el edificio de oficinas hasta la concurrida calle londinense. Se me sonrosaron las mejillas por el frío. Agatha me soltó el brazo de forma repentina y se llevó una mano a la frente para estabilizarse.

—¿Está usted bien, señora Christie?

—Agatha —dijo, con la voz más aguda que en el despacho de Archie—. Por favor, llámeme Agatha.

Asentí. Luego, procedí a hacer lo mismo que hacía cada vez que me lo pedía; durante la mayor parte del tiempo que pasamos juntas esa tarde, no la llamé de ninguna manera.

¿Has conocido alguna vez a una mujer que haya llegado a ser famosa? Cuando echas la vista atrás, te das cuenta de algunas cosas, ¿verdad? La forma en que se movía. La determinación con la que hablaba. Hasta su último día, Agatha afirmó no ser una persona ambiciosa. Se creía que mantenía su intensidad en secreto, pero yo había notado la forma en que sus ojos recorrían una habitación. Cómo examinaba a todos los que se cruzaban en su línea de visión, mientras imaginaba una historia que se pudiera resumir en una sola frase. A diferencia de Archie, Agatha siempre quería conocer tu pasado. Si no querías revelarlo, se inventaba algo propio y se convencía de que era real.

En Simpson’s, nos acompañaron al comedor de señoras. Cuando nos sentamos, Agatha se quitó el sombrero, así que hice lo propio, aunque muchas otras mujeres conservaban los suyos. Se recolocó la bonita melena. El gesto no me pareció vanidoso, sino más bien una forma de reconfortarse. Podría haberme preguntado qué estaba haciendo en el despacho de Archie, pero sabía que tendría una mentira preparada y no quería oírla.

En vez de eso, dijo:

—Su madre aún vive, ¿no es así, señorita O’Dea?

—Sí, mis dos padres.

Me miró con franqueza. Me evaluó. Me está permitido que lo diga en retrospectiva; era guapa. Delgada, joven y atlética. Sin llegar a ser Helena de Troya. De haberlo sido, mi relación con Archie tal vez hubiera resultado menos alarmante. La modestia de mis encantos indicaba que bien podría estar enamorado.

—¿Cómo está Teddy? —pregunté.

—Bien.

—¿Y la escritura?

—Bien. —Agitó la mano como si no tuviera importancia—. No es más que un truco de salón. Objetos brillantes y pistas falsas. —Una expresión atravesó su rostro, como si le fuera imposible no sonreír al pensar en ello, por lo que deduje que, a pesar de desestimarlo, se sentía orgullosa de su trabajo.

Se oyó un enorme estruendo cuando un camarero con bata blanca dejó caer su bandeja llena de platos vacíos. Me sobresalté sin poder evitarlo. En la mesa de al lado, un hombre que cenaba con su mujer se cubrió la cabeza con los brazos en un acto reflejo. No hacía mucho tiempo, los estruendos en Londres significaban algo sumamente más ominoso que una vajilla rota y muchos de nuestros hombres habían presenciado la peor parte.

Agatha tomó un sorbo de té.

—Cómo extraño la calma de antes de la guerra. ¿Cree que alguna vez nos recuperaremos, señorita O’Dea?

—No veo cómo podría ser posible.

—Supongo que era demasiado joven para servir como enfermera.

Asentí. Durante la guerra, fueron sobre todo mujeres con aspecto de matronas las que atendieron a los soldados, para evitar el florecimiento de romances inadecuados. A Agatha la habían asignado al dispensario de un hospital en Torquay. Allí fue donde aprendió mucho sobre venenos.

—Mi hermana Megs se hizo enfermera —dije—. Después de la guerra, como profesión. De hecho, ahora trabaja en un hospital en Torquay.

Agatha no indagó más al respecto. No quería conocer a alguien como mi hermana. En vez de eso, me preguntó:

—¿Perdió a alguien cercano?

—Un chico al que conocía. De Irlanda.

—¿Lo mataron?

—Digamos que no volvió a casa. No del todo.

—Archie estuvo en el Cuerpo de Aviación. Ya lo sabe, por supuesto. Supongo que fue distinto para los que estaban en el aire.

¿No resumía eso cómo funcionaba todo? Siempre eran los pobres los que cargaban con las cicatrices del mundo. A Agatha le gustaba William Blake: «Algunos nacen al dulce deleite, algunos nacen a la miseria». En mi mente, incluso en aquel momento, mientras comíamos en Simpson’s y su marido me compraba un anillo de compromiso, la consideraba a ella del primer grupo y a mí del segundo.

A su rostro no dejaba de asomarse una expresión que yo notaba cómo se esforzaba por alejar. Como si quisiera decir algo, pero no pudiera hacerlo. Estaba segura de que me había invitado a comer para confrontarme. Tal vez para pedir clemencia. Sin embargo, es fácil posponer las conversaciones más desagradables, sobre todo si no te atraen los enfrentamientos.

Con esa intención, y porque de verdad lo pensaba, dijo:

—Qué porquería, la guerra. Cualquier guerra. Es algo terrible de soportar para un hombre. Si tuviera un hijo, haría todo lo posible para mantenerlo lejos de ella. No me importa cuál sea la causa ni si Inglaterra está en juego.

—Creo que haría lo mismo. Si alguna vez tengo un hijo.

Nos trincharon la carne en la mesa y elegí una pieza menos hecha de lo que me gustaba. Supongo que quería impresionar a Agatha. Cuanto más rica era la gente, más sangrienta le gustaba la carne. Al cortarla, el rojo que rezumó me revolvió el estómago.

—¿Todavía piensa en el chico irlandés? —preguntó.

—Todos los días de mi vida.

—¿Por eso nunca se ha casado?

Nunca se ha casado. Como si nunca fuera a hacerlo.

—Supongo que sí.

—Bueno. Todavía es joven. ¿Quién sabe? Tal vez aparezca un día, recuperado.

—Lo dudo mucho.

—Hubo un tiempo, durante la guerra, en el que pensé que Archie y yo nunca nos casaríamos. Pero lo hicimos y hemos sido muy felices. Lo hemos sido, ¿sabe? Felices.

—Estoy segura de que así es. —Cortante y adusta. Hablar de la guerra me había endurecido. Una persona que no tiene nada podría sentirse disculpada por quitarle algo, un marido, a otra que lo tiene todo.

El camarero volvió y preguntó si queríamos un plato de queso. Las dos lo rechazamos. Agatha dejó el tenedor con la carne a medio comer. Si sus modales hubieran sido menos perfectos, habría apartado el plato.

—Tengo que empezar a comer menos. Archie dice que estoy demasiado gorda.

—Yo la veo bien —dije, para reconfortarla y porque era verdad—. Es preciosa.

Agatha rio con una pizca de maldad, pero como si se burlase de sí misma, no de mí, y me volví a ablandar. No me producía ningún placer causar dolor a otras personas. La muerte de su madre había sido muy poco oportuna, demasiado cercana a la partida de Archie. No lo había planeado. El padre de Agatha había muerto cuando ella tenía once años, así que, además de la pérdida de su madre, de pronto se había convertido en la generación más antigua de su familia a una edad demasiado temprana.

Salimos juntas después de que insistiera en pagar la cuenta. En la calle, se volvió hacia mí y estiró la mano para agarrarme por la barbilla con el índice y el pulgar.

—¿Tiene planes para este fin de semana, señorita O’Dea? —Su tono insinuaba que sabía perfectamente cuáles eran mis planes.

—No, pero la próxima semana voy a tomarme unas vacaciones. En el hotel Bellefort, en Harrogate. —Al instante me pregunté por qué se lo había dicho. Ni siquiera se lo había contado a Archie. Compartir el marido de una mujer te hacía sentir una extraña conexión con ella. A veces incluso más que con él.

—Cuidándose a sí misma —dijo, como si el concepto no encajase con su naturaleza sensata—. Me alegro por usted.

Agradecí que no me preguntara cómo me iba a permitir semejante extravagancia. Me soltó la barbilla y su mirada albergaba algo que no supe leer.

—En fin, adiós entonces. Disfrute de las vacaciones.

Se dio la vuelta y caminó unos pasos; luego se detuvo y volvió hacia mí.

—No lo ama. —Su rostro había cambiado por completo. De mostrarse contenida y calmada a mirarme con los ojos muy abiertos y temblorosos—. Ya sería malo si lo hiciera, pero, dado que no es así, por favor, déjelo con la persona que lo hace.

Todos mis bordes se desdibujaron. Me sentí como un fantasma al negarme a responder, como si fuera a disiparme y los pedazos de mí se dispersasen flotando en el aire. Agatha no volvió a tocarme. En vez de eso, me miró a la cara para estudiar mi reacción, la sangre que desaparecía de mis mejillas, la culpable negativa a moverme o a respirar.

—Señora Christie. —Fue todo lo que conseguí decir. Me exigía una confesión que no tenía permiso para darle.

—Señorita O’Dea. —Cortante, definitiva. Volvía a ser la de siempre. Su nombre en mis labios había preludiado una negación. Mi nombre en los suyos era un severo rechazo. Me quedé donde estaba frente al restaurante y la vi alejarse. En mi memoria ella se desvanece en una gran nube de niebla, pero eso no puede ser correcto. Era pleno día, la luz era clara y nítida. Lo más probable es que haya doblado una esquina sin más o se haya perdido entre la multitud.

Debía volver al trabajo, pero en vez de hacerlo me dirigí a la oficina de Archie. El puesto de secretaria ya no me importaba mucho, ya que él se ocupaba de una parte cada vez mayor de mis gastos. Sabía que estaría preocupado por la comida con Agatha y, si de verdad le decía esa misma noche que iba a dejarla, tal vez me acusase de que no lo amaba. Así que era importante dejarlo con la sensación de que sí lo hacía.

De camino, pasé por una librería que exhibía una montaña de ejemplares de un libro infantil de color rosa, con un osito de peluche que agarraba la cuerda de un globo y volaba por los aires. Winnie-the-Pooh. Me pareció tan extravagante que entré y compré un ejemplar para que Archie se lo regalara a Teddy. Por un momento me planteé dárselo yo misma, como regalo de Navidad. Para entonces, era posible que sus padres ya vivieran separados. Tal vez Teddy pasaría la Navidad con su padre y conmigo, y los tres intercambiaríamos regalos, acomodados bajo el árbol. A veces se hablaba de hijos que se iban a vivir con su padre después de un divorcio. Además, Archie siempre decía que Teddy lo quería más a él. Aunque era algo propio de Archie, no solo decir una cosa así, sino creérsela. Cuando volví al despacho, le di el libro para que se lo regalase a la niña. Cerró la puerta y me atrajo hacia su regazo mientras me desabrochaba la falda y me la subía hasta la cintura.

—No será así por mucho tiempo —me susurró al oído y se estremeció, aunque creía que aquello le gustaba. ¿No les gustaba a todos los hombres?

Me aparté de él y me alisé la falda. Seguía con el sombrero en la cabeza, apenas se había movido.

—¿Cómo la has visto? —preguntó y volvió a su mesa.

—Triste. —Si Agatha le decía que se había enfrentado a mí, lo negaría—. Preocupada.

—No dejes que te ablande. Es más misericordioso clavar el cuchillo deprisa.

—Estoy segura de que tienes razón.

Le lancé un beso y me dirigí a la puerta, con la esperanza de que ninguna de mis protestas hubiera hecho mella en su determinación. La conversación con Agatha había acentuado la urgencia de que la dejara ya. Quité el pestillo.

—Nan —dijo Archie, antes de que saliera por la puerta—. La próxima vez que me veas, seré un hombre libre.

—De eso nada —dije—. Me pertenecerás a mí.

Sonrió y supe que no tenía nada de qué preocuparme, al menos en cuanto a que le diera la noticia a Agatha. Era un hombre con una misión. Cuando se decidía a hacer algo, lo hacía con la frialdad de un piloto que suelta bombas para causar muertes y estragos a sus pies. Mientras navega por el cielo, intocable.