Aquí yace la hermana Mary

Hace mucho tiempo, en otro país, estuve a punto de matar a una mujer.

El impulso de asesinar es un sentimiento peculiar. Primero, sientes la rabia, más profunda que ninguna otra que hayas imaginado. Se apodera de tu cuerpo por completo, como una fuerza divina que toma el control de tu voluntad, tus extremidades, tu psique. Te transmite una fuerza que no sabías que poseías. Tus manos, hasta ahora inofensivas, se levantan para exprimir la vida de otra persona. Produce una cierta alegría. En retrospectiva es aterrador, pero me atrevo a decir que, en el momento, resulta dulce, como la justicia.

Agatha Christie sentía fascinación por el asesinato, pero era una mujer de buen corazón. Nunca quiso matar a nadie. Ni por un momento. Ni siquiera a mí.

—Llámeme Agatha —me decía siempre, mientras ofrecía una mano delgada. Pero nunca lo hice, no en aquellos primeros días, por muchos fines de semana que hubiera pasado en una de sus casas, por muchos momentos privados que hubiéramos compartido. La familiaridad no me parecía correcta, aunque la corrección ya empezaba a decaer en los años posteriores a la Gran Guerra. Agatha era una mujer elegante y pertenecía a la alta sociedad, pero estaba más que dispuesta a prescindir de los modales y de las convenciones sociales. En cambio, yo me había esforzado demasiado para aprender esos modales y convenciones como para abandonarlos sin más.

Me gustaba. Por aquel entonces me negaba a tener una buena opinión acerca de sus escritos, pero siempre reconocí admirarla como persona. Todavía la admiro. Hace poco, cuando le confié esto a una de mis hermanas, me preguntó si me arrepentía de lo que había hecho y del dolor que había causado.

—Por supuesto que sí —le dije sin dudar. Cualquiera que diga que no se arrepiente de nada es un psicópata o un mentiroso. Yo no soy ninguna de las dos cosas, solo soy experta en guardar secretos. En ese sentido, la primera señora Christie y la segunda se parecen mucho. Ambas sabemos que no es posible contar tu propia historia sin exponer la de otra persona. Durante toda su vida, Agatha se negó a responder a ninguna pregunta sobre los once días que estuvo desaparecida, y no fue solo para protegerse a sí misma.

Si a alguien se le hubiera ocurrido preguntarme, también me habría negado a responder.