5
El retorno de una princesa

Las tumbas están destinadas a los muertos, que no necesitan ver, ni respirar ni ir al baño.

Desgraciadamente para Agatha, necesitaba hacer las tres cosas. Atrapados bajo tierra, en medio de la oscuridad, ella y Tedros inhalaron bocanadas de tierra mientras se enredaban con las extremidades sudorosas del otro. Agatha no podía ver el rostro de su príncipe, pero lo oía respirar agitadamente, aterrorizado.

—¡Estás gastando todo nuestro aire! —dijo Agatha entre dientes.

—En las t-t-t-umbas hay cuerpos… muertos… c-c-adáveres…

Agatha palideció al comprenderlo, y se aferró a la poca piel de Tedros que encontró.

—La madre de Sophie… ¿ha sido ella la que nos ha cogido?

—N-n-no veo nada. ¡Podría estar justo a nuestro lado!

—¡Magia! —susurró Agatha—. ¡Usa la magia!

Tedros tragó saliva y se concentró en su miedo, hasta que su dedo titiló de color dorado como una vela e iluminó una tumba amplia y poco profunda del tamaño de una cama grande. Temblando uno encima del otro, Tedros y Agatha se giraron lentamente hacia su derecha.

Tierra.

No había cuerpo. Ni huesos.

Solo tierra.

—¿Dónde está? —dijo Agatha, y tosió y bajó de encima de Tedros, quien gruñó y se frotó el pecho. Agarró la muñeca del príncipe y movió su dedo encendido por la mitad derecha de la tumba; solo vio un par de escarabajos peloteros que se peleaban por una bola de tierra en un rincón. Sacudió la cabeza, perpleja, y movió la mano de Tedros hacia la izquierda.

Ambos se quedaron inmóviles.

Dos ojos marrones y brillantes los observaban a través de una máscara negra de ninja.

Agatha y Tedros abrieron la boca para gritar, pero la figura les tapó la boca con sus manos finas.

¡Shhh! ¡Os oirán! —murmuró el desconocido en voz baja y entrecortada.

Tedros miró boquiabierto al ninja que estaba en la tumba junto a ellos, vestido con una amplia túnica negra.

—¿Eres… eres la madre de Sophie…?

El ninja soltó una risita chillona.

—¡Qué absurdo! Pero ahora, ¡shhhh!

Agatha se puso tensa. Esa risita. ¿Dónde la había oído antes? Intentó mirar a Tedros, esperando que él también se hubiese dado cuenta, pero el príncipe estaba ocupado ahogando al desconocido con un abrazo.

—¡Ay, gracias a Dios! ¡Hemos estado encerrados durante un mes en la casa más pequeña y nauseabunda que te puedas imaginar, casi nos han quemado en la hoguera, hemos estado a punto de morir a manos de un ejército, y luego nos has rescatado, quienquiera que seas, y eso significa que tienes que sacarnos de aquí! Tenemos que llegar a la Escuela del Bien y del Mal para buscar a nuestra mejor amiga. Seguramente la conoces. Está a mitad de camino entre las Montañas Susurrantes y…

El ninja le tapó la boca con un puño.

—Conozco gatos que prestan más atención que tú.

—No tienes ni idea —murmuró Agatha, aturdida por la falta de aire.

Oyeron un fuerte crujido por encima de sus cabezas, como si estuvieran clavando una espada en la tierra, y la tumba tembló y les cayeron trozos de tierra en la cara.

—Comprobadlas todas —ordenó alguien con aspereza, y luego notaron unos temblores más fuertes—. He interceptado un mensaje de la Liga de los Trece. Decía que llegarían a través de una tumba.

A Agatha se le retorció el estómago. La voz no sonaba como la de un Anciano.

—Podría haber sido más específico. Hay miles de tumbas y me muero de hambre —añadió una voz gruesa y tosca—. Además, deberíamos estar reescribiendo nuestras historias como los demás, y no cavando tumbas. ¿Por qué son tan importantes estos dos?

—El Director quiere capturarlos. Eso debería ser un motivo más que suficiente para ti —dijo la voz áspera, acompañada por otro crujido violento—. Pronto dará la vuelta a nuestras historias.

Agatha y Tedros se giraron para mirarse. ¿Los hombres del Director estaban en Gavaldon? ¿Cómo habían conseguido burlar la vigilancia de los guardias? El techo se sacudió con más fuerza y desprendió más trozos de tierra.

—¿Crees que nos dejará comernos a un Siempre como recompensa? —quiso saber el de la voz tosca.

—Podría dejarnos comer a dos —respondió, riéndose, la voz áspera.

Una zarpa negra y peluda atravesó el techo de la tumba, y cinco garras afiladas como cuchillos hurgaron a derecha e izquierda. Agatha y Tedros ahogaron sus gritos mientras el ninja los aplastaba contra la pared de tierra. Las garras ganchudas cortaron el vacío y pasaron muy cerca de la entrepierna de los pantalones de Tedros. Dieron unos zarpazos más en vano, y luego formaron un puño.

—Aquí no hay nada —gruñó la voz áspera—. Vayámonos a comer. Quizá encontremos algún niñito jugoso en el Bosque de Robles.

La zarpa se retiró sin nada y desapareció, seguida de unas pisadas fuertes y ruidosas.

Transcurrió un silencio aterrador y luego Tedros y Agatha acercaron la boca a un agujero del techo y respiraron. Agatha miró a Tedros para asegurarse de que estaba bien, esperando que el también estuviera preocupado por ella. En cambio, el príncipe estaba tirando de sus pantalones y mirándolos. Sonrió, aliviado, y luego vio que Agatha fruncía el ceño.

—¿Qué? —dijo Tedros.

Agatha se disponía a cuestionar sus prioridades cuando de repente se dio cuenta de que los pasos habían cesado. Y las voces también. Abrió los ojos como platos y se abalanzó sobre su príncipe.

—¡Tedros, cuidado! —La zarpa negra irrumpió por el techo, separó a Agatha de su príncipe y la arrastró fuera de la tumba. Tedros saltó para agarrarla de la pierna, pero era demasiado tarde. Horrorizado, miró hacia arriba y vio que la zarpa elevaba a su princesa hacia el cielo nocturno y la balanceaba como si fuera un ratón atrapado.

Agatha vio los ojos amarillos, inyectados en sangre, de un lobo marrón, alto y huesudo, erguido sobre dos patas. Se le desprendían fragmentos de piel y carne de la cara que dejaban entrever su cráneo.

—Pero mira lo que tenemos aquí. Ha regresado una princesa —gruñó el lobo con voz áspera; sus pómulos sobresalían a través de uno de estos agujeros.

Agatha palideció. ¿Era este lobo el que hablaba antes sobre el Director? ¿Cómo había podido cruzar a Gavaldon un lobo del Mal? Y ¿dónde estaba la guardia de los Ancianos? Agatha miró a su alrededor, pero en medio de la oscuridad solo pudo ver un conjunto de lápidas torcidas. Intentó encender su dedo, pero el lobo le estaba agarrando la mano con demasiada fuerza.

—El Cuentista no está escribiendo, el mundo se muere, los ejércitos se sublevan… ¿y todo por tu culpa? —susurró, tocándole la piel pálida y el pelo de color azabache—. En mi opinión, más que una princesa pareces… una mofeta. ¡Si que ha desmejorado el Bien durante mi ausencia! Hasta la tonta de Caperucita Roja era un bocado más tentador.

Agatha no tenía ni idea de lo que hablaba, pero después de todo lo que había vivido aquella noche, lo último que necesitaba era que un lobo raquítico con problemas dermatológicos la insultara por su aspecto.

—Y, sin embargo, el lobo de Caperucita aprendió la lección, ¿verdad? —le advirtió Agatha, sabiendo que su príncipe debía estar cerca—. Se metió con el Bien y un cazador le arrancó el estómago.

—¿Le arrancó el estómago? —dijo el lobo, consternado.

—Con sus propias manos —mintió Agatha hablando muy fuerte, mientras le hacía una seña a Tedros.

—Y ese lobo… ¿está muerto?

—Sí, así que lárgate antes de que llegue MI cazador —gritó Agatha, y volvió a hacerle una seña a Tedros.

—Pero ¿está completamente muerto? —preguntó el lobo, inquieto.

—Muerto, muerto, muerto —replicó Agatha, y miró a su príncipe enfadada, entrecerrando los ojos.

—Muerto, muerto, muerto, muerto, muerto —murmuró el lobo, meditando sobre su horripilante destino—. Bien, si eso es cierto… —Levantó los ojos, grandes y brillantes—. ¿Cómo es posible que esté aquí?

Agatha bajó la mirada hacia su otra zarpa, que daba golpecitos a una horrible cicatriz que atravesaba su vientre. Su rostro empalideció.

—Es i-i-imposible…

—¿Puedo comerme a este? —preguntó una voz tosca a sus espaldas. Agatha se giró y vio a un gigante de tres metros, calvo y jorobado, que balanceaba a Tedros, cabeza abajo, de la correa de su bota. El gigante, cuyo cráneo tenía zonas desprovistas de carne y estaba cubierto de puntadas, palpaba y pinchaba los músculos de Tedros—. No he visto una carne tan firme desde que el joven Jack subió por mi tallo de habichuelas.

A Agatha se le hizo un nudo en la garganta. El lobo muerto de Caperucita Roja… y el gigante muerto de Jack… ¿estaban vivos? Tedros la miró a los ojos, lívido y boca abajo; era evidente que estaba aterrorizado por la misma duda.

—Ya te lo he dicho. El Director los quiere conscientes —refunfuñó el lobo.

El gigante suspiró con tristeza y luego vio que el lobo sonreía con complicidad.

—Pero eso no significa que no podamos romperles un par de pedacitos —prosiguió el animal, y la agarró con más fuerza.

Agatha y Tedros gritaron al unísono mientras el gigante y el lobo los elevaban en el aire y, lentamente, bajaban sus piernas en dirección a sus bocas, como si fueran costillas de cerdo…

—Sería una muy mala decisión —dijo una voz displicente. Tanto el lobo como el gigante se quedaron inmóviles, a punto de meterse las presas en la boca, y dirigieron la mirada hacia el ninja que estaba en el suelo. El lobo apartó a Agatha de su boca y sonrió al desconocido enmascarado, dispuesto a demorar el refrigerio si con eso podía conseguir todavía más comida.

—¿Y por qué motivo, mi anónimo amigo?

—Porque si los liberáis, os permitiré seguir vuestro camino —repuso el ninja.

—¿Y si no lo hacemos? —bufó el gigante, con la boca llena de Tedros, que temblaba entre los dientes del gigante.

—Entonces, lamentablemente veréis que os sobrepasamos en número —respondió el ninja.

—Qué raro… —respondió el lobo, y se acercó al desconocido con Agatha en su zarpa—. Teniendo en cuenta que el príncipe y la princesa están algo ocupados, yo solo veo que tú eres uno y nosotros, dos. —Se acercó al ninja bajo la luz de la luna—. Eso significa que nosotros os sobrepasamos en número.

El ninja levantó la mirada lentamente. La máscara negra se le cayó y dejó al descubierto unos ojos almendrados, una piel aceitunada y una larga cabellera negra al viento.

La princesa Uma sonrió.

—Entonces es que no has mirado muy bien.

Soltó un chillido ensordecedor entre los dientes, y un rugido se hizo eco a cada lado de la oscuridad, como un trueno debajo de sus pies. Durante un momento, el lobo y el gigante giraron sin abrir la boca mientras el estruendo se acercaba desde el norte y el sur, desde el este y oeste… hasta que soltaron a sus dos prisioneros como si fueran patatas calientes. Desde el suelo, Agatha alzó su dedo encendido, justo a tiempo para ver que una estampida de toros saltaba por encima de su cuerpo y embestía al lobo y al gigante como si fueran unos bolos. Unos caballos y unos osos saltaron por encima de Tedros y se lanzaron sobre los monstruos con cascos y garras.

Cuando Agatha y Tedros consiguieron ponerse de pie e iluminar la escena con sus dedos encendidos, el lobo y el gigante aullaban pidiendo misericordia por encima de la marea de bestias, que los transportaron hacia la oscuridad. La princesa Uma silbó un alegre agradecimiento, y su ejército de animales le respondió con gruñidos cantarines. Pronto sus sombras se difuminaron y el lobo y el gigante desaparecieron.

Agatha se dio la vuelta hacia la princesa Uma, una profesora de la Escuela del Bien y del Mal de quien se había burlado por considerarla indefensa, pasiva y débil, pero que acababa de salvarles la vida a ella y a Tedros.

—¡Pensaba que los príncipes la habían matado! —exclamó Agatha—. Hester dijo que la decana Sader la abandonó a su suerte para que muriera en el bosque. Todos pensábamos que estaba muerta…

—¿Una profesora de Comunicación con Animales, incapaz de sobrevivir en el bosque? —La princesa Uma agitó su dedo y convirtió sus ropajes negros en rosados, con un emblema de cisne plateado bordado sobre el corazón—. Hasta tu madre tenía más fe en mí, y eso que nunca nos llegamos a conocer.

—¿Usted… conoce a mi madre? —preguntó Agatha. Conocía, corrigió una voz en su interior. Agatha contuvo otra oleada de náuseas. No era capaz de decirlo en voz alta.

—Solo a través de sus mensajes de la Liga —respondió Uma.

—¿Liga? ¿Qué Liga? —interrumpió Tedros.

—La Liga de los Trece, por supuesto —repuso Uma, sin ser de mucha ayuda—. En su último mensaje dejó tres cosas muy claras: que teníamos que proteger vuestras vidas. Que teníamos que llevarlos hasta Sophie. Y que os encontraríamos en este preciso lugar.

Tedros y Agatha siguieron la mirada de su profesora hacia la tumba vacía donde antes yacía la madre de Sophie. Solo que la lápida ahora era diferente. En lugar de un rectángulo alto, era un óvalo mugriento con una larga grieta en el medio, tallado con letras gruesas y negras.

—Vanessa era la madre de Sophie. Creo que su nombre significa «mariposa» —recordó Tedros mientras observaba la piedra—. Sophie me lo contó una noche, cuando era Filip.

—Sophie nunca me ha dicho cómo se llamaba su madre —dijo Agatha, ofendida.

—Quizá porque nunca se lo has preguntado —replicó Tedros. Su rostro cambió—. Un momento. Antes su nombre no estaba sobre la lápida. Y mira, tampoco dice «Amada esposa y madre» como antes. —Entrecerró los ojos y observó las sombras de las lápidas torcidas que había a su alrededor—. Estamos en el mismo cementerio, exactamente en el mismo sitio. No tiene ningún sentido. Las lápidas no cambian así como así…

—A menos que no te encuentres en el mismo cementerio —dijo la princesa Uma a sus espaldas.

Agatha y Tedros se giraron y vieron que la profesora lanzaba un rayo de blanco brillante hacia el cielo. De todos lados, surgieron miles de luciérnagas que volaron hacia él como una señal, se agruparon sobre las cabezas de los Siempres y aparecieron unas alas de color verde neón en una nube de luz gigante, que iluminó un amplio paisaje en todas las direcciones. El príncipe y la princesa contemplaron un vasto cementerio: miles y miles de lápidas cubrían las colinas pronunciadas y áridas. Durante un momento, Agatha pensó que, por arte de magia, Graves Hill había aumentado de tamaño. Sin embargo, lo que la estremeció fue lo que vio más allá del cementerio: una masa oscura e infinita de árboles negros, que se elevaba hacia la noche como un monstruo primitivo.

No estaban en Graves Hill.

No estaban en Gavaldon.

—Estamos en el Bosque —dijo Agatha con voz ronca.

De pronto tomó conciencia de la multitud de cadáveres que había bajo sus pies. En un instante recordó las imágenes que había estado reprimiendo: los guardias, las lanzas, su madre muriendo. Agatha se inclinó, a punto de vomitar…

La mano de Tedros le tocó el brazo.

—Estoy a tu lado.

Su voz la hizo regresar al presente. Agatha se tragó el sabor ácido que notaba en la boca, se estiró para pararse y agarró los volantes de la camisa de su príncipe. Temblorosa, se puso de pie, intentando ver el cementerio frente a ella, solo el cementerio y nada más.

—Un momento. Yo ya he estado aquí —dijo Tedros mientras escudriñaba el paisaje.

—Cada Grupo del Bosque hace una excursión durante el primer año para recolectar gusanos mortuorios. Seguramente os trajera Yuba —respondió la princesa Uma.

—El Jardín del Bien y del Mal —prosiguió Tedros—. Así es como lo llamó. Todos los Siempres o Nuncas cuyos nombres están en un libro de cuentos están enterrados aquí.

Bajo la nube de luciérnagas, escudriñó los miles de ataúdes que había en una de las laderas de las colinas, repletos de brillantes monumentos con incrustaciones de gemas, pertenecientes a parejas de Siempres, unidos en la vida y ahora en la muerte.

—Ese es el Terraplén de Siempres, donde se encuentran los mayores héroes —dijo—. Excepto mi padre, claro.

Agatha miró a su príncipe, esperando que continuara, pero Tedros se giró hacia ella.

—Debemos haber salido por el otro lado de la tumba de Vanessa. En un extremo está Gavaldon y en el otro está el Bosque. Es la única explicación. Pero ¿cómo sabía tu madre que la tumba era un portal?

Agatha pensó en los cisnes negro y blanco que había en las dos tumbas que flanqueaban la de la madre de Sophie.

—Incluso aunque, por algún motivo, lo supiera, ¿por qué la tumba de la madre de Sophie conecta ambos mundos?

—Estáis haciendo las preguntas equivocadas, alumnos.

Agatha y Tedros levantaron la mirada hacia la princesa Uma, que los miraba fijamente.

—Lo que deberíais estar preguntándoos es por qué su tumba está vacía.

Uma giró su dedo en círculo hacia el cielo, y la nube de luciérnagas pasó volando sobre sus cabezas, iluminando la colina donde estaban Agatha y Tedros. Un terraplén con lápidas rotas y mohosas brilló bajo la extraña luz verde, que sobresalían de unos montículos negros irregulares.

—Esto es Sierra Necro —dijo Tedros—. Es donde están enterrados los peores villanos.

—¿La madre de Sophie era una Nunca? —preguntó Agatha, desorientada.

—No, según lo que hemos averiguado. La Liga de los Trece no tiene pruebas de que ninguna Vanessa del Bosque Lejano asistiera a la Escuela del Bien y del Mal, ni de que fuera mencionada en ningún cuento de hadas, ni que su cuerpo esté enterrado aquí —dijo Uma mientras sacaba un puñado de gusanos mortuorios pegajosos de un sepulcro y los metía en su bolsillo—. Y, sin embargo, tiene una tumba entre nuestros Nuncas más famosos.

—No dejas de hablar de esta Liga —rezongó Tedros—. Pero yo nunca he oído hablar de ella…

—Y así es como debería ser —concluyó, aportando menos información que antes—. Escúchame, Agatha. No hay palabras que puedan calmar el dolor que estás sintiendo ahora mismo. Pero tu madre ha muerto antes de poder ofrecerle a la Liga las respuestas que necesitábamos. Piensa. ¿Se te ocurre por qué el nombre de Vanessa está tallado en una lápida de Sierra Necro? ¿Y dónde podría estar su cadáver?

—No veo por qué deberíamos ayudar a una Liga de la que no sabemos nada —refunfuñó Tedros.

Pero a Agatha la cabeza no dejaba de darle vueltas. Su propia madre, Callis, había viajado entre los dos mundos como bruja sin que nadie en Gavaldon lo supiera, ni siquiera su hija. Y, sin embargo, su madre tenía todas las características de una Nunca: soltera, misteriosa, recluida… Agatha debería haberse dado cuenta de las señales. Pero ¿la madre de Sophie? Sophie solo había hablado maravillas sobre su madre, que había adorado a un marido infiel y malvado hasta el día de su muerte. No había ningún indicio de que no fuera otra cosa que una madre y esposa radiante y amorosa. Entonces, ¿cómo podía estar su nombre en la tumba de un villano? Agatha sacudió la cabeza, totalmente perdida, hasta que, de pronto, abrió los ojos como platos.

—¡Seguro que el Guardián de la Cripta lo sabe!

Rápidamente, echó un vistazo hacia el horizonte en busca del gigante de piel azul y rastas del que había oído hablar en la escuela, el responsable de cavar y llenar tumbas.

—Hort entierra todos los cadáveres él mismo. Nunca permite que nadie interfiera. Es por eso que el padre de Hort ha estado esperando un ataúd durante todos estos años. Así que seguro que el Guardián de la Cripta sabrá por qué la madre de Sophie tiene una lápida aquí… —prosiguió. Pero las colinas estaban desiertas, a excepción de unos buitres que volaban en círculos. Se giró hacia Uma—. ¿Dónde está…? —Se detuvo en seco al ver su expresión.

Lentamente, Agatha se giró para mirar los buitres.

Debajo de ellos, tendido en el suelo, había un enorme cuerpo de piel azul desparramado sobre un montículo de tierra. Tenía los huesos rotos y la garganta abierta, y la sangre que le manchaba el cuello estaba seca desde hacía mucho tiempo. Agatha se fijó en que tenía los ojos tan abiertos que se le veía la parte blanca, como si el impacto de morir no fuera nada en comparación con lo que lo había matado.

Notó que Tedros apretaba su mano con una palma sudorosa, para comunicarle que todavía no había visto lo peor. Con un temor creciente, Agatha alzó su mirada más allá del Guardián de la Cripta y de las doscientas tumbas en Sierra Necro que marcaban el lugar de descanso de los villanos famosos de los cuentos de hadas. Pero ahora, Agatha vio por qué había tantos montículos de tierra que ennegrecían el césped. Cada una de las tumbas de los villanos famosos había sido abierta, y el interior de todas ellas…

—Están vacías —dijo Agatha—. Las tumbas de los villanos están vacías.

Con las piernas temblorosas, Tedros miró boquiabierto las tumbas sin cuerpos.

—El lobo de Caperucita Roja… El gigante de Jack… y mucho peor…

Agatha palideció al recordar para quién había dicho el lobo que trabajaban.

—Y todos están bajo el control del Director.

La princesa Uma se acercó detrás de ellos.

—Durante cientos de años, el Mal perdió en cada uno de los cuentos porque el Bien tenía al amor de su lado. El amor otorgaba al Bien un poder y un propósito que el Mal no podía igualar. Pero todos esos finales felices solo eran válidos mientras el Mal no fuera capaz de amar. Pero las cosas han cambiado, alumnos. El Director ha encontrado a alguien que lo ama, y a quien él ama. Ha demostrado que el Mal merece la oportunidad de reescribir sus cuentos de hadas. Y ahora, cada antiguo villano tiene una nueva oportunidad en su historia. Cada villano muerto ha resucitado.

¿Amor verdadero? ¿El Director? Agatha negó con la cabeza, intentando comprender. ¿Cómo podía alguien amarlo?

De pronto, Agatha volvió a mirar la tumba vacía de Vanessa y el corazón le dio un vuelco.

—Un momento… la madre de Sophie… su cuerpo desaparecido… significa que ella… ella es…

—Su cuerpo nunca fue enterrado aquí, ¿recuerdas? —la interrumpió Uma—. Ni siquiera nos consta que su cuerpo fuera enterrado. Y, sin embargo, el Guardián de la Cripta reservó esta tumba entre los Nuncas más famosos para la madre de Sophie: el Guardián de la Cripta, que solo responde ante el Cuentista. El motivo por el cual le reservó una tumba de villano podría ser nuestra principal pista para entender cómo el Director llegó a elegir a su nueva reina.

Agatha sintió que una fría oscuridad penetraba en sus entrañas. Tenía infinidad de preguntas: sobre su madre y la madre de su mejor amiga, sobre cartas y Ligas, sobre tumbas vacías y villanos resucitados… sin embargo, solo le importaba una.

—¿Reina? —murmuró, y alzó la mirada lentamente—. ¿Quién?

Uma la miró a los ojos.

—Sophie ha aceptado el anillo del Director. Es su amor verdadero.

Agatha se quedó sin habla.

—Pero… pero nosotros hemos venido a rescatarla de sus garras —dijo Tedros, atónito.

—Y tenéis que hacerlo. Pero no será tarea fácil —respondió Uma—. Puede que el beso de Sophie lo haya resucitado… pero es el anillo en su dedo lo que hace duradero el poder de ese beso. Mientras ella lleve su anillo puesto, el Director seguirá siendo inmortal. Y, sin embargo, existe una manera de deshacer el beso, chicos. Una manera de destruir al Director para siempre. Es nuestra única esperanza. —Su voz se volvió exaltada, apremiante—. Tenéis que convencer a Sophie para que destruya el anillo del Director con sus propias manos. Si la convencéis para que destruya su anillo, destruirá al Director de una vez por todas.

Agatha seguía perdida, como si estuviera en medio de la niebla.

—Pero tened cuidado —añadió Uma—. Si bien vosotros estáis buscando el final verdadero para El Cuento de Sophie y Agatha, el Director también lo está buscando.

Tedros se dio cuenta de que Agatha tenía la mirada perdida y que ya no estaba escuchando.

—¿Y cuál es ese final? —preguntó.

Uma se inclinó hacia él, y sus facciones dulces se endurecieron.

—El lobo y el gigante no han sido ningún accidente. La guerra está cerca, hijo de Arturo. Mientras Sophie lleve puesto el anillo del Director, todo el Bien está en grave peligro, pasado y presente, nuevo y antiguo. O tú y tu princesa volvéis a conseguir que Sophie sea del Bien… o sino el Bien, tal y como lo conocemos, desaparecerá para siempre. Ese es el final que busca.

Agatha sintió el latido de su corazón en sus oídos.

Hace un tiempo, ella y Sophie habían matado juntas a un villano mortal que las había hecho pedazos.

Y después su mejor amiga le había dado su corazón a ese villano.

—Pero él forma parte del Mal. Ella sabe que es malvado… y Sophie ya no lo es —susurró Agatha, y levantó la mirada—. ¿Por qué querría estar junto a él?

—Por el mismo motivo que tú y tu príncipe queréis estar juntos. —Uma esbozó una sonrisa nostálgica—. Para ser felices.

Agatha y Tedros vieron que la princesa Uma hacía un círculo con su dedo y apagaba las luciérnagas, y luego se apresuraron hacia el bosque oscuro detrás de las colinas.

—Rápido, Siempres —dijo, mientras quitaba más gusanos mortuorios de una tumba—. Nos esperan dos días de viaje hasta la escuela, y tenemos que llegar hasta Sophie antes de que os encuentren.

Tedros frunció el ceño y se detuvo.

—¿Antes de que nos encuentren quiénes?

—¿Quiénes? —Uma lo fulminó con la mirada, sin poder creerlo—. Quienquiera que estuviera en esas tumbas.