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LA MIRADA DEL NAVEGANTE

La Historia es observar y analizar lo que ya ha sucedido, los episodios vividos por una persona, por un pueblo, por una nación o por la humanidad en su conjunto. Ocurre con frecuencia que los mismos hechos son contemplados y narrados de distintas formas o desde diferentes perspectivas… La mirada de la Historia tiene un gran parecido con la observación que hace el navegante de la costa. Si has vivido la experiencia, seguramente coincidirás conmigo. Dependiendo del lugar en el que te encuentres, del estado de la mar, de la calidad de tu visión —por sí sola o ayudada de un instrumento—, de la eslora y de la altura desde la que observas, la costa se presenta de maneras bien distintas. Lo que parece una sucesión de cabos en realidad oculta un sinfín de ensenadas; un bajo costero en marea alta puede, en marea baja, abrir una vía de agua en tu embarcación y enviarte a pique. Por ello, antes de empezar a observar la Historia Contemporánea, quiero explicar cuál es mi localización y en qué consiste la travesía que he decidido realizar.

En primer lugar, lo que más marca y define mi vida es el hecho de que soy padre de cinco hijos: Irene, Bea, Pepe, Ana y Juan. Cada uno de ellos es un tesoro, pero, quizá, el obsequio más apreciado por toda la familia sea el pequeño, Juan. A las tres semanas de nacer, mi mujer, Irene, se fue al cielo. Él lo sabe y así lo siente: «Mi mamá trabaja en el cielo», afirma cuando escucha a alguien decir que «Juanito no tiene madre». En casa todos atesoramos cierta sensación de que Dios nos mima y ella nos cuida. Me ha tocado ser padre y también un poco madre, lo que me ha permitido enfrentarme a la vida con unos ojos más sensibles y adecuados a las circunstancias de cada uno de mis hijos.

¡Gran escuela de vida el WhatsApp de madres del colegio! El intercambio de mensajes entre las madres de los compañeros de clase de mis dos hijos pequeños abarca un sinfín de circunstancias. Y no solo soy testigo, sino que participo activamente. Es cierto que requiere un intenso trabajo, pero gracias al WhatsApp es posible atender desde lo más pequeño («¿alguien ha encontrado el osito de peluche que mi hija Alexia se olvidó ayer en clase?») a lo más importante («¿sabéis si mañana hay que cambiar del pantalón corto al pantalón largo?», «¿alguna me puede recordar qué día es la primera comunión de los niños?»); de lo más prosaico («mi hijo ha olvidado el cuaderno de deberes. ¿Alguna me puede pasar una foto de lo que tiene que hacer para mañana?») a lo más operativo («¿creamos un grupo para el cumpleaños de Tristán y Jandro?», junto con los subsiguientes e interminables «bizum hecho», «bizum hecho»…, y los «gracias fulanita», «gracias menganita»…); de lo más apremiante («¿creéis que nos devolverán el dinero de la excursión que se ha suspendido por la pandemia?») a lo más delicado («para mí que la profesora X tiene muy mal carácter y poca paciencia con los niños», «es que hay que reconocer que nuestros niños son insoportables, je je»). Y, por último, la guinda: «Chicas, es verdad que hicimos un regalo por Navidad a las profesoras, ¿pero no pensáis que deberíamos hacerles otro por el final del curso?». A este mensaje le siguen múltiples iniciativas, propuestas y debates sobre la conveniencia de un obsequio u otro y, finalmente, de nuevo los correspondientes «bizum hecho», «bizum hecho», «transferencia hecha». Ser testigo cotidiano de la dedicación y la sensibilidad con las que las madres atienden lo pequeño y lo grande de sus hijos es un privilegio del que pocos hombres pueden disfrutar.

Cumplí los 60 años durante el encierro impuesto por la dichosa Covid. Afortunadamente lo viví en casa en compañía de mis hijos. El pequeño tiene ya ocho años. La mayor, Irene, 27, y cuando estalló la pandemia estaba recién casada. Ella y su marido aún no tenían la casa amueblada, así que se vinieron a la mía hasta que la autoridad nos soltó. El bicho se paseó de diversas formas entre nosotros: bronquitis, diarrea, pérdida de gusto y olfato… Nada grave, pero pasamos bastante miedo. Por suerte, todo terminó sin daños irreparables.

Además de padre y un poco madre, soy profesor universitario, abogado, historiador y licenciado en Filosofía. Pero, sobre todo, me considero emprendedor. Me gusta mucho la política y, de hecho, fue mi profesión durante una etapa importante —y apasionante— de mi vida. A lo largo de dieciséis años representé a mis votantes en el Congreso de los Diputados. Fui el responsable del programa electoral con el que el centro-derecha español ganó por primera vez unas elecciones: las europeas de 1994 y las municipales de 1995, y un año después llegó lo más satisfactorio: la coordinación del programa con el que el PP ganó las elecciones generales de 1996. Durante ocho años fui miembro del Gobierno de España presidido por José María Aznar, primero como secretario de Estado en Presidencia del Gobierno, luego como responsable de las Relaciones con las Cortes y posteriormente como secretario de Estado y ministro de Justicia. Fue un verdadero honor servir a España atendiendo esas responsabilidades en aquel Ejecutivo.

La vida me ha dado oportunidades increíbles. Además de una primera esposa y unos hijos maravillosos, he formado una segunda familia con Alejandra Salinas, otra mujer excepcional. He tratado a centenares de personas anónimas extraordinarias y también a otras nada anónimas de las que he aprendido muchísimo. He conocido a pensadores e intelectuales de la talla de Karl Popper, Ernst Gombrich, Ralf Dahrendorf, Maurice Duverger, John K. Galbraith, Francis Fukuyama, Stephen Hawking, Jeffrey Sachs, Pedro Laín Entralgo, Julián Marías o Javier Gomá; he podido disfrutar de la confianza de empresarios como Emilio Botín, César Alierta, Pepe Hidalgo o la baronesa Thyssen; he gozado de la amistad de artistas y deportistas como Shakira, Alejandro Sanz, Jose María Cano, Carlos Sainz, Luis Figo, Juan Espartaco o Emilio Butragueño; he participado en almuerzos en compañía de Luciano Pavarotti, Sergiu Celibidache, Plácido Domingo, Mario Vargas Llosa o Norman Foster, y he hablado de los problemas de nuestros días con políticos como George Bush, Tony Blair, Mijaíl Gorbachov, Boris Yeltsin, Helmut Kohl, Nelson Mandela, Mário Soares, Jacques Chirac, Valéry Giscard d’Estaing, Nicolas Sarkozy, Giuliano Amato, José Manuel Durão Barroso, António Costa, Andrés Pastrana, Vicente Fox, Felipe Calderón, Álvaro Uribe y, claro está, con todos los presidentes del Gobierno de España y con innumerables líderes políticos, sociales y económicos de nuestro país.

Entre los momentos más felices y excepcionales que he vivido destaco el nacimiento de cada uno de mis hijos, la misa privada a la que asistí con Irene en la capilla de Juan Pablo II en el Vaticano, la recepción del Papa en su biblioteca, la visita a la Capilla Sixtina completamente solos ella y yo… En un plano más lúdico tuve el privilegio de ver cantar a Shakira el Waka Waka en la final de la Copa del Mundo de Fútbol de Sudáfrica en 2010, y, ¡claro!, disfrutar allí el partido que dio la victoria a la selección española, el de acompañar a Alejandro Sanz a Las Vegas a recibir el premio Grammy a toda su carrera o el de cantar como bajo en el coro de las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) la Novena Sinfonía de Beethoven en el Auditorio Nacional de Madrid en junio de 2019. En el plano moral y humano, me vienen a la cabeza diversas experiencias emocionantes, como la de viajar a Lourdes con un grupo de enfermos de sida, pasar una noche en el Santo Sepulcro de Jerusalén, trabajar como cooperante en Kenia o en Calcuta, presidir la delegación diplomática encargada de la canonización de Escrivá de Balaguer, la beatificación de Teresa de Calcuta o, siendo ministro de Justicia, impulsar la llamada «demanda de la democracia» con la que los españoles dejamos de pagar a los terroristas con nuestros impuestos. Por si fuera poco, tengo el privilegio de trabajar en algo que me apasiona, que es la enseñanza y dar clases en la universidad a personas deseosas de ampliar sus conocimientos. Por supuesto, como todo el mundo, también he vivido momentos malos, aunque en todos ellos he tenido la suerte de sentirme acompañado por Dios y por personas que me han dado fuerzas para seguir tirando del carro.

CAMINAR LEYENDO

Una de las épocas más reconfortantes de mi vida fue el año y medio en el que me dediqué a elaborar mi tesis doctoral. Versó sobre el papel de los bancos centrales en la regulación de las entidades financieras. Durante ese tiempo acudí casi a diario a la biblioteca del Banco de España. Es uno de esos lugares mágicos que proliferan en Madrid, donde el olor a madera se mezcla con el de los libros antiguos para dar la bienvenida a todos esos espíritus llenos de curiosidad que buscan un lugar apacible y tranquilo en el que concentrarse. Hablo, por ejemplo, de la magnífica Biblioteca Nacional, de la de la Cámara de Comercio, de la del Tribunal Supremo, de la del Ateneo, de la del Senado y, claro está, de la del Congreso de los Diputados. Esta última estaba atendida por una delicadísima, extraordinaria y sabia responsable que, a su vez, era la esposa de uno de los grandes maestros del Derecho Administrativo español: Fernando Sainz Moreno. La biblioteca del Consejo de Estado, coqueta y entrañable, fue testigo de mis nervios en las oposiciones y ahora, como consejero de Estado, es el lugar donde charlamos informalmente antes de iniciar las sesiones en el Salón de Plenos.

El Ministerio de Justicia tiene también una magnifica biblioteca. Tuve la suerte de impulsar sus obras de conservación y de inaugurarla en 2002, en un acto en el que se le concedió al maestro Eduardo García de Enterría la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort. Le pedí a Landelino Lavilla que hiciera de padrino, y el intercambio de discursos entre esas dos mentes privilegiadas fue sencillamente delicioso. Años después, en 2012, Landelino apadrinó mi nombramiento como consejero de Estado. Sus emotivas palabras quedaron recogidas en la memoria anual de aquel año y reconozco que, ahora que nos ha dejado, más de una vez he acariciado el obituario que todos los letrados del Consejo firmamos y decidimos titular «El mejor de nosotros».

El pequeño templete de estilo modernista instalado en el parque del Retiro, en el que solo se prestaban las obras de Benito Pérez Galdós, se trata sin duda de una de las más singulares bibliotecas en las que he estado. Un funcionario te atendía y te dejaba en préstamo —para lectura in situ— las obras completas de Benito Pérez Galdós obedeciendo al lema «Estos libros, que son de todos, a la custodia de todos se confían». A la sombra de un castaño leí las obras del gran escritor canario, cuyo centenario celebramos hace poco. Yo vivía entonces en la Plaza del Niño Jesús, a escasos metros del parque del Retiro, a donde a menudo iba con mi buen amigo Juan Antonio Presas. Estábamos en los primeros años de universidad. Juan Antonio, que estudiaba Bellas Artes —ahora es profesor, escultor y pintor—, llevaba consigo unas grandes hojas de papel, de la marca Guarro, y un carboncillo, y se pasaba las horas dibujando con extraordinaria precisión la naturaleza que nos rodeaba. Es un hombre sabio y austero, y su pintura hiperrealista es excepcional. Conservo un retrato que le hizo a Irene durante casi seis años, y estoy a la espera de recibir un cuadro que inició hace casi una década sobre la batalla de Azincourt, en la que el pequeño ejército inglés de Enrique V, compuesto por seis mil hombres, derrotó al poderoso ejército francés el 25 de octubre de 1415, día de San Crispín. Una tarde me acerqué a su estudio acompañado de la baronesa Carmen Thyssen —una de las personas que más saben de pintura de este país— y, rodeados de un maremágnum de pinceles, caballetes, esculturas y bocetos inacabados, disfrutamos de una deliciosa conversación sobre el sentido del arte. La baronesa quedó impresionada con Juan Antonio como persona y como artista.

Pocas cosas hay en la vida comparables a la profunda satisfacción que produce saborear una buena lectura. El hábito de leer hace que el caminar por la vida sea mucho más atractivo, más llevadero, más amable y, en ocasiones, más apasionante. Leer con frecuencia forja la mente y también el carácter. En 1990 trajimos a Stephen Hawking al club de debate de la Universidad Complutense. No comparto la forma en la que él entendía el universo —como un mundo sin Dios—, pero todos nos quedamos profundamente impresionados por un hombre que, con todas sus limitaciones, poseía una enorme plenitud vital. Tenía una cabeza privilegiada y un hábito que le había acompañado, fortalecido y trasladado desde su impotencia física hacia mundos nuevos: el de devorar cientos de libros.

Mi afición por la lectura tiene sus orígenes en la casa en la que crecí, en la Avenida del Manzanares, frente al antiguo estadio Vicente Calderón. (Entre paréntesis diré que, aunque soy madridista, siempre he envidiado la apasionada afición del Atlético de Madrid, aunque seguramente ellos nos envidian los títulos…). El caso es que para ir al colegio en el que estudiábamos —el CHA (Colegio de Huérfanos de la Armada) y luego el Nuestra Señora de Loreto—, mi hermano Tono y yo debíamos atravesar Madrid entero, pues ambos estaban exactamente en el extremo contrario, en Ciudad Lineal. Una hora y pico de autobús. Entonces no había siquiera móviles, así que en ese tiempo de ruta o leíamos o nos peleábamos.

Pero mi gusto por la lectura se vio aún más fortalecido con la llegada de un simpático servicio público que, por desgracia, ha desaparecido. Me refiero al «Bibliobús» de la Biblioteca Municipal: cada martes y viernes, de seis a ocho de la tarde, un pequeño microbús lleno de libros paraba en la esquina de la Avenida de Manzanares 10, junto al quiosco en el que comprábamos cromos y pipas. Tan solo hacía falta rellenar una ficha de socio —gratuita— para sacar dos libros a la semana. Gracias a este servicio, mi hermano y yo leímos todo Astérix y Obélix, Tintín, las obras de Emilio Salgari y de Julio Verne, las de Enid Blyton, los cuentos de Ignacio Aldecoa, de Edgar Allan Poe o la impactante Metamorfosis, de Franz Kafka. Mi padre nos vio tan aficionados a la lectura que cuando cumplí 12 años me regaló El criterio, de Jaime Balmes. Muy propio de él. Confieso que no pude acabarlo.

Cuando entré en la universidad me afilié a las juventudes del Partido Liberal, que entonces lideraba un joven, brillante y prometedor político prematuramente fallecido llamado Joaquín Garrigues Walker, a quien conocí gracias precisamente a mi gran afición por la lectura. Un día, allá por las elecciones de junio de 1977, bajábamos mi hermano Tono y yo por la cuesta de Moyano —nos encantaba ir allí los fines de semana y entretenernos curioseando o hablando con los libreros, que parecían haber vivido varias vidas— cuando vimos una colección de libritos titulada en su original francés Que sais-je?, cuyo tamaño era perfecto para llevar en el bolsillo y cuyo objetivo era explicar en pocas páginas y de manera sencilla alguna materia. La mayoría versaban sobre política: había uno escrito por Felipe González que trataba sobre el socialismo, y me suena que había otro de Enrique Tierno Galván, el selecto intelectual y querido alcalde socialista de Madrid. De lo que estoy seguro es de que uno de aquellos libros se llamaba ¿Qué es el liberalismo?, de Joaquín Garrigues Walker, ya por entonces un brillante político de personalidad arrolladora. Lo compramos y lo leímos durante el fin de semana, y nos gustó tanto que nos afiliamos al partido. La idea que más nos atrajo fue la de que la sociedad prospera con el esfuerzo de los individuos que la componen y que ese esfuerzo es el que genera bienestar y riqueza. Esa riqueza puede redistribuirse mediante la acción de la solidaridad y del Estado, pero el único motor válido es el esfuerzo, el mérito y la capacidad de los ciudadanos.

Aunque ahora no es mi profesión, de alguna manera siempre seré político. En la actualidad vivo la vida pública como lo hace la mayoría de la gente, es decir, como observador, opinador y simple votante. Pero, sin duda, la política marca la vida de una forma muy singular. De hecho, la mayoría de los que me «reconocen» por la calle —durante los años en los que formé parte del Gobierno de España, ocho de cada diez ciudadanos sabían de mi existencia— me consideran un político. No reniego de ello. Al contrario, siento un profundo agradecimiento y un sano orgullo. Sin embargo, los que, además de reconocerme, me conocen saben que mi paso por la política fue provisional y que mis verdaderas vocaciones siempre han sido la abogacía y la enseñanza.

MIS PRIMEROS TRABAJOS

Me crie en una familia en la que se nos estimuló a trabajar y a mantenernos por nosotros mismos desde muy jóvenes. Éramos seis hermanos, subsistíamos con un único sueldo, el de mi padre militar, y vivíamos los ocho en una casa de ochenta y cuatro metros cuadrados. Los varones compartíamos una estrecha habitación y dormíamos en una litera y en una cama plegable. De la litera bajábamos por turnos; Benjamín, que, pese a su nombre, era el mayor, era el primero que lo hacía. Después bajábamos Tono y yo. Narciso, que era el pequeño, dormía en una cama lateral. Es posible que su afición a la estadística y a la sociología proceda de una convivencia tan medida e intensa. Actualmente, a mis hijos les parece increíble que viviésemos ocho personas en una casa tan pequeña, pero la verdad es que fuimos muy felices y que nunca nos faltó de nada. Mis padres no pudieron darnos una vida con todas las facilidades de las que hoy disfrutan la mayoría de los españoles, pero nunca nos faltó lo esencial. Evidentemente, heredábamos los zapatos y llevábamos pantalones gastados por el uso y jerséis de lana con coderas que tejía nuestra madre. Nunca tuvimos un Levi’s 501 ni zapatos Castellanos a la moda, pero no los necesitábamos. No había dinero para ir al Bernabéu, y ver una película en el cine era un acontecimiento reservado solo para los sábados de verano. El cine Astoria, un enorme y vetusto local en el Paseo de Extremadura, era nuestro mayor gasto.

La única bicicleta que hubo en casa la gané en un campeonato de karts que se celebró en el Parque de Atracciones de Madrid. Tenía 12 años y había quedado en primer lugar en el campeonato de mi colegio, así que tuve que competir con los ganadores de otros centros. El primer premio era un kart, y a ver qué hacíamos con semejante armatoste en casa, por lo que hice todo lo posible por quedar segundo y conseguir la bicicleta que se ofrecía como galardón. En la última vuelta dejé que me adelantara el que iba detrás de mí y entré en segundo lugar en la meta. El griterío que armaron mis hermanos cuando me entregaron la bici fue ensordecedor. Incluso salí en el periódico…, aunque solo sirvió para que varios compañeros de clase me dieran collejas y «tabas» en las orejas, una manía que me resultaba muy desagradable, ya que uno de los rasgos físicos de mi familia es que tenemos un pabellón generoso y de soplillo.

Unos años después, a los 16, conseguí ganar mis primeras perras descargando cajones de pescado en el mercado de Legazpi. Aquello era impresionante: llegabas al mercado a las cuatro y media de la madrugada y te ponías en la cola. A mi amigo Manolo y a mí siempre nos cogían, supongo que porque éramos jóvenes, altos y bastante fuertes. Los de edad más avanzada y enclenques eran descartados, pero en varias ocasiones Manolo y yo compartimos nuestro dinero con algunos de ellos, que lo usaban para comprar alcohol, tabaco o alguna «cosilla» más fuerte. Nosotros lo usamos para ir a Roma en autobús. Queríamos ir al Vaticano y ver al Papa. En la frontera con Italia, el conductor nos explicó que para que no robaran las ruedas bastaba con dar a las personas indicadas por «la familia» unas botellas de buen vino que él siempre llevaba en el autobús. La extorsión funcionaba con la precisión de un reloj suizo, precisamente la nacionalidad de la Guardia de la Ciudad del Vaticano.

También vendí enciclopedias puerta a puerta, un trabajo que requería un tipo de esfuerzo bien diferente: el de hacer caso omiso a los tacos que a menudo acompañaban a los portazos. De vez en cuando había suerte y alguien compraba una enciclopedia. ¡Menudo alegrón! Casi como cuando te dicen que has ganado un pleito de los gordos. Aquel trabajo me sirvió para aprender una lección muy interesante: eran las madres las más interesadas en pagar la formación de sus hijos; de hecho, el nivel de éxito con el interlocutor materno triplicaba al paterno.

En verano íbamos al apartamento que tenía mi abuela en Tarragona, entre las localidades de Salou y Cambrils. Estaba situado junto a las vías del tren, y nuestra principal tarea diaria consistía en coger los botellines de cerveza vacíos que muchos viajeros arrojaban por las ventanillas de los trenes. Llevábamos un carro de supermercado, lo cargábamos con los botellines y los llevábamos hasta la playa, donde los lavábamos con arena y agua de mar. Una vez limpios, en el supermercado nos daban unos céntimos por cada casco, lo que nos hacía sentir grandes emprendedores… Con el tiempo, nuestro negocio llegó a su fin, porque los cascos dejaron de ser retornables, se pusieron cafeterías en los trenes y las ventanas ya ni siquiera se pueden bajar.

Cuando tenía ocho años pusimos en marcha un negocio más intelectual: creamos una revista para toda la familia que se llamó Timonel. En ella hacíamos entrevistas a abuelos, primos y otros familiares, elaborábamos crucigramas, poníamos artículos de actualidad y narrábamos nuestras aventuras en el colegio. Vendíamos cada ejemplar por unos céntimos. Tenía 10 años cuando le hice una entrevista a mi madre, que estaba embarazada de mi hermana Ana, y un par de años después, hice lo mismo con la propia Ana cuando ya decía sus primeras palabras. Por mi cuarenta cumpleaños mi hermana María, siempre tan ordenada, tuvo el detalle de regalarme todos los ejemplares de aquellas revistas. Los artículos los escribíamos en una máquina Olivetti y en papel carbón para que se fueran haciendo las copias. Las encuadernábamos con unas grapas y hacíamos una portada de cartulina que pintábamos a mano.

Cuando ya estaba en la universidad, tuve un negocio muy distinto. Con la Carnegie Foundation hice un curso de lectura rápida y otro de métodos de estudio. Los dos me resultaron muy útiles y me permitieron impartir cursos de aprendizaje y de cómo estudiar a alumnos de bachiller y de primer año de carrera. Desde luego, me pagaban bastante más que en el mercado de Legazpi y no era necesario quitarse el olor a pescado después de trabajar.

EL CAMBIO Y EL RECAMBIO

Imbuidos mi hermano y yo del recién descubierto espíritu liberal y afiliados a las juventudes del Partido Liberal, nuestra labor en la formación se limitó a pegar carteles para la campaña electoral previa a los comicios de 1977, casi siempre en la zona del estadio Vicente Calderón y de la ribera del Manzanares. En más de una ocasión tuvimos que salir corriendo perseguidos por grupos simpatizantes del franquismo. En las siguientes elecciones municipales, las de 1979, ni mi hermano ni yo hicimos mucho más, hasta que llegaron las generales de 1982, que fue cuando se produjo la debacle de UCD, que pasó de ciento sesenta y ocho diputados a dieciocho. Todo un récord. En aquellos tiempos en los que nacía la democracia había un anuncio que decía: «Cada español, un par de calcetines, cada español, un partido político. Calcetines Cóndor». Habían surgido tantas iniciativas políticas que la sensación general era que no sería fácil ponerse de acuerdo. Sin embargo, se logró fraguar un gran pacto social y político que ha dado a España cuatro magnificas décadas de prosperidad.

También en la facultad, un grupo de amigos —entre los que se encontraban algunos que luego tuvieron un papel destacado en el Partido Popular, como Alfredo Timermans, Baudilio Tomé o Gabriel Elorriaga— creamos la Asociación 1812, justo después de que el PSOE arrasara en las elecciones generales de 1982. Sus doscientos dos diputados en el Congreso eran una clara prueba de que todas las capitales de provincia, las comunidades autónomas y el Gobierno de la nación eran gestionados por el renovado Partido Socialista Obrero Español de Felipe González, quien, con el famoso «Por el cambio», había liderado un ilusionante proyecto de asentamiento de la democracia y estabilidad institucional. En tan solo siete años España había pasado de Franco a Felipe. Un rotundo éxito de madurez y un claro ejemplo de convivencia.

Nuestra asociación nació con un audaz cartel que pegamos en todas las facultades de la Universidad Complutense y en el que se veía el perfil de la Estatua de la Libertad, pero con una llave inglesa en lugar de una antorcha en la mano derecha. Debajo, en letras bien grandes, el eslogan: «Por el recambio». Queríamos hacer de contrapeso político del socialismo y, cuando fuera posible, promover su sustitución. Tengo que reconocer que la esperanza del recambio nos acompañó algunos años más de los que habríamos deseado, y no fue hasta 1996 cuando al fin el PP —al que nos habíamos unido en 1993— ganó al PSOE en las urnas y pudimos ver nuestro sueño cumplido. Mi actividad política en aquellos años fue más de carácter intelectual y mi principal empeño era acabar la carrera y, posteriormente, aprobar las oposiciones, como también les ocurría a Tomé o a Elorriaga, que son inspectores de Hacienda. Yo conseguí sacar la de letrado del Consejo de Estado.

En 1989, el entonces rector Gustavo Villapalos me nombró secretario de la Universidad Complutense. Alfredo Timermans fue designado jefe de la Asesoría Jurídica y Gabriel Elorriaga, jefe de la Inspección. Fue entonces cuando conocimos a José María Aznar, de la mano de Carlos Aragonés y Miguel Ángel Cortés. Era el tiempo en el que Manuel Fraga había abandonado la presidencia de la vieja Alianza Popular y se debatía entre nombrar candidata a presidenta a Isabel Tocino o a José María Aznar.

Isabel tenía entonces 40 años, una personalidad arrolladora y una energía capaz de sacar adelante una familia de siete hijos y, al mismo tiempo, ser profesora de Derecho Civil y experta en energía nuclear. Los pasillos de la Facultad de Derecho de la Complutense eran testigos de su extraordinaria belleza, hasta el punto de que se producían verdaderas colas para asistir a sus clases y comentar luego en la cafetería que «he conocido a la Tocino».

El otro candidato, José María Aznar, era ya inspector de Hacienda y ostentaba la Presidencia de Castilla y León. Casado con una mujer guapa, inteligente y de gran coraje, Aznar tenía las ideas muy claras. En realidad, era una excepción a la regla, una especie de rara avis que, gracias a sus numerosas lecturas (novela, pensamiento, poesía…), siempre ponía las ideas por delante de la acción. Aquello nos entusiasmaba y, finalmente, los miembros del grupo de jóvenes liberales nos inclinamos por él. Colaboramos con Miguel Ángel Cortés y Carlos Aragonés en la elaboración de un discurso que resultó decisivo para marcar el futuro de lo que sería el Partido Popular. Fue en el Club Siglo XXI, dirigido con gran acierto por una eficaz Paloma Segrelles y lugar en el que se reunía lo más granado de la política, la empresa, el periodismo y la aún escasa sociedad civil española.

Alianza Popular había sido un partido marcadamente de derechas. Acababa de cambiar el nombre por el de Partido Popular, tras la elección de Marcelino Oreja como cabeza de lista a las elecciones europeas. Con él empezó el giro al centro. Aznar llenó a reventar el auditorio y presentó un potente y articulado discurso sobre la regeneración que comenzó a ilusionar al centro-derecha, hasta entonces cabizbajo y cainita —sus múltiples facciones se debatían en luchas fratricidas para repartirse las migajas, ya que entre todas no sumaban ni el 20 % del electorado—. De aquel discurso salió tanto un proyecto sólido, coherente y ambicioso como un liderazgo capaz de poner orden en aquel reino de taifas. Aznar es líder, muy líder. Le gusta mandar y lo sabe hacer.

Una vez designado Aznar candidato a la Presidencia del Gobierno en las elecciones de 1989, nuestro trabajo como asesores consistía en proponerle ideas para los distintos actos, discursos y mítines que fue dando a lo largo y ancho de la geografía española. La retribución no era económica, pero recibíamos lo que más necesitábamos: la ilusión de ir juntos por la noche al VIPS, una cafetería en la calle López de Hoyos que también tenía librería, y comprar la prensa del día siguiente. Devorábamos todos los periódicos. En aquellos tiempos todavía se leían los editoriales de la prensa escrita, y algunos eran muy inf luyentes. Nos llenaba de entusiasmo y orgullo si una de nuestras frases u ocurrencias ocupaba el titular, por pequeño que fuera, de la información sobre la campaña política de nuestro líder.

Fue esa ilusión la que nos ayudó a digerir la derrota de las elecciones de 1989, aunque José María Aznar logró superar el famoso «techo» de Fraga de 105 escaños. Recuerdo que el acto de fin de campaña se celebró en la Plaza Mayor y que llovía. Cuando terminó, fuimos con él al restaurante Casa Ciriaco, que está junto al Consejo de Estado. Todavía guardo la carpeta de cartón azul con gomitas en la que Aznar había garabateado el discurso que pronunció aquella noche. Treinta años después aún viste la chaqueta de espiguilla que llevó en aquella ocasión y en otras campañas electorales. También en acontecimientos futbolísticos. Asegura que le da suerte, y doy fe de ello.

El 31 de marzo de 1990 se celebró en Sevilla el Congreso en el que se eligió a José María Aznar como presidente del Partido Popular en sustitución de Manuel Fraga. Se trataba de convertir a la vieja Alianza Popular en un partido de centro-derecha capaz de vencer en las urnas a la poderosísima maquinaria electoral y política del PSOE. Tuve el honor de que Aznar me designara como uno de los diez compromisarios que podía nombrar. Fue un extraordinario éxito. Nuestro eslogan, «Hacia el centro», fue un acierto, pero también la organización y los ejes del proyecto ideológico que allí nacieron. Lo celebramos con un almuerzo en el restaurante sevillano Río Grande, cruzando el puente de San Telmo, frente a unos grandes ventanales que dan al Guadalquivir. Al acabar el almuerzo, Miguel Ángel Cortés quedó con una amiga nuestra de las juventudes liberales, Miriam Pacheco, y la acompañamos por las preciosas calles de Sevilla, la Puerta del Triunfo y la catedral hasta la calle Mateos Gago, donde nos despedimos en la puerta de su casa, la Casa Salinas. No volví a pisarla hasta 2017, cuando, ya viudo, empecé a salir con Alejandra Salinas. Allí conocí a la matriarca, María Asunción Milá, de quien hablaremos en otro momento.

Después del congreso, yo seguí con mis funciones de secretario general de la Universidad Complutense. Mi colaboración con José María Aznar consistía en organizar encuentros con personas de todos los ámbitos sociales. La idea era dar a conocer al joven presidente que había dejado su confortable puesto como presidente de una comunidad autónoma profundamente conservadora para liderar un nuevo proyecto político. Se trataba de escuchar cuantas más voces mejor para tomar el pulso a todos los ámbitos sociales y construir una mayoría transversal y suficientemente amplia. Con frecuencia nos reuníamos en Casa Ciriaco, y otras veces en el discreto reservado del restaurante Balzac, en la calle Moreto, detrás de la iglesia de los Jerónimos. A Aznar le interesaba conocer a personas del mundo del arte, de la cultura y de la ciencia. Nos reunimos con el poeta José Hierro, cuyo almuerzo acompañaba con un vaso de whisky; con el novelista Julio Llamazares; con la profesora Carmen Iglesias; con Enrique Fuentes Quintana, exministro de Economía con Adolfo Suárez y gran protagonista de los Pactos de la Moncloa; con Eduardo Serra, que entonces dirigía la Fundación de Lucha contra la Droga, presidida por la reina doña Sofia; con Josep Piqué, entonces presidente del Círculo de Economía… En Barcelona, Borja García-Nieto nos organizó varios encuentros con la Sociedad Civil Catalana. También nos reunimos con importantes profesionales de éxito, muchos de los cuales tuvieron después responsabilidades en el partido y en el Gobierno, como Sebastián Albella, Tano, cuya familia de Castellón y la mía mantenían amistades históricas; Luis de Guindos, que luego fue secretario de Estado, ministro de Economía y vicepresidente del Banco Central Europeo; José Manuel Soria, excelente persona y gran profesional, que fue alcalde de Las Palmas de Gran Canaria y ministro de Industria; Eduardo García de Enterría, Carlos Seco, Miguel Ángel Ladero, Pedro Laín Entralgo, José Luis Pinillos, Ramón Tamames, Elena Ochoa, Luis Cobos, Ignacio Sotelo, Camilo José Cela, Luis Racionero, José Jiménez Lozano, Antonio Muñoz Molina, Plácido Domingo, Mario Vargas Llosa, Luis Figo, Alejandro Sanz… Este último es uno de mis grandes amigos desde hace casi treinta años. Vivimos en mundos diferentes, pero nuestras almas disfrutan de las mismas cosas, sobre todo de la buena conversación. Alejandro y José María Aznar a menudo discrepaban, pero a los dos les gustan las cosas bien hechas y comparten la afición por los vinilos. El ingenioso sentido del humor gaditano de Alejandro aliñaba las charlas, batiéndose en una suerte de frontón dialéctico con la inteligente sobriedad castellana de José María.

La relación de colaboración, amistad y afinidad con Aznar, pero sin compromiso, se mantuvo hasta que llegó el congreso del PP de febrero de 1993. Unos días antes, el 28 de enero, día de Santo Tomás de Aquino, patrón de los estudiantes, se celebró en el Paraninfo de la Universidad Complutense la entrega de títulos a los nuevos catedráticos y doctores, a la que acudí vestido con mi toga, mi birrete y mi muceta. Nada más terminar el tradicional Gaudeamos igitur, el conserje me entregó una nota que decía: «Urgente. El señor Aznar le espera para almorzar». Todavía no existían los teléfonos móviles, así que me dirigí a un despacho para hablar con Milagros, la secretaria de Aznar, y decirle que ese día era imposible. Nos vimos por la tarde. Me dijo que quería que me incorporara a trabajar en el Partido Popular como secretario de Estudios y Programas y que iba a proponer el siguiente fin de semana, en el XI Congreso del Partido Popular, que entrara en el Comité Ejecutivo Nacional. También me dijo que iría de diputado en las próximas elecciones generales.

En aquellas fechas tenía decidido un importantísimo cambio de vida. Estaba organizando con Irene Vázquez, mi novia, nuestra boda para el día 16 de julio. La propuesta suponía un giro radical. Se trataba de dejar la universidad, el Consejo de Estado y mi despacho de abogado para convertirme en político profesional. La idea me atraía, pero pedí dos días para meditarlo. Aznar, quien, como acabo de decir, siempre ha sabido mandar mucho y bien, me respondió que no tenía tiempo para que me pensara nada y añadió que, si tenía alguna duda o algo que discutir, llamara a Francisco Álvarez Cascos, que entonces era el todopoderoso secretario general del Partido Popular. Tras hablar con Irene y decírselo a mi rector, contesté afirmativamente a la propuesta y me ahorré la conversación con el secretario general. Había llegado el momento de dar un paso para el que me había preparado. Yo no quería entrar en política hasta tener una oposición y una casa comprada sin deuda. Y tras varios años trabajando ya tenía ambas cosas. Pensaba que eso me daría libertad para no ser esclavo de la política y defender mis ideales en ella. Así fue. Como lo fue para Aznar, que tenía la oposición de Inspector de Hacienda, y para Rajoy, que tenía la de Registrador de la Propiedad. Seguro que a los tres dedicarnos a la política nos costó dinero. Y a mucha honra. Yo entré en política en 1993 sin deudas y salí en 2004 con una buena hipoteca.

Con solo una llamada de teléfono quedó cerrado con Aznar un compromiso de colaboración personal y profesional que mantuvimos durante toda nuestra vida política. Con el paso de los años, ese compromiso se ha convertido en una profunda relación de respeto y amistad.

EN EL GOBIERNO DE AZNAR

Aznar me dio la oportunidad más grande que se le puede dar a alguien con vocación de servir a su país: la de ser ministro y, además, de Justicia. Hoy las cosas se han puesto de tal manera y se ha devaluado tanto el ejercicio de las responsabilidades de Gobierno que a menudo digo que he tenido que suprimir ese renglón de mi currículum, no vaya a ser que se confundan. Mi madre recibió mi decisión aterrorizada, literalmente. En aquellos tiempos la política estaba embarrada con permanentes escándalos y casos de corrupción. Ella me decía: «Pero, hijo, ¿para qué has hecho tres carreras y sacado dos oposiciones si ahora te quieres dedicar a la política?». La reacción de mi padre, militar del Ejército del Aire y entonces general, fue la contraria. Se sintió orgulloso de que su hijo abandonara un despacho bien retribuido, un cargo interesante y dos oposiciones ganadas con esfuerzo para meterse en la política, que, como bien decía él, era «servir a España». Así me lo tomé yo también.

Aquellos años, primero como secretario general en la universidad más importante de España y después en la política activa, creo que me permitieron observar la realidad con una mirada más profunda, entendiendo mejor las pasiones humanas y las dinámicas con las que se mueve nuestro mundo. La gestión universitaria fue una buena escuela para llegar con algo aprendido a la vida política. Cuando ganamos las elecciones en 1996, acompañé a Aznar en su primer paseo por el Palacio de la Moncloa, que sería su residencia durante ocho años. Él subió al piso de arriba a almorzar con su familia. Yo almorcé en el piso de abajo con José Enrique Serrano, que había sido el jefe de gabinete del presidente saliente, Felipe González, y que también me había precedido como secretario general de la universidad. Ambos convinimos en que tanto el soplo de la bondad como el fondo de la maldad humanas se experimentan intensamente en el trato asiduo con las cátedras y el entorno académico.

El traspaso de poderes entre ambos Gobiernos lo hice con compañeros de la Universidad Complutense. Por el lado de los que llegábamos a la Moncloa estábamos el secretario general del Partido Popular, Francisco Álvarez Cascos, y yo. Por el de los que salían, Alfredo Pérez Rubalcaba, catedrático de Química, y Fernando Sequeira, profesor titular de Derecho Administrativo y miembro de mi propio departamento. La cosa fue muy sencilla y la solventamos en un par de reuniones. Al llegar, las dependencias de la Moncloa estaban tan limpias que ni siquiera habían quedado los formatos de las aplicaciones en los ordenadores para empezar a escribir. En consecuencia, tuvimos que volver a la sede del PP a redactar los primeros decretos del Gobierno. Como es obvio, se trataba de los nombramientos de los vicepresidentes y ministros. Sobre ese proceso, su elaboración, el nuevo organigrama con una drástica reducción de cargos y su comunicación a los agraciados hay una serie de anécdotas que solo Rodolfo Martín Villa, Manuel Núñez, Gabriel Cisneros y yo mismo podríamos contar… Quizás algún día alguno se anime a hacerlo.

Decía antes que la política me apartó de la docencia por la Ley de las Incompatibilidades, pero sí pude poner en práctica mi vocación de abogado en el ejercicio de las responsabilidades políticas; por ejemplo, en los cuatro años en los que desempeñé el cargo de secretario de Estado de Presidencia del Gobierno, me dediqué intensamente a negociar —algo muy propio de un abogado— en el núcleo del Estado de Derecho. Por una parte, coordinaba el diálogo entre los distintos departamentos del Gobierno para poner en marcha las iniciativas normativas, los decretos y los proyectos de ley en los que se traducía el impulso del programa de modernización de España con el que nos habíamos comprometido ante los electores. Por otra parte, negociaba con todos los grupos parlamentarios. Cada semana, en el Congreso de los Diputados, necesitábamos al menos veintiún votos más de los que tenía nuestro grupo parlamentario para garantizar la estabilidad del Gobierno y el impulso de sus propuestas legislativas. Sin embargo, fue la primera legislatura que se agotó sin necesidad de adelantar las elecciones. Pactamos con todos y cada uno de los grupos parlamentarios la aprobación de cerca de un centenar de leyes. Y ese consenso fue bueno para España.

Los cuatro años siguientes, ya en el Ministerio de Justicia, tuve la responsabilidad de poner en marcha, junto con la inmensa mayoría de los españoles, la superioridad ética del Estado de Derecho para con la ley, solo con la ley, pero con toda la ley, asfixiar el terrorismo etarra que tanto daño había causado a nuestra nación. Primero hicimos un gran acuerdo con el PSOE en la oposición, un pacto de Estado para la defensa de las libertades y la lucha contra el terrorismo, y otro gran acuerdo para la modernización de la Justicia, que implicaba a todos sus sectores en múltiples proyectos, con el fin de, desde el Estado de Derecho y la Justicia, acorralar a los terroristas.

Hicimos normas con las que dejamos de financiar a los terroristas con nuestros impuestos e impedimos que quienes usaban la democracia en beneficio del terror pudieran participar en los procesos electorales democráticos. También acabamos con la violencia callejera que cada día asolaba las calles del País Vasco y perseguimos a los que nos mataban en España y luego cruzaban la frontera.

Fuera de España movilizamos a la Unión Europea y a todas las democracias. Conseguimos redactar, impulsar y aprobar un invento español: la euroorden. Con ella se puso fin a la extraña anomalía de que pudieran circular libremente y sin fronteras los bienes, servicios y capitales —y también los delincuentes— y que, sin embargo, las órdenes judiciales de detención de criminales tardaran varios meses en cruzar las fronteras dentro de la Unión Europea.

Tuve la suerte de participar en el nacimiento y desarrollo de lo que se ha venido a llamar el «tercer pilar» de la Unión Europea, cuyo objetivo era buscar un espacio jurídico compartido. Queda mucho por hacer y muchos retos que superar, pero, sin duda, el invento de la Unión Europea es una de las grandes aportaciones de la ya acabada Edad Contemporánea.

Después de ocho años en el Gobierno y de once dedicados intensa y exclusivamente a la vida pública pensé que era el momento de dejar la política. En las elecciones de 2004, todo hacía pensar que el Partido Popular, con su nuevo candidato y líder al frente, Mariano Rajoy, iba a ganar las elecciones generales. Irene y yo teníamos cuatro hijos, ella se había casado a los 20 años (nos llevábamos trece) y la política les había robado mucho tiempo a mis hijos y a mi esposa. Por ello teníamos decidido que tras las elecciones nos iríamos a vivir a Boston o a Londres. Pero el atentado de Atocha, que segó la vida de casi dos centenares de ciudadanos, lo alteró todo. Inesperadamente, quien se pensaba que sería el líder de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero, fue investido presidente del Gobierno. A mí me correspondió, como ministro de Justicia y notario mayor del Reino, asistir en el Palacio de la Zarzuela, en presencia de Sus Majestades los reyes don Juan Carlos y doña Sofía, a su toma de posesión.

HAY VIDA DESPUÉS DE LA POLÍTICA

La forma en la que el Partido Popular perdió las elecciones me obligó a permanecer en política algún tiempo más del que tenía pensado. Mariano Rajoy me encomendó la tarea de presidir la organización del congreso nacional del Partido Popular que se iba a celebrar en octubre de 2004 y que le proclamaría como presidente del partido tras José María Aznar. A una semana de celebrarse el congreso, le dije a Mariano Rajoy que había cumplido con mi servicio y que deseaba apartarme de la primera fila de la línea política activa. Lo entendió perfectamente y me relevó de mi responsabilidad como secretario de área en el Partido Popular. Eso me permitió cumplir con mi pacto con Irene y al año siguiente nos fuimos a vivir, con toda la familia, a Londres.

Todavía recuerdo como si fuera hoy la impresión que me produjo estar el 16 de julio en una casa alquilada en el centro de Londres y ver aparecer un camión que llegaba con todos nuestros muebles de la casa de Madrid. Allí vivimos una temporada absolutamente feliz. Recuperamos nuestra vida de pareja, nuestra vida de familia, e inauguramos una nueva agenda. Todo era novedoso: el colegio al que enviaríamos a los niños, el restaurante y el cine a los que podíamos ir el fin de semana… En definitiva, una gran ocasión para recuperar el tiempo de familia que había dedicado a la política.

En Londres, con ayuda de un amigo al que siempre le estaré agradecido, alquilé una pequeña oficina y empecé a trabajar como asesor jurídico en el ámbito del Derecho bancario, que era en lo que me había formado. Me contrató JP Morgan para articular su fondo de infraestructuras, que era el primer fondo de tercera generación. Me contrataron como senior advisor el Royal Bank of Canada y la consultora Oliver Wyman, con la que participé en hacer el stress test de la banca sistémica europea que encargó el Banco Central Europeo. Empecé a ejercer mi vida profesional, monté mi despacho de abogados especializado en Derecho bancario y financiero y, en 2008, inicié una nueva actividad empresarial, una multifamily office. Lo hice con Daniel de Fernando, que venía de ser el jefe mundial de Asset Management y Wealth del BBVA y que antes había tenido importantes responsabilidades en esa misma área trabajando para JP Morgan en Nueva York y Londres. Cuando volví a España, a mi despacho se unió Ángel Acebes. Ángel había sido abogado antes que político. Luego fue elegido alcalde de Ávila, ministro de tres carteras y secretario general del Partido Popular. Nos unía una estrecha amistad, que, contra todo pronóstico, y visto lo visto, se acrecentó trabajando juntos en política. Constituimos un grupo de abogados más bien sénior y con presencia en casi todas las grandes ciudades españolas. Esa vida profesional ha sido absolutamente satisfactoria, un motivo de ilusión permanente y me ha dado la facilidad de conocer a nuevas personas, de tener nuevos amigos y la confianza de muchos clientes. Como digo con frecuencia, tuve la suerte de dejar la política cuando quise y he desarrollado una vida después de la política extraordinariamente rica en conocimientos y también en desempeño profesional.

La vida profesional me ha dado grandes alegrías; también me ha exigido mucho, pero he tenido la suerte de trabajar con muy buenos equipos. Una de las grandes satisfacciones personales es que todavía hoy, dieciocho años después de dejar el Gobierno, mantengo una excelente relación con todo mi equipo y todos ellos han tenido trayectorias profesionales brillantes. Rafael Catalá, secretario de Estado, fue luego ministro de Justicia; María José García Beato, la subsecretaria, ha sido secretaria general y consejera del Banco Sabadell, así como de otras grandes instituciones; María Pelayo ha desarrollado su carrera como periodista y profesional de prestigio; Carlos Lesmes es presidente del Tribunal Supremo; Alberto Dorrego es socio de una prestigiosa firma internacional de abogados; Santiago Martínez Garrido es el jefe de la asesoría jurídica de una de las empresas españoles más importantes, Iberdrola.

Resulta que quería escribir un libro de Historia y la vanidad propia de todo político me ha llevado a empezar por escribir mi propia historia. Si, querido lector, como se dice en las novelas románticas, has llegado hasta aquí, espero que me disculpes y también que esta introducción te sirva para entender desde qué lado de la mar ve este navegante los perfiles de una costa que, aunque se aleja, es desde la que hemos partido todos los que ahora vivimos en esta nueva era de la historia de la humanidad.